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Otra mujer

HAY TANTOS pinos aquí…

¿Cómo es posible que exista un barrio así en esta ciudad? Está tan bien escondido… ¿Ha nevado hace poco? Hay nieve en las ramas. Déjame ver, hay tres pinos delante de tu casa. Es como si ese hombre los hubiera plantado aquí para que yo me siente. Oh, no puedo creer que esté hablando de él. Pasaré a visitarte a ti primero y luego iré a verlo a él. Eso haré. Creo que es lo que debo hacer.

Los apartamentos y el estudio donde viven tus hermanos me parecen todos iguales. Es difícil distinguir unos de otros. ¿Cómo es que todos son idénticos? ¿Cómo pueden vivir en espacios iguales? Creo que estaría bien que vivieran en casas diferentes. ¿No sería agradable tener un cobertizo y una buhardilla? ¿No sería agradable vivir en una casa donde los niños tuvieran lugares en los que esconderse? Tú solías esconderte en el desván, lejos de tus hermanos, que querían mandarte a hacer toda clase de recados. Ahora hasta en el campo están brotando bloques de pisos iguales entre sí. ¿Has subido hace poco al tejado de nuestra casa? Desde allí se ven todos los edificios altos de la ciudad. Cuando erais pequeños, nuestro pueblo ni siquiera tenía una ruta de autobús. Tiene que ser peor en esta ajetreada ciudad, cuando hasta en el campo empieza a ser así. Sólo desearía que los edificios no fueran todos iguales. Parecen tan idénticos que no sé adónde ir. No consigo dar con los apartamentos y el estudio de tus hermanos. Ése es mi problema. A mis ojos, todos tienen la misma entrada y la misma puerta, pero todo el mundo se las arregla para encontrar el camino a casa, incluso en plena noche. Incluso los niños.

Tú en cambio vives aquí, y esto es muy agradable.

Por cierto, ¿dónde estamos? Puam-dong en Chongno-gu, en Seúl… ¿Esto es Chongno-gu? Chongno-gu… Chongno-gu… ¡Ah, Chongno-gu! La primera casa que compró tu hermano mayor cuando se casó estaba en Chongno-gu. Tongsung-dong en Chongno-gu. Me dijo: «Madre, esto es Chongno-gu. Me pongo contento cada vez que escribo mi dirección. Chongno es el centro de Seúl, y ahora estoy viviendo aquí. ¡Un paleto de campo ha logrado llegar hasta Chongno!». Él lo llamaba Chongno-gu, pero vivía en una escuálida casa de alquiler en una empinada colina llamada algo así como Nak-san. Cuando subí hasta allí arriba llegué sin aliento. «¿Cómo puede haber un lugar así en esta ciudad? ¡Es más campestre que nuestro pueblo!», pensé. Pero eso mismo digo de dónde vives tú. ¿Cómo puede existir un lugar así en esta ciudad?

El año pasado, cuando volviste a Seúl después de pasar tres años en el extranjero, te llevaste un chasco cuando con el dinero que teníais no pudisteis alquilar el apartamento donde habíais vivido. Pero supongo que entonces encontrasteis este barrio.

Es como un pueblo en el campo. Hay un café y una galería de arte, pero también un molino. He visto que hacen pasteles de arroz. Me he quedado mirando largo rato porque me recordaba los viejos tiempos. ¿Ya es casi Año Nuevo? Había un montón de gente haciendo esos pasteles blancos y alargados. ¡Incluso en esta ciudad hay un barrio donde hacen pasteles de arroz cuando llega Año Nuevo! En Año Nuevo llevaba un gran cubo de arroz al molino para hacer pasteles. Me echaba el aliento en las manos heladas y esperaba mi turno.

Pero no debe de ser muy práctico vivir aquí con tres hijos. Y debe de ser muy pesado para tu marido ir a trabajar a Sollung cada día. ¿Tienes un mercado cerca?

Una vez me dijiste: «Cuando voy al mercado tengo la sensación de que compro un montón, pero todo se acaba tan deprisa… He de comprar tres Yoplait si quiero darle uno a cada niño. Eso significa que si quiero tener para tres días, ¡he de comprar nueve, mamá! Asusta pensarlo. Compro un montón y al momento ha desaparecido todo». Extendiste los brazos para demostrarme cuánto. Es normal, claro, tienes tres hijos.

Tu hijo mayor, con las mejillas rojas por el frío, está a punto de apoyar la bicicleta en la verja y entrar cuando se lleva un susto. Abre la verja y grita:

—¡Mamá!

Ahí estás: sales por la puerta delantera con una chaqueta de punto gris y un bebé en brazos.

—¡Mamá! ¡El pájaro!

—¿El pájaro?

—¡Sí, delante de la verja!

—¿Qué pájaro?

Tu hijo mayor está señalando la verja sin decir nada. Le pones la capucha a tu bebé por si coge frío y te acercas. En el suelo hay un pájaro gris. Está cubierto de manchas oscuras de la cabeza a las alas. Las alas parecen completamente heladas, ¿verdad? Sé que estás pensando en mí mientras lo miras. Por cierto, cariño, cuántos pájaros hay alrededor de tu casa… ¿Cómo puede haber tantos? Estos pájaros de invierno dan vueltas alrededor de tu casa y no dicen ni pío.

Hace unos días viste una urraca temblando debajo de tu membrillo y, pensando que tenía hambre, entraste, cogiste unas migas del pan que estaban comiendo tus hijos y las tiraste debajo del árbol. También pensaste en mí entonces. Recordaste que yo solía vaciar un cuenco de arroz pasado debajo del caqui para los pájaros que se posaban en sus desnudas ramas invernales. Por la tarde, más de veinte pájaros se refugiaron debajo del membrillo, donde habías esparcido las migas de pan. Había un pájaro con las alas tan grandes como la palma de tu mano. Desde entonces, todos los días tiras migas debajo del membrillo para los pájaros de invierno hambrientos. Pero este pájaro está delante de la verja, no debajo del membrillo. Sé qué especie es. Es un chorlito gris. Qué extraño. Son pájaros que vuelan en bandadas. ¿Qué hace aquí? Son pájaros que viven cerca del mar. Los vi en Komso, donde vivía ese hombre. Vi chorlitos grises buscando algo que comer en las marismas, cuando bajaba la marea.

Te quedas inmóvil frente a la verja y tu hijo mayor te sacude el brazo.

—¡Mamá!

Guardas silencio.

—¿Está muerto?

No respondes. Sólo miras el pájaro con cara sombría.

—¡Mamá! ¿Está muerto? —pregunta tu hija, que sale al oír el alboroto.

Pero tú no contestas.

Suena el teléfono.

—¡Mamá, es la tía!

Debe de ser Chi-hon. Le coges el teléfono a tu hija.

Se te nubla la cara.

—¿Qué vamos a hacer si tú te vas?

Chi-hon tiene que coger otra vez un avión. Las lágrimas brotan. Creo que también te tiemblan los labios. De pronto gritas hacia el teléfono:

—¡Todos sois… sois demasiado!

Cariño, tú no eres así. ¿Por qué gritas a tu hermana?

Incluso cuelgas de un porrazo. Eso es lo que hace tu hermana contigo y conmigo. El teléfono vuelve a sonar. Lo miras largo rato y, como no para de sonar, contestas.

—Lo siento, hermana. —Tu voz se ha calmado. Escuchas en silencio lo que tu hermana te dice. Entonces tu cara se pone roja. Gritas de nuevo—: ¿Qué? ¿Santiago? ¿Un mes? —Te pones aún más roja—. ¿Me estás pidiendo permiso? ¿Por qué me lo pides si ya has decidido ir? ¿Cómo puedes hacernos esto? —La mano con que agarras el teléfono está temblando—. Hay un pájaro muerto frente a mi verja. Acabo de tener un mal presentimiento. ¡Creo que a mamá le ha pasado algo! ¿Por qué no la hemos encontrado todavía? ¿Por qué? ¿Y cómo puedes irte ahora? ¿Por qué todos os comportáis así? ¿Tú también vas a comportarte así? ¡No sabemos dónde está mamá con este frío gélido y todos hacéis lo que os da la gana!

Cariño, cálmate. Tienes que entender a tu hermana. ¿Cómo puedes decir eso cuando sabes por lo que ha pasado en los últimos meses?

—¿Qué? ¿Quieres que me ocupe yo? ¿Yo? ¿Qué crees que puedo hacer con tres niños? Estás huyendo, ¿verdad? Porque es una carga demasiado grande. Siempre has sido así.

Cariño, ¿por qué estás haciendo esto? Parecía que lo estabas llevando bien. Has vuelto a colgar de un porrazo y estás llorando. El bebé llora contigo. La nariz se le pone roja. Incluso la frente. La niña también está llorando. Tu hijo mayor sale de su habitación y os encuentra a los tres llorando. Vuelve a sonar el teléfono. Te apresuras a contestar.

—Hermana… —Te caen las lágrimas de los ojos—. ¡No te vayas! ¡No te vayas, hermana!

Al final intenta tranquilizarte. No lo consigue, de modo que dice que va para allí. Cuelgas y te quedas ahí quieta, con la vista baja. El bebé trepa hasta tu regazo. Lo abrazas. La niña te acaricia la mejilla. Le das unas palmaditas en la espalda. Tu hijo mayor se inclina sobre sus deberes de matemáticas delante de ti, para que te pongas contenta. Le acaricias el pelo.

Chi-hon empuja la verja y entra.

—¡Oh, Yun! —dice, y te coge el bebé de los brazos.

El bebé, que es tímido con la gente, trata de zafarse de su tía y volver contigo.

—Quédate conmigo un poquito —dice ella mientras trata de acunar al bebé, que se echa a llorar.

Chi-hon te lo devuelve. Una vez en los brazos de su mamá, el bebé sonríe a su tía; las lágrimas le cuelgan todavía de las pestañas. Chi-hon sacude la cabeza y le acaricia la cara. Las dos hermanas estáis sentadas en silencio. Chi-hon, que ha venido a todo correr a pesar de la nieve porque no conseguía calmarte por teléfono, ahora no dice nada. Tiene un aspecto horrible: la cara hinchada, los ojos abultados. Parece que hace mucho que no duerme bien.

