SEGUNDA CITA CON EL TOY BOY

Viernes, 1 de febrero de 2013 (continuación)

No tengo ni la más remota idea de sobre qué trata Los Miserables, me gustaría volver a verla en algún momento, la verdad. Me han dicho que es buenísima. En lo único que podía pensar era en lo cachonda que me ponía tener la rodilla de Roxster tan cerca de la mía. Él tenía la mano apoyada en el muslo izquierdo, así que yo puse la mía en mi muslo derecho para que sólo unos centímetros separasen nuestras manos. Me puso muchísimo, y me pregunté si él estaría igual de excitado que yo, pero no estaba segura del todo. De pronto, después de un buen rato, Roxster alargó el brazo y me puso la mano en el muslo derecho como si tal cosa. Desplazó con el pulgar la seda del vestido azul marino por mi pierna desnuda. Fue un movimiento de lo más eficaz, un movimiento que, a mi juicio, no se prestaba a ninguna confusión.

Mientras la gente continuaba tirándose de los puentes y muriéndose de malos cortes de pelo al ritmo de las canciones de la gran pantalla, yo lo miraba de reojo. Roxster, a su vez, miraba la pantalla con tranquilidad; tan sólo un leve titilar en sus ojos desvelaba que allí se estaba haciendo de todo menos ver aquella tragedia operística. Al poco se inclinó hacia mí y susurró:

—¿Nos vamos?

Una vez fuera, empezamos a besarnos con ganas. Después nos calmamos y decidimos que por lo menos iríamos a cenar algo. La magia de Roxster consistió en que, incluso en mitad del increíble alboroto de toda una serie de restaurantes del Soho sin mesas libres, hablar con él resultó sumamente divertido. Al final, tras muchas copas y mucho charlar y reírnos, acabamos en el restaurante en el que había reservado en un principio para después de la película.

Durante la cena me cogió la mano y deslizó el pulgar entre mis dedos. Yo, por mi parte, le rodeé el pulgar con los dedos y lo acaricié arriba y abajo de un modo que se quedó justo a las puertas de poder considerarse el anuncio de una paja.

A lo largo de todo aquel tiempo, ninguno de los dos dio a entender en la conversación que fuésemos otra cosa que la mar de amigos. Fue de lo más sexy. Entré en el cuarto de baño antes de irnos y llamé a Talitha.

—Si te sientes a gusto, cari, adelante. Si ves alguna bandera roja, llámame. Estaré pendiente del teléfono.

Cuando salimos —de nuevo en el Soho, y esta vez un viernes por la noche, así que evidentemente no había taxis—, dijo:

—¿Cómo vas a volver a casa? Ya no hay metro.

Me quedé aturdida. Después de tantos preparativos, y de acariciarle el pulgar, y de llamar a amigos, resulta que no había nada entre nosotros. Qué horror.

—Jonesey —sonrió—. ¿Te has subido alguna vez al autobús nocturno? Creo que voy a tener que llevarte a casa.

En el autobús nocturno, me sentí como si partes de otras personas se metieran en partes de mí que ni siquiera sabía que existían. Era como si estuviese más unida a miembros de la comunidad del autobús nocturno de lo que lo hubiera estado a nadie en toda mi vida. Roxster, sin embargo, parecía preocupado, como si lo del autobús nocturno fuera culpa suya.

—¿Estás bien? —me preguntó.

Asentí con alegría, aunque en realidad deseaba estar estrujada contra Roxster en lugar de contra la tipa rara con la que prácticamente estaba practicando el sexo lésbico de lavado de coches del que hablaba la revista de Daniel.

El autobús se detuvo y la gente empezó a bajarse. Roxster consiguió abrirse paso hasta un asiento libre y se sentó, algo nada galante y poco propio de él. Luego, cuando todo el mundo se hubo acomodado, se levantó y me sentó en su sitio. Le sonreí, orgullosa de lo atractivo y fornido que era, pero vi que bajaba la vista horrorizado: una mujer estaba vomitando silenciosamente en mi bota.

Roxster intentaba controlar la risa. Llegó nuestra parada, y al bajarnos me rodeó con el brazo.

—Una noche sin vómito es una noche sin Jonesey —dijo, y añadió—: Espera un momento. —Entró en un veinticuatro horas y salió con una botella de Evian, un periódico y un puñado de servilletas de papel—. Voy a tener que empezar a llevar estas cosas encima. Estate quieta.

