El rosario de palo de rosa
HACE NUEVE MESES que mamá desapareció.
Estás en Italia. Sentada en la escalera de mármol que baja a la plaza de San Pedro de Ciudad del Vaticano, miras el obelisco de Egipto. El guía, con la frente cubierta de sudor, grita:
—¡Por aquí! —Y dirige a la gente de tu grupo al pie de la escalera, a la sombra, cerca de la gran pina—. En los museos y en la catedral está prohibido hablar, así que les explicaré lo más importante antes de entrar. Voy a repartir auriculares, de modo que escuchen, por favor.
Coges los auriculares pero no te los pones.
—Si no oyen nada por los auriculares —continúa el guía— es que están demasiado lejos de mí. Habrá tanta gente que no podré estar pendiente de cada uno de ustedes. Sólo podré guiarlos si están cerca de mí, donde puedan oír mi voz.
Vas al aseo con los auriculares colgados alrededor del cuello. La gente de tu grupo te observa mientras te alejas. Te lavas las manos y, al abrir el bolso para coger un pañuelo con el que secártelas, ves dentro la carta arrugada de tu hermana. La cogiste del buzón de tu apartamento hace tres días, cuando te ibas de Seúl con Yu-bin. Con la maleta en una mano, delante de la puerta, leíste el nombre de tu hermana en el sobre. Era la primera vez que recibías una carta de tu hermana. Y era una carta escrita a mano, no un simple e-mail. Te preguntaste si deberías abrirla, pero la metiste en el bolso. Tal vez pensaste que si la leías no podrías coger el avión con Yu-bin.
Sales del aseo y te sientas con el grupo. Pero en lugar de ponerte los auriculares, sacas la carta de tu hermana, la sostienes un momento en la mano y luego rasgas el sobre.
Hermana:
Cuando fui a ver a mamá al volver de Estados Unidos, me regaló un caqui que me llegaba a las rodillas. Fui para recoger las cosas que le había dejado allí y me encontré a mamá desplomada en la despensa que hay junto al cobertizo, donde me guardaba la nevera, la cocina y la mesa. Yacía allí, con los miembros lánguidos. Los gatos del vecindario a los que daba de comer estaban sentados a su alrededor. Cuando la zarandeé, logró abrir los ojos, como si se despertara, y me miró y sonrió. «¡Estás aquí, hijita!», exclamó. Me aseguró que estaba bien. Ahora me doy cuenta de que perdió el conocimiento, pero ella insistió en que se encontraba bien, que había ido a la despensa para dar de comer a los gatos. Me había guardado todo lo que yo había dejado allí cuando me fui a Estados Unidos. Hasta los guantes de goma que le dije que utilizara. Me explicó que había estado a punto de usar la cocina de gas portátil para un rito ancestral, pero que al final no lo hizo. «¿Por qué no?», pregunté, y ella dijo: «Porque así, cuando regresaras, podría devolvértelo todo tal como lo habías dejado».
Cuando terminé de cargar todas las cosas en la furgoneta, mamá salió de detrás de la casa, donde guardaba todos los tarros con condimentos, con un caqui. Parecía avergonzada. Las raíces del árbol estaban envueltas en tierra y plástico. Lo había comprado para el patio de nuestra nueva casa. Era tan pequeño que me pregunté cuándo empezaría a dar fruto. Sinceramente no quería llevármelo. Íbamos a vivir en una casa con patio, pero no era nuestra, y me pregunté quién iba a cuidar del árbol. Mamá me caló y dijo: «Pronto verás caquis en este árbol; hasta setenta años pasan deprisa».
Yo seguía sin querer llevármelo, pero mamá dijo: «Así, cuando me muera, cogerás los caquis y pensarás en mí».
Mamá empezó a decir: «Cuando me muera…» cada vez con más frecuencia. Ésa fue su arma durante mucho tiempo, ya sabes. Su única arma cuando sus hijos no hacían las cosas como ella quería. No sé cuándo empezó, pero cuando no aprobaba algo, decía: «Ya lo harás a tu manera cuando yo me haya muerto». Me llevé el pequeño caqui a Seúl en la furgoneta, aunque no sabía si sobreviviría, y enterré las raíces hasta la marca que mamá había hecho en el tronco. Más tarde, cuando mamá fue a Seúl, me dijo que lo había plantado muy cerca del muro y que debería trasplantarlo. Me pidió muchas veces que lo trasplantara. Yo le decía que sí pero no lo hacía. Mamá quería que lo trasladara a un rincón vacío del patio donde yo pensaba plantar un árbol grande si algún día tenía dinero suficiente para comprar la casa. La verdad es que no pretendía trasplantar ese arbolito que sólo tenía un par de ramas y que todavía no me llegaba ni a la cintura, pero le decía que sí. Antes de su desaparición, mamá empezó a llamarme cada dos días para preguntarme: «¿Has trasplantado el caqui?». Yo me limitaba a responder: «Lo haré luego».