—¿Vas a irte? —preguntas a tu hermana después de un largo silencio.

—No.

Chi-hon se tumba en el sofá boca abajo, como si acabara de soltar una pesada carga. Está tan cansada que no puede con su cuerpo. Pobrecilla. Finge ser fuerte, pero por dentro es muy frágil. ¿Qué está haciendo, agotándose de este modo?

—¡Hermana! ¿Estás dormida?

Le sacudes el hombro, pero luego la acaricias. Miras a tu hermana dormida. Incluso cuando os peleabais de pequeñas, las dos os calmabais enseguida. Cuando entraba a regañaros, estabais dormidas cogidas de la mano. Vas a buscar una manta a tu dormitorio y la tapas con ella. Chi-hon frunce el entrecejo. Qué inconsciente. ¿Cómo ha conducido hasta aquí con lo cansada que está?

—Lo siento, hermana… —murmuras, y Chi-hon abre los ojos y te mira.

—Ayer conocí a su madre —dice como si hablara consigo misma—. La mujer que sería mi suegra si nos casáramos. Está viviendo con su hija. Su hija tiene un pequeño restaurante llamado Swiss. Está soltera. La madre es muy menuda y tranquila. Sigue a la hija a todas partes; la llama hermana. La hija le da de comer, la acuesta y la lava diciendo: «Qué bien te portas», y la madre empezó a llamarla hermana. Su hermana me dijo: «Si es por nuestra mamá que no te casas, no te preocupes». Me dijo que seguiría viviendo con ella, comportándose como si fuera su hermana mayor. Que se iba a tomar unas vacaciones en enero pero que lo había arreglado todo para que su mamá se quedara en una residencia. Ése es el único momento en que yo debo ir a verla, cuando ella no esté. Me contó que desde hace veinte años se toma un mes de vacaciones en enero, con los beneficios del restaurante. Parecía contenta, aunque su propia madre la llamara hermana. Sonrió y dijo: «Mi mamá me ha cuidado hasta ahora; ha habido una inversión de papeles. Es lo justo». —Hace una pausa y te mira—. Dime algo sobre mamá.

—¿Sobre mamá?

—Sí, algo sobre mamá que sólo sepas tú.

—Nombre: Park So-nyo. Fecha de nacimiento: 24 de julio de 1938. Aspecto: baja, pelo entrecano con permanente, pómulos marcados, la última vez que se la vio llevaba una camisa azul celeste, una chaqueta blanca y una falda plisada beis. Vista por última vez…

Los ojos de Chi-hon se vuelven más pequeños hasta cerrarse, empujados hacia el sueño.

—No sé de mamá —dices—. Sólo sé que ha desaparecido. Tengo que irme, pero parece que no puedo. Se me ha ido todo el día aquí sentada.

Oh, no.

Sabía que iba a pasar. Parece una escena sacada de una comedia. Dios mío, qué caos. ¿Cómo puedes reírte en esta situación? Tu hijo mayor te está diciendo algo, se está poniendo el gorro. ¿Qué dice? Ah, quiere ir a esquiar. Le dices que no puede. Llevas diciéndoselo desde que os mudasteis aquí. No ha podido evitar quedarse atrás en los estudios y estas vacaciones tiene que estudiar con papá para asegurarse de que podrá seguir bien las clases cuando vuelva al colegio. Si no lo hace, será muy difícil que pase curso. Mientras se lo explicas, el pequeño, que acaba de aprender a andar, está a punto de comerse el arroz que ha caído de la mesa. Debes de tener ojos en las manos. Estás hablando con tu hijo mayor pero con las manos estás apartando del niño el arroz mezclado con polvo. Se echa a llorar pero luego se aferra a tus piernas. Le coges con soltura una mano justo cuando está a punto de caerse mientras le explicas al mayor por qué tiene que estudiar.

—¡Quiero volver! —grita él, mirando alrededor, tal vez sin escucharte—. ¡No me gusta vivir aquí!

La niña sale corriendo de la habitación.

—¡Mamá!

Lloriquea porque tiene el pelo enredado. Te pide que le hagas una trenza, deprisa, porque tiene que ir al colegio. Te pones a peinarla sin dejar de hablar con tu hijo mayor.

Cielos, los tres niños cuelgan de ti en este momento.

Mi querida hija, los escuchas a los tres a la vez. Tu cuerpo está entrenado para atender sus necesidades. Sientas a tu hija a la mesa y la peinas, y cuando tu hijo mayor te dice que aun así quiere ir a esquiar, prometes hablar con su papá, y al ver que el pequeño se ha caído al suelo, dejas rápidamente el cepillo para ayudarlo a levantarse y le limpias la nariz, luego coges de nuevo el cepillo y acabas de peinar a tu hija.

Te vuelves para mirar por la ventana. Me ves posada en el membrillo y tus ojos se clavan en los míos.

—Nunca había visto ese pájaro —murmuras.

Tus hijos también me miran.

—¡Quizá es un pariente del que encontramos ayer muerto delante de la verja, mamá! —La niña te coge de la mano.

—No…, ese pájaro no era como éste.

—¡Sí, sí que lo era!

Ayer enterrasteis al pájaro muerto debajo del membrillo. El mayor cavó un hoyo y la mediana hizo una cruz de madera. El pequeño armó mucho follón. Tú recogiste el pájaro, le plegaste las alas y, cuando lo pusiste en el hoyo que había cavado tu hijo mayor, tu hija dijo: «¡Amén!». Después llamó a su papá al trabajo y le explicó el funeral: «¡Le he hecho una cruz de madera, papá!».

El viento ha derribado la cruz de madera.

Mientras oyes cotorrear a tus hijos, te acercas a la ventana para mirarme mejor. Tus hijos te siguen hasta la ventana y me miran fijamente. Oh, dejad de mirarme, niños. Perdonadme, pero cuando nacisteis me preocupé más por vuestra madre que por vosotros. La niña me mira; tiene el pelo pulcramente trenzado. Cuando tú naciste, nieta mía, tu mamá no pudo darte de mamar. Cuando dio a luz a tu hermano mayor, salió del hospital una semana después, pero contigo hubo complicaciones y estuvo ingresada más de un mes. Yo cuidé de tu mamá entonces. Cuando tu otra abuela fue a verla al hospital, tú llorabas, y tu abuela le dijo a tu mamá que te diera de mamar para que dejaras de llorar. Viendo cómo tu mamá te ponía en su pecho aunque no tenía leche, te miré furiosa, apenas una recién nacida. Incluso eché a tu abuela de la habitación, te cogí de los brazos de tu madre y te di una palmada en el trasero. La gente dice que cuando un bebé llora, la abuela paterna dice: «El bebé llora, tiene hambre», y la abuela materna dice: «El bebé llora tanto que está agotando a su madre». Yo era exactamente así. Tal vez no te acuerdes, pero te gustaba más tu otra abuela. Cuando me veías, decías: «¡Hola, abuela!». Pero cuando veías a tu otra abuela, gritabas «¡Abu!» y corrías a sus brazos. Yo me sentía culpable cada vez; pensaba que seguramente sabías que te había pegado en el trasero poco después de nacer.

Estás tan mayor y tan guapa…

Mira tu espesa melena negra. Cada trenza es una buena mata de pelo, como cuando tu mamá era pequeña. Yo nunca pude hacerle trenzas a tu mamá. Ella quería llevar el pelo largo, pero yo siempre se lo cortaba por encima de los hombros. No tenía tiempo para sentarla en mis rodillas y cepillarle el pelo. Es posible que tu mamá esté cumpliendo a través de ti su deseo de la niñez de llevar largas trenzas. Me está mirando, pero su mano te acaricia el pelo. Se le han enturbiado los ojos. Dios mío, está pensando en mí otra vez.

Escucha, cariño. ¿Puedes oírme con este estruendo? He venido a pedirte perdón.

Por favor, perdóname por la cara que puse cuando regresaste a Seúl con el tercer bebé en los brazos. El día que me miraste sorprendida y balbuceaste: «¡Mamá!», es como un peso en mi corazón. ¿Por qué? ¿Por qué no tenías pensado tener un tercer hijo? ¿O porque te dio vergüenza decirme que esperabas otro hijo cuando tu hermana mayor ni siquiera se había casado todavía? Por la razón que fuera, ocultaste el hecho de que esperabas un tercer hijo en esas tierras lejanas, sufriste tú sola los mareos matinales, y sólo cuando estabas a punto de dar a luz nos anunciaste que ibas a tener un hijo. Yo no hice nada para ayudarte cuando lo tuviste, y cuando regresaste, te dije: «¿En qué estabas pensando? ¿En qué estabas pensando para tener un tercer hijo?».

Lo siento, cariño. Lo siento por tu bebé y por ti. Es tu vida, y tú eres mi hija, una hija con una asombrosa capacidad de concentración cuando se trata de resolver problemas. Por supuesto que encontrarás una solución a tu situación. Olvidé por un momento quién eras cuando te dije eso. También siento todas las caras que ponía sin darme cuenta cada vez que te veía después de que regresaras de Estados Unidos. Estabas tan ocupada… Te iba a ver de vez en cuando y siempre estabas ocupada persiguiendo a los niños. Recogías ropa del suelo, les dabas de comer, levantabas a un niño caído, cogías la cartera del colegio de tu hijo mayor cuando llegaba a casa y lo abrazabas cuando corría hacia ti gritando: «¡Mamá!». Estuviste ocupada preparando comida para tus hijos hasta un día antes de entrar en el quirófano para que te extirparan un quiste del útero. No sabes lo triste que me puse cuando fui a tu casa para cuidar de tus hijos y abrí la puerta de la nevera. Había comida para cuatro días pulcramente apilada en los estantes. Con los ojos hundidos, me explicaste: «Mamá, mañana dales lo que hay en el estante de arriba, pasado mañana lo que hay debajo…». Eres esa clase de persona. La clase de persona que tiene que hacerlo todo con sus propias manos. Por eso, cuando tuviste el tercer bebé, te dije: «¿En qué estabas pensando?». La víspera de la operación, recogí la ropa que te habías quitado y dejado fuera del cuarto de baño mientras te duchabas. Había goterones de jugo de ciruela en la camisa, las mangas estaban deshilachadas, las costuras de los pantalones holgados se estaban abriendo, los tirantes del viejo sostén tenían millones de puntitos, y no se sabía cuál era el estampado de las braguitas, si flores, gotas de agua u ositos…, sólo eran salpicaduras de color. A diferencia de tu hermana, siempre habías sido una niña pulcra y aseada. La niña que se lavaba las zapatillas blancas sólo por una manchita del tamaño de un guisante. Me pregunté por qué habías estudiado tanto si ibas a acabar viviendo así. Cariño, hija mía. Recuerdo cuánto te gustaban los niños cuando eras pequeña. Eras la clase de niña que dabas sin pensarlo tu comida al hijo del vecino si te parecía que la quería. Incluso de pequeña, cuando veías a un niño llorar, te acercabas a él, le secabas las lágrimas y lo abrazabas. Me había olvidado por completo de que eras así. Me afectaba verte con ropa vieja y el pelo recogido a la espalda, absorta en criar a tus hijos, sin pensar siquiera en volver a trabajar. Estoy hablando del día en que te dije: «¿Cómo puedes vivir así?» mientras fregabas el suelo del dormitorio de rodillas. Por favor, perdóname por haber dicho eso. Aunque entonces no me pareció que entendieras de qué hablaba. Al final dejé de ir a tu casa. No quería verte vivir así cuando habías recibido una buena educación y tenías un talento que otros envidiarían. ¡Mi querida hija! Coges el toro por los cuernos, sin huir, y siempre sales adelante. Pero a veces me enfadaba por la vida que habías escogido.

