2034 d. C.

El doctor Tariq Al-Andalusí irrumpió enfurecido en la sala de trabajo de su observatorio astronómico. El único ocupante de la misma, su joven alumno Mohamed Alí, le dirigió una mirada de asombro.

—¿Quién ha sido el estúpido hermano de un perro judío que ha manipulado estas lecturas? —vociferó el astrónomo.

Se encontraba muy irritado; hacer astronomía pura, en los tiempos que corrían, era una tarea difícil. Era prácticamente una afición de tiempo libre. De no ser por la necesidad de mantener la vigilancia sobre los satélites cristianos y sus bases y naves espaciales, los Creyentes no tendrían siquiera satélites de observación.

El observatorio del Kilimanjaro era una creación personal del doctor Tariq. Suya exclusivamente había sido la iniciativa de la construcción de un observatorio que centralizara la información de la red de satélites, resultado de patear cientos de oficinas, de lamer metafóricamente traseros encumbrados y de gastar aliento cerca de los Imanes, a los que Dios no había dotado del discernimiento para distinguir un planeta de una estrella. Habían sido muchos años de esfuerzo; sólo cuando empleó el truco del almirante norteamericano Rickover, padre del submarino atómico (le digo al Presidente que los rusos van a mandar un hombre al infierno, y recibo cien millones de dólares para mandar un americano al mismo sitio) fue cuando logró por fin obtener un éxito moderado.

En la plegaria vespertina nunca dejaba de orar para que los satélites no se averiasen allá arriba.

Con ello, naturalmente, había adquirido compromisos de todo tipo; los datos que llovían del cielo eran secretos militares, y el análisis subsiguiente una tarea de defensa. Aquello había representado muchos inconvenientes al principio, hasta que logró convencer a los Imanes. La investigación de las distantes estrellas y galaxias merecía la pena. Los Imanes habían cedido y retirado las reglas de seguridad más ofensivas; ahora el doctor Tariq trabajaba con bastante libertad. Por ello se había irritado enormemente al descubrir algo raro en las imágenes archivadas en el ordenador.

—¿Qué pasa, doctor? —trató de calmarlo Alí.

—¿Qué me dices de esto? —El doctor Tariq señaló indignado una amplia zona blanca en el centro de un listado de ordenador—. Alguien ha borrado las lecturas obtenidas por Jomeini L5/3. Fíjate, nada en un espacio de tres horas.

—Hmmm… —Alí jugueteó ociosamente con su rosario—. Vamos a ver.

Examinó una serie de números y letras que el ordenador había impreso en una esquina. Se dirigió a un teclado y empezó a manipular. En pocos momentos, una serie de listados aparecieron en un monitor.

El dedo de Alí señaló unas líneas luminosas. Para cada archivo de la memoria, aparecía una lista de quienes lo habían leído o editado: nombre del operador, hora, fecha, y tipo de operación.

—Nadie manipuló los archivos —dijo al fin.

El doctor Tariq miró la pantalla, inseguro. Su cólera empezaba a enfriarse.

—¿Estás seguro?

—Seguro. Los archivos gráficos son de tipo sólo lectura, a menos que alguien le cambie el tipo y luego lo abra para escritura. Y eso aparecería aquí.

—Pero no puede ser —meditó el astrónomo—. El satélite no pudo quedarse ciego durante tres horas, así, sin más. Maldita sea, si se ha estropeado…

—No hagas mala sangre, viejo. ¿Un matecito?

Alí dijo esta frase en castellano. Había nacido en Argentina como Arturo Pérez; al convertirse a la Verdadera Fe había adoptado el nombre de un legendario boxeador norteamericano. El doctor Tariq era de Cádiz, y acostumbraban a hablar en dicho idioma cuando se hallaban solos.

—Pero… sí, gracias.

Se dejó caer en una silla, examinando pensativo el listado. Alí puso a hervir agua en una jarra y sacó el paquete de yerba mate.

Llenó la calabacita de hierba hasta dos tercios de su volumen y la sacudió durante un rato. Su jefe examinaba ceñudo el papel.