Hermana. Ayer, con mi niño a la espalda, fui en taxi a Soorung y compré excrementos de pollo en polvo. Luego cavé un hoyo en el lugar que mamá había señalado y planté allí el caqui. No me sentía mal por no haberle hecho caso, pero cuando lo desenterré me llevé una sorpresa. Cuando traje el árbol aquí, las raíces eran tan pequeñas que lo miraba continuamente, dudaba de que pudiera arraigar siquiera, pero cuando lo desenterré para trasplantarlo, las raíces se habían extendido mucho por debajo de la tierra, enmarañadas. Me impresionó su forma de aferrarse a la vida, su determinación de sobrevivir a toda costa en la tierra yerma. ¿Me regaló mamá el árbol para que viera cómo se multiplicaban las ramas y se ensanchaba el tronco? ¿Para decirme que si quería ver el fruto, tenía que cuidarlo bien? ¿O simplemente no tenía dinero para comprar un árbol grande? Por primera vez me sentí unida a ese caqui. Mis dudas acerca de que pudiera dar fruto se desvanecieron.
¿Te acuerdas de que hace tiempo me pediste que te contara algo sobre mamá que sólo supiera yo? Yo te respondí que no la conocía. Que todo lo que sabía era que mamá había desaparecido. Pues ahora es lo mismo. No sé de dónde sacaba su fuerza. Piénsalo. Mamá hacía cosas que una persona sola no puede hacer. Creo que por eso se fue vaciando y vaciando hasta que se convirtió en alguien que no era capaz de encontrar la casa de ninguno de sus hijos. No me reconozco a mí misma; doy de comer a mis hijos, los peino, los llevo al colegio, y no puedo salir a buscar a mamá aunque haya desaparecido. Dijiste que yo era diferente, distinta de las madres jóvenes de hoy día, que una pequeña parte de mí es un poquito como ella, pero, hermana, creo que yo no puedo ser como mamá. Desde que mamá desapareció, pienso a menudo: «¿He sido una buena hija? ¿Podría hacer por mis hijos lo que ella hizo por mí?».
Sólo sé una cosa. No puedo hacerlo como ella lo hizo. Aunque quisiera. Mientras doy de comer a mis hijos, a menudo me enfado, me agobio, como si me aferraran los tobillos. Quiero a mis hijos, y cuando pienso: «¿De verdad los he parido yo?», me emociono. Pero no puedo darles mi vida entera como hizo mamá. Según la situación, me comporto como si fuera a darles mis ojos si los necesitaran, pero yo no soy mamá. Sigo deseando que el pequeño se dé prisa en crecer. Tengo la sensación de que mi vida se ha estancado debido a los niños. En cuanto el pequeño sea un poco mayor, lo llevaré a una guardería o buscaré a alguien que lo cuide y me pondré a trabajar. Eso es lo que haré. Porque yo también tengo una vida. Cuando comprendí esto sobre mí misma, me pregunté cómo consiguió mamá hacer lo que hizo y descubrí que en realidad no la conocía. Por mucho que digamos que las circunstancias la obligaron a pensar sólo en nosotros, ¿cómo hemos podido pensar en mamá como mamá toda su vida? Aunque soy madre, tengo muchos sueños, y recuerdo muchas cosas de la niñez, de cuando era adolescente y de mi juventud, y no he olvidado nada. ¿Por qué pensamos que mamá fue mamá desde el principio? Mamá no tuvo la oportunidad de perseguir sus sueños, y se enfrentó ella sola a todo lo que la época le ofrecía, pobreza y tristeza, y no pudo hacer nada con la suerte que le había tocado aparte de sufrirla e ir más allá, dando lo mejor de sí, entregándose en cuerpo y alma a la vida. ¿Por qué nunca me paré a pensar en los sueños de mamá?
Hermana.
Me entraron ganas de hundir la cara en el hoyo que había cavado para el caqui. Si yo no puedo vivir como mamá, ¿qué me hace pensar que ella quería vivir así? ¿Por qué nunca se me ocurrió pensarlo cuando estaba entre nosotros? Aunque soy su hija, nunca se me pasó por la cabeza lo sola que debía de sentirse. Qué injusto es que sacrificara todo por nosotros y que ninguno la entendiéramos.
Hermana, ¿crees que volveremos a estar con ella, aunque sólo sea un día? ¿Crees que me concederán el tiempo suficiente para comprender a mamá, escuchar sus anécdotas y consolarla por sus viejos sueños que quedaron sepultados en las páginas del pasado? Si me dieran al menos unas pocas horas le diría que amo todo lo que hizo, que la amo por haber sido capaz de hacer todo eso, que amo esa vida suya que nadie recuerda. Que la respeto.
Por favor, no des por perdida a mamá. Por favor, búscala.