Cariño.

Por favor, recuerda que siempre fuiste una fuente de felicidad para mí. Eres mi cuarta hija. Nunca te lo he dicho, pero, para ser exactos, eres la quinta. Antes de ti hubo un bebé que se fue al otro mundo al nacer. Tu tía me asistió en el parto, me dijo que era un niño pero que no lloró. Tampoco abrió los ojos. Nació muerto. Tu tía se ofreció a buscar a alguien para que lo enterrara, pero no quise. Tu padre no estaba en casa entonces. Me pasé cuatro días encerrada en mi habitación con el bebé muerto. Era invierno. Por la noche, la nieve se reflejaba en el papel de mora de la ventana. El quinto día me levanté, puse el bebé muerto en una tinaja, lo llevé a las montañas y allí lo enterré. La persona que cavó la tierra helada no fue tu padre sino ese hombre. Si no hubiéramos enterrado a ese bebé, tendrías tres hermanos mayores. A ti te parí sola. ¿Hubo alguna razón para eso? No. No. No hubo ninguna razón. Cuando dije que te tendría sola, tu tía se ofendió. Nunca se lo he dicho a nadie, pero me daba más miedo volver a tener un hijo muerto que parir sola. No quería enseñárselo a nadie. Si me salía otro hijo muerto, quería enterrarlo yo misma y no bajar de la montaña. Cuando empecé a tener contracciones no avisé a tu tía. Llevé agua hirviendo a mi habitación y senté a tu hermana, que era muy pequeña, junto a mi cabeza. Ni siquiera grité. No quería que nadie se enterara, por si el bebé nacía muerto. Pero saliste tú, caliente y escurridiza. Cuando te di una palmada en el trasero antes de lavarte, rompiste a llorar. Al mirarte, tu hermana se rio a carcajadas. Dijo: «Bebé», y acarició tu suave mejilla. Embriagada por tu presencia, no sentí el dolor. Más tarde me di cuenta de que tenía la lengua ensangrentada. Así fue como naciste. Fuiste la niña que vino a este mundo para reconfortarme cuando estaba muerta de pena y de miedo de que me naciera otro hijo muerto.

Cariño.

Al menos por ti pude hacer todo lo que hacían las otras madres. Te di de mamar durante más de ocho meses porque tenía mucha leche. Te mandé a un lugar llamado guardería, que era algo nuevo en nuestra familia, y te compré unas zapatillas de deporte en lugar de unos zapatos de goma. Y sí, cuando fuiste al colegio hice yo misma la tarjeta con tu nombre. Tu nombre fueron las primeras letras que escribí en mi vida. Practiqué tanto… Te prendí en el pecho un pañuelo y la tarjeta con tu nombre y te llevé yo misma al colegio. Te preguntarás qué tenía eso de especial. Para mí, mucho. Verás, cuando Hyong-chol fue a la escuela, no lo llevé yo. Por si me hacían escribir algo. Ponía excusas y lo mandaba con tu tía. Todavía oigo a tu hermano quejarse de que a todos los demás los acompañaba su mamá y que él tenía que ir con su tía. Cuando el segundo de tus hermanos fue al colegio, lo mandaba con Hyong-chol. A tu hermana también la acompañaba Hyong-chol. Por ti y sólo por ti fui al pueblo y compré una cartera de colegio y un vestido con volantes. Me sentía tan feliz de poder hacerlo… Y pedí a ese hombre que te construyera un escritorio, por pequeño que fuera. Tu hermana no tuvo escritorio. Todavía saca el tema a veces, que los hombros se le ensancharon porque tenía que hacer los deberes encorvada en el suelo. Me sentía muy orgullosa cuando te veía sentada ante tu escritorio, estudiando y leyendo. Cuando estudiabas para entrar en la universidad, hasta te preparaba el almuerzo. Cuando te quedabas a estudiar hasta tarde en el colegio, te esperaba en la puerta para acompañarte a casa. Y me hacías muy feliz. Eras la mejor estudiante de nuestra pequeña ciudad.

Cuando te aceptaron en la mejor universidad de Seúl, en la facultad de farmacia, tu título de bachillerato colgó en una pancarta de felicitación en tu honor. Cuando alguien me decía: «¡Tu hija es tan inteligente…!», estoy segura de que la sonrisa me llegaba hasta las orejas. No sabes lo orgullosa que me sentía de ser tu madre cuando pensaba en ti. No había podido hacer nada por mis otros hijos, y aunque también eran hijos míos, nunca me sentí así con ellos; me sentía culpable y arrepentida. Tú fuiste la hija que me liberó de esos sentimientos. Cuando fuiste a la universidad y participaste en las manifestaciones, no me metí contigo como lo había hecho con tus hermanos. No fui a verte cuando hiciste huelga de hambre en esa famosa iglesia que dicen que está en Myong-dong. Cuando la cara se te llenó de granos, tal vez por el gas lacrimógeno, te dejé en paz. Pensé: «No sé qué está haciendo exactamente, pero estoy segura de que lo hace porque puede». Cuando viniste al campo con tus amigos y organizasteis clases para la comunidad, cociné para vosotros. Tu tía dijo que si no te controlaba acabarías volviéndote comunista, pero yo te dejaba hablar y comportarte libremente. No pude hacer lo mismo con tus hermanos. A ellos los reñí y traté de disuadirlos. Cuando la policía dio una paliza a tu segundo hermano mayor, calenté sal y se la puse en la espalda para aliviarle el dolor, pero lo amenacé con suicidarme si seguía haciendo eso. Temía que tu hermano pensara que era estúpida. Sé que hay cosas que la gente tiene que hacer cuando es joven, pero yo hice todo lo posible por impedírselo. Contigo no. Aunque no sabía qué era lo que querías cambiar, no intenté detenerte. Un año, cuando ibas a la universidad, fuimos juntas al Ayuntamiento siguiendo un cortejo fúnebre. Era junio y yo estaba en Seúl porque había nacido tu sobrina.

Tengo muy buena memoria, ¿verdad?

Pero no es cuestión de memoria: fue un día inolvidable. Para mí fue esa clase de día. Estabas a punto de salir de casa al amanecer, y al verme, me preguntaste:

—Mamá, ¿quieres venir?

—¿Adónde?

—Donde estudió tu segundo hijo.

—¿Por qué? Ni siquiera es tu universidad.

—Hay un funeral, mamá.

—Bueno… ¿por qué debería ir?

Te quedaste mirándome en silencio, y estabas a punto de cerrar la puerta detrás de ti cuando volviste a entrar. Yo estaba doblando los pañales de tu sobrino recién nacido y me los arrancaste de las manos.

—¡Ven conmigo!

—Es casi la hora de desayunar. Tengo que preparar sopa de algas para tu cuñada…

—¿Se morirá si un día no come sopa de algas? —preguntaste con aspereza, algo nada propio de ti. Y me obligaste a que me cambiara de ropa—. Sólo quiero ir contigo, mamá. ¡Vamos!

Me gustaron esas palabras. Todavía me acuerdo del tono de tu voz cuando tú, una universitaria, me dijiste a mí, que nunca me había acercado a una universidad, que te acompañara porque: «Sólo quiero ir contigo, mamá».

Era la primera vez que veía a tanta gente junta. ¿Cómo se llamaba el chico que había muerto al ser alcanzado por un disparo de gas lacrimógeno y que sólo tenía veinte años? Te lo pregunté muchas veces y tú me lo dijiste muchas veces, pero me cuesta recordarlo. ¿Quién era ese chico que había logrado reunir a tantas personas? ¿Cómo podía haber tanta gente? Te seguía en el cortejo fúnebre hasta la plaza del Ayuntamiento, y te buscaba y te cogía la mano una y otra vez con miedo a perderte. Me dijiste: «Mamá, si nos perdemos, no des vueltas. Quédate donde estés. Así podré encontrarte».

No sé por qué me acuerdo ahora de estas palabras. Debería haberlas recordado cuando no pude subir al vagón con tu padre en la estación de Seúl.

Cariño, tú me diste muchos buenos recuerdos como ése. Las canciones que cantabas mientras caminabas cogiéndome de la mano, el sonido de toda esa gente entonando el mismo canto… No lo entendía, pero era la primera vez que iba a una plaza. Me sentía orgullosa de que me hubieras llevado allí. No parecías mi hija. Te veía muy distinta de como eras en casa. Eras como un halcón feroz. Por primera vez vi cuánta determinación había en tus labios y cuán firme era tu voz. Cariño, hija mía. Después de eso, cada vez que iba a Seúl me sacabas de casa, lejos del resto de la familia, y me llevabas al teatro o a las tumbas reales. Me llevaste a una librería que vendía música y me pusiste unos auriculares en los oídos. Por ti me enteré de que en Seúl había un lugar como Kwanghwamun, que existía la llamada plaza del Ayuntamiento, y que en este mundo había películas y música. Pensé que tu vida sería distinta de la de los demás. Como eras la única hija que se había librado de la pobreza, lo único que deseaba para ti era que te libraras de todo. Y con esa libertad, a menudo me enseñabas otro mundo, así que yo deseaba que fueras aún más libre. Quería que fueras tan libre que vivieras la vida por otras personas.

