Sábado, 1 de septiembre de 2012
61 kg; pensamientos positivos: 0; perspectivas de romance: 0.
22.00. Gigantesco paso atrás. Acabo de volver de la fiesta de cumpleaños conjunta que Magda y Jeremy organizan todos los años. He llegado tarde a la fiesta porque me pasé veinte minutos intentando subirme la cremallera, a pesar del tiempo que he dedicado en yoga a tratar de entrelazar las manos tras los omóplatos sin tirarme pedos.
En la puerta han vuelto a invadirme los recuerdos: los años en que iba a la fiesta con Mark, con su mano en mi espalda; el año que acababa de enterarme de que estaba embarazada de Billy e íbamos a contárselo a todos; el año que llevamos a Mabel bien abrigada en la sillita del coche. Era estupendo ir a donde fuese con Mark. Nunca me preocupaba por lo que llevaba puesto, porque antes de salir él me miraba mientras me probaba el armario entero y me ayudaba a elegir; me decía que no me hacía gorda y me subía las cremalleras. Siempre tenía algo bueno y divertido que decir si yo metía la pata, siempre espantaba los comentarios-medusa (esos que te azotan de repente, como salidos de la nada, en medio de un cálido mar de conversación).
He escuchado la música y las risas del interior de la casa. He luchado contra las ganas de largarme. Pero entonces la puerta se ha abierto y ha aparecido Jeremy.
He visto que él sentía lo que yo estaba sintiendo: el inmenso vacío que había a mi lado. ¿Dónde estaba Mark, su gran amigo?
—Eh, has venido. ¡Qué bien! —ha exclamado Jeremy conjurando el dolor a base de palabrería, como ha hecho siempre desde el mismo instante en que pasó. Es lo que tienen los colegios privados—. Pasa, pasa. Genial. ¿Qué tal los niños? ¿Creciendo deprisa?
—No —he negado con rebeldía—. Se han quedado atrofiados por el dolor y serán enanos durante el resto de sus vidas.
Está claro que Jeremy no ha leído jamás un libro sobre el zen y que no sabe estar sin más y dejar que la otra persona esté sin más, tal y como están. Pero, durante una décima de segundo, se ha dejado de palabrerías y nos hemos quedado tal y como estábamos, es decir, tremendamente tristes por el mismo motivo. Luego él ha tosido y ha empezado otra vez como si no hubiera pasado nada.
—Vamos. ¿Vodka con tónica? Dame el abrigo. ¡Te veo muy bien!
Me ha llevado hasta el conocido salón y Magda me ha saludado alegremente desde la mesa de las bebidas. Magda, a quien conocí en la Universidad de Bangor, es mi amiga más antigua. He echado un vistazo a todas aquellas caras, presentes en mi vida desde que tenía veinte años: por aquel entonces niños bien, ahora mayores. A todas aquellas parejas que dieron la impresión de casarse víctimas del efecto dominó a los treinta y un años, y que seguían juntas: Cosmo y Woney, Pony y Hugo, Johnny y Mufti. Y he experimentado la misma sensación que había tenido durante todo aquel período: la de estar fuera de lugar, incapaz de participar en sus conversaciones porque me hallaba en una etapa distinta de la vida a pesar de tener la misma edad. Era como si se hubiese producido un salto temporal sísmico y mi vida se estuviera desarrollando años por detrás de la suya, para mal.
—Eh, Bridget. ¡Cuánto me alegro de verte! Anda, si has perdido peso. ¿Qué tal estás?
Y allí estaba, el destello repentino en los ojos, el recuerdo de todo el asunto de la viudedad.
—¿Y los niños? ¿Qué tal les va?
No así Cosmo, el marido de Woney, asesor financiero de éxito y seguro de sí mismo pero de complexión ahuevada, que se ha acercado arremetiendo como un ariete.
—¡Hombre, Bridget! ¿Sigues sola? Pareces contenta. ¿Cuándo vamos a volver a verte casada?
—¡Cosmo! —ha exclamado Magda indignada—. Cierra la bocaza.
Una de las ventajas de la viudedad —a diferencia de estar soltera a los treinta, algo que, dado que claramente es culpa tuya, permite a los casados sobrados decir lo que les dé la gana— es que por regla general invita a que te traten con cierto tacto. A menos, claro está, que seas Cosmo.
