El ultraligero zumbaba a baja altura, sobre la pista de suelo batido. El piloto, un barbudo monje franciscano, puso proa al viento y redujo gas gradualmente. El liviano aparato descendió, tocó tierra, se alzó medio metro y volvió a tocar tierra, bamboleándose sobre su tren de aterrizaje triciclo debido al terreno mal nivelado. Finalmente rodó con lentitud hacia una especie de granero que hacía las veces de hangar, y se detuvo.
El franciscano cortó el encendido y bajó con torpeza del aparato. Era demasiado grande y robusto para aquel avioncito, pero se las arreglaba lo mejor que podía. Se pasó la mano por la frente limpiándose el sudor, y despegó su suéter marrón de lana de su espalda.
Hacía un calor endiablado en aquel sitio, el lecho seco del mar de Aral, en el centro de la meseta de Ustyurt. Aquél había sido el escenario de la sangrienta guerra entre Uzbekistán y Kazakistán, a finales del siglo pasado. Las nucleotácticas habían alterado el clima de aquella región, secando el pequeño mar interior y condenando a la muerte por hambre al noventa por ciento de sus primitivos ocupantes.
El suelo arenoso parecía formado por trozos de vidrio triturado y estaba demasiado cálido. Los granos de sal se introducían en sus sandalias, haciéndole penoso el caminar.
Cinco hombres que se hallaban sentados a la sombra del edificio corrieron a su encuentro.
Los colonos se inclinaron con respeto.
—Bienvenido, Reverendo Padre —dijo el de más edad.
El franciscano los observó. Eran individuos musculosos, de piel curtida y renegrida por la vida al aire libre y el trabajo duro. Vestían saharianas y pantalones cortos de tela recia, muy gastados y remendados. Se cubrían con anchos sombreros; ropas baratas y prácticas, enviadas desde Europa por la Velwaltungsstab. El franciscano pudo ver con claridad el emblema rojo en cada una de las solapas.
—Llamadme sólo hermano. Soy un monje, no un sacerdote. Hermano Álvaro Corella —señaló su escapulario, donde aparecía su foto bajo una cruz, y más abajo: «Corella; O.F.M.», en caracteres latinos y cirílicos.
Les sonrió, para suavizar la sequedad de sus palabras, y tendió la mano al hombre mayor que le había saludado. El hombre dudó; por un momento el franciscano temió que se la besaría. Pero se limitó a cogerla sin apretar, como si fuera quebradiza.
—¿Podéis conducirme hasta lo que habéis hallado? —Fray Álvaro contuvo la tentación de levantar un pie del suelo ardiente.
—Desde luego, rev… hermano Álvaro. No está muy lejos… hacia allí.
Señaló hacia el sureste con un dedo de uña enlutada.
El franciscano fue conducido hasta la parte trasera del hangar, donde les esperaba una vieja furgoneta de fabricación japonesa.
El monje caminó pesadamente tras los colonos; además de la gruesa y cortante sal, el suelo se hallaba sembrado de guijarros y grava, con aristas no menos cortantes.
El hombre mayor le recordaba al franciscano la famosa estatuilla egipcia llamada Cheik-el-Beled («el alcalde del pueblo»).
Probablemente son egipcios, pensó. Descendientes de los cristianos coptos expulsados por el Quinto Jihad. Y ahora emigrantes forzosos en esta región dejada de la mano de Dios.
El problema era que la Velwaltungsstab no podía dejar aquel pasillo de acceso a Europa despoblado. Aquellos hombres trabajaban duramente intentando recuperar la habitabilidad del lugar, pero a la vista de los resultados, fray Álvaro opinaba que aquel trabajo podía ser más duro que la terraformación de Marte.
Fray Álvaro era meteorólogo, y trabajaba también en aquel proyecto, desde el instituto de Nueva Buhara; la única cosa que merecía el nombre de ciudad en aquel olvidado rincón del mundo.
—Esas sandalias no son adecuadas para caminar por el desierto, hermano —dijo el que fray Álvaro había bautizado in pectore como El alcalde del pueblo—. Vais a lastimaros los pies.
Se sentó en una piedra y empezó a quitarse las botas de lona verde y suela de goma.
—¿Qué haces?
—Con mis botas caminaréis mejor. Me parece que mi pie es más grande que el vuestro.
—¿Y tú irás descalzo? —dijo el franciscano, alzando las cejas. El alcalde del pueblo se encogió de hombros y le mostró la planta del pie, encallecida como el cuero. El hermano Álvaro dudó un momento, pero la idea de meter sus pies en aquellas botas sudadas y malolientes le hizo sentirse ascético.
