LA NOCHE OSCURA DEL ALMA

Viernes, 19 de abril de 2013 (continuación)

Cinco años. ¿De verdad han pasado ya cinco años? Al principio sólo era cuestión de aguantar el día. Por suerte, Mabel era demasiado pequeña como para enterarse de nada, pero, ay, los recuerdos de Billy corriendo por la casa y diciendo: «Mi papá ya no está.» Jeremy y Magda en la puerta, un policía tras ellos, sus caras. Correr instintivamente hacia los niños, abrazarlos aterrorizada: «¿Qué pasa, mami? ¿Qué pasa?» Representantes del Gobierno en el salón, alguien que pone las noticias sin querer, el rostro de Mark en la televisión sobre la leyenda:

MARK DARCY, 1956-2008

Después, los recuerdos son borrosos. Amigos, familiares que me rodean como si estuviera en el vientre materno. Los colegas abogados de Mark ocupándose de todo: el testamento, el impuesto de sucesiones, increíble, como una película que fuera a detenerse. Los sueños, aún protagonizados por Mark. Las mañanas, despertarme a las cinco con la mente en blanco durante una décima de segundo gracias a los efectos del sueño, pensar que todo seguía igual y luego acordarme: perforada por el dolor, como si una estaca enorme me clavara a la cama atravesándome el corazón, incapaz de moverme por si agitaba la pena y se extendía, consciente de que media hora después los niños estarían despiertos y yo en pie: pañales, biberones, intentos de fingir que todo va bien, o al menos mantener la compostura hasta que llegara la asistenta y yo pudiese desactivarme y encerrarme a llorar en el cuarto de baño. Y después ponerme algo de rímel y a seguir armándome de valor.

Pero tener hijos implica una cosa: no puedes hacerte pedazos, tienes que continuar. TPA, tirar para adelante. El ejército de psicoterapeutas y consejeros sirvió de ayuda en el caso de Billy y, más adelante, en el de Mabel: «versiones manejables de la verdad», «sinceridad», «hablar», «sin secretos», una «base segura» desde la que abordarlo. Pero para la supuesta «base segura» —o sea, procurad no reíros, yo— fue harina de otro costal.

Lo que más recuerdo de aquellas sesiones es, resumiendo: «¿Puedes sobrevivir?» No había otra elección. Todos aquellos pensamientos que se agolpaban —el último momento que pasamos juntos, el roce del traje de Mark en mi piel, yo en camisón, el que sería sin saberlo nuestro último beso de despedida, intentar revivir su mirada, el sonido del timbre, las caras en la puerta, los pensamientos: «yo nunca…», «ojalá…»—, tenía que bloquearlos. El duelo cuidadosamente orquestado y vigilado por expertos de voz melosa y las sonrisas tristes fueron menos eficaces que intentar cambiar un pañal al mismo tiempo que preparaba un palito de pescado en el microondas. Ya sólo mantener el barco a flote, aunque no fuera del todo recto, suponía, creía yo, el noventa por ciento de la batalla. Mark lo dejó todo arreglado: temas financieros, pólizas de seguros. Salimos del caserón de Holland Park, lleno de recuerdos, y nos mudamos a esta casita de Chalk Farm. Las matrículas escolares, la casa, las facturas, los impuestos: se ocuparon a la perfección de todos los asuntos prácticos. No tenía necesidad de trabajar, sólo dedicarme a Mabel y a Billy —mi Mark en miniatura—, mantener con vida todo lo que me quedaba de él y mantenerme con vida a mí misma. Madre, viuda, poniendo un pie delante del otro. Pero por dentro era un caparazón vacío, destrozado, ya no era yo.

Sin embargo, al cabo de cuatro años mis amigos decidieron que no podía seguir más tiempo así.