3

Ya estoy en casa

HAY UNA CHICA frente a la verja azul firmemente cerrada, mirando.

—¿Quién eres?

Cuando carraspeas detrás de ella, se vuelve. Tiene la frente lisa y el pelo pulcramente recogido, y le brillan los ojos de alegría.

—¡Hola! —dice.

Te quedas mirándola y ella sonríe.

—Ésta es la casa de tía Park So-nyo, ¿verdad?

En la placa de la casa que ha estado tantos días vacía sólo se lee tu nombre. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que oíste a alguien llamar tía, y no abuela, a tu mujer.

—¿Qué quieres?

—¿No está en casa?

Guardas silencio.

—¿Es verdad que ha desaparecido?

Miras fijamente a la chica.

—¿Quién eres?

—Soy Hong Tae-hee, de la Casa de la Esperanza de Namsan-dong.

¿Hong Tae-hee? ¿La Casa de la Esperanza?

—Es un orfanato. Estaba angustiada porque hace mucho que no viene y encontré esto. —La chica te enseña el anuncio que puso tu hijo en el periódico—. He venido un par de veces para preguntar qué había ocurrido, pero la verja siempre estaba cerrada. Hoy también pensaba que volvería con las manos vacías, pero… Sólo quiero saber qué ha pasado. Tenía que leerle un libro…

Levantas la piedra que hay delante de la verja, coges la llave de su escondite y abres. Empujas la verja de la casa que lleva tanto tiempo vacía y miras esperanzado. Pero no se oye nada.

Dejas pasar a Hong Tae-hee. ¿Leerle un libro? ¿A tu mujer? Nunca has oído hablar a tu mujer de la Casa de la Esperanza ni de Hong Tae-hee. En cuanto cruza la verja, la chica llama a tu mujer. Como si no pudiera creer que ha desaparecido realmente. Al ver que no hay respuesta, su expresión se vuelve más cautelosa.

—¿Se fue de casa?

—No, ha desaparecido.

—¿Qué?

—Desapareció en Seúl.

—¿De verdad? —Tae-hee abre mucho los ojos.

Te explica que hace más de diez años que tu mujer va a la Casa de la Esperanza para bañar a los niños, lavarles la ropa y cuidar el jardín.

¿Tu mujer?

Tae-hee dice que tu mujer es una persona muy respetada en la Casa de la Esperanza y que dona cuatrocientos cincuenta mil won al mes. Siempre ha dado esta cantidad.

¿Cuatrocientos cincuenta mil won al mes?

Todos los meses tus hijos juntaban seiscientos mil won y se los enviaban a tu mujer. Al parecer creían que dos ancianos podían vivir con esa cantidad en el campo. Y no es una suma pequeña. Al principio tu mujer compartía el dinero contigo, pero a partir de cierto momento dijo que se quedaba con todo. Tú quisiste saber adónde iba a parar, pero tu mujer te pidió que no le hicieras preguntas. Dijo que tenía derecho a utilizar ese dinero porque ella había sido quien había criado a todos tus hijos. Parecía tenerlo planeado desde hacía tiempo. De lo contrario no habría dicho: «Creo que tengo derecho a utilizar este dinero». Eso no era propio de tu esposa. Sonó como algo sacado de una teleserie. Tu mujer debió de practicar la frase ella sola varios días.

Hace años, ninguno de vuestros hijos llamó el día de los Padres, en mayo. Tu mujer fue a la papelería de la ciudad y compró dos capullos de clavel, cada uno con una cinta en la que se leía: «Gracias por darme la vida y criarme». Te encontró a un lado de la carretera y te apremió a que volvieras a casa: «¿Y si viene alguien a vernos?». La seguiste hasta casa. Ella te persuadió para que entraras y cerraras la puerta, y te prendió un clavel en la solapa. «¿Qué dirá la gente si vas por ahí sin una flor en la solapa cuando todo el mundo sabe los hijos que tenemos? Por eso los he comprado». Ella también se prendió una flor en la ropa. Como no paraba de caérsele, la sujetó con dos alfileres. Tú te la quitaste en cuando saliste de nuevo de casa, pero tu mujer la llevó todo el día en el pecho.

Al día siguiente no se levantó de lo mal que se encontraba. Dio vueltas en la cama durante varias noches, luego se sentó bruscamente y te pidió que le transfirieras tres majigi de tierra a su nombre. Le preguntaste la razón y ella respondió que su vida no tenía sentido. Se sentía inútil ahora que sus hijos habían seguido su camino. Cuando le explicaste que todas tus tierras también eran de ella y que si sólo le transferías tres majigi saldría perdiendo, porque eso significaría que el resto era tuyo, pareció decepcionada y dijo: «Supongo que es cierto».

Pero se mostró firme al anunciar que quería todo el dinero que os pasaban vuestros hijos. No te veías con fuerzas para llevarle la contraria cuando se ponía así. Creías que acabaríais teniendo una fuerte discusión si lo hacías. Aceptaste con una condición. Ella se quedaría con todo el dinero pero no te pediría más. Tu mujer respondió que por ella bien. No parecía que se comprara ropa ni que hiciera nada especial, pero cuando echaste un vistazo a su cartilla, viste que alguien retiraba cuatrocientos cincuenta mil won de la cuenta el mismo día de cada mes, todo de golpe. Si el dinero se retrasaba, llamaba a Chi-hon, que se ocupaba de reunir el dinero de los hermanos y enviarlo, para recordárselo. Eso tampoco era propio de tu mujer. No le preguntaste qué hacía con el dinero porque le habías prometido que no harías preguntas, pero imaginabas que cada mes ingresaba los cuatrocientos cincuenta mil won en alguna cuenta de ahorros para volver a dar sentido a su vida. En una ocasión buscaste una libreta de ahorros, pero nunca encontraste ninguna. Si es cierto lo que dice Hong Tae-hee, tu mujer ha estado donando cuatrocientos cincuenta mil won al mes a la Casa de la Esperanza de Namsan-dong. Te sientes intimidado por tu esposa.

Hong Tae-hee dice que, más que ella, son los niños los que están esperando a tu mujer. Te habla de un niño llamado Kyun, para quien tu mujer ha sido como una madre, que está muy triste porque tu esposa ha dejado de pronto de ir al orfanato. Dice que lo abandonaron antes de que cumpliera los seis meses, sin un nombre siquiera, y que tu mujer le puso Kyun.

—¿Has dicho Kyun?

—Sí, Kyun.

Hong Tae-hee dice que Kyun empezará la secundaria el año que viene, y que tu mujer prometió comprarle un uniforme y una cartera cuando lo hiciera. Kyun. Se te hiela el corazón. Escuchas en silencio a Hong Tae-hee. No puedes creer que tu mujer lleve más de una década yendo a un orfanato y tú no te hayas enterado. Te preguntas si tu mujer desaparecida puede ser la misma persona de la que está hablando Hong Tae-hee. ¿Cuándo iba a la Casa de la Esperanza? ¿Por qué nunca te dijo nada? Miras la foto de tu mujer del anuncio del periódico que ha traído Hong Tae-hee y entras en tu habitación. Coges un álbum escondido en el fondo de un cajón y arrancas una foto. Tu mujer y tu hija de pie en el embarcadero de una playa, sujetándose la ropa, que flamea con el viento. Tiendes la foto a Tae-hee.

—¿Estás hablando de esta persona?

—¡Oh, es la tía! —exclama Tae-hee alegremente, como si tu mujer estuviera frente a ella.

Tu mujer, entrecerrando los ojos bajo el sol, te mira.

—Has dicho que tenías que leerle… ¿A qué te referías?

—Ella hacía todos los trabajos duros de la Casa de la Esperanza. Lo que más le gustaba era bañar a los niños. Era tan eficiente que, cuando se iba, todo el orfanato relucía de lo limpio que lo había dejado. Cuando yo le preguntaba qué podía hacer para agradecérselo, ella decía que no era nada, pero en cierta ocasión trajo un libro y me pidió que cada día le leyera en voz alta durante una hora. Dijo que era un libro que le gustaba mucho pero que ya no podía leerlo porque tenía mal la vista.

Te quedas callado.

—Es éste.

Miras el libro que Hong Tae-hee saca del bolso. Es de tu hija.

—La escritora es de aquí. He oído decir que fue a la escuela del barrio. Creo que por eso a la tía le gusta. El último libro que le leí también era de esta escritora.

Coges el libro de tu hija. El amor colmado. De modo que tu mujer quería leer las novelas de tu hija… Nunca te lo comentó. Y a ti nunca se te pasó por la cabeza leérselas. ¿Alguien más de la familia está al corriente de que tu mujer no sabe leer? Recuerdas lo dolida que pareció ella, como si la hubieras insultado, el día que te enteraste. Creía que tu comportamiento con ella —marcharte de casa cuando eras más joven, gritarle a veces, responder con rudeza a sus preguntas con un «¿Por qué quieres saberlo?»— se debía a que la mirabas por encima del hombro debido a su analfabetismo… Ésa no era la razón por la que actuabas así, pero cuanto más lo negabas, más se convencía ella de que era cierto. Te preguntas si, inconscientemente, la mirabas por encima del hombro, como ella se obstinaba en creer. No tenías ni idea de que una desconocida leía a tu mujer las novelas de Chi-hon. Cuánto debía de haberle costado ocultar a esa joven que no sabía leer. Tu mujer, que deseaba desesperadamente leer las novelas de Chi-hon, no podía desvelar que la escritora era su hija, de modo que, con el pretexto de tener mal la vista, le había pedido que se las leyera en voz alta. Te escuecen los ojos. ¿Cómo pudo contenerse de presumir de hija ante esa joven?

—Qué mala persona.

—¿Cómo dice? —Hong Tae-hee te mira sorprendida.

«Si tan desesperada estaba por leer sus libros, podría haberme pedido a mí que se los leyera». Te frotas la cara, seca y áspera, con las manos. Si tu mujer te hubiera pedido que le leyeras esa novela, ¿se la habrías leído? Antes de que desapareciera, pasabas los días sin pensar en ella. Cuando lo hacías era para pedirle algo, echarle la culpa de algo o ignorarla. Los hábitos pueden ser terribles. Hablabas educadamente con los demás, pero tus palabras se volvían hoscas cuando te dirigías a tu mujer. A veces hasta la maldecías. Actuabas como si fuera superior a tus fuerzas hablar con ella con educación. Eso es lo que hacías.

—Ya estoy aquí —murmuras hacia la casa vacía en cuanto Hong Tae-hee se va.

