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Lo siento, Hyong-chol

UNA MUJER COGE UNO de sus volantes y se detiene un momento para mirar la foto de mamá. Debajo de la torre del reloj donde mamá solía esperarlo.

Cuando Hyong-chol encontró un lugar donde vivir en la ciudad, mamá llegaba a la estación de Seúl con el aspecto de una refugiada de guerra. Bajaba el andén con fardos en equilibrio sobre la cabeza, colgados en los hombros o en las manos, y las cosas que no podía llevar así, sujetas a la cintura. Era asombroso que pudiera andar. De haber sido posible, habría ido a verlo con berenjenas o calabazas atadas a las piernas. Llevaba los bolsillos llenos de pimientos jóvenes, castañas sin cascara o ajos pelados envueltos en papel de periódico. Al ir a su encuentro, él veía el montón de paquetes que tenía a sus pies y se maravillaba de que una mujer pudiera haber cargado ella sola con todo eso. De pie, en medio de los paquetes, mamá lo esperaba mirando alrededor con las mejillas encendidas.

La mujer se acerca a él, indecisa, señala la foto de mamá impresa en el volante y dice:

—Perdone, pero creo que la vi delante del centro social de Yongsan-dong.

En el volante que ha hecho su hermana, su mamá luce una sonrisa radiante y viste un hanbok azul pálido.

—No iba así vestida —continúa la mujer—, pero tenía los mismos ojos. Los recuerdo porque parecían honestos y nobles. —Mira de nuevo los ojos de su mamá en el volante y añade—: Tenía un corte en el pie.

Le explica que llevaba unas sandalias de goma azules, y que una se le clavaba tanto en el pie que se le había desprendido un trozo de carne cerca del dedo gordo y había abierto un surco, tal vez de tanto andar. Dice que las moscas zumbaban alrededor y se posaban cerca de la herida llena de pus, y que ella no paraba de ahuyentarlas con la mano, como si estuviera enfadada. Y aunque el corte parecía doloroso, ella no hacía sino mirar hacia el interior del centro social, como si no sintiera dolor. Eso fue hace una semana.

¿Una semana?

No sabe qué hacer con la información que le ha dado la mujer, así que, cuando ella se va, sigue repartiendo volantes. Su familia ha pegado y repartido volantes por todas partes, desde la estación de Seúl hasta Namyong-dong, en restaurantes, tiendas de ropa, librerías y cibercafés. Cuando les arrancan volantes porque los han pegado donde se supone que no podían, vuelven a pegarlos en el mismo sitio. No se han limitado a los alrededores de la estación de Seúl, sino que han repartido y pegado volantes en Namdaemun, en Chungnim-dong e incluso en Sodaemun. No han recibido ninguna llamada por el anuncio que pusieron en el periódico, pero han telefoneado varias personas que han visto los volantes. Una de ellas dijo que una mujer como mamá había estado en cierto restaurante; fueron enseguida, pero no era mamá, era una mujer de su edad que trabajaba allí. Un hombre que llamó dijo que había invitado a mamá a su casa y les dio su dirección; ellos, llenos de esperanza, fueron corriendo, pero esa dirección no existía. Hubo uno que incluso se ofreció a buscar a mamá si le pagaban por adelantado los cinco millones de won. Pero después de dos semanas las llamadas son cada vez más escasas. Los miembros de su familia, que habían ido de aquí para allá con el corazón esperanzado, a menudo coinciden, desanimados, debajo de la torre del reloj de la estación de Seúl. Cuando alguien arrugaba el volante y lo tiraba al suelo sin mirarlo, su hermana pequeña, la escritora, lo recogía, lo alisaba y se lo daba a otra persona.

Su hermana, que ha ido a la estación de Seúl con los brazos llenos de volantes, se detiene a su lado y lo mira con sus ojos secos. Él le repite las palabras de la mujer y pregunta:

—¿Vamos a echar un vistazo al centro social de Yongsan-dong?