Seguramente tu hermana no pudo escribir la fecha ni una despedida. En la carta hay borrones, como si hubiera llorado mientras la escribía. Te quedas largo rato mirando las manchas amarillentas; luego doblas la carta y vuelves a meterla en el bolso. Tal vez, mientras tu hermana la escribía, su hijo pequeño, que probablemente había comido algo del suelo, se acercó y empezó a cantar con torpeza la canción infantil «Mamá osa…» aferrado a ella. Y seguramente tu hermana lo miró, aunque con expresión sombría, y cantó: «¡es delgada!». Entonces el niño, que no entendía la emoción de su madre, quizá sonrió de oreja a oreja y dijo: «Papá oso…», esperando que ella terminara la frase. Y tu hermana seguramente la terminó: «¡es regordete!». Es posible que tu hermana no pudiera escribir el final de la carta porque el niño, tratando quizá de trepar por su pierna, cayó, se golpeó la cabeza contra el suelo, y estalló en un llanto desesperado. Y tu hermana, al ver el cardenal azulado que se extendía sobre la suave piel del niño, derramó las lágrimas que había estado conteniendo.
Doblas la carta, la guardas en el bolso, y la voz apasionada del guía resuena en tus oídos.
—Lo más destacado de este museo es la Creación de Adán, en el techo de la Capilla Sixtina, que veremos al final. Miguel Ángel se colgó de una viga del techo durante cuatro años para pintar este fresco, y años después tenía tan mal la vista que no podía leer ni ver cuadros a menos que saliera al aire libre. Los frescos están hechos sobre estuco de yeso, por lo que tenía que acabarlos antes de que se secara. Si no lograba hacer a tiempo el trabajo, que solía llevar un mes, el estuco se secaba y había que volver a empezar. El haberse pasado cuatro años colgado del techo explica que tuviera problemas de cuello y espalda el resto de su vida.
Lo último que hiciste en el aeropuerto antes de subir al avión fue llamar a tu padre. Después de la desaparición de mamá, tu padre vivió entre su casa y Seúl, pero en primavera volvió a casa definitivamente. Lo llamabas todos los días, por la mañana o a veces por la noche. Contestó al primer timbrazo, como si esperara al lado del teléfono. Padre decía tu nombre antes de que le dijeras que eras tú. Eso era algo que mamá hacía siempre. Estaba arrancando malas hierbas en el jardín y, cuando el teléfono sonaba, decía a padre: «¡Contesta, es Chi-hon!». Cuando le preguntaste cómo sabía quién llamaba, se encogió de hombros y dijo: «Sólo… lo sé». Desde que vive sin mamá en la casa vacía, padre sabe que eres tú desde el primer timbrazo. Le dijiste que tal vez no podrías llamar en un tiempo porque tendrías que hacer cálculos para saber a qué hora llamar desde Roma para encontrarlo despierto. De pronto, padre, como si no te escuchara, dijo que debería haber dejado que mamá se operara de su empiema.
—¿A mamá también le dolía la nariz? —preguntaste con tono inexpresivo.
Padre dijo que mamá, con el cambio de estaciones, no podía dormir por la tos.
—Yo tuve la culpa. Era por mí que mamá no tenía tiempo para cuidar de sí misma.
Cualquier otro día le habrías dicho: «Padre, nadie tiene la culpa». Pero ese día las palabras brotaron solas de tu boca:
—Sí, es tu culpa.
Padre inhaló bruscamente al otro lado de la línea. No sabía que llamabas desde el aeropuerto.
—Chi-hon —dijo tras una larga pausa.
—Sí.
—Tu mamá ya ni siquiera está en mis sueños.
No dijiste nada.
Padre guardó silencio un momento y luego empezó a hablar de los viejos tiempos. Dijo que un día cocinaron un pez sable que Hyong-chol había mandado. Mamá desenterró un rábano coronado de hojas verdes del huerto de la colina, lo limpió, lo peló con un cuchillo y lo cortó en grandes trozos, lo puso en el fondo de la cazuela, e hizo el pescado al vapor, que se volvió rojo a causa de todas las especias que puso. Luego cortó un trozo grueso de pescado y lo puso en el bol de arroz de papá. Padre lloraba mientras recordaba ese día de primavera en que compartieron el pescado que mamá había preparado por la mañana y se echaron, con el estómago lleno, a dormir la siesta. Dijo que entonces no había sabido que eso era la felicidad.
—Me siento mal por tu mamá. Me quejaba todo el tiempo de que estaba enfermo.
Era cierto. O estaba fuera de casa o, cuando volvía, estaba enfermo. Parecía que ahora se arrepentía de eso.
—Cuando yo empecé a enfermar con la edad, a tu mamá debió de pasarle lo mismo.
¿Mamá era incapaz de decir que le dolía algo porque las enfermedades de padre la relegaban a un segundo plano? Ella cuidaba a todos en la familia, así que no podía caer enferma. Cuando padre cumplió cincuenta años, empezó a tomar un medicamento para la presión arterial, le dolían las articulaciones y tuvo cataratas. Poco antes de que mamá desapareciera, a padre le operaron de una rodilla varias veces en un año, y como tenía problemas para orinar, le operaron de próstata. Se derrumbó de un infarto y estuvo ingresado en el hospital tres veces en un año, y cada vez le dieron de alta quince días o un mes después y el ciclo se repetía. Cuando eso ocurría, mamá dormía en el hospital. La familia contrató a un enfermero para padre, pero mamá tenía que pasar las noches allí. El primer día que se quedó a dormir el enfermero, padre fue al cuarto de baño en medio de la noche, cerró el pestillo y se negó a salir.