Creo que ya me voy.

Pero… oh.

El bebé parece soñoliento. Babea y se le cierran los ojos. Ahora que los dos mayores están en el colegio, todo está en silencio. Pero ¿qué es esto? La casa es un caos. Cielos, nunca había visto una casa tan desordenada. Quiero ordenarla por ti… pero ya no puedo. Mi hija se está quedando dormida mientras duerme a su bebé. Debes de estar tan cansada… Mi niña se duerme acurrucada a su bebé. Estamos en pleno invierno, ¿por qué sudas tanto? Cariño, hija mía. Relaja la cara, por favor. Si duermes con esta expresión de agotamiento te saldrán arrugas. Tu joven cara ha desaparecido. Tus pequeños ojos como la luna creciente se han vuelto aún más pequeños. Ahora ni siquiera cuando sonríes se atisba la gracia de tu juventud. Si he vivido lo bastante para verte con arrugas, no puedo decir que mi vida haya sido corta. Sin embargo, cariño, nunca habría imaginado que vivirías así, con tres hijos. Eras tan diferente de tu temperamental hermana, que enseguida se enfadaba, lloraba y ponía morros si no se salía con la suya… Tú te trazabas un plan e intentabas seguirlo tal como habías previsto. Cuando me dijiste: «Mamá, yo no sabía que tendría tres hijos, pero cuando me quedé embarazada supe que tendría al bebé», te vi como a una extraña. Siempre pensé que sería tu hermana quien tendría un montón de hijos. Tú nunca te enfadas. De todos tus hermanos, eres la única que sabe decir las cosas con calma, punto por punto, incluso a alguien que esté enfadadísimo. Por eso pensé que te plantearías tener un solo hijo. A diferencia de tu hermana, que tenía rabietas porque quería un escritorio como el de tus hermanos, tú nunca pedías nada. Cuando te veía encorvada en el suelo, te preguntaba qué hacías, y respondías: «Estoy haciendo los deberes de matemáticas». Tu hermana nunca miró siquiera un libro de matemáticas, pero a ti se te daban muy bien. Eras una niña con un poder de concentración asombroso para resolver problemas. Cuando dabas con la solución, sonreías feliz.

Pero no eres capaz de dar con la solución a mi desaparición. Por eso sufres. Como tienes tres hijos, no puedes salir a buscarme como te gustaría. Sólo puedes llamar a tu hermana cada tarde y decir: «Hermana, ¿se sabe algo de mamá?». Cariño, hija mía. Como tienes tres hijos, no has podido buscarme como te habría gustado ni has podido llorar a tus anchas. No he podido hacer gran cosa por ti últimamente, pero pensé mucho en ti cuando tenía la cabeza despejada. En ti y en tu vida, en que tienes que criar a tus tres hijos, incluido el bebé que acaba de aprender a andar. Me reprochaba que lo único que podía hacer por ti era preparar kimchi y mandártelo. El día que viniste a verme con el bebé y, al quitarte los zapatos, dijiste con una sonrisa: «Mira, mamá, me he puesto los calcetines desparejados», se me rompió el corazón. Qué ocupada debías de estar para que tú, que siempre habías sido tan pulcra, no tuvieras tiempo de buscar un par de calcetines iguales… A veces, cuando tenía la cabeza despejada, pensaba en todo lo que quería hacer por ti y por tus hijos, y eso me daba fuerzas para seguir viviendo… Pero luego las cosas cambiaron.

Quiero quitarme estas sandalias de goma azules…, los tacones están totalmente gastados. Y mi polvorienta ropa de verano. Quiero deshacerme de este aspecto tan desaseado; ni siquiera me reconozco. Tengo la sensación de que se me va a abrir la cabeza. Vamos, cariño, levanta un poco la tuya. Quiero abrazarte. Tengo que irme. Túmbate y apoya la cabeza en mi regazo. Descansa un poco. No estés triste por mí. Fui feliz tantos días de mi vida porque te había tenido.

* * *

Ah, aquí estás.

Cuando fui a tu casa de Komso, la cancela de madera que daba a la playa estaba rota y la puerta del dormitorio estaba cerrada con llave; debía de llevar mucho tiempo vacía. ¿Por qué cerraste el dormitorio con llave y dejaste la puerta de la cocina abierta? El viento del océano la había abierto y cerrado de golpe tantas veces que la madera estaba medio resquebrajada. Pero ¿por qué estás en el hospital? ¿Y qué hace este médico? No te está curando, sólo te hace preguntas tontas. No para de preguntarte cómo te llamas. ¿Por qué lo hace? ¿Y por qué no le dices tu nombre? Sólo tienes que decir «Lee Eun-gyu», así que ¿por qué no le respondes y le obligas a repetirlo una y otra vez? En serio, ¿por qué está haciendo esto el médico? Ahora ha cogido un barco de juguete y te ha preguntado: «¿Sabe qué es esto?». ¿Es una broma? ¡Es un barco! ¿Qué quiere decir con «Sabe qué es esto»? Pero lo más extraño es tu reacción. ¿Por qué no respondes? Vamos, ¿de verdad no lo sabes? ¿Quieres decir que no te acuerdas de cómo te llamas? ¿De verdad no sabes que eso es un barco de juguete?

—¿Cuántos años tiene? —vuelve a preguntar el médico.

—¡Cien!

—No, por favor, dígame cuántos años tiene.

—¡Doscientos!

Te estás comportando como un viejo gruñón. ¿Por qué dices que tienes doscientos años? Tienes cinco menos que yo, eso son… El médico vuelve a preguntarte cómo te llamas.

—¡Shin Gu!

—Por favor, piense detenidamente.

—¡Baek Il Sup!

¿El actor Shin Gu? ¿El de la televisión Baek Il Sup? ¿Estás hablando del Shin Gu y del Baek Sup que me gustan a mí?

—Por favor, no haga eso. Piense y díganos qué es esto.

Sorbes por la nariz. ¿Qué ocurre? ¿Qué haces aquí y por qué te hacen preguntas tan tontas? ¿Por qué lloras y no eres capaz de responder unas preguntas tan fáciles? Nunca te había visto llorar. Siempre era yo la que lloraba. Tú me has visto llorar muchas veces, pero ésta es la primera vez que yo te veo llorar a ti.

—¡Vamos, dígame otra vez cómo se llama, por favor!

Te quedas callado.

—¡Una vez más!

—¡Park So-nyo!

Ése no es tu nombre, es el mío. Recuerdo el día en que me preguntaste cómo me llamaba. Permaneces pavimentado en mi corazón como una vieja carretera. Como los guijarros en un campo de guijarros, la tierra en la tierra, el polvo en el polvo, las telarañas en las telarañas. Yo era joven entonces. No creo que pensara nunca en mi juventud mientras la viví, pero cuando pienso en cuando te conocí, veo mi cara joven. Una tarde volvía del molino a casa por la nueva avenida, levantando polvo, con mi fuente de níquel llena de harina sobre la cabeza. Mis pasos juveniles eran rápidos. Me dirigía a casa para hacer una masa con la harina y preparar sopa de copos de masa para los niños. El molino estaba a cuatro o cinco ri de distancia, al otro lado del puente. Tenía la frente cubierta de sudor debido a la fuente llena de harina que llevaba sobre la cabeza. Tú pasaste por mi lado en bicicleta, te detuviste en la carretera y me llamaste:

—¡Disculpe!

Yo seguí andando, mirando al frente. Mis pechos estaban a punto de salirse del choggori, que llevaba con unos pantalones holgados.

—Baje esa fuente y démela. Se la llevaré en la bicicleta.

—¿Cómo voy a fiarme de un desconocido que pasa? —repliqué, pero aflojé mi paso juvenil.

En realidad, la fuente pesaba tanto que tenía la sensación de que me estaba aplastando la cabeza. Había doblado una toalla a modo de cojín y la había puesto debajo de la fuente, pero era como si la frente y el puente de la nariz estuvieran a punto de hundirse.

—No llevo ninguna carga en la bicicleta. ¿Dónde vive?

—En el pueblo, pasado el puente…

—A la entrada del pueblo hay una tienda, ¿verdad? Se la dejaré allí. Así podrá andar más libremente. Parece muy pesada y yo no llevo nada en la bicicleta. Si me la da, podrá caminar más deprisa y llegará antes a casa.

Te miré mientras te bajabas de la bicicleta, y mordí el extremo de la toalla que me caía sobre la cara, la toalla que había puesto debajo de la fuente. Comparado con el padre de Hyong-chol, tenías un aspecto vulgar, entonces y ahora. Estabas pálido como si no hubieras trabajado un solo día de tu vida, y tu cara alargada y caballuna, y tus ojos de párpados caídos no eran lo que se dice atractivos. Tus cejas, pobladas y rectas, te hacían parecer honesto. Tu boca te hacía parecer respetable y de fiar. Tus ojos, que me miraban en silencio, me resultaron familiares, como si los hubiera visto antes en alguna parte. Al ver que en lugar de darte la fuente te estudiaba la cara, te volviste para subirte de nuevo en la bicicleta.

—No tengo ningún motivo oculto. Sólo quería ayudarla porque eso parece muy pesado. No puedo obligarle a que me deje ayudarla si no quiere que lo haga.

Pusiste un pie en el firme pedal de tu bicicleta. Fue entonces cuando te di rápidamente las gracias y me bajé la fuente de la cabeza. Observé cómo desabrochabas las gruesas correas de la parte trasera de la bicicleta y sujetabas con ellas la fuente.

—¡La dejaré en la tienda!