—Mohamed, no lo entiendo. Si el satélite hubiera resultado dañado, lo habríamos detectado.

—¿Dónde apuntaba durante esas horas? —preguntó Alí. Añadió azúcar, colocó en el mate un tubito de metal, la bombilla, y echó el agua hirviendo.

—A Sagitario, creo. Una zona de la nube de Oort. —Tariq señaló el papel de ordenador con un dedo sarmentoso.

Mohamed sacudió la cabeza.

—Bueno, recemos a Dios, clemente y misericordioso, para que nuestro querido satélite no haya sufrido ningún contratiempo.

Dijo esto último con una leve sonrisa. A pesar del tiempo transcurrido desde la conquista de Sudamérica, Argentina no era una nación con mayoría islámica como Perú, por ejemplo; y el doctor Tariq siempre había sospechado que la conversión de Alí era puramente de boquilla, y que en el fondo era tan tibio como él mismo. Por supuesto, jamás lo dijeron en voz alta, ni siquiera estando solos.

Quien ceba el mate es el primero que lo prueba. Alí sorbió un poco, y añadió más azúcar. Le alargó el mate al doctor Tariq, junto con una servilleta de papel. Éste limpió la bombilla.

—Voy a ver cuándo… —succionó la caliente infusión con impaciencia, hasta que se oyó un fuerte GRGRGRGRGRGRGRGR— cuándo habrá tiempo libre.

Se levantó bruscamente y buscó la agenda de trabajo. Leyó la programación para las próximas semanas.

Tal como sospechaba, casi llena —murmuró.

Alí añadió más agua hirviendo y chupó a su vez.

—¿Qué sucede ahora?

—No podemos volver a confiar en Jomeini L5/3 hasta que no cotejemos sus datos con los de algún otro satélite. Pero están todos ocupados durante las próximas semanas.

—Sós el director. ¿No podés hablar con algún otro y que ceda el turno?

Alí añadió agua y azúcar al mate y se lo pasó al director.

—Podría, aunque no me gusta. Después de tanto insistir en que se respeten los turnos de trabajo… —sorbió, pasando las páginas— y además, algunas de estas observaciones son de importancia estratégica… pero, espera. Esta noche hay un par de horas libres.

Como el observatorio dependía de los satélites, era utilizable las veinticuatro horas; de noche había menos usuarios. Era el momento en que solían acudir estudiantes avanzados.

—No voy a poder estar aquí —dijo. Su propia agenda estaba igual de repleta—. Alguno de mis doctorandos podría…

Alí recibió el mate del doctor y le volvió a echar agua.

—¿Querés que yo me encargue? Sólo es cuestión de apuntar alguno de los satélites libres hacia ese sector y ver qué sucede.

—De acuerdo, si no tienes inconveniente.

—Ninguno. —Alí succionó el mate con un gorgoteo.

Esa misma noche, Alí encendió las luces del observatorio y se dirigió a la sala de terminales. Dio un rápido vistazo a los monitores, alineados como centinelas uno junto a otro, transcribiendo interminables listas de números enviados desde los satélites artificiales, y se sentó frente a la terminal central. Tras una ojeada al menú pidió INCIDENCIAS. Se dirigió hacia la cocina para prepararse un «mate cocido», en taza, mientras el ordenador procesaba. INCIDENCIAS era un programa capaz de seleccionar los datos de algún interés recibidos desde los satélites que había redirigido.

Alí apartó la tetera del fuego cuando el pitido le avisó que el agua estaba hirviendo. Colocó en su interior una cucharada de mate y un puñado de piñones. Se había acostumbrado a tomarlo así desde que había llegado a África, aparte de la forma tradicional. Vertió la infusión en una taza y se dirigió hacia la sala de terminales.

INCIDENCIAS había concluido su trabajo. Una lista de acontecimientos aparecían en el monitor. Ninguno demasiado interesante.