—Gracias por tu caridad, hermano, pero deja tus botas donde están y démonos prisa. Aguantaré hasta volver a la Misión.
Dudando, El alcalde del pueblo se volvió a calzar.
—Bueno, la verdad es que la furgoneta nos llevará la mayor parte del camino, si queréis.
La furgoneta era probablemente el único vehículo a motor de todo el pueblo; el olfato indicaba que su uso habitual era el transporte de estiércol. Fray Álvaro y El alcalde del pueblo subieron a la cabina, este último al volante, mientras los restantes colonos se acomodaron en el suelo. El motor de arranque giró un par de veces y el vehículo se puso en marcha, arrojando una invisible nube de gas: motor de metanol, adivinó el franciscano.
—Por cierto, hermano— dijo El alcalde del pueblo, —me llamo Abdul Kasim. Soy el alcalde del pueblo —el hermano Álvaro pestañeó, sorprendido al oír sus pensamientos en voz alta.
—Me alegra mucho conocerte, amigo Abdul. Pero… ¿adónde vamos?
—No muy lejos, sólo un par de kilómetros. Llegaremos pronto. Mirad, ése es nuestro pueblo: Alto-Amu.
Alto-Amu era un grupo de chozas destartaladas, desdibujadas por la distancia y las capas de aire caliente, de las que sobresalía el campanario y la torre distribuidora de agua. No lejos del poblado se veían los huertos, protegidos por invernaderos de plástico, mil veces remendados y parcheados. Cultivos hidropónicos, por supuesto.
La furgoneta se introdujo por un estrecho valle, que el franciscano reconoció como el cauce seco del río Amu.
—¿Qué tal os va la vida aquí? —preguntó.
—Oh, pues… vamos adelante —dijo con timidez el alcalde Kasim.
Fray Álvaro se secó el sudor de la frente.
—¿Tenéis bastante agua?
—La suficiente y nada más. Hay un manto acuífero bajo tierra, pero está muy profundo. La mayor parte de nuestra agua viene de las montañas.
El monje se abanicó con la mano, deseando vestir ropas más holgadas. Su suéter de lana con capucha y sus pantalones, ambos del color marrón de los franciscanos, se le pegaban al cuerpo por el sudor y le picaban. Abrió la ventanilla, para aprovechar la corriente de aire producida por la marcha, pero aquello no mejoraba las cosas.
Observó a los colonos, mal vestidos y mal calzados, pero no parecían pasar hambre. Tenían una esperanza para el futuro… partiéndose la espalda en el intento, eso sí, pero para muchos era peor.
La furgoneta se detuvo. El monje parpadeó, escapando de sus soñolientas meditaciones.
—Ya estamos, hermano Álvaro —dijo el alcalde.
Frente a ellos se elevaba un escarpado montículo de cascotes. Un cráter de impacto. La cicatriz había revelado accidentalmente algunas características del subsuelo; rocas de tipo ígneo, negras como el carbón o grises, salpicadas de cristales de olivino, color verde botella, o plateadas chispitas de mica.
El hermano Álvaro observó los dibujos producidos por el agua al fluir, indicando su presencia bajo la superficie.
—Lo vimos caer hace dos jornadas. Fue como la lanza de Dios clavándose en mitad del desierto —dijo Kasim. El fraile se sorprendió ante tan literaria expresión.
Treparon por las laderas del montículo, cubiertas de escorias y costras de lava negra. Los pies del hermano Álvaro se asentaban de modo inseguro, y recibió un doloroso golpe en el tobillo. Se dio un breve masaje, rechazando la ayuda del alcalde Kasim. No era nada, sólo un arañazo.
Siguieron subiendo. Cuando llegaron arriba, fray Álvaro jadeaba, más cansado de lo que hubiera creído.
El cráter tendría unos cincuenta metros de diámetro. El franciscano calculó que el objeto que lo produjo no podía ser mayor que un balón de fútbol. Todo su interior estaba tapizado por una intrincada forma vegetal. Ésta nacía del centro geométrico del cráter, y extendía sus raíces como tentáculos por toda la cara interior.
Las raíces tenían un color verdinegro, y el grosor de la muñeca de un hombre; sobre ellas crecían miles de flores, parecidas a girasoles de color granate. Todas las corolas parecían apuntar hacia un mismo punto del cielo.
—¿Dices que el meteorito cayó hace un par de días? —preguntó el franciscano.
—Así es, hermano… ¿por qué?
—No soy un botánico, claro, pero estoy seguro de que todo eso no ha podido crecer en un par de días.
—Pero, yo os doy mi palabra…
Fray Álvaro alzó una mano para tranquilizar a Kasim.
—Te creo, te creo. Pero es… asombroso.