Lo único que querías era largarte de esta casa… cuando eras joven, después de casarte y después incluso de tener a tus hijos. Qué aislado te sentiste cuando comprendiste que ibas a pasarte la vida en esta casa, en esta aburrida ciudad del sur del país, en el mismo lugar donde habías nacido. Cuando eso ocurrió, te fuiste sin decir nada y deambulaste por el país. Pero regresaste con los ritos ancestrales, como si obedecieras órdenes genéticas. Luego te marchaste otra vez y sólo regresaste a rastras cuando caíste enfermo. Un día, después de recuperarte de alguna enfermedad, aprendiste a montar en motocicleta. Volviste a irte de casa, y llevabas de paquete a una mujer que no era tu esposa. A veces creías que nunca volverías. Querías forjarte otra vida, olvidar esta casa y establecerte por tu cuenta. Pero no conseguías aguantar más de tres estaciones lejos de aquí.

Cuando las cosas que te resultaban desconocidas lejos de casa se convirtieron en algo común, todo lo que tu mujer cultivaba y criaba flotó ante tus ojos: cachorros, pollos, patatas que nunca parabas de desenterrar… y tus hijos.

Antes de que la perdieras de vista en la estación de metro de Seúl, tu mujer sólo había sido para ti la madre de tus hijos. Hasta que te diste cuenta de que quizá ya no volverías a verla, era como un árbol firme… un árbol que no desaparecería hasta que no lo talaran o lo arrancaran. Después de que la madre de tus hijos desapareciera, comprendiste que era tu mujer quien había desaparecido. Tu mujer, a quien habías olvidado durante cincuenta años, estaba presente en tu corazón. Sólo después de que desapareciera se hizo tangible para ti, como si pudieras alargar una mano y tocarla.

Hasta ahora no te habías dado cuenta realmente del estado en que se encontraba tu mujer en los dos o tres últimos años. Sumida en el aturdimiento, se sorprendía a sí misma sin recordar nada. A veces se sentaba en una calle que conocía de sobra porque era incapaz de encontrar el camino a casa. Miraba con expresión interrogante un tarro o una jarra que llevaba cincuenta años utilizando. ¿Para qué sirve esto? Se volvió descuidada en las tareas domésticas; por toda la casa había pelusa sin barrer. A veces no era capaz de seguir el argumento de la teleserie que veía todos los días. Se olvidaba de la canción que llevaba décadas cantando, la que empezaba con: «Si me preguntas qué es el amor…». A veces tu mujer parecía que no se acordaba de quién eras. Tal vez ni siquiera sabía quién era ella.

Pero no había sido así siempre.

Tu mujer se acordaba de algún detalle, como si hubiera recuperado algo que se estaba evaporando. Un día comentó que en cierta ocasión envolviste dinero en papel de periódico y encajaste el fajo en el quicio de la puerta antes de irte. Te dijo que, aunque entonces se calló, agradeció que le hubieras dejado esos billetes. No sabía cómo se las habría arreglado si no hubiera descubierto ese dinero envuelto en papel de periódico. En otra ocasión te recordó que teníais que haceros un nuevo retrato de familia porque en el más reciente no salía el bebé de tu hija pequeña, que había nacido en Estados Unidos.

Sólo ahora te das dolorosamente cuenta de que cerraste los ojos ante la confusión de tu mujer.

Cuando tu mujer tenía jaqueca y perdía el conocimiento, pensabas que estaba dormida; te molestaba que se tumbara con un paño enrollado alrededor de la cabeza y se pusiera a dormir en cualquier parte. Cuando se ponía nerviosa porque no podía abrir la puerta, le decías que mirara por dónde iba. Tú, que nunca te habías parado a pensar que tenías que cuidarla, no atinabas a comprender lo confusa que se había vuelto su noción del tiempo. Cuando preparaba alguna bazofia, la echaba al comedero de la pocilga vacía, se sentaba al lado, gritaba el nombre de la cerda que habíais tenido cuando erais jóvenes y decía: «Esta vez ten tres cerditos, no sólo uno… Sería tan bonito…», creías que bromeaba. Hacía mucho tiempo esa cerda había tenido una camada de tres crías. Tu mujer las vendió para comprar una bicicleta a Hyong-chol.

—¿Estás en casa? ¡Ya estoy aquí! —gritas hacia la casa vacía, y te detienes para escuchar.

Esperabas que tu mujer contestara: «¡Has vuelto!», pero la casa continúa en silencio. Cuando volvías y gritabas: «¡Ya estoy aquí!», tu mujer asomaba la cabeza de donde estuviera.

Tu mujer no se cansaba de reprenderte: «¿Por qué no dejas de beber? Podrías vivir sin mí, pero no puedes vivir sin alcohol. ¡Los niños me dicen que están preocupados por ti y tú sigues sin dejar esa costumbre!». Continuaba reprendiéndote aun mientras te tendía un vaso de té de uva japonés. «Si vuelves borracho a casa otra vez, te dejaré. ¿No te dijo el médico del hospital que el alcohol era lo peor para ti? ¡Si quieres dejar de ver este bonito mundo, sigue bebiendo!».

Así se desesperaba tu mujer cuando salías a comer con tus amigos y te tomabas unas copas, como si todo su mundo se hubiera trastocado. Nunca imaginaste que un día echarías de menos esas reprimendas que te entraban por un oído y te salían por el otro.

Pero no oyes nada, y eso que después de bajar del tren hiciste una parada en un restaurante donde sirven caldo de morcilla y te tomaste una copa con la esperanza de oír sus quejas cuando entraras en casa.

Miras la caseta del perro, junto a la verja del patio lateral. Cuando se murió el viejo perro, tu mujer se sintió sola y tú fuiste a la ciudad y volviste con otro. El perro debería hacer algún ruido, pero el silencio en la casa es absoluto. No ves la cadena por ninguna parte; tu hermana, cansada de tener que ir hasta allí para llevarle la comida, debe de habérselo llevado. En lugar de cerrar la verja, la dejas de par en par; entras en el patio y te sientas en el porche. Cuando tu mujer iba sola a Seúl, te sentabas a menudo en el porche, igual que ahora. Tu mujer te llamaba desde allí para preguntarte: «¿Has comido?», y tú a tu vez le preguntabas: «¿Cuándo vas a volver?». «¿Por qué? ¿Me echas de menos?». «No —decías tú—, no te preocupes por mí. Quédate todo el tiempo que quieras esta vez». Pero daba igual lo que dijeras; después de oírte preguntar «¿Cuándo vas a volver?», ella regresaba, fuera cual fuese el motivo que la había llevado a Seúl. Cuando la reprendías: «¿Por qué has vuelto tan pronto? ¡Te dije que te quedaras todo lo que quisieras!», tu mujer respondía: «¿Crees que he vuelto por ti? He venido para dar de comer al perro», y te lanzaba una mirada furiosa.

* * *

Volvías a casa por todo lo que tu mujer cultivaba y criaba, aunque volver a casa significara desprenderte de todo lo que habías obtenido en distintos lugares. Cuando cruzabas esta verja, tu mujer estaba desenterrando unos ñames o haciendo levadura con una toalla sucia enrollada en la cabeza mientras observaba a Hyong-chol sentado ante su escritorio. A tu hermana le gustaba decir que tus inclinaciones nómadas eran el resultado de tu costumbre juvenil de no dormir en casa para evitar que te llamaran a filas. Sin embargo, una vez fuiste a la comisaría porque estabas cansado de esconderte. Te sacó tu tío, un detective que sólo tenía cinco años más que tú. «Aunque nuestra familia esté arruinada —dijo—, el primogénito del primogénito tiene que sobrevivir». A pesar del declive de la familia, tenías que sobrevivir para mantener la tumba familiar y supervisar los ritos ancestrales. Pero, a los ojos de tu tío, eso no era motivo suficiente para poner un dedo debajo del cortapajas y perder un nudillo: no eras tú sino tu mujer quien cuidaba de la tumba familiar y se ocupaba de los ritos ancestrales cada estación. ¿Era ése el motivo? ¿Te convertiste en un vagabundo porque te viste obligado a marcharte de casa y a dormir a la intemperie cubierto de rocío? Es posible. La costumbre de dormir en la calle podría haber explicado tus escapadas. Cuando dormías bajo techo, te angustiaba que alguien entrara por la verja y te agarrara. Una vez incluso saliste corriendo en medio de la noche como si alguien te persiguiera.

Una noche de invierno regresaste a casa y descubriste que tus hijos habían crecido de golpe. Dormían acurrucados todos juntos porque fuera hacía mucho frío. Tu mujer cogió un cuenco de arroz que había dejado en el rincón más caldeado de la habitación y puso delante de ti una mesa pequeña cubierta con un mantel. Esa noche hubo tormenta de nieve. Tu mujer tostó hojas de algas en el brasero. El olor del aceite de perilla despertó a tus hijos, quienes, uno tras otro, se apiñaron alrededor de ti. Envolviste un poco de arroz en una hoja de alga y lo pusiste en la boca de cada niño. En la boca de tu hijo mayor, en la boca del segundo, en la boca de tu hija mayor. Antes de que llegaras a tu hija pequeña, Hyong-chol ya estaba esperando más. Comían tan deprisa que no dabas abasto preparando los bocados de arroz. El apetito de tus hijos te asustó. Te preguntaste qué ibas a hacer con todos ellos. Fue entonces cuando decidiste que debías olvidarte del mundo exterior, que no podías volver a irte de esta casa.

* * *

—¡Ya estoy aquí!

Abres la puerta del dormitorio. Está vacío. Hay unas pocas toallas en una esquina; tu mujer las dejó allí antes de que os fuerais juntos a Seúl. El resto del agua con que tomaste tus pastillas esa mañana se ha evaporado del vaso que dejaste en el suelo. El reloj de pared marca las tres de la tarde y la sombra del bambú entra en la habitación, que da al patio trasero.

—He dicho que ya estoy aquí —te dices a ti mismo, con los hombros hundidos, en la habitación vacía.

¿En qué estabas pensando cuando no hiciste caso a tu hijo, que no quería que volvieras solo, y cogiste el tren a casa? En un pequeño rincón de tu corazón persistía la esperanza de que, cuando entraras y gritaras: «¿Estás en casa? ¡Ya estoy aquí!», tu mujer te recibiría como en los viejos tiempos: «¡Ya estás aquí!», tal vez mientras limpiaba las habitaciones, troceaba verduras en el cobertizo o lavaba arroz en la cocina. Pensaste que podía suceder. Pero no hay nadie. La casa, después de estar tanto tiempo vacía, parece desierta.

Te levantas y abres todas las puertas.

—¿Estás ahí? —preguntas en cada una.

Abres la puerta de tu dormitorio, la de la habitación de invitados, la de la cocina y la del cuarto de la caldera. Es la primera vez que buscas a tu mujer con tanta desesperación. ¿Te buscaba ella así cada vez que te ibas de casa? Parpadeas y abres la ventana de la cocina para mirar en el cobertizo.