Un satélite meteorológico preveía el inicio de un tornado en Mexi-Texas; varios nuevos incendios registrados en los escasos restos de la antigua selva amazónica; un repentino ennegrecimiento infrarrojo en el Índico indicaba escasez de plancton. Aquél sería un asunto para el Consejo Marino…

Las fotos sobre Ucrania mostraban un inicio de plaga de roya o algo así. Bien, eso lo compensaría. Escasez de pescado en la India, escasez de trigo en Occidente.

Pasó rápidamente sobre los infinitos ojos que, desde el cielo, inventariaban los recursos de la Tierra o las perturbaciones de su cambiante atmósfera. ¿Algún indicio de actividad solar?

De repente se detuvo ante algo sorprendente. Uno de los satélites situado en el punto de Lagrange 4… sí, era uno de los que apuntaban hacia Sagitario, había registrado un aumento inesperado en… ¿qué? La pantalla mostraba:

CEB-254: 188 PHE-68/A: 136 ILB-471: 48 16:00 GMT

CEB-254: 199 PHE-68/A: 132 ILB-471: 54 16:10 GMT

CEB-254: 261 PHE-68/A: 128 ILB-471: 50 16:20 GMT

CEB-254: 259 PHE-68/A: 133 ILB-471: 46 16:30 GMT

CEB-254: 340 PHE-68/A: 115 ILB-471: 52 16:40 GMT

CEB-254: 424 PHE-68/A: 128 ILB-471: 53 16:50 GMT

CEB-254: 407 PHE-68/A: 127 ILB-471: 49 17:00 GMT

CEB-254: 501 PHE-68/A: 101 ILB-471: 51 17:10 GMT

CEB-254: 521 PHE-68/A: 113 ILB-471: 53 17:20 GMT

CEB-254: 615 PHE-68/A: 111 ILB-471: 51 17:30 GMT

CEB-254: 648 PHE-68/A: 110 ILB-471: 51 17:40 GMT

CEB-254: 682 PHE-68/A: 123 ILB-471: 47 17:50 GMT

CEB-254: 798 PHE-68/A: 105 ILB-471: 50 18:00 GMT

CEB-254: 777 PHE-68/A: 149 ILB-471: 48 18:10 GMT

CEB-254: 885 PHE-68/A: 159 ILB-471: 53 18:20 GMT

CEB-254: 866 PHE-68/A: 149 ILB-471: 48 18:30 GMT

CEB-254: 906 PHE-68/A: 131 ILB-471: 45 18:40 GMT

CEB-254: 952 PHE-68/A: 109 ILB-471: 45 18:50 GMT

Qué raro, pensó.

Los listados tenían un aspecto bastante normal, sin embargo CEB-254 mostraba un aumento insospechadamente alto, en un período de apenas tres horas.

¿Qué sería el experimento CEB-254? Consultó una lista impresa.

Silbó: era un contador de positrones de alta energía. Aquello le hizo arquear las cejas.

Por descontado, en la radiación cósmica se encuentran presentes casi cualquier tipo de partículas. Pero antipartículas… Aunque Alí no era astrofísico, todo el mundo sabe que existe una asimetría básica entre partículas y antipartículas. Las antipartículas podían existir, claro, y a veces se obtenían en los aceleradores junto a la partícula correspondiente; o bien eran producidas en ciertas reacciones nucleares.

Pero en el Universo primitivo, en los primeros milisegundos de la Gran Explosión, toda la antimateria existente se habría aniquilado al contacto con la materia. Era la leve superioridad numérica de ésta la que había permitido la existencia de la materia, gracias a Dios. En teoría, todo el Universo debería ser de materia. No existían planetas de antimateria, ni estrellas ni galaxias.

¿O sí?

Alí se rascó la cabeza. O bien la teoría se hallaba equivocada, y en algún lugar del cosmos se estaban lanzando al espacio torrentes de antipartículas… o bien esos positrones eran generados en alguna exótica reacción estelar o galáctica. Pues los positrones que se mueven a una velocidad cercana a la de la luz deben estar acelerados por el inmenso aunque débil campo magnético de la Galaxia.