Mamá, que estaba en casa de Hyong-chol, recibió una llamada del enfermero diciendo que no sabía qué hacer con la repentina rebelión de padre. Mamá fue enseguida al hospital, aunque era en plena noche, y tranquilizó a padre, que seguía encerrado en el cuarto de baño.
—Soy yo. Abre la puerta, soy yo.
Padre, que se había negado a abrir por mucho que le dijeran, al oír la voz de mamá abrió la puerta. Estaba acuclillado junto al retrete. Mamá lo ayudó a acostarse y padre la miró largo rato hasta que se quedó dormido. Luego no se acordaba de nada. Al día siguiente le preguntaste por qué había hecho eso.
—¿Quieres decir que lo hice? —respondió. Y, temiendo que siguieras interrogándolo, cerró rápidamente los ojos.
—Mamá también tiene que descansar, padre.
Padre se volvió. Sabías que fingía estar dormido y que os oía hablar a mamá y a ti. Mamá dijo que creía que lo había hecho porque tenía miedo. Debía de haberse despertado y, al ver que no estaba en casa, sino en un hospital, rodeado de desconocidos, sin su familia, se había escondido, preguntándose dónde estaba, asustado.
—¿Qué le asusta tanto? —Debió de oírte murmurar tu padre.
—¿Tú nunca has tenido miedo? —Mamá lanzó una mirada a padre y continuó en voz baja—: Tu padre dice que yo también lo hago a veces. Dice que cuando se despierta en medio de la noche y no estoy a su lado, sale a buscarme, y me encuentra escondida en el cobertizo o detrás del pozo, agitando las manos delante de mí y diciendo: «No me hagas eso». Dice que cuando me encuentra estoy temblando.
—¿Tú, mamá?
—Yo no recuerdo haberlo hecho. Tu padre dice que tiene que llevarme hasta la casa y que me acuesta y me da agua y que al final me duermo. Si yo me comporto así, estoy segura de que tu padre también tiene miedo.
—¿Miedo de qué?
—Creo que simplemente de vivir el día a día —murmuró mamá bajito—. Lo que más me aterraba era ver que el tarro de arroz estaba vacío. Cuando creía que iba a tener que dejaros pasar hambre…, se me secaban los labios de miedo. Había días así.
Padre nunca te contó, a ti ni a nadie de la familia, que mamá actuaba a veces de ese modo. Cuando lo llamabas, después de que mamá desapareciera, sacaba viejas anécdotas al azar para posponer el momento de colgar, pero nunca te dijo que mamá se escondía en alguna parte en medio de la noche mientras dormía.
* * *
Miras el reloj. Son las diez de la mañana. ¿Se habrá despertado Yu-bin? ¿Habrá desayunado?
Hoy te has despertado a las seis de la mañana en un viejo hotel situado frente a la estación Termini. Desde la desaparición de mamá, una profunda desesperación te oprime el cuerpo y el corazón, como si te hundieras en el agua. Has hecho amago de levantarte de la cama, y Yu-bin, que dormía de espaldas a ti, se ha vuelto y ha tratado de abrazarte. Le has cogido el brazo y se lo has apoyado con suavidad en la cama. Rechazado, se ha cubierto la frente con el brazo y ha dicho:
—Deberías dormir un poco más.
—No puedo dormir.
Ha movido el brazo y se ha dado la vuelta. Has mirado su espalda obstinada, has alargado una mano y se la has acariciado… la espalda de tu novio, a quien no has podido abrazar efusivamente desde que mamá desapareció.
Agotados de buscar a mamá, os quedabais a menudo en silencio cuando os reuníais todos. Y luego alguno daba la nota. Abría la puerta de una patada para irse o se servía soju en una jarra de cerveza y se lo bebía de un trago. Apartando los recuerdos de mamá que brotaban a vuestro alrededor, todos pensabais lo mismo: «Si mamá estuviera aquí… Si mamá dijera una última vez desde el otro lado de la línea: “¡Soy yo!”. Mamá siempre decía: “¡Soy yo!”…». Después de su desaparición, cuando os veíais, no erais capaces de mantener ninguna clase de conversación durante más de diez minutos. La pregunta «¿Dónde está mamá?» se colaba entre vuestros pensamientos y os ponía nerviosos.
—Creo que hoy quiero estar sola —te has atrevido a decir.
—¿Qué vas a hacer tú sola? —ha preguntado él, todavía de espaldas.
—Quiero ir a la basílica de San Pedro. Ayer, mientras te esperaba en el vestíbulo del hotel, me apunté a una visita guiada al Vaticano. Tengo que prepararme si quiero llegar. Dijeron que saldríamos a las siete y veinte del vestíbulo. Dijeron que hay tanta cola que si no estás allí antes de las nueve tardas más de dos horas en entrar.
—Puedes ir conmigo mañana.
—Estamos en Roma. Hay muchos otros sitios a los que puedo ir contigo.