—¿Estás ahí?

Pero sólo ves la tarima vacía.

A veces te quedabas ahí parado y observabas a tu mujer trajinar en el cobertizo, y ella miraba en tu dirección aunque no la llamaras y preguntaba: «¿Qué? ¿Necesitas algo?». Y tú preguntabas: «¿Dónde están mis calcetines? Quiero ir a la ciudad». Y ella se quitaba rápidamente los guantes y entraba a buscarlos.

Te quedas mirando el cobertizo vacío y murmuras:

—Eh… tengo hambre. Quiero comer algo.

Cuando decías que querías comer algo, tu mujer dejaba de inmediato lo que estuviera haciendo y, aunque hubiera estado cortando pimientos, doblando hojas de sésamo o salando coles, te decía: «He cogido unas fatsia en las colinas. ¿Quieres tortas de fatsia? ¿Te apetecen?». ¿Por qué no eras consciente entonces de que tenías una vida tranquila y afortunada? ¿Cómo es que recibías todo lo que tu mujer hacía por ti como si fuera lo más natural y tú ni siquiera le preparaste nunca una sopa de algas? Un día tu mujer volvió del pueblo y dijo: «¿Sabes el carnicero del mercado que te cae tan bien? Pues hoy pasaba por delante de su puesto cuando su mujer me ha llamado, de modo que me he detenido y me ha ofrecido una sopa de algas, y cuando le he preguntado: “¿Qué celebramos?”, me ha respondido que era su cumpleaños y que su marido le había preparado la sopa por la mañana». Tú la escuchabas, y ella añadió: «No estaba especialmente sabrosa. Pero por primera vez he tenido envidia de la mujer del carnicero».

«¿Dónde estás…?». Si tu mujer volviera, no sólo le prepararías sopa de algas sino también tortitas. «¿Me estás castigando…?». Hay charcos de agua en tus ojos.

Te ibas de casa cuando querías y volvías cuando te daba la gana; nunca se te ocurrió pensar que tu mujer se iría de verdad.

* * *

Sólo después de que tu mujer desapareciera recordaste la primera vez que la viste. Fue después de que las familias acordaran que los dos os casaríais, antes de que os conocierais. La guerra había terminado gracias a un alto al fuego firmado entre el comandante de las Naciones Unidas y el comandante comunista de Panmunjom, pero el mundo estaba más agitado que durante la guerra. En aquella época, por las noches, muchos soldados de Corea del Norte salían hambrientos de sus escondites en las colinas y saqueaban los pueblos. En cuanto caía la tarde, los padres con hijas en edad casadera se apresuraban a esconderlas. Corría el rumor de que los soldados de las colinas se llevaban a las mujeres jóvenes de los pueblos. Los había que cavaban hoyos cerca de las vías del tren y escondían allí a sus hijas. Otros se apiñaban todos juntos en la misma casa. Algunos se apresuraron a casar a sus hijas. Tu mujer había vivido en Chinmoe desde que nació hasta que se casó contigo. Tenías veinte años cuando tu hermana te dijo que ibas a casarte con una joven de Chinmoe en menos de un mes. Te explicó que era una joven cuyo horóscopo congeniaba perfectamente con el tuyo. Chinmoe. Era un pueblo de montaña que quedaba a unos diez ri de tu pueblo. En aquella época era habitual contraer matrimonio con alguien a quien no habías visto nunca. La ceremonia se celebraría en el patio de la casa de la joven en octubre, poco después de recoger los tallos de los arrozales. Cuando se fijó la fecha de la ceremonia, la gente te tomaba el pelo cada vez que sonreías; decían que debías de estar contento de casarte. A ti la idea ni te gustaba ni te dejaba de gustar. Como tu hermana hacía todas las tareas domésticas en tu casa, todos decían que debías darte prisa en buscar esposa. Tenía sentido, pero se te ocurrió que no podrías vivir con una mujer a la que nunca habías visto.

Nunca quisiste vivir toda tu vida trabajando la tierra en este pueblo. En una época en que había tan poca mano de obra disponible que hasta los niños iban a los campos, tú vagabas por el pueblo con tus amigos. Hiciste planes de fugarte y abrir una cervecería en una ciudad con dos amigos. No pensabas en la boda sino en cómo reunir el dinero para abrir la cervecería; así pues, ¿qué fue lo que hizo que encaminaras tus pasos hacia Chinmoe?

Tu prometida vivía en una casa de campo con un bosque de bambú en la parte de atrás y caquis maduros que colgaban de un árbol en una esquina. Llevaba una blusa de algodón y estaba sentada en el porche bordando un fénix en un bastidor. La luz brillante se reflejaba en el tejado y en el patio, pero la expresión de la joven era sombría. De vez en cuando levantaba la vista hacia el cielo despejado de otoño y estiraba el cuello. Observó unos gansos que volaban en hilera hasta que desaparecieron. Luego se levantó y salió de la casa. Sin que nadie te viera, la seguiste hasta los campos de algodón. Tu futura suegra estaba acuclillada recogiendo algodón.

—¡Mamá! —la llamó la joven.

—¿Qué? —respondió tu futura suegra, sin mirarla.

Y siguió recogiendo algodón. El algodón blanco danzaba en el aire fresco. Estabas a punto de dar media vuelta, pero algo hizo que te acercaras más y te escondieras entre los copetes blancos.

—¡Mamá! —gritó de nuevo la joven.

—¿Qué? —respondió tu futura suegra, sin mirar.

—¿Tengo que casarme?

Aguantaste la respiración.

—¿Qué?

—¿No puedo quedarme a vivir aquí contigo?

Las flores de algodón se agitaban en la brisa.

—No.

—¿Por qué no? —En la voz de la joven había dolor.

—¿Quieres que se te lleven los hombres de las montañas?

Tu prometida guardó silencio un momento, luego se desplomó en el campo de algodón y, con las piernas estiradas, se echó a llorar. Ya no era la joven recatada y acicalada a la que habías visto bordando en el porche de la casa. Lloraba con tanta pena que, al verla, a ti también te entraron ganas de llorar. Entonces tu futura suegra salió del campo de algodón y se acercó a ella.

—Escucha, te sientes así porque todavía eres muy joven. Si no fuera por la guerra, te quedarías unos años más conmigo. Pero ¿qué podemos hacer si el mundo se ha vuelto tan aterrador? Casarse no es algo malo. Es algo que no puedes evitar. Naciste en las montañas y no pude llevarte a la escuela. Si no te casas, ¿qué será de ti? Cuando comparé tu horóscopo con el del novio, vi que seríais muy afortunados. No perderás ningún hijo y tendrás muchos, y todos crecerán y saldrán adelante. ¿Qué más quieres? Viniste al mundo como ser humano, y tienes que vivir feliz con tu compañero. Has de tener tus hijos, amamantarlos y criarlos. Deja de llorar, deja de llorar. Te haré unas mantas del más puro algodón.

La joven siguió llorando ruidosamente y tu futura suegra le dio unas palmaditas en la espalda.

—Para, para de llorar…

Pero tu prometida no paró y tu futura suegra también se echó a llorar.

Si no hubieras visto por pura casualidad a las dos mujeres llorando abrazadas en el campo de algodón, es posible que te hubieses marchado en octubre. Pero cuando pensabas en esa joven bordando en el porche, en la joven que había llamado a gritos a su madre en el campo de algodón, y en que algún soldado podía llevársela a las montañas sin dejar rastro, ya no podías marcharte.

* * *

Cuando volviste a la casa vacía después de que desapareciera tu mujer, dormiste durante tres días seguidos. En la casa de Hyong-chol no conseguías conciliar el sueño; por la noche te tumbabas y cerrabas los ojos. Tenías el oído tan aguzado que tus ojos se abrían al instante si alguien salía de la habitación de enfrente para ir al cuarto de baño. Durante las comidas te sentabas a la mesa por respeto a los demás, aunque no tuvieras hambre, pero en tu casa vacía no comiste nada y dormiste como un muerto.

Creías que no querías mucho a tu mujer porque te casaste con ella después de haberla visto sólo una vez, pero cada vez que te ibas de casa y pasabas un tiempo fuera, ella reaparecía en tus pensamientos. Las manos de tu mujer eran capaces de criar cualquier vida. Tu familia nunca había tenido mucha suerte con los animales. Antes de que tu mujer entrara a formar parte de ella, todos los perros que habíais tenido habían muerto antes de daros una camada. Comían raticida y se caían por el retrete. Una vez, sin que nadie se diera cuenta, el perro se coló en el sistema de calefacción de debajo del suelo, tú te diste cuenta de que olía chamuscado, lograste abrirlo y lo sacaste muerto. Tu hermana decía que tu familia no debería tener perro, pero tu mujer llegó de la casa de los vecinos con un cachorro recién nacido; le tapaba los ojos con una mano. Creía que los perros eran tan listos que, si no les tapabas los ojos cuando te los llevabas, volvían con su madre. Dio de comer al cachorro debajo del porche, y éste creció y tuvo cinco o seis crías. A veces había hasta dieciocho cachorros acurrucados debajo del porche. En primavera tu mujer camelaba a las gallinas para que incubaran los huevos y lograba que criaran treinta o cuarenta pollos, sin contar con los que capturaba algún milano negro. Cuando tu mujer esparcía semillas en el huerto, las hojas verdes brotaban con furia; tardaban menos en salir que ella en arrancar los brotes tiernos para comerlos. Plantaba y cosechaba patatas, zanahorias, ñames. Cuando plantó berenjenas de semillero, colgaron por todas partes durante el verano y entrado el otoño. Todo lo que tocaba tu mujer crecía con abundancia. No tenía tiempo para quitarse de la cabeza la toalla empapada en sudor. En cuanto asomaban las malas hierbas en los campos, sus manos las arrancaban, y cortaba las sobras de la mesa en pequeños trozos y las echaba a los cachorros. Atrapaba ranas, las hervía y hacía puré para las gallinas, y recogía los excrementos de los pollos y los enterraba en el huerto, una y otra vez. Todo lo que tocaba tu mujer se volvía fértil y florecía, crecía y daba fruto. Su don era tal que hasta tu hermana, que no se cansaba de encontrarle defectos, la llamaba y le pedía ayuda para sembrar sus campos y plantar pimientos.

* * *

El tercer día que pasas en casa, te despiertas en medio de la noche y te quedas quieto, mirando el techo. ¿Qué es eso…? Tienes la mirada clavada en una caja con el símbolo del yin y el yang que hay encima del armario y te apresuras a levantarte. Te asalta el recuerdo de un día en que tu mujer se despertó al amanecer y te llamó. No respondiste, aunque estabas despierto, porque no querías que te molestara.

