2045 d. C.

Susana desplegó con avidez sus nuevos sentidos.

La nave, de la que ahora formaba parte íntima, caía mansamente hacia Neptuno. El último gran planeta del Sistema Solar, quizá la llave para desentrañar los oscuros detalles de la guerra entre los Primigenios y Taawatu.

Entre los Primigenios y nosotros, pensó.

Efectuó una ligera corrección en su trayectoria de acercamiento, con la misma facilidad con que un delfín daría un ágil coletazo. La nave formaba parte de ella, sus sentidos eran los suyos, sus motores de fusión eran poderosas aletas con las que podía nadar en el vacío con la misma perfección que un delfín atravesando las aguas.

Su viejo sueño se había cumplido al fin.

Mientras se acercaba, sus sentidos realizaron interforometrías, espectrometrías y radiometrías infrarrojas, calculando el balance energético del gigantesco mundo azul verdoso.

Era un planeta prometedor. Con un diámetro ligeramente menor que el de Urano, era, sin embargo, mucho más denso; lo que indicaba una mayor cantidad de materiales pesados. Si Taawatu se había instalado allí en primer lugar, habría dispuesto de los materiales necesarios para empezar a proyectar su rebelión.

Sí, tal vez había empezado todo en aquel lugar.

Se dirigió hacia los sutiles anillos del planeta, preparándose para lanzar las sondas.

La misteriosa Mancha Azul ya era claramente visible.

La Mancha empleaba unas 18 horas en dar la vuelta a Neptuno, extendiéndose ente los 30 grados de latitud Sur, y los 35 grados de longitud. Era un diez por ciento más oscura que su entorno. Los científicos pensaban que podría tratarse de un gran huracán, similar a la Mancha Roja de Júpiter. Pero semejante turbulencia atmosférica no podía ser atribuida a la débil radiación del lejano Sol, sino a alguna extraordinaria fuente de calor interna. ¿Artificial quizá?

En cualquier caso, allí había algo que merecía investigarse.

La enorme nave, que Susana había bautizado como Nadadora, estaba diseñada para ser pilotada por un único y solitario ser humano: ella. Pero, a pesar del gigantesco y estéril vacío que le rodeaba, por primera vez en su vida, no se sentía sola. Sus amigos: Lenov, Yuriko, Shikibu y los demás, esperaban en Marte. Trabajaban en un gran proyecto: salvar a la población de la Tierra de un futuro ataque de los Primigenios.

La humanidad (o, al menos, una parte de ella) se instalaría en el cinturón de asteroides; en pequeñas comunidades, muy separadas entre sí, donde evolucionarían adaptándose a su nuevo entorno, haciéndose prácticamente inmunes a los ataques de los Primigenios. Los delfines también sobrevivirían como mensajeros, viajando continuamente entre aquellos diminutos mundos.

Pero esto era sólo el principio.

Ahora sabían que todas las formas de vida superior en la Tierra poseían algo de Taawatu; eran como pedacitos de un gigantesco mosaico que, algún día, se reconstruiría por completo. Ni el más pequeño pez, anfibio, o reptil podía despreciarse; quizá sus genes contendrían una información valiosísima para la supervivencia. Todo el enorme campo morfogenético que era la Tierra debía preservarse para el futuro.

Una vez más, en el legado de las pirámides de Marte se halló la solución: algún día construirían una gigantesca Esfera Dyson para albergar todo el inmenso cuerpo de Taawatu.

El poderoso campo magnético de Neptuno la sacudió como una turbia marejada, y volvió a concentrar toda su atención en el planeta.