Te has lavado la cara sin hacer ruido para no molestarlo. Querías lavarte también el pelo, pero te ha parecido que harías demasiado ruido, así que te lo has recogido atrás mirándote en el espejo. Al salir del cuarto de baño, después de cambiarte de ropa, has dicho, como si acabaras de acordarte:
—Gracias por traerme aquí.
Él se ha tapado la cara con la sábana. Sabes que está teniendo toda la paciencia del mundo. Te ha presentado como su esposa a la gente que habéis conocido aquí. Probablemente lo serías si hubierais encontrado a mamá. Después de su seminario matinal se suponía que iríais a comer con otras dos parejas. Si él va solo, los demás le preguntarán por su mujer. Has mirado a tu novio, con la sábana tapándole la cabeza, y te has ido.
Después de que mamá desapareciera, empezaste a comportarte de forma impulsiva. Bebías impulsivamente y cogías impulsivamente un tren para ir a la casa de tus padres en el campo. Te quedabas mirando fijamente el techo de tu estudio, incapaz de dormir, luego te levantabas y deambulabas por las calles de Seúl pegando volantes, tanto te daba que fuera en medio de la noche o al amanecer. Una vez irrumpiste en la comisaría y gritaste que buscaran a tu madre. Hyong-chol acudió a la comisaría después de recibir una llamada y se quedó mirándote. «¡Busca a mamá!», le gritaste a tu hermano, que en cierto modo había empezado a aceptar la ausencia de mamá y a veces incluso iba a jugar al golf.
Tu grito encerraba tanto una protesta contra las personas que conocían a mamá como odio hacia ti misma, por no haber sido capaz de encontrarla. Tu hermano escuchó con calma tus gritos de ataque: «¿Cómo puedes estar tan tranquilo? ¿Por qué no estás buscando a mamá? ¿Por qué? ¿Por qué?».
Lo único que podía hacer tu hermano era recorrer la ciudad contigo por la noche. Rastreabais las entradas de las estaciones de metro, tú con el abrigo de visón de mamá puesto o colgado del brazo. Te lo trajiste el invierno pasado para poder envolver con él a mamá, que iba con ropa de verano la última vez que la vieron, cuando la encontrarais. Tu sombra con el abrigo de visón puesto se proyectaba en los edificios de mármol mientras os abríais paso entre los vagabundos que utilizaban periódicos o cajas de ramen como mantas para dormir. Teníais el móvil conectado a todas horas, pero ya no llamaba nadie para decir que había visto a alguien que se parecía a mamá.
Un día fuiste a la estación de Seúl, al lugar donde mamá se había quedado atrás, y chocaste con tu hermano mayor, que estaba ahí de pie, sin rumbo. Os sentasteis juntos y mirasteis cómo iban y venían los trenes hasta que se cerró el servicio. Él comentó que al principio había creído que, si se sentaba allí, mamá aparecería, le daría unos golpecitos en el hombro y diría: «¡Hyong-chol!». Pero que ya no creía que eso fuera a ocurrir. Dijo que ya no pensaba, que tenía la mente en blanco. Cuando no quería volver directamente del trabajo a casa, se sorprendía yendo a la estación.
Un día de fiesta fuiste a su casa. Lo viste bajar del coche con los palos de golf y gritaste: «¡Cabrón!» y le montaste una escena. Si hasta tu hermano acepta que mamá ha desaparecido, ¿quién va a encontrarla? Cogiste los palos y los tiraste al suelo. Poco a poco todos se iban convirtiendo en el hijo, la hija, el marido cuya madre y esposa ha desaparecido. Incluso sin mamá, la vida continuaba.
Otro día fuiste a primera hora de la mañana a la estación donde mamá había desaparecido y volviste a encontrarte a tu hermano. Lo abrazaste por detrás a la luz del amanecer. Él dijo que tal vez los únicos que pensábamos que la vida de mamá había estado llena de sacrificio y dolor éramos nosotros, sus hijos, porque nos sentíamos culpables. Que quizá estábamos subestimando su vida. Debo decir en su favor que recordó algo que mamá siempre decía ante la más mínima cosa buena que pasaba: «¡Me siento agradecida!», o «¡Eso es algo por lo que deberíamos sentirnos agradecidos!». Mamá expresaba su gratitud por las pequeñas oleadas de felicidad que todo el mundo experimentaba. Tu hermano dijo que la gratitud de mamá era sincera, que se sentía agradecida por todo, y que alguien que se sentía tan agradecido no podía haber llevado una vida tan desdichada. Cuando os separasteis, tu hermano dijo que tenía miedo de que mamá, si volvía, no lo reconociera. Tú le dijiste que para mamá él era la persona más querida del mundo, que mamá siempre lo reconocería, no importaba dónde estuviera o cuánto hubiera cambiado. Cuando lo llamaron a filas y entró en el campo de instrucción, hubo un día de visita para los padres. Mamá hizo pasteles de arroz, los cargó sobre su cabeza y se fue ver a Hyong-chol, contigo a la zaga. Aunque había cientos de soldados vestidos igual y haciendo los mismos pasos de taekwondo, fue capaz de reconocerlo desde lejos. Para ti, todos eran iguales, pero sonrió con una sonrisa de oreja a oreja y lo señaló: «¡Ahí está tu hermano!».