—Bueno, es que ya ha pasado bastante tiempo, ¿no? —se ha defendido él—. No puede estar de luto eternamente.
—Ya, pero el problema es…
Woney se ha sumado a la conversación:
—Es que es muy duro para las mujeres de mediana edad que de repente se encuentran solas.
—Por favor, no digas «mediana edad» —he musitado intentando imitar a Talitha.
—… A ver, mirad a Binko Carruthers. No es ningún adonis, pero en cuanto Rosemary lo dejó, le llovieron las mujeres. ¡Le llovieron! Se le echaban encima.
—Se abalanzaban sobre él —ha matizado Hugo con entusiasmo—. Cenas, entradas para el teatro. A darse la vidorra.
—Sí, pero todas tienen ya cierta edad, ¿no? —opinaba Johnny.
Grrr. Lo de «cierta edad» es peor aún que lo de «mediana edad», es una expresión llena de insinuaciones condescendientes que únicamente se aplican a las mujeres.
—¿Qué quieres decir con eso? —ha querido saber Woney.
—Bueno, ya sabes —Cosmo proseguía con el ataque—, el tío puede darse la gran vida, así que irá a por las jovencitas, ¿no? Voluptuosas y fértiles y…
He percibido el fugaz atisbo de dolor en los ojos de Woney. Ella, que no es defensora de la escuela de la reinvención de Talitha, ha permitido que la acumulación de grasa propia de la mediana edad se le acomode libremente por toda la espalda y debajo del sujetador: la piel le cae exhausta en las arrugas de la experiencia, exenta de tratamientos faciales, peelings y bases de maquillaje que reflejan la luz. Ha permitido que su pelo, que en su día fue oscuro y largo y brillante, se vuelva gris, y se lo ha cortado mucho, lo cual no hace sino resaltar la desaparición de la mandíbula (algo que, como dice Talitha, puede disimularse en un pispás con un buen corte escalado que enmarque el rostro), y apuesta por una versión de Zara del vestido negro estructurado y de cuello tipo gorguera que se ponía Maggie Smith en «Downton Abbey».
Presiento que Woney lo ha hecho o, mejor dicho, no ha hecho nada para reinventarse, probablemente no por defender el feminismo como tal, sino en parte por el anticuado sentido británico de la honradez personal, y en parte porque no le apetecía una mierda; en parte por confianza y seguridad en sí misma, y en parte porque no es su aspecto ni su sexualidad lo que la define; y, quizá, sobre todo, porque se siente incondicionalmente amada por ser quien es; aunque sea por Cosmo, que, a pesar de su escasa estatura, su forma esférica, sus dientes amarillos, su calvicie y sus cejas indómitas, a todas luces piensa que cualquier mujer que fuera lo bastante afortunada de tenerlo a él lo amaría incondicionalmente.
Sin embargo, durante un segundo, al ver aquel fugaz atisbo de dolor en los ojos de Woney, me ha dado pena…, hasta que ha seguido hablando…
—Lo que quiero decir es que a un hombre soltero de la edad de Bridget se lo rifan. Pero nadie llama a la puerta de Bridget, ¿a que no? Si fuera un hombre de mediana edad, con su casa propia, sus ingresos y dos niños desvalidos, le lloverían los candidatos para ocuparse de ella. Sin embargo, mírala.
Cosmo me ha mirado de arriba abajo.
—Bueno, sí, habría que buscarle a alguien —ha dicho—. Pero es que no sé quién podría ser, ya sabéis, con cierta edad…
—¡Muy bien! —he estallado—, ya basta. ¿Qué es eso de «mediana edad»? En la época de Jane Austen, a estas alturas ya estaríamos todos muertos. Nosotros vamos a vivir cien años, así que ésta no es la mediana edad. Bueno, sí, la verdad es que sí estamos en la mitad de nuestras vidas, ahora que lo pienso. Pero la cuestión es que la propia expresión «mediana edad» evoca cierta imagen… —Me ha entrado el pánico; he mirado de reojo a Woney, y he sentido que me estaba lanzando en picado hacia un abismo cada vez más profundo—… cierta, cierta «marchitez», «inviabilidad». No tiene por qué ser así. Vamos, ¿por qué suponéis que no tengo novios, sólo porque no hablo de ello? Vamos, que puede que sí que los tenga.
