Jueves, 18 de abril de 2013
13.00. Me he escapado de una carrera a Oxford Street, y me ha encantado ver que Mango, Topshop, Oasis, Cos, Zara, Aldo, etc. han leído el mismo número de Grazia que yo. Ver la ropa de verdad después de haber estado mirando tanto tiempo páginas web ha sido casi como ver a las estrellas de cine en carne y hueso después de haberlas visto en las revistas. Ahora tengo un modelito estilo famosa-en-aeropuerto al que no le falta detalle: pantalones pitillo, bailarinas, camisa, blazer y gafas de sol, aunque no tengo el, quizá imprescindible, bolso enorme y carísimo.
Miércoles, 15 de mayo de 2013
Minutos perdidos intentando parecer una chica de alfombra roja sin conseguirlo: 297; minutos pasados volviendo a ponerme el vestido de seda azul marino: 2; número de veces que me puse el vestido de seda azul marino el año pasado: 137; coste derivado del uso del vestido de seda azul marino desde que me lo compré: menos 3 libras la hora; por consiguiente, el vestido de seda azul marino ha obtenido más beneficios que yo. Lo cual está bien. Y además es budista.
10.00. Acabo de salir para ir a la reunión en Greenlight vestida con mi nuevo modelo. Da la impresión de que Las hojas en su pelo avanza a galope tendido. Se ha sumado un director, «Dougie». La reunión, como siempre, es de «reconocimiento», como cuando vas al dentista y sabes que van a acabar agujereándote un diente.
10.15. Acabo de verme reflejada en un escaparate: estoy ridícula a más no poder. ¿Quién es ésa de la camisa abotonada hasta arriba y los pitillo que le hacen los muslos gordos? Voy a volver a casa a ponerme el vestido de seda azul marino.
10.30. En casa. Voy a llegar tarde.
11.10. Me he chocado contra George en el pasillo cuando iba corriendo como una loca con mi vestido de seda azul marino. He frenado en seco, pensando que George había salido de la reunión para regañarme por llegar tarde y llevar siempre la misma ropa, pero se ha limitado a decir: «Ah, la reunión de Las hojas. Vale, vale, lo siento, multiconferencia. Estaré contigo dentro de diez o quince minutos.»
11.30. Ahora el ambiente ya es mucho más relajado, con Imogen y Damian, y esperamos felices y contentos a George y a Dougie en la sala de juntas, comiendo cruasanes, manzanas y barritas Mars en miniatura. He intentado sacar el tema de los pitillo, pero Imogen se ha puesto a hablar de si era mejor comprar ropa en Net-a-Porter, porque ponen un embalaje muy chulo y es genial abrir el papel de seda negro, o apostar por un embalaje ecológico sencillo, ya que es más fácil devolverlo y de paso salvas el planeta. He tratado de tomar parte en la conversación fingiendo que compro cosas en Net-a-Porter en lugar de limitarme a mirarlas y luego ir a Zara, pero entonces George HA IRRUMPIDO en la habitación, sin Dougie, con sus habituales movimientos precipitados de estoy-en-marcha, hablando con su vozarrón grave mientras iba consultando sus correos electrónicos.
El problema de George es que siempre parece estar en otra parte, he empezado a pensar hipócritamente al tiempo que notaba que me vibraba el teléfono. Siempre está o a punto de hablar con alguien o hablando con alguien o mandándole un correo a alguien o subiéndose o bajándose de un avión. He bajado la vista para abrir el mensaje sin dejar de pensar: «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué no está George donde está? “Anda, mírame, estoy volando, soy un pájaro, ¿por qué no desayunamos todos en China?”.» El mensaje era de Roxster:
<¿Me paso esta noche cuando los niños estén en la cama? Y te cuento con pelos y señales el partido de rugby de la otra noche.>
El problema de George y su distracción implica que uno tiene que meter todo lo que quiere decirle en lo que dura un tuit. Aunque, a decir verdad, puede que en cierto modo sea bueno. Porque me he dado cuenta de que mientras que los hombres, a medida que se hacen mayores, se vuelven gruñones y refunfuñones, las mujeres empiezan a hablar demasiado, atropelladamente y repitiéndose. Y, como dice el Dalái Lama, todo es un regalo, así que puede que el hecho de que George esté tan ocupado sea una forma de enseñarme a no hablar como una cotorra, sino…
—¿Hola?
George se ha plantado delante de mí para devolverme al presente.
—Hola —he contestado confusa, y le he dado deprisa a «Enviar» para mandarle el mensaje a Roxster: <¿Con pelos púbicos y señales eróticas?> ¿Por qué me decía «¿hola?» George cuando ya nos habíamos saludado hacía diez minutos en el pasillo?
