TAL COMO SON

Jueves, 18 de abril de 2013

10.00. Daniel empieza a preocuparme. A pesar de todas sus… bueno, Danieladas, desde que Mark murió siempre se ha puesto en contacto conmigo inmediatamente si lo llamo. Uuy, teléfono.

10.30. Se me había olvidado lo de la multiconferencia con George el de Greenlight, Imogen y Damian.

—Bien, creo que te gustará saber que estamos todos en la oficina —ha empezado George—. Bueno, así están las cosas —se ha oído un chapoteo de fondo—: si hablas con Saffron de las páginas, no le darás a entender ni de lejos que no estás enamorada al ciento por ciento de Estoc…

—¿George? —le he preguntado con recelo—. ¿Dónde estás y qué es ese chapoteo?

—En la oficina. Sólo es el… café. Vale. A Ambergris le va Estocolmo, así que no…

Se ha oído un chirrido extraño, un resbalar como de goma, un plaf sonoro… Vamos, como si algo inmenso hubiese caído a una gran masa de agua. Después un grito ahogado y silencio.

—Bien —ha terciado Imogen—. Vamos a ver qué ha pasado y te llamo, ¿eh?

11.00. Acabo de llamar a Talitha para ver si había hablado con Daniel últimamente.

«Ay, Dios —me ha dicho—, ¿es que no te has enterado?»

La cosa es que Daniel siempre ha tenido tendencias adictivas que han ido empeorando con la edad. Hubo un período en que todo el mundo decía: «Estoy tan preocupado por Daniel…», con cierto tono moralista, porque en las fiestas su comportamiento era cada vez más excesivo. Varias mujeres glamurosas intentaron «curarlo», hasta que acabó en un centro de rehabilitación de Arizona, del que volvió fresco como una lechuga y algo avergonzado. Que nosotros supiéramos, estaba bien. Pero, por lo visto, su reciente ruptura con la última mujer glamurosa lo empujó a correrse la juerga de su vida, en la que vació todo el contenido de su mueble bar de los años treinta en un único fin de semana. La señora de la limpieza lo encontró el lunes por la mañana en un estado lamentable y ahora está en el pabellón de toxicómanos y alcohólicos del mismo hospital al que yo fui para el consultorio de obesidad.

Ay, Dios, ay, Dios, y yo que dejé que Billy y Mabel pasaran la noche con él.

11.30. Acaba de llamar Imogen. Por lo visto, en lugar de encontrarse, como aseguraba, en la oficina tomando café, George estaba en un bote neumático en el río Irrawaddy, al que se había retirado desde su lujosa casa flotante de estilo indígena para «recibir una señal». El oleaje que una lancha motora con ejecutivos levantó al pasar hizo que el bote se desestabilizara y que George acabara en las turbias aguas del Irrawaddy, seguido de cerca por su iPhone.

George estaba bien, pero la pérdida del iPhone era catastrófica. He decidido dejar que Greenlight se ocupara de las repercusiones e ir volando a ver a Daniel.

14.00. Acabo de volver. Aquello da miedo. Desde el punto de vista estético el hospital St. Catherine es una desconcertante mezcla de una prisión victoriana, la consulta de un médico de los años sesenta y Yemen. Al llegar deambulé aturdida hasta dar con el bloque que buscaba, en la tienda de regalos le compré a Daniel unos periódicos y una tarjeta con un pato que ponía «Mantente a flote», y añadí en boli «Pedazo de capullo». Después, obedeciendo un impulso, escribí dentro: «Vayas a donde vayas y hagas lo que hagas siempre te querré.» No es que quiera APLAUDIR su comportamiento, pero me imaginé que todo el mundo iría para echarle la bronca.

El pabellón era un «pabellón cerrado». Pulsé el botón verde y al cabo de un rato apareció una señora con burka que me dejó pasar.

—He venido a ver a Daniel Cleaver.

