Mientras despachaba con su secretario, Enrique Kramer recibió la noticia de que se había detectado una docena de naves gigantescas, en órbita en torno a la Tierra. Si se estaba preparando una nueva irrupción, aquello representaría el principio del fin.
Unas horas después recibió la confortadora noticia de que eran marcianas. Bien, es posible que lo fueran, pero no estaba de más ser prudentes.
Cuando un pequeño transbordador se desprendió de una de las naves y penetró en la atmósfera, Kramer ordenó que se preparan las Fuerzas de Defensa.
La Tierra giraba perezosa bajo Santiago Casanova.
Realmente era terrible. Incluso desde la órbita se podía apreciar la magnitud del desastre. La Tierra era ahora un planeta diferente al que había conocido en su juventud.
En su lado oscuro apenas brillaban unas pocas y débiles lucecitas. En su lado luminoso, la zonas terrestres tenían un color amarillento enfermizo. La desertización se había apoderado del noventa por ciento del planeta.
Tras dar dos o tres vueltas al globo, entraron en la atmósfera. Una voz ladró por radio, indicándoles que se dirigieran a Europa Septentrional, hacia Lublin, sin desviarse en lo más mínimo, amenazando con derribarles si lo hacían. Como comité de recepción de la Madre Tierra a sus erráticos hijos, no estaba mal.
Siguiendo instrucciones de la torre, tomaron tierra en la ruinosa pista principal del astropuerto.
El aparato rebotó y vibró antes de detenerse. El piloto profirió un chaparrón de palabras en su idioma; Casanova reconoció obutsu (inmundicia), gaichú (insecto maligno) y sai-chijin (estúpido en grado superlativo), obviamente dirigido al controlador de vuelo.
En japonés no existen las palabrotas, pero el piloto parecía dispuesto a remediar esta carencia.
Por el asfalto, agrietado y hundido en parte, surgían manojos de hierba formando intrincados dibujos. Sería ridículo, consideró Casanova secándose el sudor, que tras recorrer tan largo camino fuéramos a rompernos las narices en este lugar.
Cuando el piloto calculó que el escudo ablativo se había enfriado lo suficiente, abrió la portezuela y Casanova respiró el aire libre de la Tierra.
El comité de recepción le estaba aguardando.
En un amplio semicírculo en torno al transbordador se habían ido situando varios carros blindados, piezas de artillería de campaña, camiones, transportes oruga; por todas partes habían hombres camuflados, parapetados o simplemente tendidos en el suelo. Sus no muy lucidas ropas eran tan diversas que, más que uniformados, estaban multiformados. Sus armas comprendían ametralladoras, subfusiles, fusiles de asalto, morteros, rifles con teleobjetivo, bazokas, lanzagranadas, pistolas, revólveres, escopetas… Sus razas eran tan dispares como su armamento y sus ropas; había caucasianos, asiáticos y árabes.
Un tanque cercano apuntaba justo al estómago de Casanova. Levantó las manos y dijo la frase de rigor:
—Llevadme ante vuestro jefe.
No le hicieron mucho caso. Dos tipos de aspecto hirsuto se acercaron y dijeron: levantad las manos, sin fijarse en que, tanto Casanova como el piloto, ya las tenían levantadas, y: bajad de la nave.
Ambos descendieron con dignidad por la escalerilla, sin bajar las manos. Fueron cacheados de pies a cabeza. Acto seguido, un vapuleado camión militar escoltado por jeeps, les condujo hasta Varsovia. En la caja les ¿escoltaban? varios soldados con el armamento listo, aunque aquellos tipos se apartaban de los dos hombres como si éstos fuesen a explotar, o a salirles tentáculos en cualquier momento.
—¿Podemos bajar los brazos? —preguntó Casanova.
—No —dijo un árabe de mirada recelosa, con un rifle automático entre los brazos.
—Tenga cuidado, que las carga el diablo. —Casanova señaló al arma.
El tipo aferró su fusil, como si un sargento de Belcebú se hubiese presentado a revisar el cargador.
Llegaron a su destino, tras recorrer kilómetros de carretera vapuleada. Casanova advirtió que, en varios lugares, habían brigadas de trabajo parcheándola con asfalto traído a brazo. Por fin, una ciudad apareció a lo lejos.
La Varsovia que recordaba había desaparecido por completo, dejando únicamente unos campos de cascotes. Sólo los nazis fueron destructores más concienzudos que los Primigenios.
En su lugar, se había construido una ciudad de casas prefabricadas, nueva pero nada atractiva. Se trataban de módulos de forma más o menos prismática, que encajaban uno sobre otro como un juego de construcción. Todos iguales; pudieron ver ropas colgadas en los balconcitos, y gente asomada para ver pasar el convoy.