Te alejaste a toda velocidad por la avenida…, tú, un hombre a quien acababa de conocer, llevabas la comida de mis hijos. Me quité la toalla que llevaba enrollada en la cabeza, me sacudí el polvo de los pantalones, y te observé desaparecer en la bicicleta. Una nube de polvo os envolvió a ti y a tu bicicleta; me froté los ojos y observé cómo te hacías cada vez más pequeño. Sin ese peso en la cabeza me sentí aliviada. Eché a andar por la avenida agitando los brazos libres y una agradable brisa me atravesó la ropa. ¿Cuándo fue la última vez que había caminado sola sin nada en las manos, sobre la cabeza o a la espalda? Levanté la vista hacia los pájaros que volaban en el cielo oscuro y, tarareando una canción que solía cantar con mi madre cuando era joven, me encaminé hacia la tienda. Busqué la fuente desde lejos. Miré la puerta de la tienda mientras me acercaba, pero la fuente que debería haber estado junto a la puerta no estaba. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Apresuré el paso. Me daba miedo preguntar a la mujer de la tienda: «¿Han dejado una fuente para mí?». Si lo hubieras hecho, yo ya la habría visto, pero no la veía. Con la toalla en la mano corrí hacia el dueño de la tienda, que me miró interrogante. Sólo entonces lo entendí: me habías robado la cena de mis hijos. Se me llenaron los ojos de lágrimas. ¿Por qué había dado la fuente a un hombre al que nunca había visto, por qué me había fiado de él? ¿En qué estaba pensando? ¿Por qué lo había hecho? Todavía puedo sentir el pavor que me inundó cuando mi inquietud momentánea al ver desaparecer tu bicicleta en el horizonte se hizo realidad. No podía volver a casa con las manos vacías. Tenía que encontrar esa fuente con la harina como fuera. Recordaba el ruido que había oído cuando fui al cobertizo por la mañana para coger grano para el desayuno. No podía rendirme sabiendo que en esa fuente había harina para diez días. Seguí andando, buscándote a ti y tu bicicleta, que debía de haber pasado a toda velocidad por delante de la tienda. Caminé y caminé, preguntando a todo el que me cruzaba si había visto a un hombre como tú. Tu identidad quedó al descubierto enseguida. Así de descuidado eras. Ni siquiera vivías lejos. Cuando averigüé que vivías en una casa con tejado de zinc a unos cinco ri de nuestro pueblo, antes de que la carretera llegara a la ciudad, eché a correr. Si te alcanzaba antes de que la usaras, podría regresar a casa con toda la harina.

Cuando vi tu bicicleta delante de una casa destartalada al pie de una colina entre arrozales, por la carretera que llevaba a tu pueblo, entré gritando: «¡Ahhhh!». Y entonces lo vi todo. Tu anciana madre sentada en el viejo porche, con los ojos hundidos. Tu hijo de tres años chupándose el dedo. Y tu mujer en medio de un parto difícil. Había entrado con la intención de recuperar la fuente que me habías robado. Pero lo que hice fue descolgar una cazuela de la pared de la oscura y estrecha cocina. Puse a hervir agua. Te aparté, pues estabas al lado de tu mujer sin saber qué hacer, y le cogí una mano. No la conocía, pero le grité: «¡Empuja! ¡Empuja más!». No sé cuánto tiempo pasó hasta que oímos llorar al bebé. En tu casa no había ni una brizna de alga para preparar una sopa a tu mujer. Tu anciana madre era ciega y parecía tener un pie en el otro mundo. Asistí en el parto y preparé una masa con harina de mi fuente para hacer sopa de copos de masa, la repartí en unos cuantos boles y eché un poco de caldo por la habitación donde estaba la madre del bebé. ¿Cuántas décadas han pasado desde que me puse la fuente de nuevo sobre la cabeza y volví a casa? ¿Acaso el hombre que está ahora a tu lado es el bebé que nació aquel día? Te pasa una esponja por la mano. Te da la vuelta y te la pasa por la espalda. Ha pasado mucho tiempo. Tu antaño terso cuello está lleno de arrugas. Ya no tienes las cejas pobladas y no reconozco tu boca.

—¡Padre! ¿Cómo te llamas? —dice tu hijo, en lugar del médico—. ¿Sabes cómo te llamas?

—Park So-nyo.

No, ése es mi nombre.

—¿Quién es Park So-nyo, padre?

Yo también estoy intrigada. ¿Qué soy para ti? ¿Quién soy para ti?

Siete u ocho días después de nuestro encuentro no podía quitarme de la cabeza tu situación, de modo que cogí un manojo de algas y pasé por tu casa, pero allí sólo estaba tu hijo recién nacido, no tu mujer. Me explicaste que después del parto había sufrido tres días de fiebre alta y que finalmente había dejado este mundo; estaba tan desnutrida que no había resistido el parto. Tu anciana madre se mecía en el viejo porche; no estaba claro si se enteraba de lo que pasaba. Y el niño de tres años… supongo que el hombre que está junto a tu lecho de enfermo es el niño de tres años, no el recién nacido.

No sé qué fui para ti, pero tú fuiste mi amigo de toda la vida. ¿Quién hubiera pensado que seríamos amigos todos estos años con lo decepcionada que me sentí el día que nos conocimos porque me robaste la harina que necesitaba para alimentar a mis hijos? Nuestros hijos no nos entenderían. Les resultaría más fácil entender que miles de personas mueren en la guerra que entendernos a ti y a mí.

Aunque sabía que tu mujer había muerto, no podía irme así sin más, de modo que puse en remojo las algas que había llevado. Hice una masa con el resto de la harina que te había dado unos días antes y preparé sopa de algas con copos de masa. Puse un bol en la mesa para cada persona y estaba a punto de irme cuando de repente me detuve y me llevé el recién nacido al pecho. Hubo un tiempo en que no tuve suficiente leche para mi propia hija. Tú ibas por el pueblo con el bebé y las mujeres se ofrecían a darle el pecho. La vida a veces es asombrosamente frágil, pero ciertas vidas son increíblemente fuertes. Mi hija mayor dice que cuando arrancas malas hierbas con un tractor, se aferran a las ruedas y esparcen semillas, por lo que se reproducen al mismo tiempo que las arrancas. Tu bebé se aferró con ferocidad a mi pecho. Succionó con tanta fuerza que tuve la sensación de que me aspiraría, así que le di unas palmadas en el trasero, que todavía tenía marcas rojas del parto. No funcionó, de modo que tuve que apartarlo a la fuerza. Un bebé que ha perdido a su madre al nacer se niega por instinto a soltar un pezón. Dejé el bebé, me volví para irme, y me preguntaste cómo me llamaba. Eras la primera persona que me lo preguntaba desde que me había casado. Bajé la cabeza, de pronto tímida.

—Park So-nyo.

Te reíste. No sé por qué hice lo que hice a continuación. Quería que te rieras una vez más. Y, aunque no me lo preguntaste, te dije que mi hermana mayor se llamaba Tae-nyo, que significa Niña Grande. Así nos llamábamos: Niña Pequeña y Niña Grande. Volviste a reírte. Luego dijiste que tu nombre era Eun-gyu y que el de tu hermano mayor era Kum-gyu. Que tu padre os puso nombres con las palabras «plata» y «oro» con la esperanza de que ganarais dinero y fuerais ricos. Que a ti te llamó Cofre de Plata, y a tu hermano, Cofre de Oro. Que tal vez por eso tu hermano, el Cofre de Oro, vivía un poquito mejor que tú, el Cofre de Plata. Esta vez me reí yo. Tú te reíste al verme reír. Entonces y ahora estás mejor cuando te ríes. Así que no frunzas el entrecejo delante del médico y sonríe. Sonreír no cuesta dinero.

Hasta que tu bebé tuvo tres semanas, fui a tu casa una vez al día para darle el pecho. A veces era a primera hora de la mañana, otras en medio de la noche. ¿Pudo ser una carga para ti? Eso fue todo lo que hice por ti, pero durante los treinta años que siguieron acudí a ti cada vez que atravesaba un bache. Creo que empecé a acudir a ti después de lo que le pasó a Kyun. Porque quería morirme. Porque pensé que era mejor morir. Todos me pusieron las cosas difíciles; tú fuiste el único que no me hizo preguntas. Me dijiste que todas las heridas cicatrizaban con el tiempo, que no pensara en nada y que simplemente hiciera con tranquilidad lo que tenía que hacer. Si no hubieras estado allí, no sé qué habría sido de mí. Porque estaba loca de dolor. Fuiste tú quien enterró a mi cuarto hijo, el hijo que nació muerto, en las montañas. Ahora que lo pienso, ¿te fuiste a vivir a Komso porque yo era demasiado para ti? Tú no estabas hecho para vivir en la costa o para ser pescador. Eras alguien que labraba la tierra y plantaba semillas. Alguien que no tenía tierra propia y cultivaba la de los demás. Debería haber comprendido, cuando te marchaste a Komso, que te fuiste porque te resultaba difícil soportarme. Me doy cuenta de que fui horrible contigo.

El primer encuentro debe de ser importante. Estoy segura de que, en el fondo, siempre pensé que estabas en deuda conmigo y lo demostré haciendo lo que quería contigo. Del mismo modo que te encontré cuando me robaste la harina en la bicicleta, te encontré cuando te fuiste a Komso sin avisar. No encajabas en Komso. Se te veía fuera de lugar junto al mar. Todavía veo la cara que pusiste al ver los campos de sal de la costa. No he olvidado esa expresión, pero ahora que pienso en ello creo que tal vez tu cara estaba diciendo: «¿Ha sido capaz de venir a buscarme incluso aquí?».

Por ti, Komso se convirtió en un lugar que nunca olvidaría. Hasta entonces, siempre que ocurría algo que no podía manejar yo sola, te buscaba. Y en cuanto recobraba cierta tranquilidad de espíritu, me olvidaba de ti. O creía olvidarte. Cuando me viste en Komso, lo primero que me preguntaste fue: «¿Qué ha pasado?». No te lo dije entonces, pero era la primera vez que acudía a ti no porque hubiera pasado algo sino simplemente para verte.

Excepto esa vez que huiste a Komso, siempre estuviste en el mismo lugar, hasta que dejé de necesitarte. Gracias por quedarte. Si fui capaz de continuar viviendo fue gracias a eso. Siento haber ido a verte cada vez que me sentía inquieta y ni siquiera haber dejado que me cogieras la mano. Aunque era yo la que te buscaba, cuando parecía que eras tú el que acudía a mí, te trataba mal. Eso no fue muy amable por mi parte, y lo siento, lo siento muchísimo. Al principio fue porque me resultaba embarazoso, luego porque me parecía que no debía, y finalmente porque era vieja. Eras mi pecado y mi felicidad. Quería parecer digna a tus ojos.