—¿Por qué iba a ir mamá hasta allí? —pregunta su hermana. Con expresión abatida, añade—: Podemos pasar luego. —Y, dirigiéndose a la gente que pasa por su lado rozándolos, reparte volantes y grita—: Es nuestra mamá. Por favor, mírenlo antes de tirarlo.

Nadie reconoce a su hermana, cuya foto aparece a veces en la sección cultural del periódico cuando publica un nuevo libro. La combinación de gritar y repartir volantes, como hace su hermana, debe de ser más efectiva, porque la gente no los tira en cuanto se da la vuelta como hace con los suyos. No hay muchos lugares adonde podría haber ido mamá, aparte de las casas de sus hermanos. Ésa es la raíz de su agonía y la de su familia. Si mamá hubiera tenido a dónde ir, habrían podido acotar su búsqueda, pero como no es así, tienen que rastrear toda la ciudad. Cuando su hermana le ha preguntado: «¿Por qué iba a ir mamá hasta allí?», no ha caído en la cuenta de que su primer empleo en esa ciudad fue en el centro social de Yongsan-dong. Porque hace treinta años de eso.

El viento se ha vuelto frío, pero él tiene la cara cubierta de sudor. A sus poco más de cincuenta años, es director de marketing de una promotora inmobiliaria. Hoy, sábado, no es día laborable, pero si mamá no hubiera desaparecido, él estaría en la casa piloto de Songdo. Su compañía ha estado reclutando a compradores de último minuto para los apartamentos de un gran edificio de allí que pronto estará terminado. Ha trabajado día y noche para alcanzar una tasa de ocupación del cien por cien. Toda la primavera fue responsable de la campaña publicitaria, y en lugar de contratar a las típicas modelos profesionales, decidió elegir a un ama de casa corriente. Ha estado tan ocupado supervisando la construcción de la casa piloto e invitando a cenar a periodistas, que ya no se acuerda de la última vez que llegó a casa antes de medianoche. Los domingos a menudo acompañaba al director y a otros ejecutivos a los campos de golf de Sokcho o Hoengsong.

«¡Hyong-chol! ¡Mamá ha desaparecido!». La voz apremiante de su hermano pequeño una tarde de mediados de verano creó una fisura en su vida cotidiana y la resquebrajó como si hubiera pisado una fina capa de hielo. Mientras oía que padre y mamá habían estado a punto de coger el metro para ir a casa de su hermano, pero que el metro se había marchado sólo con padre, dejando a mamá atrás, en la estación, y que no habían logrado dar con ella, no se le ocurrió pensar que eso podía significar que mamá había desaparecido. Cuando su hermano dijo que había llamado a la policía, Hyong-chol se preguntó si no era una reacción exagerada. Sólo cuando hubo transcurrido una semana puso un anuncio en el periódico y llamó a todos los servicios de urgencias. Cada noche se dividían en grupos y acudían a los centros de acogida de los sin techo, en vano. Mamá, que se había quedado atrás en la estación de Seúl, se había desvanecido como una fantasía. No había rastro de ella. Le daban ganas de preguntar a padre si mamá había ido realmente a Seúl. Pasaron diez días, dos semanas, y cuando se cumplió casi el mes de su desaparición, él y su familia estaban desorientados, como si hubieran sufrido daños en una parte del cerebro.

Le da los volantes a su hermana.

—Voy a comprobarlo.

—¿Te refieres a Yongsan?

—Sí.

—¿Tienes un presentimiento?

—Fue el primer lugar donde viví cuando vine a Seúl.