—No parece un paraíso —comentó el piloto—, pero al menos ha quedado atrás lo peor del infierno.
—Lo que ha caído aquí es el fuego del infierno, sí.
—En mi país, conocimos ese infierno por primera vez. En 1945.
—Ya.
No llegaron a entrar en la ciudad; se desviaron, tomando una senda apenas asfaltada que les llevó hasta unas instalaciones que tenían todo el aspecto de un cuartel militar.
Casanova y el piloto fueron entregados a un grupo de soldados que esperaban junto a las puertas de entrada. Los dos grupos hablaron entre ellos en una jerigonza mezcla de ruso, árabe y japonés, mientras conducían a los dos hombres hasta uno de los barracones. Una vez allí, se olvidaron de ambos durante un par de horas. Al parecer no tenían muy claro qué hacer con ellos.
Pasado este tiempo, un hombre con las insignias de coronel, entró en el barracón acompañado de dos guardias. Se dirigió a los recién llegados en ruso:
—Soy el coronel Antón Petrovich Andreiev. ¿Necesitan alguna cosa?
Casanova suspiró.
—Varias cosas, coronel. Primero, algo de comer, si no le importa.
—Les traerán comida. ¿Qué más?
—Segundo, hablar con quien esté al mando de esta fuerza.
—Estamos aguardando instrucciones. Esperen aquí.
Y esperaron.
La espera duró la mitad del día. Les trajeron pan, agua, un par de platos de lentejas guisadas con carne, y unas manzanas arrugadas. Casanova se preguntó si los musulmanes de aquella fuerza comerían lo mismo; la carne parecía de cerdo.
Por fin, vieron llegar un gran cóptero con las insignias blancas y amarillas del Vaticano pintadas en sus flancos.
Se acercó un hombre, vestido con pantalones grises y camisa de manga corta, rodeado por un pequeño séquito. El coronel se cuadró.
—Su Santidad Alejandro IX —dijo como presentación.
El Papa sonrió.
—Bienvenido a la Tierra, Jaime. Coronel, puede suspender la vigilancia sobre estos hombres —dijo Enrique Kramer.
Una vez a solas, Kramer simplemente dijo:
—Así que… habéis vuelto. Al fin.
Casanova asintió.
—La verdad es que la bienvenida no ha sido demasiado cálida.
—¿Qué esperabas? Recientemente hemos tenido algunos problemas con Monstruos llegados del Espacio Exterior. Nos hemos vuelto muy cuidadosos con lo alienígeno. Pensé que lo sabíais.
—Algo he oído.
—Ésa es la frase más modesta que te he oído decir en mi vida.
Kramer guió a Casanova al interior del enorme cóptero. Descubrió con sorpresa que la bodega de carga del aparato había sido transformada en una oficina.
Kramer cerró la puerta tras él y se sentó a su mesa. Aquel lugar parecía una cancillería, atiborrada con terminales, impresoras, fax, teléfonos, fotocopiadoras, equipos de imagen virtual…
—Estás en mi puesto móvil de mando —explicó Kramer—. Mi oficina ambulante. En los tiempos que corren, hay mucho que organizar y poco tiempo.
Al menos una docena de teléfonos tenían luces encendidas.
—¿Puedo preguntar cómo…? —dijo Casanova.
—¿He llegado aquí? Bueno, era uno de los pocos cardenales que quedaron tras el Exterminio… no había muchos donde elegir.
—Comprendo.
—No, no comprendes —dijo Kramer—. No hubo una elección por otros cardenales. Me eligió un consejo ecuménico de obispos.
—Eso no es lo establecido por la tradición eclesiástica.
Kramer se encogió de hombros.
—Para empezar, no quedaban cardenales ni para llenar un taxi. Así que les dije: no podemos decidir el futuro de la Iglesia. Debemos recurrir a una base más amplia. Tan pronto como logramos restablecer las comunicaciones, reunimos a todos los obispos que pudimos, y les dijimos que los sucesores de los apóstoles eran ellos y que la decisión era suya.
—Y decidieron elegirte a ti —dijo Casanova—; quiero decir, a Su…
—Oh, está bien, dejemos el protocolo de lado —sonrió—. Me pone nervioso que se dirijan a mí en tercera persona. Siempre pienso que hablan de otro.
—De acuerdo.
—Y… vamos al asunto. ¿Dónde habéis estado escondidos estos últimos años? —preguntó Kramer. La pregunta estaba hecha en forma juguetona, pero Casanova percibió el acero bajo la seda.
—Hemos tenido mucho trabajo transformando a Marte en una colonia viable.