—Debes de estar dormido —dijo, y soltó un suspiro—. No vivas más que yo, por favor.

Permaneciste quieto.

—Tengo tu sudario preparado. Está en esa caja del yin y el yang que hay encima del armario. El mío también está allí. Si yo me voy primero, no te asustes. Cógelo. He derrochado un poco. Los he hecho con el mejor cáñamo. Me dijeron que ellos mismos lo habían plantado y tejido. Te quedarás asombrado cuando lo veas… Es precioso.

Tu mujer murmuraba como si pronunciara un encantamiento, aunque no sabía si escuchabas.

—Cuando la tía Tamyang murió, su marido se bañó en lágrimas. Dijo que la tía, antes de morir, le había hecho prometer que no le compraría un sudario caro. Le contó que se había planchado el hanbok de la boda y le había pedido que se lo pusiera cuando la mandara al otro mundo. Dijo que lamentaba irse primero, sin ver siquiera cómo se casaba su hija, y que no debía gastar dinero en ella. El tío Tamyang se inclinó hacia mí mientras me lo explicaba y lloró tanto que me dejó la ropa empapada. Me dijo que sólo la había hecho trabajar mucho, y que no era justo que se muriera ahora que ya no pasaban tantas estrecheces, y que ella le había hecho prometer que no le compraría un vestido bonito ni siquiera cuando muriera. Yo no quiero hacer eso. Quiero llevar ropa bonita. ¿Quieres verla?

Como no te moviste, tu mujer volvió a suspirar profundamente.

—Tú deberías irte antes que yo. Creo que eso sería lo mejor. Dicen que las personas venimos a este mundo siguiendo un orden y nos vamos sin orden, pero deberíamos irnos en el mismo orden en que llegamos. Como tú eres tres años mayor que yo, deberías irte tres años antes. Si eso no te gusta, vete tres días antes. Yo seguiría viviendo en esta casa, y si no pudiera arreglármelas sola, me iría a casa de Hyong-chol y les echaría una mano pelando ajos y lavando. Pero ¿qué harías tú? No sabes hacer nada. Toda la vida te ha atendido alguien. Lo estoy viendo. A nadie le gusta que un viejo callado y maloliente ocupe una habitación. Ahora somos una carga para nuestros hijos, no servimos para nada. La gente dice que se sabe en qué casa vive un viejo porque el olor llega hasta la calle. Una mujer sabe arreglárselas, pero un hombre que vive sólo se vuelve patético. Por mucho que quieras tener una larga vida, no vivas más que yo. Te daré un buen entierro y te seguiré…, puedo hacerlo. Subes a una silla para coger la caja que hay encima del armario. En realidad son dos cajas. Por el tamaño, parece que la de delante es la tuya y la de detrás la de tu mujer. Son mucho más grandes de lo que te pareció cuando estabas tumbado. Ella dijo que no había visto una tela más bonita en toda su vida, que había ido muy lejos para comprarla. Abres la caja y ves ropa de cáñamo, un sudario envuelto en un algodón de un blanco deslumbrante. Deshaces todos los nudos. El cáñamo para cubrir el colchón, cáñamo para cubrir la manta, cáñamo para envolver los pies, cáñamo para envolver las manos, todo dentro, en orden. «Dijiste que me enterrarías primero y luego me seguirías…». Parpadeas y miras las fundas que deberían envolver los dedos de tus manos y de tus pies, y los de tu mujer, después de morir.

* * *

Dos niñas entran corriendo por la verja lateral y se acercan a ti gritando:

—¡Abuelo!

Son las hijas de Tae-sop, que viven cerca del arroyo. Enseguida te dejan para explorar la casa. Deben de estar buscando a tu mujer. Tae-sop, que tiene un restaurante chino en Taejon, dejó a sus dos hijas con su anciana madre, tan anciana que apenas podía cuidar de sí misma, y nunca regresó. Tal vez no le fue muy bien. Tu mujer, cuando veía a las niñas, siempre chasqueaba la lengua y decía: «Aunque Tae-sop sea como es, ¿qué clase de persona es su mujer para hacer algo así?». Los vecinos murmuraban que la mujer de Tae-sop había huido con el cocinero del restaurante. Tu mujer, no su abuela, era quien se ocupaba de que las niñas comieran. Una vez vio que no habían comido y se las llevó a casa para darles de desayunar; a la mañana siguiente las niñas volvieron con cara soñolienta. Tu mujer puso dos cucharas más en la mesa y las sentó; después de eso, las niñas iban cada día a la casa a las horas de comer. A veces llegaban antes de que la comida estuviera lista, entonces se tumbaban boca abajo a jugar, y cuando la mesa estaba puesta, se acercaban corriendo y se sentaban. Se llenaban la boca como si no fueran a ver comida nunca más. Tú te quedabas pasmado, pero tu mujer se ponía de su parte, como si fueran sus nietas secretas, y decía: «Deben de tener mucha hambre para hacer eso. Ahora no es como antes, cuando pasábamos estrecheces… Es bonito tenerlas aquí, así no estamos tan solos». Cuando las niñas empezaron a ir a las horas de todas las comidas, tu mujer preparaba un plato de berenjenas y hacía caballa al vapor incluso por la mañana. Si tus hijos llegaban de Seúl con fruta o un pastel, los guardaba hasta que las niñas asomaban la cabeza por la puerta a eso de las cuatro de la tarde. Las niñas enseguida empezaron a esperar un tentempié, además de las tres comidas, y tu mujer dio por hecho que debía dárselo. No comprendes cómo se las arreglaba para darles de comer cuando Pyong-sik, el dueño de la tienda del pueblo, tuvo que acompañarla un día a casa porque la había encontrado sentada en la parada del autobús sin saber cuál debía coger para volver a casa. O cuando se fue al huerto a coger adlay y Ok-chol la encontró sentada en los campos más allá de las vías del tren. ¿Qué habían comido las niñas en su ausencia? Tú no te acordaste de ellas mientras estuviste en Seúl.

—Abuelo, ¿dónde está la abuela? —te pregunta la niña mayor, después de mirar en el pozo, en el cobertizo y en el patio trasero, y de abrir incluso las puertas de todas las habitaciones.

Es la mayor la que hace la pregunta, pero la pequeña se acerca derecha a ti a la espera de una respuesta. Te entran ganas de preguntar lo mismo. ¿Dónde está realmente? ¿Sigue en este mundo? Les dices que esperen, rascas un poco de arroz del tarro, lo lavas y lo echas en la arrocera eléctrica. Las niñas corren por la casa y abren las puertas de todas las habitaciones. Como si en algún momento tu mujer fuera a salir de una de ellas. Titubeas, no sabes cuánta agua echar porque nunca habías hecho eso antes; añades media taza más y aprietas el interruptor.

Aquel día, en el metro que salió de la estación de Seúl, ¿cuántos minutos tardaste en darte cuenta de que tu mujer no estaba contigo en ese vagón en movimiento? Diste por hecho que había subido detrás de ti. Cuando el metro se detuvo en la estación de Namyong y volvió a ponerse en marcha, se apoderó de ti un terror repentino. Antes de que pudieras examinar siquiera la causa de ese sentimiento, la desesperación por haber cometido un grave error que ya no era posible subsanar te atenazó el alma. El corazón te latía con tanta fuerza que podías oírlo. Temías mirar atrás. En cuanto te volviste, golpeando sin querer el hombro de la persona que estaba a tu lado, y se confirmó que habías dejado a tu mujer en la estación de Seúl, que te habías subido al metro y éste había salido sin ella, comprendiste que tu vida había sufrido un daño irreparable. No tardaste ni un minuto en darte cuenta de que tu vida se había descarrilado debido a tus rápidos andares, debido a tu costumbre de caminar siempre delante de tu mujer durante todos esos años de matrimonio, primero cuando eras joven, y luego ya mayor, así durante cincuenta años. Si en el momento en que subías al vagón te hubieras vuelto para asegurarte de que te seguía, ¿habrían acabado así las cosas? Los comentarios que tu mujer hizo durante años… tu mujer, que siempre se quedaba atrás cuando ibais juntos a alguna parte, te seguía con la frente perlada de sudor y gruñía a tus espaldas: «Podrías ir un poco más despacio, a mi ritmo… ¿Qué prisa tenemos?», y que, si por fin te parabas para esperarla, sonreía avergonzada y decía: «Voy demasiado despacio, ¿verdad?».

Te decía: «Lo siento, pero ¿qué diría la gente si nos viera? Si nos vieran, a nosotros que vivimos juntos, caminar uno siempre tan delante y el otro tan atrás, pensarían: “Esos deben de odiarse tanto que no pueden andar el uno al lado del otro”. No es bueno causar esta impresión. No te cogeré de la mano ni nada parecido, pero ve un poco más despacio. ¿Qué harás si me pierdes de vista?».

Debía de saber que pasaría eso. Lo que más veces te repitió tu mujer desde que la conociste a los veinte años fue que caminaras más despacio. ¿Por qué no le hiciste caso si se pasó toda la vida pidiéndotelo? Te parabas y la esperabas, pero nunca caminabas a su lado como ella quería… ni una sola vez.

Desde que tu mujer desapareció, cada vez que piensas en tus rápidos andares te parece que el corazón te va a estallar.

Toda tu vida has caminado delante de tu mujer. A veces doblabas una esquina sin siquiera mirar atrás. Cuando tu mujer te llamaba, gruñías preguntándole por qué caminaba tan despacio. Y así pasaron cincuenta años. Cuando la esperabas, ella se detenía a tu lado, con las mejillas encendidas, y decía con una sonrisa: «De todos modos, me gustaría que fueras más despacio». Diste por hecho que así sería el resto de vuestra vida.

Pero desde aquel día en que abandonaste la estación de Seúl a bordo del vagón de metro, ese día que ella estaba sólo unos pasos detrás de ti, tu mujer no te ha alcanzado.

Levantas una pierna, la que te han operado de artritis, y la apoyas en la barandilla del porche mientras observas cómo las niñas devoran el arroz poco cocido con sólo kimchi para acompañar. Después de la operación, se acabaron los dolores y los problemas de circulación, pero no puedes doblar la pierna izquierda.

—¿Quieres que te ponga una compresa caliente?

Casi puedes oír a tu mujer preguntártelo. Sus manos moteadas de oscuras manchas de sol, sus manos que ponían una olla con agua a hervir, sumergían una toalla en el agua caliente y te la ponían sobre la rodilla aunque no respondieras. Cada vez que veías sus manos amorfas apretando la toalla sobre tu rodilla, esperabas que viviera al menos un día más que tú. Esperabas que, al morir, las manos de tu mujer te cerraran los ojos, te lavaran el cuerpo ya frío frente a tus hijos y te pusieran el sudario.