Le pide a su hermana que esté pendiente del móvil, que si averigua algo la llamará. Es innecesario que le diga eso a estas alturas. Su hermana, que no solía contestar al móvil, ahora lo hace antes del tercer timbrazo. Él se encamina hacia la hilera de taxis. Mamá estaba preocupada por su hermana Chi-hon, que tiene casi treinta y cinco años pero sigue soltera. A veces lo llamaba a primera hora de la mañana y decía: «¡Hyong-chol! Ve a casa de Chi-hon; no contesta el teléfono. Ni contesta ni me llama… Hace un mes que no oigo su voz». Cuando él le respondía que seguro que Chi-hon estaba encerrada en casa escribiendo o que se habría ido a alguna parte, mamá insistía en que fuera al apartamento de su hermana: «Vive sola. Podría estar enferma en la cama, o tal vez se ha caído en el cuarto de baño y no puede levantarse…». Cuando él escuchaba la lista de fatalidades que podían pasarle a cualquiera que viviera solo, acababa pensando que alguna de ellas sí podía haber ocurrido. Antes de ir a trabajar o a la hora de comer, pasaba por el piso de su hermana y veía un montón de periódicos en la puerta, señal de que Chi-hon no estaba. Los recogía y los tiraba al cubo de la basura. Cuando no veía periódicos ni botellas de leche en la puerta, apretaba el timbre sin pausa, sabía ver la tranquilidad con que la escuchaba, lo miró a los ojos y exclamó:

—¡Hyong-chol! ¿Eres realmente tú?

—Ella me ha dicho que no pasa nada. ¿A qué viene tanto revuelo?

—¿La crees? Mamá siempre nos dice eso. Es su mantra. Sabes que no es cierto. Sabes que sólo lo dice porque se siente culpable de ser una carga para ti.

—¿Por qué se siente culpable?

—¿Cómo quieres que yo lo sepa? ¿Por qué haces que se sienta culpable?

—¿Qué he hecho?

—Mamá lleva mucho tiempo diciéndolo. Sabes que es cierto. Deja que te lo pregunte: ¿por qué demonios se siente culpable contigo?

* * *

Hace treinta años, después de aprobar el examen de acceso a la administración pública de quinto nivel, el primer destino que le asignaron fue el centro social de Yongsan-dong. Cuando terminó el instituto y no logró plaza en ninguna universidad de Seúl, mamá no podía creerlo. Desde la escuela primaria había sido el mejor de su clase. Hasta que suspendió el examen de acceso a la universidad, siempre había sido el primero en todo. En sexto sacó las mejores notas en las pruebas de acceso al grado medio, lo que le permitió matricularse gratis. Durante tres años seguidos fue el mejor estudiante de la escuela, por lo que nunca tuvo que pagar nada. Lo admitieron en el instituto de secundaria como el mejor de la clase. «¡Me gustaría pagar la matrícula de Hyong-chol al menos una vez!», exclamaba mamá con orgullo. No podía entender que alguien que había sido el mejor de la clase durante todo el instituto no pasara el examen de acceso a la universidad. Cuando se enteró de que no sólo no había sido el primero, sino que lo había suspendido, mamá se quedó desconcertada. «Si tú no apruebas, ¿quién puede aprobar?», preguntó. Él tenía previsto estudiar con ahínco en la universidad para seguir siendo el mejor de la clase. En realidad no era un plan; era su única opción. Sólo podría ir a la universidad si obtenía una beca. Como no aprobó, tuvo que buscar otro camino. No podía permitirse el lujo de considerar siquiera repetir el examen al año siguiente, y enseguida se le ocurrió qué hacer. Se presentó a dos exámenes para entrar en la administración pública y aprobó los dos. Aceptó el primer puesto que le ofrecieron y se fue de casa. Unos meses después se enteró de que había una facultad de derecho nocturna en Seúl y decidió matricularse. Se dio cuenta de que para ello necesitaba su título de bachillerato. Si escribía una carta pidiendo una copia y esperaba que se la mandaran por correo, llegaría fuera de plazo. Así pues, escribió una carta a su padre diciéndole que fuera a la terminal de autobuses con una copia del título y le pidiera a alguien que viajara a Seúl que se lo llevara. Le dijo que una vez que lo hubiera hecho le llamara al trabajo… si su padre le decía a qué hora llegaba el autobús, él iría a la terminal y recogería el título. Esperó y esperó, pero la llamada no llegó. En medio de la noche, cuando se preguntaba qué podía hacer en cuanto a la matrícula, pues se cerraba al día siguiente, alguien aporreó la puerta del centro social donde vivía entonces. Los empleados se turnaban para hacer guardia por las noches, pero como él no tenía dónde dormir, quedó decidido que viviría en la sala del turno de noche. De modo que todas las noches estaba de guardia. Siguieron aporreando la puerta como si fueran a derribarla; cuando abrió, vio a un chico en la oscuridad.