Por una vez estabas hablando con tu hermano sobre mamá con tranquilidad, pero de pronto alzaste la voz y le preguntaste por qué había desistido de buscarla. «¿Por qué estás aquí hablando de mamá como si no fuera a volver?», le gritaste. Él respondió: «Dime, ¿cómo se supone que voy a encontrarla?». En su desesperación, se arrancó los primeros botones de su camisa blanca y acabó mostrándote sus lágrimas. A partir de entonces dejó de contestar a tus llamadas.
Sólo después de que tu madre desapareciera, te diste cuenta de que las anécdotas sobre ella se habían amontonado dentro de ti, en pilas interminables. La vida cotidiana de mamá se sucedía en un bucle, sin una pausa. Las palabras que pronunciaba cada día, en las que nunca te paraste a pensar en profundidad y que a veces desdeñabas cuando estaba contigo, despertaron en tu corazón y crearon olas gigantescas. Te diste cuenta de que su posición en la vida no cambió ni siquiera después de que terminara la guerra, cuando la familia tenía qué comer. Cuando la familia se reunió por primera vez en mucho tiempo y se sentó alrededor de la mesa, con padre en la cabecera, para hablar de las elecciones presidenciales, mamá cocinó, sirvió la comida, lavó los platos, limpió y colgó los trapos húmedos para que se secaran. Mamá se ocupó de reparar la verja, el tejado y el porche. En lugar de ayudarla con los trabajos que hacía sin descanso, incluso tú dabas por sentado que eran tarea de ella y lo aceptabas como algo normal. A veces, como señaló tu hermano, su vida te parecía decepcionante… a pesar de que mamá, sin haber disfrutado nunca de una situación holgada, siempre se esforzó por darte lo mejor de todo, a pesar de que era mamá quien te daba unas palmaditas tranquilizadoras cuando te sentías sola.
Cuando los ginkgo de delante del Ayuntamiento empezaron a echar hojas nuevas, tú estabas acuclillada bajo un gran árbol en una vía principal que llevaba a Samchong-dong. Era increíble que llegara la primavera sin mamá. Que el hielo que cubría el suelo se fundiera y los árboles empezaran a despertar. Tu corazón, que te había sostenido durante este calvario con la creencia de que conseguirías encontrarla, se hizo trizas. «Aunque mamá ha desaparecido —pensaste—, llegará el verano, llegará el otoño, llegará el invierno. Y viviré en un mundo sin mamá». Podías imaginar una carretera desierta. Y a la mujer desaparecida caminando por ella con unas sandalias de goma azules.
Sin decírselo a nadie de la familia te fuiste con Yu-bin a Roma, donde él iba a asistir a un seminario. Aunque te pidió que lo acompañaras, no esperaba que le dijeras que sí. Cuando decidiste ir con él, se quedó un poco sorprendido, pero hizo cambios en su agenda pacientemente. El día anterior a vuestra partida incluso te llamó para preguntarte: «No ha cambiado nada, ¿verdad?». Cuando subiste con él al avión con destino a Roma te preguntaste por primera vez si el sueño de mamá había sido viajar. Mamá siempre te decía con expresión preocupada que no subieras a aviones, pero cuando volvías de alguna parte, siempre te hacía preguntas minuciosas sobre el lugar donde habías estado.
«¿Qué clase de ropa llevan los chinos?». «¿Cómo llevan los indígenas a los bebés?». «¿Qué ha sido lo más rico que has comido en Japón?». Las preguntas de mamá se derramaban sobre ti. Tú siempre respondías sucintamente: «Los chinos se quitan la camisa en verano y van por ahí con el torso desnudo», «La mujer indígena que vi en Perú llevaba a su hijo envuelto en tela de saco y a la cadera», «La comida japonesa es muy dulce». Cuando mamá te hacía más preguntas, te impacientabas y decías: «¡Luego te lo cuento, mamá!». Pero luego nunca había oportunidad para esas conversaciones porque tú siempre tenías algo más importante que hacer. Te recostaste en el asiento del avión y soltaste un profundo suspiro. Fue mamá quien quiso que vivieras lejos de casa. Fue ella quien te mandó a una edad tan temprana a la ciudad, lejos de tu lugar natal. Caes dolorosamente en la cuenta de que mamá tenía la misma edad que tú ahora cuando te llevó ella sola a la ciudad y regresó a casa en el tren nocturno. Una mujer. Esa mujer desapareció poquito a poco, olvidó la alegría de haber nacido, su infancia, sus sueños, se había casado antes de tener su primer período, había dado a luz a cinco hijos y los había sacado adelante. La mujer que, en lo que se refería a sus hijos, nada la sorprendía ni la desconcertaba. La mujer cuya vida se había visto marcada por el sacrificio hasta el día en que desapareció. Te comparas con mamá. Pero mamá era un mundo en sí misma. Si tú fueras ella, no huirías de este modo, no huirías por miedo.