Me echó el agua en la bota y se arrodilló y me limpió la vomitona. Fue de lo más romántico.

—Ahora huelo a vómito —afirmó compungido.

—Ya lo limpiaremos en casa —respondí, y el corazón me dio un vuelco porque ya tenía un motivo para que entrara, aunque fuese el vómito.

Cuando nos acercamos a mi casa, me di cuenta de que Roxster iba mirando a su alrededor para intentar averiguar dónde estábamos y en qué tipo de sitio vivía. Estaba muy nerviosa al llegar a la puerta. Me temblaban las manos de tal modo que cuando metí la llave en la cerradura no fui capaz de abrir.

—Déjame a mí —se ofreció.

—Pasa —dije, con una voz ridículamente formal, como si fuese una camarera que sirviera cócteles en los años setenta.

—¿Quieres que vaya a algún sitio hasta que se marche la canguro? —susurró.

—No están aquí —contesté yo también en un susurro.

—¿Tienes dos canguros? ¿Y aun así has dejado a los niños solos?

—No —reí—. Están con sus padrinos —añadí. Convertí a Daniel en «padrinos» para que Roxster no intuyera que Daniel era un hombre sexualmente disponible, que lo es, al menos hasta que lo conoces.

—¡Así que tenemos la casa para nosotros! —exclamó Roxster—. ¿Puedo ir a quitarme la pota?

Lo acompañé hasta mitad de la escalera para indicarle dónde estaba el cuarto de baño y después bajé a la carrera a la cocina, me cepillé el pelo, me puse más colorete y bajé las luces. Al hacerlo me di cuenta de que Roxster nunca me había visto a la luz del día.

De repente me vi como una de esas mujeres mayores que insisten en pasarse todo el tiempo metidas en casa con las cortinas echadas, a la única luz de la chimenea o las velas, y que luego no atinan a pintarse los labios cuando alguien va a verlas.

Viví un momento horrible de culpabilidad y miedo por Mark. Me sentí como si estuviese siendo infiel, como si estuviera a punto de saltar de un acantilado y como si me encontrase muy, muy lejos de todo cuanto conocía y de todo cuanto era seguro. Me incliné sobre el lavabo, con la sensación de que iba a… en fin… como correspondía, supongo… a vomitar. Y de pronto oí que Roxster estallaba en carcajadas. Volví la cabeza.

¡Mierda! Estaba mirando el horario de Chloe.

Chloe había decidido que a Billy y a Mabel les iría mucho mejor por las mañanas si tenían una ESTRUCTURA, de modo que había elaborado un horario con lo que se supone que ocurre, más o menos al momento, cuando los lleva al colegio. Y estaba muy bien, salvo por el hecho de que era ridículamente largo, y uno de los puntos, el que Roxster se había puesto a leer en voz alta, era:

«7.55-8.00. ¡Besos y abrazos con mami!»

—¿Sabes siquiera cómo se llaman? —inquirió. Y al ver la cara que le ponía, se echó a reír y me ofreció las manos para que se las oliera.

—Perfectas —aprobé—. Ni rastro de vómito. ¿Te apetece una copa de…? —Pero Roxster ya estaba besándome. Sin prisas. Con suavidad, casi con ternura, pero llevando la voz cantante.

—¿Vamos arriba? —musitó—. Quiero besos y abrazos con mami.

Comencé a subir la escalera inquieta, preguntándome si el culo se me vería gordo desde atrás y abajo, pero me percaté de que Roxster estaba centrado en ir apagando las luces a medida que subíamos.

—Oye, ¿qué hay del consumo de electricidad, Jonesey?

Ay, los jóvenes y su preocupación por el planeta.

Cuando abrí la puerta, el dormitorio estaba precioso, iluminado solamente por la luz del descansillo, y aquélla fue la única que Roxster no apagó. Entró y entornó la puerta. Se quitó la camiseta y ahogué un grito. Parecía un anuncio. Era como si le hubiesen pintado los abdominales con aerógrafo. En casa no había nadie, la luz era tenue, él estaba estupendo, me hacía sentir segura, era guapo a más no poder. Entonces dijo:

—Ven aquí, nena.