A veces te contaba cosas y te decía que las había leído, pero en realidad no las había leído. Se las preguntaba a mi hija y luego te las contaba. Una vez te dije que había un lugar llamado Santiago en un país llamado España. Tú no parabas de preguntar: «¿Dónde dices que está?», y te costaba memorizar el nombre. Te dije que allí hay un camino de peregrinaje y que se tarda treinta y tres días en recorrerlo. Chi-hon quería ir, por eso me habló de ese lugar, pero te lo conté como si fuera yo la que quería ir. Y tú dijiste: «Si tantas ganas tienes, podríamos ir juntos un día de estos». Al oírte, el corazón me dio un vuelco. Creo que después de ese día no volví a acudir a ti. La verdad es que no sé dónde está ese lugar y no tengo ningún interés en conocerlo.

¿Sabes qué pasará con todas las cosas que hicimos juntos en el pasado? Cuando se lo pregunté a mi hija, aunque era a ti a quien quería preguntárselo, mi hija dijo: «Es extraño oírte decir algo así, mamá». Y añadió: «¿No se filtran en el presente en lugar de desaparecer?». ¡Qué palabras tan difíciles! ¿Entiendes lo que significan? Según ella, todo lo ocurrido forma parte del presente, de tal modo que las cosas del pasado se mezclan con las cosas actuales, las cosas actuales se mezclan con las cosas del futuro, y las cosas del futuro se mezclan con las cosas del pasado, sólo que no nos damos cuenta. Pero yo ya no puedo continuar.

¿Crees que lo que está sucediendo ahora está relacionado con las cosas del pasado y las del futuro, pero que no nos damos cuenta? No lo sé. ¿Podría ser cierto? A veces, cuando miro a mis nietos, creo que han caído de alguna parte y que no tienen nada que ver conmigo. Nada en absoluto.

¿Se filtrará en alguna parte el hecho de que la bicicleta que montabas cuando te conocí era robada, y que antes de que me vieras por la avenida con la fuente de harina sobre la cabeza, pensabas vender esa bicicleta robada por un manojo de algas? ¿O que, al ver que no podías venderla, fuiste a dejarla donde la habías encontrado, pero el dueño te sorprendió y te encontraste en apuros? ¿Se filtrarán esos hechos en una página del pasado y nos traerán hasta aquí?

Sé que después de mi desaparición saliste a buscarme. Sé que tú, un hombre que nunca había puesto un pie en Seúl, fuiste a la estación de Seúl, te subiste al metro y detuviste a toda la gente que se parecía a mí. Y que pasaste muchas veces por mi casa, esperando tener noticias. Que querías conocer a mis hijos y saber qué había pasado. ¿Por eso te has puesto tan enfermo?

Te llamas Lee Eun-gyu. Cuando el médico vuelva a preguntártelo, no digas «Park So-nyo», di «Lee Eun-gyu». Por fin voy a soltarte. Tú fuiste mi secreto. Estuviste en mi vida, una presencia que nadie que me conoce imaginaría. Y aunque nadie sabía que estabas en mi vida, fuiste la persona que me ofreció una balsa en cada rápido y me ayudó a salir ilesa de la corriente. Me alegraba que estuvieras allí. He venido a decirte que fui capaz de vivir mi vida porque podía acudir a ti cuando estaba preocupada, no cuando me sentía feliz. Ahora tengo que irme.

* * *

La casa está helada.

¿Por qué has cerrado la puerta con llave? Deberías haberla dejado abierta para que los niños de los vecinos puedan entrar a jugar. No hay rastro de calor en ninguna parte. Es como un bloque de hielo. Nadie ha apartado la nieve a pesar de lo mucho que ha nevado. El patio está de un blanco deslumbrante. De todos los lugares posibles cuelgan carámbanos. Cuando los niños eran pequeños los rompían y hacían luchas de espadas con ellos. Supongo que nadie ha venido a esta casa porque yo no estoy. Hace mucho que no ha pasado nadie. Tu motocicleta está apoyada contra el cobertizo. Y también está helada. Ojalá dejaras de ir en moto. ¿Quién va en moto a tu edad?

¿Crees que sigues siendo joven? Aquí va mi reprimenda, una vez más. Por otro lado, se te veía apuesto en la moto, no parecías un hombre de campo. Cuando eras joven y llegabas en moto a la ciudad, con tu cazadora de cuero y el pelo engominado, todo el mundo se volvía para mirarte. Creo que hay una foto de esa época en alguna parte… En el marco de encima de la puerta del dormitorio principal… Oh, ahí está. No tenías ni treinta años. Tu cara rezumaba pasión; nada que ver con ahora.

Recuerdo la primera casa en la que vivimos, antes de que la reconstruyéramos. Le tenía mucho cariño. Aunque no creo que fuera sólo cariño. Vivimos cuarenta y tantos años en esa casa que ya no existe. Yo siempre estaba allí. Siempre. Tú, en cambio, estabas y no estabas. No sabía nada de ti, como si nunca fueras a volver, y de pronto volvías. Tal vez es por eso. Todavía veo ante mis ojos la vieja casa como iluminada. Me acuerdo de todo. Todo lo que ocurrió en esa casa. Lo que ocurrió los años que nacieron los niños, cómo te esperé y me olvidé de ti y te odié y volví a esperarte. Ahora la casa ha quedado atrás. No hay nadie en ella, y sólo la nieve blanca protege el patio.

Una casa es algo muy extraño. Todas las cosas se gastan con el uso, y a veces puedes notar el veneno de una persona si te acercas mucho a ella, pero nada de eso ocurre con una casa. Incluso una buena casa se viene abajo rápidamente si no entra nadie en ella. Una casa sólo está viva cuando vive gente en ella, rozando sus paredes y durmiendo bajo su techo. Mira, un lado del tejado se ha hundido con la nieve. En primavera tendrás que llamar para que lo arreglen. Hay una pegatina con el nombre y el número de la compañía en el armario del televisor de la salita, pero no sé si lo sabes. Si los llamas, vendrán a repararlo. En invierno no puedes dejar la casa así, vacía. Si no vive nadie en ella, deberías venir de vez en cuando y encender la caldera.

¿Has ido a Seúl? ¿Me estás buscando allí?

Esta habitación, donde puse los libros que Chi-hon me envió antes de irse a Japón, también está helada. Los libros parecen congelados. Después de poner los libros en ella se convirtió en mi habitación preferida. Cuando notaba que iba a dolerme la cabeza, entraba en ella y me tumbaba. Al principio parecía que mejoraba. No quería decirte que me dolía. Pero en cuanto abría los ojos, el dolor me invadía y ni siquiera podía cocinar para ti. No quería que me vieras como una enferma. Eso hacía que me sintiera muchas veces sola. Entraba en la habitación de los libros y me tumbaba. Un día, aferrándome la cabeza que me palpitaba con fuerza, me prometí que antes de que regresara de Japón leería al menos un libro de los que ella había escrito. Y fui a aprender a leer, agarrándome la cabeza. No podía continuar. Cuando trataba de aprender, mi estado empeoraba rápidamente. Me sentía sola porque no podía decirte que estaba aprendiendo a leer. Decir algo así hubiera herido mi orgullo. Cuando por fin aprendí, quise hacer una cosa más aparte de leer con mis propios ojos un libro de mi hija: escribir una carta de despedida a todos los miembros de mi familia, antes de llegar a esto.

El viento sopla con tanta fuerza… El viento arrastra la nieve por el patio, la desplaza de un lugar a otro.

Las noches de verano en que sacábamos el brasero a este patio y hacíamos bollos al vapor fueron los mejores momentos que pasamos en él. Hyong-chol hacía un fuego con residuos orgánicos para ahuyentar a los mosquitos, y los más pequeños se sentaban en la tarima y esperaban a que los bollos terminaran de cocerse sobre el brasero. En cuanto ponía los bollos recién hechos en una bandeja de mimbre, las manos salían disparadas y todos los bollos desaparecían. Los niños tardaban menos tiempo en comerlos que yo en hacerlos. Mientras echaba ramitas al brasero, los veía tumbarse de nuevo en la tarima, a la espera de otra tanda de bollos, y me asustaba un poco. ¡Cómo comían! A pesar del fuego, los mosquitos se me pegaban a los brazos y los muslos y me chupaban la sangre, y mientras la noche se hacía más oscura, los niños se comían todos los bollos y esperaban a que yo hiciera más. Había noches de verano en que, uno por uno, se quedaban dormidos, tumbados unos sobre otros, a la espera de más bollos. Mientras dormían, yo hacía el resto de los bollos, los ponía en una cesta encima de la tarima, los tapaba, y me echaba a dormir. El rocío del amanecer endurecía ligeramente la capa superior de los bollos hechos al vapor. En cuanto los niños se despertaban, se acercaban a la cesta y comían más. Por eso a mis hijos todavía les gustan los bollos fríos, con la capa exterior ligeramente más dura. Había noches de verano como ésa. Noches de verano en que caían estrellas del cielo.

Cuando deambulaba por las calles, no podía recordar nada y me notaba confusa, pero echaba mucho de menos este lugar. No sabes cuánto eché de menos esto, este patio, el porche, el jardín de flores, el pozo. Después de vagar durante un buen rato, me senté en una calle y dibujé en el polvo lo primero que se me ocurrió. Y fue la casa. Dibujé la verja, dibujé el jardín de flores, dibujé el estante con los tarros de barro, dibujé el porche. No podía recordar nada aparte de la casa, la casa anterior a esta casa, esa casa que había desaparecido hacía mucho, con la cocina tradicional, el patio trasero a la sombra de las hojas de un nogal blanco y el cobertizo junto a la pocilga. Esa verja con sus dos puertas de hierro galvanizado, la pintura azul desconchada. La verja de esa casa, con una pequeña puerta en el lado izquierdo y el buzón a la derecha. En pocas ocasiones hubo que abrir las dos puertas a la vez, pero la puerta más pequeña, con un tirador de madera, siempre estaba abierta al callejón. Nunca cerrábamos las puertas con llave. Aunque no estuviéramos en casa, los hijos de los vecinos entraban por la puerta de esa verja azul y jugaban hasta que se ponía el sol. Durante la ajetreada temporada de la labranza, mi hija pequeña volvía de la escuela a casa, se montaba en la bicicleta colocada en el soporte de debajo del caqui y pedaleaba. Cuando yo llegaba a casa, la encontraba sentada en el borde del porche y corría hacia mis brazos gritando: «¡Mamá!». Cuando mi segundo hijo se escapó de casa, le dejé comida en el rincón más caliente de la habitación y abrí las puertas de la verja de par en par. Cuando alguien tropezaba con el cuenco de arroz y lo volcaba, yo lo ponía derecho. Si el viento me despertaba en medio de la noche, salía y apuntalaba las puertas abiertas con piedras grandes, para que el viento no pudiera cerrarlas. Tenía los ojos y los oídos entrenados para diferenciar cada ruido que hacía la verja.