Me dio la impresión de que el nombre no le decía nada, era uno más en su lista.

—Por ahí a la izquierda. La primera cama tras la cortina.

Reconocí la bolsa y el abrigo de Daniel, pero la cama estaba vacía. ¿Se habría largado? Me puse a recoger aquello un poco y entonces apareció un extraño con pinta de vagabundo vestido con el pijama de franela del hospital, sin afeitar, el pelo revuelto y un ojo a la funerala.

—¿Quién eres? —preguntó con recelo.

—Soy yo, ¡Bridget!

—¡Jones! —exclamó como si se le iluminara una bombilla en la cabeza. Se le apagó igual de deprisa y se dejó caer sobre la cama—. Al menos podrías haberme dicho que ibas a venir. Quizá hubiera ordenado esto un poco.

Se tumbó y cerró los ojos.

—Pedazo de idiota —solté.

Él buscó mi mano a tientas. Hacía un ruido muy raro.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué no puedes respirar?

A sus ojos asomó un destello, un atisbo del Daniel de siempre.

—Bueno, la cosa es, Jones —empezó al tiempo que tiraba de mí hacia él—, que me fui de farra, la verdad. Básicamente me lo bebí todo. Me amorré encantado a lo que creía que era una botella de crème de menthe, ya sabes, esa cosa verde, y me la bebí entera. —En su cara se dibujó la familiar sonrisilla atribulada—. Y resultó ser Fairy.

Ambos rompimos a reír a carcajadas. Sé que se trataba de una situación potencialmente trágica, pero resultaba bastante divertida. Sin embargo, Daniel empezó a atragantarse de inmediato, a emitir un ruido sibilante, y de la boca le salían burbujas. Aquello ilustraba exactamente lo que había sucedido. Es como cuando te quedas sin pastillas para el lavavajillas y crees que sería buena idea ponerle jabón: dentro se llena todo de espuma.

La enfermera vino corriendo y se hizo cargo de la situación. Luego Daniel cogió la tarjeta y la abrió. Durante un segundo dio la impresión de que iba a echarse a llorar, pero entonces la puso boca abajo sobre la mesa, justo cuando apareció una glamurosa rubia patilarga.

—Daniel —dijo la rubia de un modo que me dio ganas de sacudirme el pelo y pasarle unos cuantos piojos—. Mírate. Debería darte vergüenza. Esto tiene que parar. —Cogió la tarjeta—. ¿Qué es esto? ¿Es tuya? —inquirió con tono acusador—. ¿Lo ves?, ¡éste es el problema! Todos sus puñeteros amigos: «Querido Daniel.» Aplauden su comportamiento.

—En ese caso será mejor que me vaya —dije al tiempo que me levantaba.

—No, Jones, no te vayas —objetó él.

—Ah, por favor —resopló la chica justo cuando llegó Talitha con una cesta llena de regalos comestibles, envuelta en papel de celofán y rematada con un gran lazo.

—¿Lo ves? ¿Lo ves? —dijo la rubia glamurosa—. A esto es exactamente a lo que me refería.

—Y ¿a QUÉ te refieres exactamente con eso… cielo? —quiso saber Talitha—. ¿QUIÉN eres tú exactamente y QUÉ tiene esto que ver contigo? Conozco a Daniel desde hace veinte años, durante la mayor parte de los cuales me acosté con él de manera intermitente…

Estuve a punto de soltar: «¿¿Qué??» ¿Talitha se acostaba con Daniel cuando yo me acostaba con Daniel? Pero luego pensé «¿qué más da?».

Me disculpé y me fui, pensando que a partir de cierta edad la gente hace lo que hace, y o bien la aceptas como es o no. No estoy segura, no obstante, de si debería volver a dejar a los niños a cargo de Daniel, al menos hasta que se haya rehabilitado o sea capaz de distinguir claramente un tenedor de un cepillo del pelo.