¿Y cuál era el número de positrones que llegaban? Utilizando el lápiz óptico, señaló un apartado del experimento CEB-254, correspondiente a un mes atrás. De inmediato, el ordenador mostró una parpadeante lista de números. Mohamed Alí se puso en pie de un salto.

CEB-254: 3 09:00 GMT

CEB-254: 3 09:10 GMT

CEB-254: 0 09:20 GMT

CEB-254: 0 09:30 GMT

CEB-254: 1 09:40 GMT

CEB-254: 0 09:50 GMT

CEB-254: 0 10:00 GMT

CEB-254: 0 10:10 GMT

CEB-254: 1 10:20 GMT

CEB-254: 0 10:30 GMT

CEB-254: 0 10:40 GMT

CEB-254: 0 10:50 GMT

CEB-254: 0 11:00 GMT

CEB-254: 0 11:10 GMT

Con incredulidad, detuvo el listado y pidió al ordenador que presentara los resultados acumulados de todo el mes anterior.

¡En ese tiempo, el aparato no había llegado a contar cien positrones! ¡Y en dos horas había pasado de casi doscientos al millar!

Aquello era absolutamente increíble. Pegó su nariz al monitor, paseó nervioso por la sala, se enredó con un cable y, al tirar de él, hizo caer una impresora al suelo.

—No, no, tranquilízate —dijo mientras se llevaba las manos a las sienes—, no puede ser, no existe nada capaz de justificar ese aumento, el satélite debe de haberse descompuesto, igual que Jomeini L5/3. Sí, eso debe de ser…

Recordó aquella vez que un astrónomo novato afirmó, muy orondo, haber descubierto un nuevo quasar; pero se trataba de unas palomas, que habían anidado en la antena y dejado abundantes huellas de su estancia en el lugar.

Pero dos satélites fallando, casi simultáneamente, mientras apuntaban al mismo sector del firmamento… era demasiada casualidad.

Decidió pedir una confirmación. En estos casos, lo mejor es actuar científicamente. Dio las instrucciones al ordenador de que orientase la antena de otros satélites, e iniciase una solicitud de datos.

Veinte minutos más tarde llegaba la información.

Jomeini L-4/78 informaba de partículas altamente energéticas con carga positiva (el detector no podía discriminar).

Al-Kindi L-5/34 mostraba un inesperado aumento de rayos gamma. ¿Podría tratarse de positrones aniquilándose con el propio aparato detector?

Al-Farabi L-5/12 detectaba partículas con masa y carga que las señalaban como positrones.

Pero lo importante eran las fechas y lugares: los satélites habían registrado, con algunas décimas de segundo de diferencia, una serie de sucesos compatibles con una repentina lluvia de positrones.

¿Todos, al mismo tiempo?

Pero, si los satélites estaban en buenas condiciones, entonces se encontraba ante un nuevo tipo de fenómeno cósmico, no un montón de cagadas de paloma. ¡Algo que nadie había encontrado antes!

Positrones, en una cantidad ampliamente detectable. Eso significaba antimateria. Antimateria significaba energía sin límites.

¡Por fin, y gracias a Dios (clemente y misericordioso), la Fortuna se digna sonreírme!

En lo más hondo de su ser siempre había sabido que algo así sucedería. No tenía ni idea de qué podría tratarse aquello, sin embargo estaba seguro de que valdría algo. Sintió ganas de echar a correr hacia el teléfono. Seguro que alguna agencia cristiana estaría dispuesta a valorar aquella información.

Se detuvo. ¿Debería informar antes al profesor Tariq? Parecía lógico, pues él se hallaba allí en calidad de ayudante suyo… Se encogió de hombros. Le informaría en cuanto le fuera posible, ahora cada segundo contaba. En ese momento alguien, en algún lugar del mundo, podría estar teniendo los mismos pensamientos que él. Se dirigió al radioteléfono a toda prisa.