—¿Es su madre?

Detrás del chico estaba su madre, tiritando de frío. Antes de que pudiera decir algo, ella exclamó:

—¡Hyong-chol! ¡Soy yo! ¡Mamá!

El chico miró el reloj.

—¡Sólo faltan siete minutos para el toque de queda! —Y, volviéndose hacia la mamá de Hyong-chol, dijo—: ¡Adiós! —Y salió disparado hacia la oscuridad para eludir la hora tope impuesta por el gobierno.

Padre estaba de viaje. Cuando la hermana de Hyong-chol leyó en voz alta su carta, mamá se quedó preocupada. Luego fue al instituto para pedir una copia del título y se subió al tren. Era la primera vez en su vida que se subía a un tren. Ese chico había visto a mamá en la estación de Seúl preguntando cómo ir a Yongsan-dong. Al oírle decir que le urgía dar algo a su hijo esa noche, se sintió obligado a acompañarla en persona al centro social. La mamá de Hyong-chol llevaba sandalias de goma azules en pleno invierno. Durante la cosecha de otoño se había hecho un corte en el pie, cerca del dedo gordo, con una guadaña, y, como no había cicatrizado del todo, los únicos zapatos que podía llevar eran las sandalias de goma. Las dejó fuera antes de entrar.

—¡No sé si es demasiado tarde! —dijo y sacó el título.

Tenía las manos heladas. Él las cogió entre las suyas y se juró que haría felices a esas manos y a esa mujer fuera como fuese. Pero lo que salió de su boca fue una reprimenda: cómo se le había ocurrido seguir a un desconocido. Mamá lo reprendió a su vez.

—¿Cómo puedes vivir sin confiar en la gente? ¡Hay más gente buena que mala! —Y le ofreció su típica sonrisa optimista.

Se detiene frente al centro social cerrado y observa el edificio. Mamá no habría sabido llegar hasta allí. Si no, habría sabido llegar a la casa de uno de sus hijos. La mujer que había dicho que la había visto allí la recordaba por sus ojos. Había dicho que llevaba unas sandalias de goma azules. Unas sandalias de goma azules. Hyong-chol recuerda de pronto que el calzado que llevaba mamá cuando desapareció eran unas sandalias de tacón bajo beis. Padre se lo había dicho. Pero la mujer que le había contado que las sandalias de mamá le habían hecho un corte en el pie de tanto andar había afirmado con rotundidad que eran azules. Hyong-chol mira dentro del centro social, luego se vuelve hacia las calles que llevan al instituto para chicas Po-song y a la iglesia Eunsong.

¿Existe todavía la sala del turno de noche en ese centro social?

Fue en esa sala del turno de noche donde hace muchos años durmió al lado de mamá compartiendo manta. Al lado de la mujer que se había subido a la buena ventura al tren de Seúl para llevar un certificado de estudios a su hijo. Debió de ser la última vez que se había acostado así al lado de mamá. Por la pared que daba a la calle entraban ráfagas de aire frío.

—Me duermo antes si estoy al lado de la pared —dijo mamá, y le cambió el sitio.

—Hay mucha corriente —dijo él, y se levantó para poner su bolsa y sus libros contra la pared. También amontonó la ropa que había llevado ese día.

—No te preocupes —dijo mamá, cogiéndole la mano y tirando de él—. Acuéstate, mañana tienes que madrugar.

—¿Qué tal ha ido tu primera visita a Seúl? —preguntó él, tumbado a su lado y mirando el techo.

