EL STRONGHOLD

El Stronghold estaba en un almacén de ladrillo y tenía una puerta metálica sin ningún tipo de cartel y un interfono que requería un código. Tom lo introdujo y subimos tambaleándonos sobre nuestros tacones de vértigo por una escalera de cemento que olía como si alguien se hubiera hecho pis allí mismo.

Pero, una vez dentro, cuando Tom dio nuestros nombres para que los comprobaran en la lista, me invadió una temeraria oleada de entusiasmo. Los muros eran de ladrillo y había balas de paja a sus pies —lo cual hizo que me entraran unas ligeras ganas de haber seguido vestida de Dolly Parton—, además de sofás desvencijados. Había un grupo tocando en directo y una barra en un rincón, atendida por jóvenes que contribuían a la atmósfera al mirar a su alrededor con nerviosismo, como si un sheriff fuese a atar su caballo, irrumpir en el local con un sombrero de cowboy y acabar con la fiesta. La iluminación artística complicaba la tarea de ver bien a la gente, pero en seguida me quedó claro que allí no todos eran adolescentes y que había algunos…

—… tíos muy buenos en la sala —musitó Talitha.

—Vamos, nena —me animó Tom—. Vuelve a subirte a ese caballo.

—Soy demasiado mayor —objeté.

—¿Y? Pero si aquí no se ve casi nada.

—¿De qué voy a hablar? —farfullé—. No estoy al tanto de la música que se lleva.

—Bridget —terció Talitha—, hemos venido aquí a que redescubras la mujer sensual que llevas dentro. Y eso no tiene nada que ver con hablar.

Fue como volver a ser adolescente, experimenté la misma sensación vertiginosa de duda y posibilidades. Me recordó a las fiestas a las que solía ir cuando tenía dieciséis años, en las que en cuanto los padres nos dejaban, las luces se apagaban y todo el mundo acababa en el suelo y empezaba a besuquearse con el primero con el que hubiese establecido el más mínimo contacto visual.

—Mira a ése —señaló Tom—. ¡Te está mirando! ¡Te está mirando!

—Tom, cierra la boca —dije con disimulo mientras me cruzaba de brazos e intentaba estirar el blusón para que me llegara hasta las botas.

—Cálmate, Bridget. HAZ ALGO.

Me obligué a mirar, procurando hacerlo de manera seductora. Pero el chico mono ya le estaba entrando a una iBabe despampanante que llevaba un pantalón corto, muy corto, y un jersey que dejaba un hombro al aire.

—PorelamordeDios, qué asco, si ésa está a medio hacer —dijo Jude.

—Puede que sea una carca, pero leí en Glamour que los pantalones cortos siempre deberían ser más largos que la vagina —farfulló Talitha.

Nos quedamos todos mustios, nuestra seguridad se desmoronó como un castillo de naipes.

—Por Dios, no pareceremos una panda de travestis viejos, ¿no? —preguntó Tom con inseguridad.

—Acaba de pasar lo que siempre había temido —dije—. Al final hemos acabado como unos vejestorios idiotas y trágicos que intentan convencerse de que el cura está enamorado de nosotros porque ha mencionado su órgano.

—Caris —intervino Talitha—, os prohíbo seguir por ese camino.

Talitha, Tom y Jude se fueron a bailar y yo me quedé sentada en una bala de heno, enfurruñada y pensando: «Quiero irme a casa a acurrucarme con mis niños y oír su respiración pausada y saber quién soy y lo que represento», es decir, utilizar descaradamente a los niños para restarle importancia al hecho de que soy mayor y se me ha pasado el arroz.

Entonces unos pantalones vaqueros se me sentaron al lado en la bala de heno. Me llegó un olor… a MACHO, cari, como diría Talitha, cuando el tío se acercó a mi pelo.

—¿Quieres bailar?

Fue así de sencillo. No tuve que urdir un plan, pensar qué decir ni hacer, nada de nada salvo mirar a aquellos atractivos ojos marrones y asentir. Me cogió de la mano y me levantó tirando de mí con un brazo fuerte. Me agarró de la cintura mientras íbamos hacia la pista, toda una suerte, teniendo en cuenta las botas que llevaba. Gracias a Dios fue un baile lento, de lo contrario me habría roto un tobillo. Tenía una sonrisa rodeada de arruguitas, y en la oscuridad parecía la clase de hombre que aparece en los anuncios de monovolúmenes. Llevaba una cazadora de cuero. Me pasó la mano por la cintura y me atrajo hacia él.

Cuando le pasé el brazo alrededor del hombro, entendí de pronto a qué se referían Tom y Talitha con lo de «el sexo es sólo sexo».

Las sacudidas y vibraciones de un deseo hacía tiempo olvidado comenzaron a recorrerme de arriba abajo, como al monstruo de Frankenstein cuando lo enchufaban a la corriente, sólo que más románticas y sensuales, así que me sorprendí pasándole instintivamente los dedos por el vello y la piel de la nuca a aquel desconocido. Él me apretó contra sí para darme a entender de manera inequívoca que, como mínimo, le interesaba montárselo con alguien. Mientras dábamos vueltas despacio al ritmo de la música, vi que Tom y Talitha me miraban con una mezcla de respeto y asombro. Me sentí como si tuviera catorce años y aquél fuera mi primer ligue. Los miré con cara de pocos amigos para que no hicieran ninguna estupidez, al tiempo que notaba, lenta, irresistiblemente, como un héroe de las novelas de Mills & Boon, que sus labios buscaban los míos.