Le pidió al ordenador asistente del teléfono que le marcara el número de alguna revista científica del Norte. Antes que nada tenía que registrar la observación como propia. Si alguien reclamaba el derecho de haber sido el primero, esa llamada sería decisiva. Después ya habría tiempo de todo lo demás…

Qué cosa tan fuera de lo común. El ordenador había marcado el número, pero la pantalla sólo mostraba interferencias.

—¿Qué sucede? —gritó irritado.

—No lo sé, señor —respondió el ordenador, con calma inhumana—. No puedo obtener una línea clara.

¡Por las peludas orejas de Sheitan! Alí dio un puñetazo en la mesa. Justo ahora se estropeaba el teléfono.

—Sigue intentándolo. Y avísame en cuanto tengas línea.

—Así lo haré, señor.

Regresó a la sala de terminales mordiéndose las uñas, ¡justo ahora se encontraba aislado en lo alto de aquel jodido volcán!

Nervioso, caminó en círculos. Volvió al teléfono.

—¿Sigues sin tener línea?

—No, lo siento, señor. He probado en varias bandas. Nada hasta el momento, señor.

¡Malditos africanos! Regresó a la sala de pésimo humor. Revisó los números, y… sí, allí estaban. Los observatorios habían registrado el aumento de positrones de forma progresiva. Llevado por una intuición pidió al ordenador que buscara alguna relación entre los tiempos de diferencia de registro y las posiciones entre los satélites.

¡Coincidía! Los satélites con mayor separación angular de la línea Tierra-Luna habían registrado los positrones antes que los más cercanos. Aquello significaba que un haz de positrones a la velocidad de la luz barría el espacio acercándose a la Tierra.

Sintió un escalofrío de aprensión. Se trataba de radiación de antimateria. Y un frente de antipartículas que avanzaba hacia ellos, bueno, haría horas que ya habrían llegado a las capas altas de la atmósfera terrestre. ¿Sería ésa la causa de que la radio no funcionase?

Pidió al ordenador los últimos datos de los satélites.

Jomeini L-4/78 no responde…

Al-Kindi L-5/34 no responde…

Al-Farabi L-5/12 no responde…

—¿Qué sucede? —se preguntó en voz alta. El ordenador no dijo nada—. Creía que las emisiones por satélite eran microondas, inmunes a las interferencias.

—Así es, señor.

—¿Recibes alguno de los satélites lagrangianos?

—De Khayyam L-5/7, señor.

—Bien, hazme un volcado de datos.

La pantalla empezó a llenarse de números. Los ojos de Alí se abrieron con profundo horror.

¡Dios misericordioso!

El recuento de positrones aumentaba en progresión geométrica. Los números cambiaban ante sus ojos: 30064, 60312, 120463, 240393, 480880, 961227… tan enormes que el ordenador empezó de pronto a imprimirlos en forma exponencial: 1.92E+6, 3.85E+6 7.70E+6, 1.54E+7, 3.08E+7, 6.17E+7, 1.23E+8, 2.47E+8,4.93E+8,9.85E+8,1.98E+9,3.95E+9,7.88E+9…

¡Ocho mil millones de positrones por minuto y centímetro cuadrado!

¡Y seguía aumentando! De repente se interrumpió.

—¿Qué sucede? —gritó de nuevo, esta vez al borde del pánico.

—He perdido el contacto con Khayyam L-5/7, señor.

Alí se volvió hacia una de las ventanas. Un fuerte resplandor penetraba por ella desde el exterior, a través de la cortina. Observó el reloj en un gesto mecánico. Las cuatro, faltaban dos horas para que amaneciera.

Poco a poco, con paso temeroso, se acercó a la ventana; subió la persiana, abrió la doble hoja…

Los cielos estaban en llamas.

El cristal de la ventana crujió… se combó hacia dentro… y estalló. Los fragmentos volaron hacia él como vampiros sedientos de sangre, mordiendo con saña su rostro y pecho.

Pero el desastre ya había empezado en todo el hemisferio. A Mohamed Alí ni tan siquiera le cupo la gloria de ser el primero en morir.