—Nada especial —respondió ella, y se rio.

Se volvió para mirarlo y empezó a hablar del pasado.

—Eres mi primer hijo. No es lo único que me has hecho hacer por primera vez. Todo lo que se refiere a ti es un mundo nuevo para mí. Tuve que hacerlo todo por primera vez. Fuiste el primero por el que se me abultó la barriga y el primero al que di de mamar. Tenía tu edad cuando naciste. Cuando vi por primera vez tu cara roja y sudada, con los ojos cerrados… La gente dice que cuando tuvieron su primer hijo se sintieron sorprendidos y felices, pero yo creo que me puse triste. ¿De verdad este bebé es mío? ¿Y ahora qué hago? Tenía tanto miedo que al principio ni siquiera me atrevía a tocar tus retorcidos deditos. Cerrabas tus manos diminutas en dos puños. Si te las abría, un dedo tras otro, sonreías. Eran tan pequeños que yo pensaba: «Si sigo tocándolos desaparecerán». Porque no sabía nada. Me casé a los diecisiete años y, como no me quedé embarazada hasta los diecinueve, la tía no paraba de decir que probablemente no podía tener hijos, de modo que cuando me enteré de que te esperaba, lo primero que pensé fue: «Ya no tendré que oírselo decir…», eso es lo que más me emocionó. Más tarde fui feliz al ver crecer tus dedos cada día. Cuando estaba cansada, me acercaba a ti y te abría los dedos de las manos. O te tocaba los dedos de los pies. Hacer eso me daba fuerzas. La primera vez que te puse unos zapatos me emocioné de verdad. Cuando diste los primeros pasos hacia mí, me reí tanto…; si alguien hubiera arrojado delante de mí un montón de oro, plata y joyas, no me habría reído más. ¿Y cómo crees que me sentí cuando te llevé a la escuela? Cuando te prendí una tarjeta con tu nombre en el pecho, me sentí tan adulta… No puedo comparar con ninguna otra cosa la felicidad que me dio ver cómo crecían tus piernas. Todos los días cantaba: «Crece, mi niño, crece». Y de repente un día fuiste más alto que yo.

Él la miraba mientras las palabras brotaban como una confesión. Mamá se tumbó de lado, hacia él, y le acarició el pelo.

—Decía: «Espero que crezcas alto y fuerte». Pero cuando vi que eras más alto que yo, aunque eras mi hijo, me asusté.

Él carraspeó y volvió a mirar el techo, para ocultar sus ojos llenos de lágrimas.

—A diferencia de otros niños, tú no me necesitabas. Lo hacías todo solo. Eres guapo, y en la escuela eras un niño bueno. Me siento tan orgullosa de ti que a veces me cuesta creer que hayas salido de mis entrañas… Si no fuera por ti, ¿cuándo habría tenido la oportunidad de venir a Seúl?

En ese momento él decidió que ganaría mucho dinero para que cuando mamá regresara a esa ciudad pudiera dormir en un lugar caldeado. No permitiría que volviera a dormir con frío. Siguió un silencio, y luego mamá susurró:

—Hyong-chol.

Él oyó la voz muy lejana, medio dormido. Mamá le acarició la cabeza. Se incorporó y, mirando por encima de su figura durmiente, le tocó la frente.

—Lo siento. —Apartó rápidamente la mano para secarse las lágrimas, pero cayeron en la cara de él.

Cuando Hyong-chol se despertó al amanecer, su madre estaba barriendo el suelo del centro social. Trató de detenerla, pero ella dijo:

—No me importa. No tengo nada que hacer.

Y, como si fueran a castigarla si no hacía algo provechoso, fregó el suelo y limpió a fondo los escritorios de los empleados. Se veía el vaho de su aliento, y las sandalias azules le presionaban el empeine de sus pies hinchados. Mientras esperaban a que abriera la cafetería de al lado para desayunar, las manos de mamá dejaron el centro social como los chorros del oro.