Acto seguido comenzamos a besarnos. De repente todo se convirtió en una locura. Era como conducir un coche muy rápido con tacones de aguja. Nada había dejado de funcionar pese a los años pasados en el garaje. Al principio no hice nada, estaba bloqueada en todos los sentidos, pero en un abrir y cerrar de ojos la desinhibición fue total, y ¿qué estaba haciendo? ¿Y los niños? ¿Y Mark? Y, por cierto, ¿quién era aquel tío insolente?

—Vamos a un sitio más tranquilo —susurró.

Todo era un complot. ¿Por qué me habría sacado a bailar si no? ¡Tenía pensado asesinarme y después comerme!

—Tengo que irme. Ahora mismo.

—¿Cómo?

Lo miré aterrorizada. Era medianoche. Y yo Cenicienta. Así que tenía que volver a las cunas, y las canguros, y la falta de sueño, y la sensación de ser completamente asexual y enfrentarme a la perspectiva de estar sola hasta el final de mis días… Pero ¿acaso no era eso mejor que acabar descuartizada?

—Lo siento muchísimo, pero tengo que irme. Ha estado muy bien. Gracias.

—¿Irte? —preguntó—. Por Dios. Qué cara.

Mientras bajaba como podía la escalera que olía a pis, iba inflándome como un pavo con su última frase: «Qué cara.» ¡Era Kate Moss! ¡Era Cheryl Cole! No obstante, ya sentada en el taxi, mientras explicaba el incidente, un breve vistazo a mi expresión de loca y mis facciones abotargadas por el alcohol —sin olvidar los manchones de rímel bajo los ojos— bastó para echar por tierra la hipótesis.

—Se refiere a que se ha quedado atormentado por la cara de una madre entrada en años que ha decidido que planea asesinarla porque la ha besado —rió Tom.

—Y después comérsela —añadió Talitha. Todo el mundo se estaba partiendo de risa.

—¿En qué estabas pensando? —preguntó Jude entre carcajadas histéricas—. ¡Estaba buenísimo!

—No pasa nada —intervino Talitha, que recobró la compostura e intentó retreparse elegantemente en el asiento del taxi, que olía a curry—. Tengo su número.

00.10. Acabo de volver, he entrado de puntillas en casa. Todo está en silencio y a oscuras. ¿Dónde está Daniel?

00.20. He bajado de puntillas y encendido la luz. El sótano estaba como si le hubiese caído una bomba. La Xbox encendida, los conejitos Sylvanian dispuestos en fila de un lado al otro, Barbies, dinosaurios, pistolas de juguete, cojines, cajas de pizza, bolsas de donuts de Krispy Kreme y envoltorios de chocolatinas por todo el suelo, y una tarrina de helado de chocolate derretido de Häagen-Dazs boca abajo en el sofá. Es probable que vomiten por la noche, pero por lo menos se lo han pasado bien. Pero ¿dónde está Daniel?

He subido en silencio al cuarto de los niños: estaban dormidos como troncos, con toda la cara manchada de chocolate, pero respiraban tranquilamente. Ni rastro de Daniel. He empezado a asustarme.

A continuación he bajado deprisa al salón, a ver el sofá cama: nada. He subido corriendo a mi dormitorio, he abierto la puerta y he soltado un gritito. Daniel estaba en la cama. Ha levantado la cabeza y me ha mirado con los ojos entrecerrados en la oscuridad.

—Dios santo, Jones —ha dicho—. Eso que llevas son… ¿botas de mosquetero? ¿Me dejas verlas mejor? —Ha retirado la sábana. Estaba medio desnudo—. Venga, Jones —me ha invitado—. Te prometo que no te tocaré un pelo.

La combinación de estar un poco borracha, a cien por un beso reciente y de Daniel medio desnudo y travieso en la penumbra me ha hecho retroceder a mi época de soltera de treinta y tantos años. Una décima de segundo después he soltado una risita y me he metido en la cama con las botas altas.

—Vaya, vaya, Jones —ha empezado Daniel—. Estas botas son de lo más picantes, mucho, y ese blusoncito es muy absurdo.

Y otra décima de segundo después he vuelto a toda prisa al presente y me he acordado… de todo, la verdad.

—¡Ahhh! ¡No puedo hacer esto! Lo siento mucho. Muy bien —he parloteado mientras salía de la cama.

Daniel se me ha quedado mirando en un momento y luego se ha echado a reír.

—Jones, estás como una puñetera cabra, como siempre.

He esperado fuera de la habitación a que él se levantara y se vistiera y luego, en mitad de mis disculpas y agradecimientos por haber hecho de canguro, ha surgido otro momento en que me he sentido tan confusa y cachonda que he estado a punto de abalanzarme sobre él y ponerme a devorarlo como un animal. Entonces le ha sonado el móvil.

—Lo siento, lo siento —se ha disculpado con su interlocutor—. No, gordita mía, es que he tenido un lío de trabajo increíble, mira, lo sé, ¡JODER! —Ahora Daniel se había enfadado—. Mira, ¡Jesús! Te dije que tenía una presentación muy importante para el proyecto y… vale, vale, voy dentro de quince minutos, sí… sí… mmm… y yo por ese halo de estrella que tienes…

¿¿Halo de estrella??

—… Me muero de ganas de zambullirme en…

Tras suspirar aliviada por no haber sucumbido a la antigua rutina, he conseguido que se fuera y después me he quitado como he podido las botas de Talitha. He recogido el salón lo suficiente como para evitar que Chloe presente mañana su dimisión por pura desesperación, y por último me he desplomado sobre mi cama solitaria.

00.55. Pero ahora me siento toda inquieta y cachonda. Es como si en una sola noche hubiera pasado del más absoluto desierto masculino a una lluvia de hombres, literalmente.