Toda la ciudad de Roma es literalmente un conjunto histórico. Las cosas negativas que oyes sobre ella —hay huelga de transportes cada poco y ni siquiera piden disculpas a los pasajeros; intentan robarte el reloj delante de tus narices; las calles están llenas de pintadas y de basura— no te preocupan. Observas todo sin inmutarte, aunque un taxista te timó y tus gafas de sol desaparecieron en cuanto las dejaste sobre la mesa de un café. Has ido a visitar varias ruinas tú sola en los tres días que Yu-bin ha estado en el seminario. El Foro Romano, el Coliseo, las termas de Caracalla, las catacumbas. Tú, indiferente, en las espaciosas ruinas de la gran ciudad. Todo en Roma simboliza civilización. Pero aunque hay rastros del pasado esparcidos ante ti allá adónde vas, no has guardado nada en tu corazón. Ahora estás mirando las estatuas de los santos de la piazza redonda, pero tus ojos no se detienen en ninguna parte. El guía explica que Ciudad del Vaticano no sólo es un país en el mundo secular, sino que es también el país de Dios, que el territorio sólo abarca cuarenta y cuatro hectáreas pero es un Estado independiente que tiene moneda propia y emite sus propios sellos postales. No escuchas las explicaciones del guía. Aunque hay muy pocas personas alrededor, desplazas la mirada de una a otra, inquieta, mientras te preguntas: «¿Está mamá por aquí?». Es imposible que mamá esté entre los turistas occidentales, pero aun así tus ojos no logran posarse en ningún objeto. Tus ojos se encuentran con los ojos del guía, que ha explicado que vino aquí hace siete años para estudiar música vocal. Avergonzada porque ni siquiera llevas los auriculares, te los pones. «Ciudad del Vaticano es el país más pequeño del mundo. Pero en un solo día recibe la visita de treinta mil personas». Al oír las explicaciones del guía, te muerdes el labio por dentro. Las palabras de mamá acuden a ti como un destello. ¿Cuándo fue? Mamá te preguntó cuál era el país más pequeño del mundo. Te pidió que le compraras un rosario de palo de rosa si alguna vez ibas a ese país. El país más pequeño del mundo. De pronto prestas atención. ¿Este país? ¿Ciudad del Vaticano?
Con los auriculares todavía puestos, te alejas de tu grupo, sentado al pie de la escalera de mármol para refugiarse del sol, y entras sola en el museo. Un rosario de palo de rosa. Pasas debajo del majestuoso arte del techo y delante de la hilera de esculturas cuyo fin no alcanzas a ver. Tiene que haber una tienda de regalos en alguna parte, y quizá allí tengan a la venta un rosario de palo de rosa. Cuando te abres paso rápidamente entre la gente en busca de un rosario de palo de rosa, te detienes a la entrada de la Capilla Sixtina. ¿Miguel Ángel estuvo colgado de las vigas de esos altos techos cada día durante cuatro años para pintar el fresco? El tamaño del fresco, muy diferente de cómo se ve en los libros, te abruma. Sí, lo extraño habría sido que no hubiera tenido problemas de salud después de terminar ese proyecto. El dolor y la pasión del artista se derraman como agua en tu cara cuando te detienes bajo la Creación de Adán. Tu instinto no se equivoca; en cuanto sales de la Capilla Sixtina ves una tienda de objetos de regalo. Detrás de unos mostradores con vitrina hay unas monjas de blanco. Miras a los ojos de una monja en particular.
—¿Es usted coreana? —El coreano brota de los labios de la monja.
—Sí.
—Yo también. Es usted la primera persona coreana que encuentro desde que me destinaron aquí. Hace cuatro días. —La monja sonríe.
—¿Tienen rosarios de rosa?
—¿Rosarios de rosa?
—Rosarios hechos de madera de palo de rosa.
—Ah. —La monja te lleva a una parte del mostrador—. ¿Se refiere a esto?
Abres la caja del rosario que te ofrece la monja. El olor a rosa sale junto con el aire estanco. ¿Conocía mamá este olor?
—Lo ha bendecido un sacerdote esta mañana.
¿Es éste el rosario de palo de rosa del que habló mamá?
—¿Éste es el único lugar donde puede conseguirse este rosario?
—No, puede conseguirlo en todas partes. Pero como estamos en el Vaticano, tiene más significado si es de aquí.
Miras la etiqueta del precio en la caja: 15 euros. Cuando le das el dinero a la monja te tiemblan las manos. La monja, con la caja en la mano, te pregunta si es un regalo. «¿Un regalo? ¿Podría dárselo a mamá? ¿Podría?». Cuando asientes, la monja saca del mostrador un sobre blanco con la imagen de la Pieta impresa, mete la caja en él y lo cierra con una etiqueta adhesiva.