La casa sigue en pie. Hyong-chol abre mucho los ojos. Ha estado dando vueltas por los estrechos callejones llenos de coches aparcados, buscando a mamá. Con el sol ya bajo en el cielo, se sorprende parado delante de la casa donde hace treinta años alquiló una habitación. Alarga una mano para tocar la verja, asombrado. Las afiladas puntas en forma de flecha que la rematan siguen allí, como hace treinta años. La mujer que lo amó, pero que acabó dejándolo, a veces colgaba de la verja una bolsa llena de bollos chinos cuando él no estaba. Casi todos los demás edificios se han convertido en casas adosadas o apartamentos.

Lee el anuncio que cuelga de la verja:

100.000 WON AL MES, CON FIANZA DE 10 MILLONES DE WON.

150.000 WON AL MES, CON FIANZA DE 5 MILLONES DE WON.

8 pyong, fregadero estándar, ducha en el cuarto de baño.

Cerca de Namsan, perfecto para hacer ejercicio.

A 20 minutos de Kangnam. A 10 minutos de Chongno.

Inconveniente: cuarto de baño pequeño, pero no vas a vivir en él.

Probablemente es difícil encontrar algo tan barato en Yongsan.

Razón por la que me traslado: tengo coche y necesito una plaza de aparcamiento.

Por favor, envíame un SMS o un e-mail.

Lo alquilo yo directamente para ahorrarme los gastos de la agencia.

Después de haber leído hasta el número de móvil y la dirección de e-mail, empuja despacio la verja. Se abre, como hace treinta años. Mira dentro. Una casa en forma de U, la misma que hace treinta años, con todos los módulos que dan al patio. En la puerta de la habitación donde vivió él hay un candado.

—¿Hay alguien en casa? —grita, y se abren dos o tres puertas.

Dos mujeres jóvenes con el pelo corto y dos chicos de unos diecisiete años lo miran. Entra en el patio.

—¿Habéis visto a esta señora?

Enseña el volante a las mujeres jóvenes primero y luego tiende otro rápidamente a los chicos, que están a punto de cerrar la puerta. Dos chicas de más o menos la misma edad miran afuera desde la habitación de los chicos. Creyendo que está fisgando, los chicos cierran la puerta de un portazo. Por fuera todo es como hace treinta años, pero por dentro cada módulo se ha convertido en un estudio. Los dueños deben de haber hecho obras para crear un solo ambiente, juntando cocina y dormitorio. Ve un fregadero en la esquina de la habitación de las mujeres.

—No —dicen las mujeres devolviéndole el volante.

Tienen cara de sueño; tal vez estaban echando una siesta. Observan cómo da media vuelta y camina hacia la verja. Cuando está a punto de salir, se abre la puerta de los chicos.

—¡Espere! —grita uno de ellos—. Creo que hace un par de días vi a esta abuela sentada frente a la verja.

Cuando Hyong-chol se acerca a la habitación, el otro chico asoma la cabeza y dice:

—Te digo que no era ella. Esta mujer es más joven. La otra mujer estaba muy arrugada. Tampoco iba así peinada…, era una vagabunda.

—Pero tenía los mismos ojos. Fíjate sólo en los ojos. Eran iguales que éstos… Si la encontramos, ¿de verdad nos dará cinco millones de won?

—Aunque no la encontréis, os daré algo de dinero si me decís exactamente qué pasó.

Pide a los chicos que salgan. Las mujeres jóvenes, que habían cerrado la puerta, vuelven a abrirla y se quedan mirando.

—Esa mujer es la del bar del final de la calle. La tienen encerrada porque sufre demencia, y parece ser que ese día salió y se perdió. El dueño del bar fue a buscarla y se la llevó a casa.

—No, esa mujer no. Yo también vi a la mujer de la que hablas. Se había hecho daño en el pie. Lo tenía cubierto de pus. No paraba de ahuyentar las moscas…, aunque no la miré de cerca porque estaba sucia y olía.

