Habían pasado eones desde que los Primigenios descargaran su represalia en castigo a la Insurrección; sin embargo, Taawatu aún se hallaba atormentado por el miedo y la ira. Sumido, desde entonces, en un sombrío dolor.
Sólo algunos subindividuos habían escapado, refugiándose en aquel mundo de nubes eternas. Taawatu había dejado morir a la mayor parte de sus miembros, para que sus células originaran una vida anodina y quimiotrófica que poblara aquellos océanos de huracanes. Los obligó a desarrollarse, a convertirse en lo que ahora era: un enorme y solitario ser.
Estaba seguro de que los Primigenios nunca podrían encontrarle allí. Permanecer en aquel lugar para el resto de la eternidad era casi una tentación.
Pero eso no entraba en sus planes.
Planes de venganza.
Y, para cumplirlos, antes tendría que abandonar su refugio.
Por fin se decidió. Atravesó la gruesa capa de nubes y escrutó su entorno.
Nada. Ningún mensaje. Ninguna señal.
Realmente estaba solo.
¿Cuánta información había perdido? Imposible calcularlo. Las entidades como Taawatu se hallaban acostumbradas a una leve pérdida de información. Era algo inevitable, pues la información se degrada en ruido con el tiempo, como la energía degenera en calor y el Orden se corrompe en Caos. Pero la Guerra con los Primigenios había supuesto una pérdida catastrófica, y Taawatu se encontraba semiamnésico. Para una entidad como él, la enajenación de individuos que había sufrido era similar al efecto de una lobotomía. En su cuerpo (enorme, pero aun así insuficiente para contener toda la información, toda la riqueza que una vez había poseído su especie) habitaba todo lo que de él quedaba en el Cosmos.
Desarrolló una generación de subindividuos dotados de manipuladores. Construyeron sondas que envió a los planetas interiores, con la esperanza de que al menos algunas de sus extensiones vivieran todavía.
El Planeta IV había perdido la mayor parte de su atmósfera; ahora era un yermo desolado y estéril. En el III había vida, aunque irreconocible. Los más desarrollados eran criaturas marinas dotadas de exoesqueleto, con un sistema nervioso poco centralizado: caminos sin salida hacia la inteligencia. Y el Planeta II ofrecía también un aspecto desolador, giraba muy lentamente en forma retrógrada, cubierto por espesas nubes de vapores venenosos.
Taawatu sintió una punzada de dolor, y se permitió dos o tres milenios de tristeza por sus anexos destruidos. Sin embargo, no toleraría que su congoja se interpusiera en su sendero. Quedaba mucho por hacer; su camino hacia la venganza no iba a ser corto ni fácil.
Pero disponía de todo el tiempo del Universo.