Con el rosario en la mano echas a andar hacia la basílica de San Pedro. Te asomas desde la entrada. La luz cae en cascada del techo redondo sobre el suntuoso cimborio de bronce. Entre las nubes blancas del fresco del techo flotan ángeles. Pones un pie en la basílica y miras más allá del gran halo lacado del fondo. Mientras recorres la nave central tus pies se detienen. Algo tira de ti, con fuerza. ¿Qué es? Te abres paso entre la gente hacia lo que tira de ti como un imán. Levantas la vista para ver qué está mirando la gente. La Pieta. La Santa Madre sosteniendo en sus brazos a su hijo muerto detrás de un cristal antibalas. Como si alguien tirara de ti, te cuelas entre la gente hasta colocarte la primera. En cuanto ves la grácil imagen de la Santa Madre sosteniendo el cuerpo de su hijo, que acaba de exhalar su último aliento, te quedas petrificada. ¿Es mármol? El cuerpo del muerto parece conservar todavía algo de calor. Los ojos de la Santa Madre, que ladea la cabeza hacia el cuerpo de su hijo tendido en su regazo, están llenos de dolor.
Aunque la muerte ya los ha tocado, los cuerpos parecen reales… como si pudieras hundir un dedo en la carne. La mujer a la que se le negó la maternidad ofrecía su regazo al cuerpo de su hijo. Están llenos de vida, como si estuvieran vivos. Notas que alguien te roza la espalda y te vuelves rápidamente. Es como si mamá estuviera detrás de ti.
Caes en la cuenta de que solías pensar en mamá cuando algo no iba bien en tu vida porque cuando pensabas en ella era como si las cosas volvieran a encarrilarse, te sentías revigorizada. Seguiste con la costumbre de llamarla por teléfono incluso después de que desapareciera. Cuántos días estuviste a punto de hacerlo y te quedaste inmóvil, aturdida. Pones el rosario de palo de rosa frente a la Pieta y te arrodillas. Es como si la mano de la Santa Madre, que mece a su hijo muerto, se moviera. Te cuesta contemplar su tormento mientras sostiene a su hijo, que ya ha alcanzado la muerte después de soportar mucho dolor. No oyes nada, y la luz del techo ha desaparecido. La catedral del país más pequeño del mundo se ha sumido en un silencio profundo. El corte en el interior de tu labio sigue sangrando. Tragas la sangre que te llena la boca y logras alzar la cabeza para mirar a la Santa Madre. Alargas las manos y tocas con las palmas el cristal antibalas. Si pudieras, te gustaría cerrar los ojos afligidos de la Santa Madre. Sientes vívidamente el olor de mamá, como si hubierais dormido bajo la misma manta la noche anterior y la hubieras abrazado al despertarte esta mañana.
Un invierno, mamá envolvió con sus ásperas manos tus manos jóvenes y frías, y te llevó al horno de la cocina. «¡Tienes las manos como cubitos de hielo!». Oliste la fragancia única de mamá, que se arrimó a ti frente al fuego y te frotó una y otra vez las manos para calentártelas.
Sientes que los dedos de la Santa Madre, que asoman por debajo del brazo de su hijo muerto, se alargan y te acarician la mejilla. Te quedas de rodillas frente a ella, que ni siquiera logra levantar las manos de su hijo, visiblemente marcadas por las heridas infligidas por los clavos, hasta que ya no oyes pasos en la basílica. Abres los ojos. Miras fijamente los labios de la Santa Madre, debajo de sus ojos inmersos en dolor. Sus labios están firmemente cerrados, con una dignidad que nadie puede alterar. Profundos suspiros escapan de los tuyos. Los delicados labios de la Santa Madre se han desplazado más allá del dolor de sus ojos hacia la compasión. Vuelves a mirar a su hijo muerto. Tiene los brazos y las piernas plácidamente extendidos sobre las rodillas de la madre. Ella tranquiliza a su hijo aun en la muerte. Si hubieras dicho a tu familia que te ibas de viaje, todos habrían supuesto que habías renunciado a encontrar a mamá. Como no tenías posibilidad de convencerlos de lo contrario, has venido a Roma pero no se lo has contado. ¿Has venido aquí para ver la Pieta? Cuando Yu-bin te propuso que lo acompañaras a Italia, tal vez pensaste inconscientemente en esta escultura. Quizá querías rezar en este lugar, rezar para ver por última vez a la mujer que vivió en un pequeño país pegado a un extremo del vasto continente asiático, para encontrarla, y ésa es la razón por la que estás aquí. O tal vez no. Tal vez ya habías comprendido que mamá ya no existía en este mundo. Tal vez viniste aquí porque querías suplicar: «Por favor, no te olvides de mamá. Por favor, ten piedad de mamá». Pero ahora que has visto la estatua al otro lado del cristal, colocada sobre un pedestal, abrazando con sus frágiles brazos todo el dolor de la humanidad desde la Creación, eres incapaz de decir nada. Miras fijamente los labios de la Santa Madre. Cierras los ojos, retrocedes y sales de allí. Te cruzas con una fila de sacerdotes, probablemente van a oficiar la misa. Sales de la basílica y bajas la vista, aturdida, hacia la piazza rodeada de largos soportales y coronada de luz brillante. Y sólo entonces brotan de tus labios las palabras que no has podido pronunciar delante de la estatua.
—Por favor, cuida de mamá.
FIN