El armario también está helado.

Las puertas ni siquiera pueden abrirse, pero debe de estar vacío. Cuando empezó a dolerme tanto la cabeza estuve tentada de acudir a ese hombre, a quien hacía tanto tiempo que no veía. Pensé que si lo hacía tal vez mejoraría. Pero no fui. Aplaqué mi deseo de ir y seguí con mis asuntos. Notaba que se acercaba el día en que no podría reconocer nada de puro aturdimiento. Quería ocuparme de todas las cosas que eran mías cuando aún era capaz de reconocerlas. Envolví en tela la ropa que no utilizaba, que había tenido colgada en el armario porque era incapaz de tirarla, y la quemé en los campos. La ropa interior que Hyong-chol me había comprado con su primer sueldo llevaba décadas en el armario, todavía con las etiquetas. Mientras la quemaba, me pareció que se me partía la cabeza en dos. Quemé todo lo que pude, excepto las mantas y las almohadas, pues mis hijos podían utilizarlas si venían a casa en vacaciones. Quemé las mantas de algodón que mi madre hizo para mí cuando me casé. Saqué todo lo que había guardado hacía mucho tiempo y lo miré de nuevo. Lo que nunca utilizaba porque lo reservaba para algo, como los platos que había reunido para regalárselos a mi hija mayor cuando se casara. Si hubiera sabido que no iba a casarse, se los habría dado a la pequeña, que está casada y tiene tres niños. Pero pensé estúpidamente que tenía que dárselos a Chi-hon porque así lo había planeado. Después de ciertas dudas, los saqué y los rompí. Lo sabía. Sabía que llegaría un día en que no recordaría nada. Y antes de que eso sucediera, quería ocuparme de todo lo que había utilizado alguna vez. No quería dejar nada atrás. Todos los armarios del fondo también están vacíos. Rompí todo lo rompible y lo enterré.

En ese armario helado, la única ropa de invierno que debe de haber es el abrigo de visón negro que mi hija me compró. Cuando cumplí cincuenta y cinco años no tenía ganas de comer ni de salir. Me pasaba el día pensando en cosas desagradables, con la sensación de que se me caía la cara a pedazos. Cuando abría la boca, me parecía que olía mal. Durante más de diez días no dije una palabra. Trataba de ahuyentar los pensamientos negativos, pero cada día un pensamiento triste se añadía a mi colección. Aunque estábamos en pleno invierno, metía las manos en agua fría y me las lavaba una y otra vez, una y otra vez. Y un día fui a la iglesia. Me detuve en el cementerio de la iglesia. Me incliné a los pies de la Santa Madre, que sostenía a su hijo muerto, para rogarle que me ayudara a salir de la depresión, que no podía seguir soportando, y se apiadara de mí. Pero de pronto me detuve y me pregunté qué derecho tenía a pedir algo a alguien que sostenía a su hijo muerto. Durante la misa me fijé en el abrigo de visón negro que llevaba la mujer de delante. Atraída por su suavidad, bajé inconscientemente la cabeza hacia él. El visón, como una brisa de primavera, acarició mi arrugada cara. Y entonces fluyeron las lágrimas que había estado conteniendo. Cuando traté de mantener la cabeza apoyada en el abrigo de visón, la mujer se apartó. Al volver a casa, llamé a mi hija pequeña y le pedí que me comprara un abrigo de visón. Era la primera vez que abría la boca en diez días.

—¿Un abrigo de visón, mamá?

—Sí, un abrigo de visón.

Se quedó callada.

—¿Vas a comprármelo o no?

—Este año no hace frío. ¿Tienes dónde llevar un abrigo de visón?

—Sí.

—¿Piensas ir a alguna parte?

—No.

Ella se rio con ganas de mis cortantes respuestas.

—Entonces ven a Seúl. Iremos juntas a comprarlo.

Mientras entrábamos en los grandes almacenes y nos dirigíamos a la sección de abrigos de visón, mi hija no paraba de mirarme. Yo no tenía ni idea de que mi abrigo de visón, que era un poco más corto que el que me había acariciado la cara, el de la mujer de la iglesia, era tan caro. Mi hija no me lo dijo. Cuando llegamos a casa con el abrigo, a mi nuera se le salieron los ojos de las órbitas.

—¡Un abrigo de visón, madre!

Me quedé callada.

—Qué afortunada eres, madre. Tener una hija que te compra cosas tan caras… Yo ni siquiera he podido comprar a mi madre una bufanda de zorro. Dicen que un abrigo de visón pasa de generación en generación. Cuando fallezcas, deberías dejármelo a mí.

—¡Basta! ¡Es la primera vez que mamá me pide que le compre algo para ella!

Cuando mi hija gritó a su cuñada como si estuviera enfadada, comprendí por qué había mirado la etiqueta una y otra vez, y por qué no había parado de mirarme. Acababa de licenciarse y trabajaba en la farmacia de un hospital. Cuando volví de Seúl, cogí el abrigo de visón, fui a unos grandes almacenes de la ciudad y pregunté a la chica de la sección de abrigos de visón cuánto costaba. Me quedé helada. ¡Quién iba a pensar que una prenda de ropa podía costar tanto! Llamé a mi hija para decirle que debíamos devolverlo y ella respondió: «Mamá, tienes todo el derecho a tener ese abrigo. Debes ponértelo».

En esta región hace calor hasta en invierno, de modo que sólo podía llevar el abrigo unos pocos días al año. Pasé tres años seguidos sin utilizarlo. Cuando me asaltaban los pensamientos depresivos, abría el armario y hundía la cara en el abrigo de visón. Y pensaba: «Cuando muera, se lo dejaré a mi hija pequeña».

Aunque ahora hace mucho frío, en primavera el jardín volverá a florecer. El peral del vecino dará flores y nos llegará su olor. Los rosales con sus capullos de color rosa pálido mostrarán sus espinas. Las malas hierbas junto al muro crecerán altas y fuertes con las primeras lluvias primaverales. Una vez compré treinta patitos en la ciudad, debajo del puente, y los solté en el patio. Se precipitaron hacia el jardín de flores y las pisotearon todas. Cuando corrían en manada con los pollos, costaba distinguir unos de otros. De todos modos, en primavera siempre armaban mucho ruido en el patio. Fue en este patio donde mi hija, que estaba cavando debajo de un rosal para abonarlo porque decía que así daría más flores, al ver un gusano retorciéndose en la tierra, tiró la azada a un lado y entró corriendo en casa; la azada cayó sobre un pollo y lo mató. Recuerdo las ráfagas de olor a tierra cuando caía un chaparrón en verano, y el perro, los pollos y los patos que andaban sueltos por el patio se cobijaban bajo el porche, en las jaulas de las gallinas y junto al muro. Recuerdo las gotas de barro que formaba la lluvia repentina. En las noches de viento de finales de otoño, las hojas del caqui del patio lateral se caían y volaban en remolinos. Las oíamos arrastrarse por el patio durante toda la noche. Las noches de crudo invierno, el viento empujaba la nieve y la amontonaba en el porche.

Alguien está abriendo la verja. ¡Ah, es la tía!

Fuiste una tía para mis hijos y una hermana para mí, pero nunca pude llamarte hermana. Te comportabas más bien como una suegra. Veo que has venido a echar un vistazo a la casa porque ha nevado y ha hecho mucho viento. Pensaba que nadie cuidaba la casa; había olvidado que tú estás aquí. Pero ¿por qué cojeas? Siempre has sido tan flexible… Supongo que tú también estás envejeciendo. Ten cuidado con la nieve.

—¿Hay alguien en casa?

Tu voz sigue siendo potente.

—No hay nadie, ¿verdad?

Gritas aun a sabiendas de que no hay nadie. Te sientas en el borde del porche sin esperar una respuesta. ¿Por qué has venido sin abrigarte? Pillarás un resfriado. Miras la nieve del patio como si tuvieras la cabeza en otra parte. ¿En qué estás pensando?

—Tengo la sensación de que hay alguien más aquí…

Me falta poco para ser un fantasma, tía.

—No sé qué haces vagando con este frío.

¿Estás hablando conmigo?

—Pasó el verano, pasó el otoño, y ya es invierno… No sabía que podías ser tan cruel. ¿Qué va a ser de esta casa sin ti? No es más que un caparazón vacío. Te fuiste con ropa de verano y no has vuelto, aunque ya es invierno… ¿Ya estás en el otro mundo?

Aún no. Sigo vagando por aquí.

—El ser más triste es el que muere fuera de su hogar… Por favor, ten cuidado y vuelve.

¿Estás llorando?