—¿Dónde estás? —gritas a tu mujer desaparecida, a la que se quedó atrás, en cuanto se van las niñas después de comer, con una pierna apoyada en el porche de la casa vacía.

Gritas tratando de no sucumbir a los sollozos que han estado trepando por tu garganta desde que tu mujer desapareció. No podías gritar ni llorar delante de tus hijos ni tus nueras, pero ahora, debido a la rabia o lo que sea que sientes, las lágrimas se deslizan por tus mejillas, incontenibles. Lágrimas que no brotaron cuando tus vecinos enterraron a tus padres, que murieron con sólo dos días de diferencia cuando el cólera hizo estragos en el pueblo. No tenías ni diez años y no pudiste llorar aunque querías. Después del entierro, bajaste de la montaña tiritando de frío y miedo. Lágrimas que no rodaron por tu cara durante la guerra. Tu familia tenía una vaca. De día, mientras los soldados surcoreanos estaban apostados en tu pueblo, arabas los campos con esa vaca. En esa época, los soldados norcoreanos bajaban de las montañas al amparo de la noche y se llevaban a personas y vacas. Cuando se ponía el sol, ibas a la ciudad con la vaca, la atabas junto a la comisaría y dormías apoyado en el estómago del animal. Al amanecer regresabas al pueblo con ella y arabas los campos. Una noche no fuiste a la comisaría porque creías que los soldados norcoreanos habían abandonado la región, pero mientras dormías invadieron el pueblo y trataron de llevarse al animal. No soltaste a la vaca, aunque te dieron patadas y te golpearon. Corriste tras ella, apartaste de un empujón a tu hermana, que intentaba impedírtelo, y cuando te golpearon con la culata de un rifle, no lloraste. Tú, que no derramaste una sola lágrima cuando te tiraron con otros aldeanos a un arrozal anegado, acusado de reaccionario porque tu tío era detective; tú, que no lloraste cuando una flecha de bambú se te clavó en el cuello… estás llorando desconsoladamente. Te das cuenta de lo egoísta que eras al desear que tu mujer te sobreviviera. Y que fue tu egoísmo lo que te hizo pasar por alto que estaba gravemente enferma. En un rincón de tu corazón debías de saber que tu mujer, que a menudo parecía dormir cuando llegabas a casa por la noche, sólo tenía los ojos cerrados porque el dolor de cabeza era demasiado fuerte. Simplemente no le dabas muchas vueltas. En algún momento te diste cuenta de que tu mujer salía para dar de comer al perro pero en cambio se encaminaba hacia el pozo, o que salía de casa pero al llegar a la verja se detenía en seco porque no se acordaba de adónde iba, hasta que se rendía y volvía a entrar. Te limitaste a observarla cuando entraba a rastras en la habitación, lograba con gran esfuerzo encontrar una almohada, y se echaba con el entrecejo fruncido.

Siempre eras tú el que se quejaba de alguna dolencia y tu mujer la que te cuidaba. Cuando ella alguna vez te decía que le dolía el estómago, tú eras la clase de persona que replicaba: «Y a mí la espalda». Si caías enfermo, tu mujer te ponía una mano en la frente, te frotaba el estómago, iba a la farmacia para comprar medicinas y te preparaba potaje de judías mungo. Pero cuando ella no se encontraba bien, te limitabas a decirle que se tomara algo.

Te das cuenta de que nunca le ofreciste a tu mujer un vaso de agua tibia cuando no podía retener los alimentos durante días, con el estómago revuelto.

Todo empezó cuando vagabas por el país empeñado en tocar los tambores tradicionales. Dos semanas después volviste a casa y tu mujer acababa de dar a luz a tu hija. Tu hermana, que la había asistido, dijo que había sido un parto fácil, pero tu mujer tenía diarrea. Tan fuerte que estaba pálida y los pómulos se le marcaban mucho a pesar de que acababa de tener un bebé. Su estado no mejoraba. Te pareció que no se curaría a menos que hicieras algo. Diste dinero a tu hermana para que comprara un remedio de medicina china.

Sentado en el porche de la casa vacía, lloras cada vez más.

De pronto caes en la cuenta de que ésa fue la única vez que compraste un medicamento para tu mujer. Tu hermana compró tres paquetes del remedio chino, lo hirvió y se lo dio. Después, cuando tu mujer tenía problemas de estómago, siempre decía: «Si hubiera tenido otros dos paquetes del remedio chino me habría curado».

A tus parientes les gustaba tu mujer. Cuando iban a veros, tú te limitabas a decirles «hola» cuando llegaban y «adiós» cuando se marchaban, pero tus numerosos parientes iban a tu casa por tu mujer. Todo el mundo decía que su comida rebosaba cariño. Aunque simplemente fuera al huerto a buscar verduras para hacer sopa de pasta de judías y un plato de col salada, la gente lo devoraba todo con avidez y elogiaba la sopa de pasta de judías y la col salada. Tus sobrinos pasaban con vosotros las vacaciones escolares y, cuando se iban, decían que habían engordado tanto que no podían abrocharse el uniforme. Todo el mundo decía que el arroz de tu mujer engordaba. Cuando tus vecinos y tú plantabais arroz en tus arrozales, y tu mujer les llevaba pez sable con arroz y patatas nuevas para almorzar, todos dejaban de trabajar para llenarse la boca de comida. Incluso la gente que pasaba por ahí se detenía a comer. Los vecinos se peleaban por ayudar en tus campos. Decían que cuando comían la comida de tu mujer, se quedaban tan ahítos que podían hacer el doble de trabajo hasta que volvían a tener hambre. Si un vendedor de melones o de ropa se asomaba por la verja mientras comíais, tu mujer era la clase de persona que lo invitaba a sentarse y comer. Tu mujer, que compartía alegremente la comida con los desconocidos, se llevaba bien con todo el mundo menos con tu hermana.

Cuando tu mujer tenía problemas de estómago, se quejaba como si el agravio hubiera ocurrido el día anterior. «Me habría ido tan bien tomar dos paquetes más del remedio chino… Hasta tú dijiste que necesitaba dos dosis más porque acababa de dar a luz y tenía que recuperarme. Pero tu hermana repuso con cara larga: “¿Para qué quieres más? Ya es suficiente”. Y no me trajo más. Si hubiera tomado otros dos paquetes, ahora no estaría pasando por todo esto». Pero tú no te acordabas de nada. Y aunque ella siempre estaba con la misma cantinela, nunca le compraste el remedio cuando tenía diarrea.

«Debería haber tomado más medicina. Ahora nada me hace efecto». Cuando tu mujer tenía diarrea, dejaba de comer. Tú no entendías cómo alguien podía estar sin comer durante días. Cuando eras joven hacías la vista gorda; sólo cuando te hiciste algo mayor le preguntaste si no debería comer algo. Ella respondió con aire desgraciado: «Los animales no comen cuando están enfermos. Las vacas, los cerdos… cuando están enfermos dejan de comer. También los pollos. El perro no come cuando está enfermo. Si está enfermo, no mira la comida ni aunque le ofrezca algo rico, cava un hoyo delante de la caseta y se tumba encima. Unos días después se levanta y entonces come. Las personas somos iguales. Tengo el estómago mal, y la comida, aunque esté buenísima, dentro de mí es como veneno».

Cuando la diarrea no se le cortaba, molía caquis secos y comía una cucharada. Se negaba a ir al hospital. No hacía caso cuando le decías: «¿Cómo van a curarte unos caquis secos? Ve al hospital, a que te vea el médico, y compra un medicamento en la farmacia». Al final, si insistías, replicaba: «¿No te he dicho que no voy a ir al hospital?», y no dejaba que volvieras a sacar el tema.

Un año te fuiste de casa en verano y cuando volviste en invierno encontraste un bulto en el pecho izquierdo de tu mujer. Le comentaste que no era normal, pero ella ni se inmutó. Sólo cuando el pezón se le hundió y le supuró, la llevaste al hospital de la ciudad, con la toalla de faena todavía enrollada en la cabeza. En el momento no pudieron deciros qué era, pero la examinaron y os dijeron que tardarían diez días en tener los resultados. Tu mujer suspiró. ¿Qué pasó durante esos diez días? ¿Qué estabais haciendo tan importante para que no pudieseis ir a recoger los resultados? ¿Por qué pospusisteis el momento de saber qué le pasaba? Cuando finalmente le salió un absceso en el pezón, cogiste a tu mujer y la llevaste de nuevo al hospital. El médico dijo que tenía cáncer de mama.

«¿Cáncer?». Tu mujer dijo que era imposible: no tenía tiempo para quedarse en la cama enferma, tenía demasiadas cosas que hacer. El médico explicó que tu mujer no encajaba con el perfil de persona con riesgo de contraer cáncer de mama: no había tenido hijos a una edad avanzada, había amamantado a sus cinco hijos, no había tenido el período demasiado joven, pues le vino el mismo año en que se casó contigo, y no comía carne (de hecho, no se la podía permitir). Pero en el pecho izquierdo de tu mujer crecían células cancerígenas. Si hubieras regresado para saber los resultados inmediatamente, no habrían tenido que quitarle el pecho. Después de la operación, con el torso todavía vendado, tu mujer plantó patatas. Al enterrarlas en el campo, que ya no era tuyo porque lo habías vendido para pagar la operación, declaró: «¡Nunca volveré a un hospital!». No sólo se negaba a ir a un hospital, sino que tampoco dejaba que te acercaras a ella.

Poco antes de que fuerais a Seúl para celebrar tu cumpleaños, tu mujer volvió a tener problemas de estómago. Te preocupó que hiciera el viaje encontrándose tan débil, pero ella te pidió que fueras a la ciudad y compraras plátanos, pues había oído hablar de un remedio. Antes de que os fuerais a Seúl, se comió una mezcla de dos caquis secos y medio plátano en tres comidas seguidas. Aunque nunca se había quedado en cama durante más de una semana después de dar a luz, ese problema de estómago la tuvo en cama diez días. Y empezó a olvidar las fechas de los ritos ancestrales. Cuando hacía kimchi, de pronto se detenía y se quedaba ahí sentada mirando el vacío. Si le preguntabas qué pasaba, decía: «No sé si he puesto ajo o no…». Cogía una cazuela llena de pasta de judías fermentadas con las manos desnudas y se quemaba. Tú pensabas: «Ya no es joven». Pensabas: «A mí se me pasan los días sin siquiera acordarme de los tambores tradicionales, que tanto me gustaban. A esta edad nuestro cuerpo ya no responde del mismo modo». Pensabas: «Ya va siendo hora de que algo se estropee». Dabas por sentado que los achaques eran un compañero constante a esa edad y creíste que tu mujer también pasaba por esa fase.