—Y ahora os habéis acordado de nosotros. ¿Te imaginas lo que fue mi situación aquí? Me enviaste para ayudar a los terrestres, y luego nos olvidasteis. Hubo momentos en que los terrestres odiaban todo lo relacionado con Marte. Incluso temí por mi vida.
—Veo que supiste guardarla muy bien.
—¡No gracias a vuestra ayuda! —restalló Kramer.
—Han sido tiempos difíciles para todos, Santidad. Al principio calculamos que las colonias marcianas tendrían potencial suficiente para salvarse, y salvar la Tierra. Nos equivocamos. A pesar de todo lo que íbamos encontrando en las pirámides de Elysium, lo pasamos realmente mal. Dependíamos de la Tierra en demasiadas cosas, más de las que admitimos en un principio. Nos replegamos y luchamos por nosotros mismos. Pensamos que si Marte no sobrevivía, difícilmente lo haría la Tierra.
—Y ahora habéis regresado, con más naves, y más tecnología marciana. Bien, Dios sabe que la necesitamos.
—Con naves como ésas —Casanova señaló con el pulgar el cielo—; son enormes, en su interior hay hábitats acondicionados para recibir a miles de personas.
Kramer se inclinó sobre la mesa. —¿Y armamento? Necesitaremos todos los robots de combate que podáis proporcionarnos. Hemos rechazado el ataque, y esos demonios no nos olvidarán.
—Entiendo. Pero ahora sabemos que luchar por este planeta resultará inútil…
Y, ante su cara de perplejidad, Casanova, empezó a contarle toda la historia.
Kramer la escuchó en silencio, con los ojos semicerrados y la frente apoyada en su mano derecha. Su rostro no reflejaba ninguna emoción.
Casanova se preguntó hasta qué punto comprendía lo que le estaba diciendo, y hasta qué punto lo creía.
—Todos nosotros somos Taawatu —resumió—. Tú, yo, el más miserable de los ratones. Todos los vertebrados hemos evolucionado a partir de esta criatura, y estamos en guerra con los Primigenios… la civilización de la nube de Oort. Una guerra que empezó hace más de quinientos millones de años. Y, por fin, tras millones de años de aislamiento, en Júpiter, hemos restablecido el contacto con una parte de Taawatu.
Había anochecido, y Kramer encendió la luz del escritorio.
—Es una historia inconcebible —suspiró.
—Lo sé. Pero los acontecimientos que hemos sufrido no dejan lugar a dudas. Los Primigenios no dejarán nada al azar. No pararán hasta haber exterminado todo rastro de vida en los planetas interiores.
—Pero nosotros no recordamos ser… ¿cómo has dicho?, Taawatu.
—Sólo recuerdos nebulosos. La mente es como un gran holograma. Si rompemos el negativo de un holograma en pedacitos, cada trozo seguirá conteniendo toda la información. Pero mucho menos detallada. Esos recuerdos vagos han dado origen a todas las religiones.
—Tal y como Markus sospechaba.
—Sí. La guerra entre el Bien y el Mal, entre las Fuerzas de la Luz, y los Señores de la Oscuridad.
Kramer se removió incómodo en su silla.
—Me estoy imaginando cómo quedaría eso hecho público.
Casanova le miró con sorpresa.
—Eso no tiene demasiada importancia, ¿no crees?
—Oh, la tiene; no lo dudes, la tiene. —Kramer sonrió con tristeza—. El Exterminio ha avivado el fervor religioso en todo el planeta. El Fin del Mundo ha llegado, y los supervivientes se preguntan qué sucederá a continuación.
Empezó a contar con los dedos.
—En este campo, la Iglesia es desafiada por grupos y sectas que surgen por doquier entre las cenizas de la destrucción. Como los Antimaterialistas, que sostienen que la materia es una ilusión y la antimateria la verdadera realidad.
»O la Iglesia del Agujero Negro Auténtica, que sostiene que Dios está encerrado en un agujero negro… Tengo entendido que reconocen como santo a Stephen Hawking. Un punto de vista rebatido por la Iglesia del Agujero Negro Reformada, que sostiene que el universo es un agujero negro y Dios es el universo, lo que les hace propicios a ser acusados de panteísmo.
»¿Me he olvidado de alguna? Oh, sí, la Iglesia de los Días de la Antimateria, una de las muchas que afirman que la Tormenta de Positrones no es ni más ni menos que el Juicio Final.
»No menos hostiles son los Neognósticos, que afirman que la materia es vil, y la antimateria posibilita la purificación del Cosmos caído por una creación defectuosa… y, bueno, la lista se haría interminable.
»Como ves, interpretaciones esotéricas sobre lo que está pasando no nos faltan. Y ahora tú llegas con una más. Bien, ¿por qué no?
—Enrique, lo que te he dicho es la verdad.