Todos han fijado la mirada en mí, prácticamente se les caía la baba.
—¿Los tienes? —se ha interesado Cosmo.
—¿Tienes novios? —ha preguntado Woney, como si dijera: ¿te acuestas con un astronauta?
—Sí —he mentido con soltura respecto a mis novios imaginarios.
—Bueno, y ¿dónde están? —ha preguntado Cosmo—. ¿Por qué nunca los vemos?
«Desde luego aquí no los traería, porque pensarían que sois demasiado viejos, carcas y maleducados», he estado a punto de soltar. Sin embargo, no lo he hecho, porque, irónicamente, igual que a lo largo de los últimos veinte años o más, no quería herir sus sentimientos.
He preferido recurrir a la socorridísima maniobra social que llevo usando dos décadas y he soltado:
—Tengo que ir al servicio.
Me he sentado en el baño diciéndome: «Vale. No pasa nada.» Me he puesto más voluminizador labial y he vuelto abajo. Magda iba de camino a la cocina con —algo bastante simbólico— un plato de salchichas vacío.
—No hagas caso a Cosmo y a Woney, menudos idiotas —me ha dicho—. Lo que sucede es que están cagados porque Max se ha ido a la universidad. Cosmo está a punto de jubilarse, así que van a pasarse los próximos treinta años mirándose frente a frente sentados a esa mesa setentera de Conran Shop que tienen.
—Gracias, Mag —he contestado.
—Siempre es estupendo saber que a otros les va mal. Sobre todo cuando han sido maleducados contigo. —Magda nunca ha dejado de ser maja—. Vamos, Bridget —ha añadido—. Ni se te ocurra escuchar a esa pandilla. Pero sí es verdad que tienes que empezar a moverte, como mujer. Tienes que encontrar a alguien. No puedes seguir sintiéndote así. Te conozco desde hace mucho tiempo, y sé que puedes hacerlo.
22.25. ¿Puedo? No se me ocurre cómo podría dejar de sentirme así. No ahora. A ver, que las cosas vayan bien no tiene nada que ver con cómo te sientes por fuera, sino con cómo estás por dentro. Uy, qué bien. Teléfono. Puede que sea… ¿un pretendiente?
22.30. —Ah, hola, cariño. —Mi madre—. Una llamada rapidita sólo para saber qué vamos a hacer con las Navidades, porque Una no quiere el masaje cráneo-facial del spa porque ha ido a la peluquería y es dentro de quince minutos, aunque no sé por qué ha ido a peinarse sabiendo que tiene un cráneo-facial y aqua-zumba por la mañana.
Me he quedado perpleja, intentando entender vagamente de qué me hablaba. Desde que mi madre y la tía Una se instalaron en St. Oswald’s House, las llamadas de teléfono siempre son iguales. St. Oswald’s House es una elitista colonia de jubilados cerca de Kettering, pero no se nos permite llamarla «colonia de jubilados».
La no-colonia-de-jubilados está construida en torno a una grandiosa mansión victoriana, casi una casa solariega. Tal y como se describe en la página web, cuenta con un lago, un parque que «puede presumir de una fauna poco común» —es decir, ardillas—, la BRASSERIE 120 (el bar / bistró), CRAVINGS (el restaurante más formal), y CHATS (la cafetería), además de salones de actos (para reuniones, entiéndase bien), «suites de invitados» para familiares que vayan de visita, toda una serie de casas y casitas «a las que no les falta un detalle», y, fundamental, «un jardín de estilo italiano diseñado por Russell Page en 1934».
La guinda la pone VIVA, las instalaciones deportivas, con piscina, spa, gimnasio, salón de belleza y peluquería, clases de fitness: la fuente de casi todos los problemas.
—¿Bridget? ¿Sigues ahí? No te estarás revolcando en el fango, ¿verdad?
—¡Sí! ¡No! —he respondido intentando adoptar el tono animado, positivo, de quien no se revuelca en fango alguno.
—Bridget. Te estás revolcando, te lo noto en la voz.