* * *

—¿Estás en casa?

Abres los ojos de golpe al oír la voz de tu hermana. Por un momento crees que es la voz de tu mujer, aunque sabes muy bien que sólo tu hermana se presentaría en tu casa a una hora tan temprana.

—¡Voy a entrar! —grita, y abre la puerta de tu dormitorio.

Lleva una bandeja con un cuenco de arroz y varios platos de acompañamiento, todo cubierto con un trapo blanco. Deja la bandeja en un extremo de la habitación y te mira. Vivió aquí contigo hasta que hace cuarenta años se construyó una casa junto a la carretera nueva, y desde entonces se despierta al amanecer, fuma un cigarrillo, se alisa el pelo, se lo sujeta con una horquilla y se va a tu casa; da una vuelta alrededor a la luz del amanecer y vuelve a la suya. Tu mujer siempre oía los pasos de tu hermana rodeando la casa desde el patio delantero al patio lateral y hasta el trasero. Los pasos de tu hermana eran el sonido que despertaba a tu mujer. Gruñía, se daba la vuelta, murmuraba: «Ha vuelto», y se levantaba. Tu hermana simplemente daba una vuelta alrededor de tu casa y se iba… tal vez quería comprobar que seguía intacta. Cuando era joven perdió a sus dos hermanos mayores al mismo tiempo, luego perdió a sus padres con dos días de diferencia, y durante la guerra casi te perdió a ti. Después de casarse, en lugar de ir ella a la casa de sus suegros, su marido vino a vivir a tu pueblo. La herida de la pérdida de su joven marido en un incendio doméstico poco después de casarse arraigó profundamente en ella y se convirtió en un gran árbol, tan grande que no podía talarse.

—¿Ni siquiera te molestas en dormir en tu estera?

Los ojos de tu hermana, que solían ser feroces y resueltos como los de una joven viuda sin hijos, ahora parecen cansados. Su pelo, pulcramente peinado y sujeto con una horquilla, está totalmente blanco. Es ocho años mayor que tú, pero tiene una postura más erguida. Se sienta a tu lado, saca un cigarrillo y se lo pone entre los labios.

—¿No habías dejado de fumar? —preguntas.

Sin responder, tu hermana lo enciende con un mechero con el nombre de un bar de la ciudad y da una calada.

—El perro está en mi casa. Puedes traértelo si quieres.

—Déjalo allí de momento… Creo que debo volver a Seúl.

—¿Qué vas a hacer?

No contestas.

—¿Por qué has vuelto solo? ¡Deberías haberla encontrado y traído de vuelta!

—Pensé que tal vez me esperaba aquí.

—Si hubiera vuelto, yo te habría llamado inmediatamente, ¿no?

Te quedas callado.

—¿Cómo puedes ser tan inútil? ¿Cómo puede perder un marido a su esposa? ¿Cómo has podido volver aquí como si nada cuando esa pobre mujer está por ahí sola?

Miras a tu hermana de pelo blanco. Nunca la habías oído hablar así de tu mujer. Tu hermana siempre chasqueaba la lengua con desaprobación. Durante los dos años que siguieron a tu boda le dio la lata porque no se quedaba embarazada, pero cuando tu mujer tuvo a Hyong-chol, tu hermana dijo con desdén: «Tampoco es que haya hecho nada del otro mundo». Vivió con tu familia durante los años en que tu mujer tenía que moler el grano en el mortero de madera para todas las comidas y ni una sola vez se ofreció a ayudarla. Pero cuidó de ella cuando dio a luz.

—Quería decirle varias cosas antes de morirme. ¿A quién voy a decírselas ahora si ella no está? —se queja tu hermana.

—¿Qué querías decirle?

—No son sólo un par de cosas…

—¿Te refieres a lo mezquina que eras con ella?

—¿Te dijo ella que era mezquina?

Miras a tu hermana sin reírte siquiera. «¿Me estás diciendo que no lo eras?». Todo el mundo se daba cuenta de que tu hermana se comportaba más como una suegra que como una cuñada. Todo el mundo lo pensaba. Tu hermana no soportaba oír eso. Afirmaba que las cosas debían ser así porque no había ningún mayor en la familia. Es posible.

Tu hermana saca otro cigarrillo de la pitillera y se lo lleva a los labios. Se lo enciendes. La desaparición de tu mujer debe de haberla empujado a fumar otra vez. Aunque te cuesta recordarla sin un cigarrillo en la boca. Lo primero que hace cada mañana cuando se despierta es buscar a tientas uno, y a lo largo de todo el día busca los cigarrillos antes de ponerse a hacer algo, antes de ir a alguna parte, antes de comer, antes de acostarse. En tu opinión, fumaba demasiado, pero nunca le dijiste que lo dejara. En realidad, no podías. Cuando la viste justo después de que su marido muriera en el incendio, estaba mirando fijamente la casa quemada, fumando. Se quedaba ahí sentada, fumando un cigarrillo tras otro, sin llorar ni reír. En lugar de comer o dormir, fumaba. Tres meses después del incendio te llegaba el olor a tabaco antes de acercarte a ella, estaba impregnado en sus dedos.

—Ya no viviré mucho. —Tu hermana decía eso desde que había cumplido los cincuenta—. Todos estos años, la vida que me ha tocado en suerte, me ha parecido especialmente… dura y triste. ¿Qué me queda? No tengo hijos ni nada. Cuando murieron nuestros hermanos pensé que debería haber muerto yo en lugar de ellos, pero luego murieron nuestros padres y, aunque me quedé en estado de shock, pude cuidar de ti y de Kyun. Parecía que nos habíamos quedado solos en el mundo. Y como mi marido murió en ese incendio antes de que pudiera cogerle cariño…, tú no eres sólo mi hermano, también eres mi hijo. Mi hijo y mi amor…

Seguramente era cierto.

Si no, cuando estuviste postrado en cama, medio paralizado por un infarto en la mediana edad, tu hermana no habría cruzado los campos para recoger el rocío de la cosecha en primavera, verano y otoño porque había oído decir que si uno bebía cada día un bol de rocío del amanecer, se curaba. Para llenar un bol de rocío antes de que saliera el sol, se despertaba en medio de la noche y esperaba a que se hiciera de día. Por esa época tu mujer dejó de quejarse de ella y empezó a tratarla con respeto, como si fuera realmente su suegra. «¡No creo que yo pudiera hacer eso por ti!», te decía con una mirada llena de asombro.

—Antes de morir, quería decirle que lamento tres cosas —continúa tu hermana.

—¿Qué cosas?

—Que lamento lo de Kyun…, y la vez que le chillé por talar el albaricoquero…, y no haberle comprado más remedio cuando tuvo problemas de estómago…

Kyun. Guardas silencio.

Tu hermana se levanta y señala la bandeja cubierta con el trapo blanco.

—Ahí te dejo comida. Cómela cuando tengas hambre. ¿Te apetece ahora?

—No, aún no tengo hambre. Acabo de despertarme.

Tú también te levantas. Sigues a tu hermana mientras recorre la casa. La casa, sin los cuidados de las manos de tu mujer, está cubierta de polvo. Tu hermana quita el polvo de las tapas de los tarros al salir por el patio trasero.

—¿Crees que Kyun fue al cielo? —pregunta de pronto.

—¿Por qué hablas de él?

—Kyun también debe de estar buscándola. De pronto lo veo en mis sueños. Me pregunto cómo sería ahora de haber vivido.

—¿Qué quieres decir? Sería viejo, como tú y como yo…

Cuando tu mujer de diecisiete años se casó contigo, que tenías veinte, tu hermano pequeño Kyun hacía sexto. Era un niño inteligente que destacaba entre sus compañeros. Era perspicaz, abierto, guapo y sacaba buenas notas. Cuando la gente pasaba por su lado, se volvía para mirarlo y se preguntaba quién sería la afortunada familia que lo tenía de hijo. Pero, debido a vuestras estrecheces económicas, no pudo seguir estudiando aunque os lo suplicó a tu hermana y a ti. Casi puedes oírlo: «Por favor, mándame a la escuela, hermano. Por favor, mándame a la escuela, hermana». Cada día lloraba a mares pidiéndoos que lo llevarais a la escuela. Aunque habían pasado unos años desde la guerra, vuestra situación era lamentable; erais increíblemente pobres. A veces piensas en esos tiempos como si fueran un sueño. Sobreviviste de milagro después de que te clavaran una lanza de bambú en el cuello, pero te encontrabas en una situación desesperada como primogénito de una gran familia, responsable de dar de comer a todos. Tal vez por eso querías irte de esta casa, por lo difícil que era todo. Era difícil conseguir comida, y más aún llevar a tu hermano a la escuela. Al ver que tu hermana y tú no le hacíais caso, él acudió a tu mujer.

—Por favor, cuñada, mándame a la escuela. Por favor, mándame a la escuela. Te compensaré durante toda mi vida.

Tu mujer te preguntó:

—Si lo desea tan desesperadamente, ¿no deberíamos mandarlo a la escuela como fuera?

—¡Yo tampoco pude ir! Al menos él ha podido acabar la primaria —replicaste tú.

Tú no pudiste ir por tu padre. Después de haber perdido a sus dos hijos mayores en una epidemia, tu padre, que era médico de medicina china, no te dejaba ir a ninguna parte donde hubiera mucha gente, ya fuera a la escuela o a cualquier otro lugar. Tu padre, sentado contigo rodillas con rodillas, te enseñó los caracteres chinos.

—Llevémoslo a la escuela —insistió tu mujer.

—¿Cómo?

—Podríamos vender el jardín.

Cuando tu hermana oyó esto, gritó:

—¡Vas a ser la ruina de esta familia!

Y mandó a tu mujer de vuelta a su pueblo natal.

Diez días después, borracho, tus pies te llevaron a la casa de tus suegros por la noche. Recorriste el camino de montaña tambaleándote y, cuando llegaste a la casa, te paraste cerca de la ventana iluminada de la habitación trasera, la más cercana al bambú. No fuiste con la idea de llevarte contigo a tu mujer. Fue el vino de arroz lo que te guio hasta allí, el makgoli que te ofreció un vecino después de haberle ayudado a arar sus campos. Aunque no eras tú el que había mandado a tu mujer de vuelta a su pueblo, no podías entrar en la casa de tus suegros así sin más, como si no hubiera pasado nada. De modo que te quedaste ahí, apoyado en la pared de tierra. Oíste hablar a tu suegra y a tu mujer, como hacía no mucho en los campos de algodón. Tu suegra alzó la voz y dijo:

—¡No vuelvas a esa maldita casa! Ve por tus cosas y deja a esa familia.