Kramer agitó una mano como si quisiera espantar las imágenes que se formaban en su mente.
—¿La verdad? ¿Qué es la Verdad? Es una historia fascinante, desde luego, pero en estos momentos tengo otras prioridades, debemos ocuparnos de la reconstrucción de este planeta. Si esos Primigenios nos odian tanto como dices, imagino que no tardaremos en tener noticias suyas.
—¿Estoy en lo cierto, Jaime? ¿Seguiremos contando con vuestra ayuda?
—Sería inútil.
—¿Qué quieres decir? —La mirada de Kramer no era en absoluto amistosa.
—Es imposible defender un planeta como la Tierra —explicó Casanova—. Es una trampa ciega para la vida y la inteligencia. En la nube de Oort, los Primigenios se extienden sobre un billón de mundos del tamaño de una montaña. En los planetas nos hacinamos como microbios en el fondo de un tubo de ensayo. Y es muy fácil destruir ese tubo.
—¿Qué podemos hacer, entonces? —preguntó el religioso con voz sombría.
—Emigrar.
—¿Puedes ser más concreto?
Casanova tomó aire y se dispuso a explicar el plan que habían elaborado en Marte.
—No podemos hacer nada, porque un planeta es muy vulnerable. A partir de ahora, la humanidad está a merced de los Primigenios. Saben que estamos aquí y pueden atacarnos de nuevo. Quizá no inmediatamente, pero lo harán.
»En cambio, una humanidad dispersa en el cinturón de asteroides, por ejemplo, es un blanco más difícil —hizo una pausa—. Incluso, en el futuro, podemos pensar en devolverles el golpe.
Kramer se levantó y observó por la portilla. El crepúsculo había caído, y a lo lejos brillaban las débiles luces de la nueva Varsovia.
Aspiró el viento de la noche.
—Es una propuesta muy fuerte —dijo Kramer—. ¿Crees en todo eso?
—Firmemente. Por eso he viajado a la Tierra en persona. Necesitaremos tu colaboración. No será una tarea fácil.
—¿Me estás diciendo —dijo sonriendo sardónicamente— que la humanidad debería emprender un largo éxodo por el desierto interplanetario a la espera de alcanzar una hipotética tierra prometida?
—Lo único cierto —dijo Casanova— es que los Primigenios no descansarán hasta haber exterminado a Taawatu.
—¿Qué sentido tendría la vida lejos de la Tierra? Estamos unidos a este planeta, él forma parte de nuestra misma esencia como seres humanos.
—Si queremos sobrevivir, tendremos que adaptarnos a la nueva realidad.
—¿Sobrevivir como qué? Si tenemos que transformarnos en algo diferente, perder nuestra Tierra, y nuestra humanidad… Quizá no valga la pena el esfuerzo.
Kramer seguía junto a la portilla, mirando las lejanas luces.
—Te envidio, Jaime —siguió diciendo—, eres un hombre de fe. Yo, en cambio, ya me ves, soy un hombre de poder. Soy el pastor de todas estas ovejas —abrió los brazos como si quisiera cobijar bajo ellos al mundo entero—, y ni siquiera sé que es lo que creo. Y lo que acabas de contarme, no me ha aclarado cabalmente las ideas…
—Es la verdad. Está… siempre ha estado en el fondo de nuestras mentes.
—Es otra religión, te guste o no —dijo Kramer con tozudez—. Has venido a mí como el Enviado de los Dioses, y pretendes que te entregue a mi rebaño.
Kramer le hizo una señal; Casanova se acercó a la ventana.
—Contempla ahí afuera. No hace mucho era un mundo yermo. ¿Puedes imaginar lo que he combatido, día a día, para levantarlo?
»Y esto lo hemos hecho en sólo unos pocos años. Muy pocos. Parece imposible, pero esos hombres de ahí tienen fe. Fe en mí.
»Ya no hay guerras entre nosotros. Todos los pueblos de la Tierra trabajan unidos con la única idea de la reconstrucción en sus mentes… Todo esto, en unos pocos años. Dame armas y tiempo, y arrojaré a esos demonios al Averno helado al que pertenecen.
Descorazonado, Casanova bajó los brazos. Había esperado algo así.
—Si fracasas, toda esa gente morirá… —Le miró directamente a los ojos—. Morirán porque confiaban en ti, Enrique.
El Papa echó su cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.
—Mira a tu alrededor, Jaime. Han surgido miles de sectas, entre los escombros de este planeta devastado. Todas afirmando ser portadoras de la verdad, todas intentando atraer a la gente a su ideal de Universo. Sal y dile a la humanidad que hay un largo camino allá fuera. Veremos a cuántos logras convencer… —Le lanzó una larga mirada desafiante—. Si fracasas, no habrá más culpable que tú.