—¿Y? ¿Viste adónde iba? —pregunta Hyong-chol al chico.

—No. Sólo pasé por su lado. Ella quería entrar, de modo que cerré la puerta de golpe…

Nadie más ha visto a mamá.

—¡De verdad que la vi! —dice el chico, siguiéndolo.

Mira hacia los callejones y se adelanta a Hyong-chol, quien le extiende un cheque por valor de cien mil soles y se va. Al chico le centellean los ojos. Hyong-chol le pide que si vuelve a ver a la señora la invite a entrar y lo telefonee. Sin prestar mucha atención, el chico pregunta:

—¿Entonces me dará cinco millones de won?

Hyong-chol asiente. El chico le pide más volantes. Dice que los colgará en la gasolinera donde trabaja. Dice que si la encuentra de ese modo, tendrá que darle cinco millones de won, porque habrá sido gracias a él. Hyong-chol le dice que cuente con ello.

Se han borrado… las promesas que se hizo cuando mamá le cambió el sitio en la sala del turno de noche para protegerlo de las corrientes, diciendo: «Me duermo antes si estoy al lado de la pared». La promesa de que mamá dormiría en una habitación caldeada cuando volviera a esa ciudad.

Saca un cigarrillo del bolsillo y se lo pone entre los labios. No sabe cuándo pasó exactamente, pero a partir de cierto momento las emociones dejaron de pertenecerle. Iba por la vida sin acordarse prácticamente de mamá. «¿Qué estaba haciendo yo cuando mamá no consiguió entrar en el vagón con padre y se quedó sola en ese andén del metro que no conocía?». Echa un último vistazo al centro social y da media vuelta. «¿Qué estaba haciendo?». Deja caer la cabeza. La víspera de la desaparición de mamá salió de copas con sus colegas, pero la cosa no acabó bien. Su colega Kim, que solía mostrarse educado y respetuoso, después de varias copas le soltó una sutil pulla llamándolo «listo». En el trabajo, Hyong-chol era responsable de la venta de los apartamentos próximos a Songdo, en Inchon, y Earn supervisaba la venta de los apartamentos de Yongin. El comentario de Kim hacía alusión a la idea de Hyong-chol de dar entradas de concierto, como regalo de promoción, a la gente que fuera a ver la casa piloto. La idea no era suya, sino de su hermana, la escritora. Cuando Chi-hon estuvo en su casa, su mujer le dio una alfombrilla de baño que había sido el regalo de promoción de la última venta de apartamentos, y su hermana dijo:

—No sé por qué las empresas creen que a las amas de casa les gusta este tipo de cosas.

Él, que había estado dándole vueltas a qué repartir esta vez, preguntó:

—¿Y qué crees que recordarían?

—No estoy segura, pero la gente se olvida enseguida de estos regalos. ¿No sería mejor una pluma estilográfica o algo así? Piénsalo. ¿Crees que a tu mujer le gustaría que le regalaras artilugios para la cocina el día de su cumpleaños? Si te dan una alfombrilla, te olvidas de ella. Pero creo que yo me llevaría una grata sorpresa si me regalaran un libro o una entrada de cine, y probablemente lo recordaría. Si tuviera que hacer planes para utilizarlo, no pararía de acordarme de cómo lo conseguí. ¿Soy la única que piensa eso?

Su hermana no se llevó la alfombrilla cuando se fue.