Tu mujer, sorbiendo ruidosamente, insistió:

—Aunque me muera, voy a volver a esa casa. ¿Por qué iba a dejarla? ¡También es mi casa!

Te quedaste apoyado contra la pared hasta que la luz del amanecer se abrió paso en el bosque de bambú. Cuando tu mujer salió para preparar el desayuno, la agarraste. Se había pasado toda la noche llorando y sus grandes ojos oscuros e inocentes estaban tan hinchados que se habían convertido en dos rendijas. Cogiste la mano de tu mujer y tiraste de ella hacia el bosque de bambú, de vuelta a casa. Cuando pasasteis el bosque, le soltaste la mano y caminaste delante de ella. El rocío te mojaba los pantalones. «¡Ve un poco más despacio!», te decía tu mujer entre jadeos, quedándose a la zaga.

Cuando llegasteis a casa, Kyun echó a correr hacia tu mujer.

—¡Cuñada! ¡Cuñada! Te prometo que no iré a la escuela. ¡Pero no vuelvas a irte!

Tenía los ojos llenos de lágrimas; había renunciado a su sueño. A partir de ese momento se dedicó a ayudar a tu mujer en las tareas de la casa. Cuando trabajaban en los campos de la colina y no podía ver a tu mujer detrás de los altos tallos, gritaba: «¡Cuñada!», y tu mujer respondía: «¿Sí?». Y Kyun sonreía y volvía a gritar: «¡Cuñada!». Kyun gritaba y tu mujer respondía, y Kyun gritaba de nuevo y ella volvía a responder. Los dos acababan así la jornada en la colina, llamando y respondiendo. Kyun era un compañero fiel para tu mujer cuando tú te ibas de casa. Cuando se hizo más fuerte, araba los campos con la vaca en primavera y cosechaba el arroz en otoño antes que nadie. A finales de otoño iba a primera hora al huerto de las coles y las recogía todas. En esos tiempos la gente descascarillaba el arroz sobre esteras de paja en los mismos arrozales. Cada mujer montaba una especie de cepillo, un artilugio con dientes metálicos sujeto a un bastidor de madera de cuatro patas, y pasaba los tallos a través de él para que los granos saltaran. Todas las aldeanas tenían su cepillo; iban a los campos de la familia a la que le tocaba trillar ese día, los instalaban y separaban el grano hasta la caída del sol. Un año, Kyun, que había crecido casi diez centímetros desde el año anterior, fue a trabajar a la cervecería de la ciudad. Con su primera paga compró un cepillo y lo llevó a casa para regalárselo a tu mujer.

—¿Para qué es ese cepillo? —preguntó ella.

Kyun sonrió.

—Tu cepillo es el más viejo de la ciudad… Ni siquiera parece que pueda tenerse en pie.

Tu mujer te había comentado que su cepillo era tan viejo que le costaba más que a las demás mujeres desprender el grano y que quería uno nuevo. Pero sus palabras te habían entrado por un oído y salido por el otro. Pensabas: «Su cepillo está bien, ¿qué sentido tiene comprar uno nuevo?». Tu mujer agarró el cepillo nuevo que Kyun le había comprado y se enfadó con él, o tal vez contigo.

—¿Por qué me haces este regalo cuando ni siquiera pudimos llevarte a la escuela?

—No es nada —dijo él, colorado.

Kyun se llevaba bien con tu mujer. Tal vez la veía como una madre. Después de regalarle el cepillo, cada vez que tenía dinero compraba cosas para la casa. Cosas que tu mujer necesitaba. Fue él quien le compró la fuente de níquel.

—Es lo que utilizan las otras mujeres —te explicó, un poco avergonzado—. Mi cuñada es la única que lleva un pesado cubo de caucho.

Tu mujer preparaba distintas clases de kimchi y utilizaba la fuente de níquel para llevar el almuerzo a los campos. Después de usarla, la limpiaba y la guardaba encima del armario. La utilizó hasta que el níquel se gastó y se volvió blanco.

Te levantas bruscamente y entras en la cocina. Abres la puerta trasera y miras la estantería hecha de palos de esa habitación multiusos. Hay varias mesitas con las patas plegadas. En un extremo está la vieja fuente de níquel.

Cuando tu mujer dio a luz a tu segundo hijo, tú no estabas en casa. Kyun estuvo con ella. Más tarde te enteraste de lo que ocurrió. Era invierno, hacía frío y no había leña. Para tu mujer, que estaba acostada en una habitación helada después de haber dado a luz, Kyun cortó el viejo albaricoquero del patio. Echó los troncos al horno de debajo del suelo de la habitación y los prendió. Tu hermana irrumpió en el dormitorio y amonestó a tu mujer, preguntándole cómo había sido capaz de hacer algo así: talar un árbol de la familia cuando decían que si lo hacías sus miembros empezaban a morir.

—¡Lo he hecho yo! —gritó Kyun—. ¿Por qué la acusas a ella?

Tu hermana agarró a Kyun por el cuello.

—¿Te ha dicho ella que lo cortes? ¡Idiota! ¡Estúpido!

Pero Kyun no se dejó amedrentar. Sus grandes ojos oscuros brillaban en su pálida cara.

—¿Querías que se muriera de frío en una habitación helada después de tener un bebé? —preguntó.

Poco después de ese incidente, Kyun se fue de casa para ganar dinero. Estuvo fuera cuatro años. Cuando volvió, sin un penique, tu mujer lo recibió con cariño. Pero Kyun había cambiado durante su ausencia. Se había convertido en un joven robusto, pero ya no había vida en sus ojos y parecía deprimido. Cuando tu mujer le preguntaba qué había hecho y dónde había estado, él no respondía. Ni siquiera le sonreía. Tú simplemente pensaste que el mundo exterior no lo había tratado bien.

Fue en el lugar donde estaba el albaricoquero. Hacía unos veinte días que Kyun había vuelto a casa. Tu mujer entró corriendo en el almacén de la ciudad donde estabas jugando una partida de yut; estaba pálida. Insistió en que a Kyun le pasaba algo, que tenías que volver inmediatamente a casa. Pero tú estabas inmerso en la partida y le dijiste que fuera yendo. Tu mujer se quedó ahí parada un momento, perpleja, luego tiró de la estera de paja donde estabais jugando la partida de yut y le dio la vuelta.

—¡Se está muriendo! —gritó—. ¡Se está muriendo! ¡Tienes que venir!

Tu mujer se comportaba de una forma tan extraña que empezaste a caminar hacia la casa con un nudo en el estómago.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! —gritaba tu mujer, yendo delante. Era la primera vez que te adelantaba; corría.

Kyun yacía en el lugar donde antes se alzaba el albaricoquero. Se retorcía, le salía espuma por la boca, tenía la lengua fuera.

—¿Qué le pasa?

Miraste a tu mujer, pero estaba abrumada de dolor.

Como fue tu mujer quien encontró a Kyun en ese estado, tuvo que acudir varias veces a la comisaría de policía. Antes de que determinaran la causa de su muerte, el rumor de que había envenenado a su cuñado con pesticida se extendió hasta el pueblo vecino.

—¡Has matado a mi hermano pequeño! —le gritó tu hermana, con los ojos enrojecidos.

Tu mujer no perdió la calma mientras los detectives le hacían preguntas.

—Si creen que lo maté yo, enciérrenme.

Una vez un agente tuvo que llevarla a casa porque se negaba a irse de la comisaría y suplicaba que la encerraran. Tu mujer, en su dolor, se mesaba el pelo y se agarraba el pecho. Abría la puerta, corría al pozo y bebía agua helada. Mientras tanto tú corrías como un loco por las colinas y los campos gritando el nombre de tu hermano muerto: «¡Kyun! ¡Kyun!». El ardor en el pecho se extendió y no podías soportar el calor de tu cuerpo. «¡Kyun!». Hubo un tiempo en que los muertos no hablaban y los que se quedaban atrás se volvían locos.

Ahora te das cuenta de lo cobarde que fuiste. Has vivido toda tu vida amontonando tu dolor sobre tu mujer. Kyun era tu hermano, pero era tu mujer quien necesitaba consuelo. Sin embargo, como te negabas a hablar de ello, la dejaste de lado.

Aunque estaba destrozada por el dolor, fue tu mujer quien se ocupó de contratar a alguien para que enterrara a Kyun. Pasaron los años y tú nunca preguntaste los detalles.

—¿No quieres saber dónde está enterrado? —preguntaba ella a veces.

Tú guardabas silencio. No querías saber.

—No estés resentido con él por haberse marchado de ese modo… Eres su hermano. Además, no tenía padres. Debes ir a visitarlo… Ojalá pudiéramos darle un nuevo entierro en la tumba de nuestros antepasados.

—¿De qué me serviría saber dónde está enterrado ese cabrón? —gritabas.

Una vez que los dos caminabais por una carretera, tu mujer se detuvo.

—La tumba de Kyun está cerca de aquí. ¿Quieres ir? —preguntó.

Fingiste no oírla. ¿Por qué la heriste de ese modo? Hasta hace dos años, el día del aniversario de la muerte de Kyun tu mujer preparaba comida y se la llevaba a la tumba. Bajaba de las colinas oliendo a soju y con los ojos enrojecidos.

Después de lo de Kyun tu mujer cambió. Si antes era alegre, dejó de sonreír. Cuando lo hacía, la sonrisa desaparecía rápidamente. Antes se dormía en cuanto se acostaba, cansada del trabajo en los campos, pero ahora pasaba las noches en vela. No volvió a dormir profundamente hasta que tu hija menor se hizo farmacéutica y le recetó somníferos. Tu pobre mujer ni siquiera podía dormir. Tal vez tu mujer desaparecida todavía tiene somníferos por disolver en el cerebro. La vieja casa había sido reconstruida dos veces desde la muerte de Kyun. Cada vez que la reconstruíais, tirabas los trastos viejos que habíais amontonado en un rincón. Pero tu mujer se ocupaba personalmente de la fuente de níquel; no quería que nadie le pusiera las manos encima. Tal vez temía que se mezclara con las demás cosas y se perdiera. La fuente de níquel era lo primero que llevaba a la carpa improvisada donde vivíais mientras reconstruían la casa. En cuanto la terminaban, lo primero que ella hacía era llevar dentro la fuente de níquel y ponerla en un estante de la nueva casa.