Tus ojos, largas rendijas, miran el cielo gris y se llenan de lágrimas. Tus ojos ya no asustan. Tus severos ojos me daban tanto miedo que, la verdad, nunca te miraba a la cara para no encontrármelos. Pero creo que me gustabas más cuando no te andabas con tonterías. Ahora no pareces tú, ahí sentada con los hombros hundidos. Nunca te oí decir nada agradable cuando vivía, así que ¿por qué tengo que mirar ahora tu figura abatida? No me gusta verte tan débil. No sólo te tenía miedo. Si pasaba algo malo y no sabía qué hacer, siempre pensaba: «¿Qué haría la tía?». Y hacía lo que creía que tú harías. De modo que también eras mi modelo. Ya sabes que tengo carácter. Todas las relaciones del mundo son recíprocas, no las determina una sola parte. Y ahora vas a tener que cuidar del padre de Hyong-chol, que está solo. A mí también me preocupa. Pero sabiendo que tú andas cerca, me siento un poco mejor. Cuando vivía, sabía muy bien que tú dependías del padre de Hyong-chol porque estabas sola, y no me sentía dolida, ni excluida, ni decepcionada. Sólo te veía como un miembro mayor y difícil de la familia. Hasta tal punto, que parecías nuestra madre en lugar de nuestra hermana. Pero, tía… no quiero descansar en el lugar que reservasteis para mí hace unos años en la tumba de nuestros antepasados. No quiero que me enterréis allí. Cuando vivía aquí y me despertaba de la niebla en mi cabeza, iba sola hasta esa tumba, para acostumbrarme a ella, ya que tenía que vivir allí después de la muerte. Era un lugar soleado y me gustaba ese pino inclinado pero alto. Pero seguir siendo un miembro de esta familia aun después de la muerte me resultaría muy duro. Para intentar cambiar de opinión, cantaba mientras arrancaba malas hierbas y me sentaba allí hasta que se ponía el sol. Pero nunca logré sentirme cómoda. Viví con vuestra familia durante más de cincuenta años. Por favor, déjame marchar. Cuando asignamos las tumbas y tú dijiste que mi parcela debía estar en un lugar por debajo de la cuesta donde estaba la tuya, te miré furiosa y dije: «Así podré hacerte recados aun estando muerta». Recuerdo que eso es lo que dije. No estés enfadada por eso, tía. He pensado mucho en ello, pero no lo dije con rencor. Sólo quiero irme a casa. Iré a descansar allí.

Oh, veo que la puerta del cobertizo está abierta.

El viento la golpea como si fuera a arrancarla. Hay una fina capa de hielo sobre la tarima en la que me gustaba sentarme. Si alguien se sentara en ella sin ver el hielo, se resbalaría. Chi-hon solía leer en este cobertizo mientras le picaban las pulgas. Yo sabía que se escondía aquí, entre la pocilga y la caseta de la ceniza, con un libro. No la buscaba. Cuando Hyong-chol preguntaba por ella, le decía que no sabía dónde estaba. Porque me gustaba verla leer. Porque no quería que la molestaran. Sobre la madera que tapaba la pocilga había paja amontonada. Las gallinas ocupaban un lado para incubar los huevos. Nadie conseguía encontrar a mi niña, acurrucada encima del montón de paja, poniéndose saliva en las picaduras de pulga para aliviar el dolor mientras leía. ¿Había sido divertido para ella esconderse allí y oír que su hermano abría puertas y entraba en la cocina buscándola? Y las gallinas, acurrucadas sobre el montón de paja que había encima de la pocilga, se enfadaban al oír a mi hija pasar las páginas. Esas gallinas, que no ponían huevos si no les preparábamos unos nidos calentitos y tentadores, eran sensibles a los crujidos de las páginas de Chi-hon, y una vez cacarearon tanto que su hermano la encontró. ¿Qué leía, escondida en silencio en el cobertizo, con un cerdo gruñendo a su lado, las gallinas cacareando por encima de ella, rodeada de paja y de una hoz, un rastrillo, una pala y toda clase de instrumentos de granja?

En primavera, la perra gruñía tumbada con su nueva camada debajo del porche, donde estaban desperdigados los zapatos de invierno de toda la familia. Se oía el goteo del agua de los aleros. ¿Por qué esa perra tan tranquila se volvía agresiva cuando tenía crías? Nadie que no fuera de la familia podía acercarse a ella. Cuando tenía una camada, Hyong-chol volvía a pintar el letrero de la verja azul que siempre había colgado allí, en el que se leía: CUIDADO CON EL PERRO. Una vez cogí un cachorro del porche mientras la perra dormía después de comer, lo puse en una cesta, lo cubrí con una manta, tapé con mis propias manos lo que creí que eran los ojos y se lo llevé a la tía.

—¿Por qué le tapas los ojos si está tan oscuro, mamá? —me preguntó mi hija pequeña, siguiéndome.

Parecía confusa aun cuando le expliqué que, si no lo hacía, el cachorro encontraría el camino de vuelta.

—¿Aunque esté tan oscuro?

—¡Sí, aunque esté tan oscuro!

Cuando la perra descubrió que el cachorro había desaparecido, se negó a comer y se quedó tumbada, enferma. Debía alimentarse para producir leche y amamantar a los demás cachorros. Me pareció que si yo no hacía algo se moriría, de modo que fui a buscar el cachorro y se lo puse al lado. La perra empezó a comer de nuevo. Esa perra vivía debajo del porche.

Oh, no sé dónde detener estos recuerdos, recuerdos que brotan por todas partes como verduras de primavera. Las cosas que había olvidado vuelven a toda velocidad. Desde los cuencos de arroz del estante de la cocina hasta los tarros de barro grandes y pequeños de la repisa de los condimentos, la estrecha escalera de madera que llevaba al desván o la frondosa calabaza que trepaba debajo del muro de tierra.

No deberías salir de casa con este frío.

Si es demasiado para ti, pide ayuda a nuestra joven nuera. Siempre arreglaba todo en su casa, aunque no era de propiedad. Tiene ojo para esta clase de cosas, y es meticulosa y afectuosa. Aunque trabaja fuera, su casa siempre está reluciente, y ni siquiera tiene asistenta. Si te cuesta mantener la casa, intenta hablar con ella. Hazme caso, todo lo que toca se vuelve nuevo. ¿No te acuerdas de cuando alquilaron una casa de ladrillo, en una zona en desarrollo, cuyo propietario no se ocupaba del mantenimiento, y ella sola mezcló cemento y la arregló con sus propias manos? Una casa adquiere las características de la persona que vive en ella, y, dependiendo de quién sea esa persona, puede convertirse en una buena casa o en una casa muy extraña. Por favor, cuando llegue la primavera, planta flores en el patio, frota los suelos y arregla la parte del tejado que se ha hundido con la nieve.

Hace unos años, un día en que estabas borracho alguien te preguntó dónde vivías, y dijiste que en Yokchon-dong. A pesar de que hace veinte años que Hyong-chol se fue de Yokchon-dong. A pesar de que Yokchon-dong se ha difuminado en mi memoria. Tú nunca dabas muestras de verdadera felicidad o tristeza. Cuando Hyong-chol compró su primera casa en Yokchon-dong, Seúl, no dijiste gran cosa, pero supongo que en el fondo te sentías muy orgulloso. Por eso, ese día en que estabas borracho, te olvidaste de esta casa y nombraste esa, a la que íbamos de invitados tres o cuatro veces al año para pasar un par de noches. Ojalá pensaras en esta casa del mismo modo. Alrededor de esta casa brotaban cada año, sin que yo las plantara, unas florecitas preciosas que vivían en la esquina del patio o cerca del patio trasero hasta que se marchitaban. En el patio, debajo del porche o en la parte trasera siempre había algo reuniéndose, yendo, viniendo, muriendo. Los pájaros se posaban en las cuerdas del tendedero como colada parloteante, y jugaban, chismorreaban, piaban. Creo que una casa empieza a parecerse a la gente que vive en ella. Si no, ¿acaso los patos habrían deambulado por el patio poniendo huevos en todas partes? Si no, ¿acaso me acordaría con tanta claridad de que en los días soleados ponía en una bandeja de mimbre finas rodajas de rábanos secos o raíces de taro hervidas y la colocaba en lo alto del muro de tierra? ¿Conservaría tan vívida la imagen de las zapatillas blancas recién lavadas de mi hija secándose al sol? A Chi-hon le gustaba mirar el cielo reflejado en el agua del pozo. Casi puedo ver cómo deja de sacar agua y se queda mirando abajo con la barbilla apoyada en las manos.

Cuídate… Yo me voy ya de esta casa.

* * *

El verano pasado, cuando me quedé atrás en la estación de Seúl, sólo conseguía recordar cosas de cuando tenía tres años. Como lo había olvidado todo, lo único que podía hacer era echar a andar. No sabía ni quién era. Anduve y anduve. Todo estaba brumoso. El patio en el que solía jugar cuando tenía tres años apareció con toda claridad. Fue en esa época cuando mi padre, que andaba buscando oro y carbón en las minas, volvió a casa. Anduve lo más lejos que pude. Entre bloques de pisos, por colinas cubiertas de hierba, a través de campos de fútbol, anduve sin parar. ¿Adónde quería llegar caminando de ese modo? ¿Tal vez al patio en el que jugaba cuando tenía tres años? Cuando padre volvió a casa, cada mañana se iba a trabajar en la construcción de una nueva estación de tren que estaba a diez ri de distancia. ¿Qué le pasó? ¿Qué clase de accidente fue el que le costó la vida? Dicen que cuando los vecinos llegaron para contarle a mamá lo del accidente de padre, yo estaba corriendo por el patio. Seguí jugando mientras mamá se tambaleaba, se ponía pálida, e iba al lugar del accidente con ayuda de los vecinos. Alguien pasó por mi lado y dijo: «¿Qué haces ahí riéndote como una boba?, ¿es que no sabes que tu padre ha muerto?». Y me dio una palmada en el trasero. Con sólo ese recuerdo, anduve y anduve hasta que me desplomé de agotamiento.

* * *

Allí.

Mamá está sentada en el porche de la lúgubre casa donde nací.

Levanta la cabeza y me mira. Mi abuela tuvo un sueño mientras yo nacía. Una vaca de pelo castaño brillante se estiraba, recién despertada, y se levantaba sobre sus rodillas. Dijo que yo sería muy enérgica, ya que había nacido justo cuando la vaca utilizaba su energía para levantarse, y que deberían cuidarme, pues me convertiría en una fuente de alegría. Mamá me mira los pies. Las tiras de la sandalia de goma azul se me están clavando. Se ve el hueso a través de la herida. La cara de mamá se descompone de dolor. Es la misma cara que vi cuando me miré en el espejo del armario después de dar a luz un hijo muerto. «Mi niña», dice mamá, y abre los brazos. Me sujeta por las axilas, como si sostuviera a un niño que acaba de morir. Me quita las sandalias de goma azules y pone mis pies en su regazo. No sonríe. No llora. ¿Lo supo? ¿Supo mamá que yo también iba a necesitarla toda mi vida?