Grrr. Sé que mi madre lo pasó mal cuando mi padre murió, sin duda. El cáncer de pulmón lo enterró a los seis meses de que se lo diagnosticaran. Lo único positivo fue que mi padre llegó a sostener en brazos a Billy, recién nacido, justo antes de morir. Fue tremendamente duro para mi madre cuando Una aún tenía a Geoffrey. Una y Geoffrey eran los mejores amigos de mis padres desde hacía cincuenta y cinco años y, como nunca se cansaban de decirme, me conocían desde que correteaba desnuda por el jardín. Pero después de que Geoffrey sufriera el ataque al corazón, ya no hubo nada que retuviera a mi madre y a Una. Si lo sienten ahora, si mi madre siente lo de mi padre o Una lo de Geoffrey, rara vez lo demuestran. Esa generación que vivió la guerra tiene algo que le proporciona la capacidad de tirar para adelante con alegría. Puede que tenga que ver con los huevos deshidratados y los fritos de carne de ballena.
—No es buena idea ir por la vida con cara mustia cuando te quedas viuda, cariño. Hay que divertirse. ¿Por qué no te vienes y te das una sauna con Una y conmigo?
La intención era buena, pero ¿qué se imaginaba que iba a hacer? ¿Salir corriendo de casa, abandonar a los niños, pasarme una hora y media al volante, quitarme la ropa, ir a la peluquería y darme una sauna?
—A lo que íbamos, las Navidades. Una y yo nos preguntábamos si vas a venir tú o…
(¿Os habéis dado cuenta de que cuando la gente te presenta dos opciones siempre quieren que escojas la segunda?)
—… bueno, la cosa es, cariño, que este año está el crucero de St. Oswald’s. Y nos preguntábamos si te gustaría venir. Con los niños, naturalmente. Es a las Canarias, pero no todo es gente mayor, ¿sabes? Se visitan algunos sitios que están muy de moda.
—Bien, bien, un crucero, genial —he contestado. De pronto se me ha ocurrido que, si el consultorio de obesidad hizo que me sintiera delgada, quizá un crucero para mayores de setenta haga que me sienta joven.
Sin embargo, también me he visto persiguiendo a Mabel por la cubierta del barco entre un mar de pelos cardados y sillas de ruedas eléctricas.
—Te sentirás muy a gusto, porque de hecho es para mayores de cincuenta —ha añadido mi madre inmediatamente después, y, sin querer, se ha cargado el plan en un microsegundo.
—Bueno, en realidad creo que es probable que tengamos planes aquí. Podéis veniros, por supuesto, pero será un caos, y si la otra opción es un crucero a un sitio cálido, pues…
—Ah, no, cariño. No queremos dejarte sola en Navidad. A Una y a mí nos encantaría ir a verte. Sería estupendo pasar las Navidades con los pequeños, son unas fechas muy difíciles para nosotras.
¡Ahhhh! ¿Cómo voy a apañármelas con mi madre, Una y los niños sin ayuda? Porque Chloe se va a Goa con Graham, a un retiro de tai-chi. No quiero que la cosa acabe como el año pasado: yo intentando evitar que se me partiera el corazón en pedazos al hacer de Santa Claus sin Mark y sollozando detrás de la barra de la cocina mientras mi madre y Una discutían por los grumos de la salsa de carne y comentaban mi manera de educar a los niños y de llevar la casa, como si en lugar de haberlas invitado a pasar las Navidades les hubiese pedido que fueran en calidad de analistas de sistemas.
—Deja que lo piense —dije.
—Bueno, la cosa es, cariño, que tenemos que reservar los camarotes mañana.
—Adelante, reservad sólo los vuestros, mamá. De verdad, porque todavía no he decidido…
—La reserva puede anularse con quince días de antelación —ha señalado.
—Entonces vale —le he dicho—. Vale.
Estupendo, un crucero para mayores de cincuenta en Navidad. Todo es oscuro y deprimente.
23.00. Aún llevaba puestas las gafas de sol graduadas. Así está mejor.
Puede que hasta ahora haya sido como una ola que iba cobrando fuerza y ahora he roto y no tardará en llegar otra. Porque, como dice en Los hombres son de Marte, las mujeres de Venus, las mujeres son como olas y los hombres son como gomas que se van a sus cavernas y vuelven.
Sólo que la mía no volvió.
23.15. Venga, para. Porque, como dice el Twitter del Dalái Lama:
<@DalaiLama No podemos evitar el dolor ni la pérdida. La serenidad nace de la facilidad y la flexibilidad con que afrontamos el cambio.>
Puede que vaya a yoga para ser más flexible.
O puede que salga con mis amigos para cogerme una buena.