Hasta que tu mujer desapareció, no se te ocurrió pensar que tu silencio acerca de Kyun debió de hacerla sufrir. Pensabas: «¿Qué sentido tiene hablar del pasado?». Cuando tu hija te comentó: «El médico ha preguntado si mamá ha sufrido alguna vez un profundo shock. ¿Hay algo que yo no sepa?», tú sacudiste la cabeza. Cuando tu hija añadió: «El médico ha recomendado que vaya a un psiquiatra», la interrumpiste con: «¿Quién necesita un psiquiatra?». Siempre pensaste en Kyun como en algo que tenías que olvidar con los años, y te parecía que por fin lo habías logrado. Incluso tu mujer, después de cumplir los cincuenta, dijo: «Ya no veo a Kyun en mis sueños. Tal vez ha logrado llegar al cielo». Y pensaste que ella también lo había superado. Pero en los últimos años había empezado a hablar de nuevo de él, y tú que creías que lo había olvidado.

Hace unos meses, tu mujer te despertó en plena noche.

—¿Crees que Kyun no lo habría hecho si lo hubiéramos mandado a la escuela? —Luego susurró, casi para sí—: Cuando nos casamos, Kyun fue tan bueno conmigo… Yo era su cuñada, pero no pude mandarlo a la escuela a pesar de que se moría por ir. No creo que ya haya conseguido llegar al cielo.

Tú gruñiste y te diste la vuelta, pero tu mujer siguió hablando:

—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué no lo mandaste a la escuela? ¿No te sentías fatal cuando lloraba de ese modo porque no podía estudiar? Prometió que encontraría el modo de continuar si lo matriculábamos.

Tú no querías hablar con nadie acerca de Kyun. Kyun también era una cicatriz en tu alma. Aunque el albaricoquero ya no estaba, recordabas claramente dónde había muerto. Sabías que tu mujer a veces se quedaba mirando fijamente ese lugar. No querías hurgar en tu herida. En la vida había cosas peores.

Carraspeas un par de veces.

Sólo cuando desapareció tu mujer pensaste que esa noche deberías haber hablado con franqueza sobre Kyun con ella. Kyun seguía viviendo en su corazón a medida que se vaciaba. En medio de la noche, tu mujer corría al cuarto de baño, se acuclillaba junto al retrete, y alargaba las manos como si tratara de apartar a alguien, gritando: «¡No fui yo! ¡No fui yo!». Si le preguntabas si había tenido una pesadilla, parpadeaba y te miraba sin comprender, como si no se acordara. Eso sucedía cada vez más a menudo.

¿Por qué no te paraste a pensar en las veces que tu mujer tuvo que ir a declarar a la comisaría, o en el rumor que corrió de que ella lo había matado? ¿Por qué sólo ahora comprendes que Kyun podría tener algo que ver con las jaquecas de tu mujer? Deberías haberla escuchado, al menos una vez. Deberías haberle dejado decir lo que quería decir. Los años de silencio, después de haberle echado la culpa y de no haberle dejado hablar siquiera de ello…, toda esa presión podía haberla empujado hacia el dolor. Cada vez más a menudo la encontrabas parada en algún lugar, desorientada. «No consigo recordar qué iba a hacer», decía. Aunque a veces la jaqueca era tan fuerte que apenas podía andar, se negaba a ir al hospital. Te insistió en que no dijeras nada a tus hijos sobre sus dolores de cabeza. «¿Para qué? Están ocupados».

Cuando se enteraron, ella lo encubrió diciendo: «Ayer tuve una, pero ahora estoy bien». Una vez se sentó en la cama en medio de la noche y cuando hiciste un ruido te preguntó con cara pétrea: «¿Por qué te has quedado conmigo todos estos años?». Aun así, siguió preparando salsas y cogiendo ciruelas japonesas para hacer jugo. Los domingos iba a la iglesia sentada detrás de ti en la moto, y a veces proponía que fuerais a comer fuera; decía que quería comer comida preparada por otro en algún lugar donde sirvieran mucho panchan. Cuando la familia habló de juntar todos los ritos ancestrales en un día, ella dijo que esperaran a que le tocara ocuparse de ellos a la mujer de Hyong-chol, que ella llevaba toda la vida preparándolos de uno en uno y seguiría haciéndolo así mientras viviera. Pero, a diferencia de antes, ahora se olvidaba de cosas para la mesa del rito ancestral y tenía que ir cuatro o cinco veces a la ciudad. Diste por sentado que eso podía pasarle a cualquiera.

Al amanecer suena el teléfono. «¿Tan temprano?». Lleno de esperanza, te apresuras a contestar.

—¿Padre?

Es tu hija mayor.

—¿Padre?

—Sí.

—¿Por qué has tardado tanto en ponerte? ¿Por qué no has contestado al móvil?

—¿Qué ha pasado?

—Me quedé de piedra cuando te llamé ayer a casa de Hyong-chol… ¿Por qué has vuelto a casa? Deberías habérmelo dicho. No puedes irte así sin más y no contestar al teléfono.

Tu hija debe de haberse enterado hace poco de que has vuelto a casa.

—Estaba durmiendo.

—¿Durmiendo? ¿Todo el tiempo?

—Supongo.

—¿Qué vas a hacer ahí solo?

—Por si viene aquí.

Tu hija se queda callada. Tragas saliva, tienes la garganta seca.

—¿Quieres que vaya?

De todos tus hijos, Chi-hon es la que más energía ha puesto en buscar a tu mujer. En parte probablemente porque está soltera. El farmacéutico de Yokchon-dong fue la última persona que llamó para decir que había visto a alguien como tu mujer. Tu hijo puso más anuncios en el periódico, pero no ha habido más pistas. La policía dijo que había hecho todo lo posible y que sólo podían esperar que alguien llamara, pero tu hija iba cada noche de un servicio de emergencia a otro y comprobaba todos los pacientes sin familia.

—No… Sólo llama si te enteras de algo.

—Si prefieres no estar solo, vuelve enseguida, padre. O pídele a la tía que se quede contigo.

La voz de tu hija suena extraña. Como si hubiera estado bebiendo. Parece que arrastre las palabras.

—¿Has estado bebiendo?

—Sólo un par de copas. —Está a punto de colgar.

¿Bebiendo hasta el amanecer? Pronuncias su nombre con apremio. Ella responde en voz baja. La mano con que agarras el teléfono está húmeda. Te flaquean las piernas.

—Ese día tu madre no se encontraba lo bastante bien para ir a Seúl. No deberíamos haber ido… El día anterior tuvo jaqueca y metió la cabeza en un recipiente lleno de hielo. Si alguien la llamaba, no lo oía. Por la noche la encontré con la cabeza dentro del congelador. Le dolía muchísimo. Aunque se olvidó de preparar el desayuno, dijo que teníamos que ir a Seúl… todos estabais esperándonos. Pero yo debería haberle dicho que no. Creo que con la edad estoy perdiendo el juicio. Una parte de mí pensó: «Esta vez, en Seúl, la obligaremos a ir al hospital… Tal como estaba, debería haberla agarrado, pero yo no la trataba como a una persona enferma, y en cuanto llegamos a Seúl me adelanté… Salió el viejo hábito. Eso fue lo que ocurrió». —Las palabras que no podías pronunciar delante de tus hijos han brotado de tu boca.

—Padre…

Escuchas.

—Creo que todo el mundo se ha olvidado de mamá. No llama nadie. ¿Sabes por qué a mamá le dolía tanto la cabeza ese día? Porque yo soy mala. Así me lo dijo. —Tu hija arrastra las palabras.

—¿Eso te dijo?

—Sí… Creía que no podría ir a la fiesta de cumpleaños, así que llamé desde China y le pregunté qué hacía y ella me dijo que estaba poniendo licor en una botella. Para el pequeño. Ya sabes cuánto le gusta beber. No sé. No valía la pena pero me enfadé mucho. Mi hermano tiene que dejar de beber… Mamá iba a llevar licor porque es algo que le gusta a su niño. De modo que le dije: «No lo lleves. Si bebe y monta una escena, será culpa tuya. Así que, por favor, sé lista». Mamá dijo con un hilo de voz: «Tienes razón», y luego dijo que iría a la ciudad y compraría unos pasteles de arroz… siempre trae pasteles de arroz para tu cumpleaños. Y yo le dije: «No lo hagas. Total, nadie se los come, nos los llevamos a casa y los metemos en el congelador». Le pedí que no se comportara como una pueblerina y que fuera simplemente a Seúl sin llevar nada. Me preguntó si era verdad que metíamos los pasteles de arroz en el congelador, y yo dije: «Sí, todavía tengo unos cuantos de hace tres años». Y ella se echó a llorar. Le pregunté: «Mamá, ¿por qué lloras?», y ella dijo: «Eres mala». Le había dicho todo eso para que las cosas le resultaran más fáciles. Cuando me dijo que era mala creo que perdí un poco la cabeza. Hacía mucho calor en Pekín ese día. Me enfadé tanto que grité: «¡Vale! ¡Espero que te alegres de tener una hija mala! ¡Muy bien, soy mala!». Y le colgué.

Permaneces callado.

—Mamá no soporta que le gritemos… y nosotros siempre lo hacemos. Quería llamarla otra vez para disculparme, pero me olvidé porque estaba haciendo un millón de cosas a la vez: comer, ver la ciudad, hablar con gente. Si hubiera llamado y me hubiera disculpado, a ella no le habría dolido tanto la cabeza… y habría podido seguirte.

Tu hija está llorando.

—¡Chi-hon!

Ella guarda silencio.

—Tu madre se sentía muy orgullosa de ti.

—¿Qué?

—Si salías en el periódico, doblaba la hoja, la metía en el bolso y la sacaba y la miraba una y otra vez… Si se encontraba con alguien en la ciudad, sacaba la hoja y presumía de ti.

Chi-hon calla.

—Si alguien le preguntaba qué hacía su hija, decía que escribía palabras. Tu madre pidió a una chica del orfanato de la Casa de la Esperanza de Namsan-dong que le leyera tu libro en voz alta. Tu madre sabía qué escribías. Cuando esa chica le leía tu libro, a tu madre se le iluminaba la cara y sonreía. De modo que, pase lo que pase, tienes que seguir escribiendo bien. Siempre hay un momento adecuado para decir algo… Me he pasado la vida sin hablar con tu madre. O perdía la oportunidad o daba por hecho que ella ya lo sabía. Ahora siento que podría decirlo todo, pero no hay nadie que me escuche. ¿Chi-hon?

—¿Sí?

—Por favor…, cuida de tu madre.

Acercas más el auricular al oído y escuchas los tristes sollozos de tu hija. Sus lágrimas parecen correr por el cable del teléfono. Se te llena la cara de lágrimas. Aunque todo el mundo lo olvide, tu hija lo recordará. Que tu mujer amaba realmente el mundo y que tú la amabas a ella.