—Estás sentada así —me ha dicho, y, acto seguido, me ha imitado exactamente como lo hace Billy, con expresión alelada y la boca abierta.
—Estoy pensando —he argüido al tiempo que apagaba el teléfono, que ha emitido un graznido. Lo he vuelto a encender deprisa. O lo he apagado.
—Pues no lo hagas —ha ordenado—. No pienses. Bien. Tenemos que hacer esto rápido, salgo para Ladakh ya mismo.
¡Lo que yo decía! ¿Ladakh?
—Ah. ¿Vas a hacer una película en Ladakh? —he preguntado inocentemente mientras lo juzgaba de manera preconcebida por ir a Ladakh SIN MOTIVO alguno salvo ir a Ladakh y miraba de quién era el mensaje del graznido.
—No —ha contestado George al tiempo que se registraba todos los bolsillos en busca de algo—. No es Ladakh, es… —Un destello de pánico ha asomado a sus ojos— Lahore. Vuelvo dentro de cinco minutos.
Ha vuelto a salir, probablemente para preguntarle a su asistente adónde iba. El mensaje era de Jude.
<Me acaba de decir que quiere que le haga pis encima.>
Le he respondido deprisa:
<Todo el mundo tiene sus rarezas. ¿Y si usas una variante de hacerlo sentir asqueroso, de vez en cuando, como si fuera un premio?>
Jude: <¿Como hacerle pis?>
Yo: <No. Dile: «NO estoy preparada para hacerte pis encima, pero te…»>
De pronto me han llegado dos mensajes. El primero era la respuesta de Jude:
<¿… pisaré los huevos? Es una de las cosas que quiere. Yo creo que se los reventaría.>
He abierto el otro mensaje pensando que quizá fuera de Roxster. Era de George:
<¿Estás interesada en conocer a tu nuevo director o piensas pasarte todo el tiempo ahí sentada mandando mensajes?>
He alzado la vista y he estado a punto de atragantarme. No sé cómo, George había vuelto a la sala de juntas sin que me diera cuenta y estaba sentado frente a mí con un tío bajito con pinta de moderno —camisa negra, barbita gris y gafas redondas a lo Steven Spielberg—, pero con una de esas caras algo ajadas, como de alcohólico —que no tienen nada que ver con la luminosidad alegre de nunca-me-he-hecho-un-peeling-facial-pero-lo-parece de Steven Spielberg.
Los he mirado sobresaltada y me he puesto en pie de súbito para tenderles la mano por encima de la mesa con una sonrisa de felicidad.
—¡Dougieeeeeeee! Cuánto me alegro de conocerte al fin. He oído hablar TANTO de ti. ¿Cómo estás? ¿Vienes de lejos?
¿Por qué me convierto en una joven exploradora / Su Majestad la Reina siempre que me siento incómoda?
Por suerte, justo en aquel instante ha entrado a toda prisa la ayudante de George. Parecía aturdida y ha susurrado «No es Lahore, es Le Touquet», ante lo cual George se ha marchado de repente y nos ha dejado a Dougie y a mí un montón de «tiempo de reconocimiento». El encuentro ha consistido —¡por una vez!— en que hablara a mis anchas de los temas feministas de Hedda Gabler mientras Imogen me miraba con una sonrisa petrificada.
Dougie, por otra parte, se ha mostrado de lo más entusiasta. No ha parado de sacudir la cabeza con admiración y decir: «Sí, eso es.» Creo que va a ser un aliado en lo tocante a asegurarse de que Las hojas (que es como lo llamamos ahora) permanezca fiel a su esencia.
Sin embargo, cuando Dougie se ha ido haciendo como que escribía con los pulgares en un teléfono y diciendo «Hablamos», la conversación se ha vuelto en su contra.
—Uf, necesita esto con desesperación —ha afirmado Damian, desdeñoso.
—Y que lo digas —ha añadido Imogen—. Oye, Bridget, esto es absolutamente top secret, ya sabes, pero ¡creo que tenemos actriz!
—¿Actriz? —he repetido entusiasmada.
—Ambergris Bilk —ha dicho en voz baja.
—¿Ambergris Bilk? —he inquirido sin dar crédito. ¿Que Ambergris Bilk quería estar en mi película? Dios mío—. O sea, ¿lo ha leído?
Imogen me ha dedicado una sonrisa radiante, indulgente, sin separar los labios, la clase de sonrisa que utilizo yo cuando le digo a Billy que se ha ganado las coronas de Wizard 101 por recoger el lavavajillas (aunque, claro está, sin chupar los platos).
—Le encanta —me ha asegurado Imogen—. Lo único es que no está segura al ciento por ciento de lo de Dougie.