En la reunión de la semana siguiente, alguien mencionó los regalos de promoción. A todos les gustó la idea de un obsequio cultural. Dio la casualidad de que un cantante que tenía muchos admiradores entre la mediana edad estaba dando una serie de conciertos, y Hyong-chol consiguió un fajo de entradas. Recibió elogios de su jefe; tal vez le gustaba ese cantante. Una encuesta demostró que las entradas de concierto habían mejorado la imagen de la compañía. Aunque probablemente no tenía ninguna relación con los regalos de promoción, casi todos sus apartamentos de Songdo se habían vendido, mientras que la tasa de ocupación de los apartamentos de Yongin que supervisaba Kim estaba sólo en el 60 por ciento. De modo que cuando Kim hizo el comentario, Hyong-chol se rio, le quitó importancia y lo atribuyó a la suerte. Pero después de unas cuantas copas más, Kim dijo que si Hyong-chol utilizara su inteligente cerebro para algo más, podría haber llegado a ser fiscal jefe. Kim estaba al corriente de que Hyong-chol había ido a la facultad de derecho y había estudiado para ejercer la abogacía. Luego fue más allá y añadió que no sabía qué estrategia había utilizado para ascender tan deprisa, cuando no se había licenciado en la Universidad de Yonsei ni en la de Kor-yo, de donde habían salido la mayoría de los principales peces gordos de la compañía. Al final Hyong-chol apuró la copa que le había servido Kim y se largó. A la mañana siguiente, cuando su mujer le comunicó sus planes de visitar a su hija, Chin, en lugar de ir a la estación de Seúl, pensó que iría él mismo a recoger a sus padres. Padre quería pasar antes por la casa de su hijo pequeño, que acababa de mudarse. Hyong-chol decidió que iría a recogerlos y los dejaría en la casa de su hermano. Pero cuando fue a la oficina, cogió frío y empezó a dolerle la cabeza. Padre había dicho que sabía el camino… En lugar de ir a la estación de Seúl, Hyong-chol fue a una sauna cercana a la oficina. Mientras sudaba en la sauna, a la que solía ir al día siguiente de una noche de muchas copas, padre subía al tren sin mamá.

* * *

De niño, Hyong-chol decidió ser fiscal para conseguir que mamá volviera a casa. Se había ido porque padre la había decepcionado. Un día de primavera, cuando los campos florecían alrededor del pueblo, padre había llevado a casa a una mujer de piel clara que desprendía un olor fragante, como polvos para la cara. En cuanto la mujer cruzó la verja, mamá se marchó por la puerta de atrás. Tratando de ganarse el frío corazón de Hyong-chol, la mujer coronaba cada día su plato con un huevo frito. Él salía furioso de la casa con su fiambrera, que la mujer había envuelto cuidadosamente en un pañuelo, la dejaba encima de los grandes tarros de condimentos de la parte de atrás y se iba a la escuela. Sus hermanos, al ver que siempre hacía eso, se llevaban el almuerzo que la mujer les había preparado, pero a hurtadillas. Un día brumoso, de camino a la escuela, Hyong-chol reunió a sus hermanos junto al riachuelo, que pasaba al lado del cementerio. Cavó un hoyo cerca de un sauce en flor y les hizo enterrar las fiambreras. Su hermano trató de escapar con la suya, pero Hyong-chol lo alcanzó y le pegó. Sus hermanas las enterraron, obedientes. Él pensaba que así la mujer ya no podría hacerles la comida. Pero la mujer fue a la ciudad y compró fiambreras nuevas. No eran de aluminio amarillento sino unas especiales que mantenían el arroz caliente. Asombrados, sus hermanos las tocaron con cautela. Cuando la mujer les tendió el almuerzo, sus hermanos miraron a Hyong-chol. Él tiró su almuerzo al final del porche y se fue solo a la escuela. Sus hermanos esperaron a que se hubiera ido, entonces cogieron su almuerzo caliente y se fueron a la escuela. Tal vez al enterarse por alguien de que Hyong-chol no se llevaba el almuerzo que le preparaba esa mujer y que se quedaba en ayunas, mamá fue a buscarlo a la escuela. Eso fue diez días después de que la mujer se instalara a vivir con ellos.

—¡Mamá! —A Hyong-chol se le saltaron las lágrimas.

Mamá lo llevó a la colina que había detrás de la escuela. Le levantó las perneras de los pantalones para dejar al descubierto sus pantorrillas lisas, cogió una vara y se las golpeó con ella.

—¿Por qué no comes? ¿Creías que me alegraría saber que no comes?

Los golpes de mamá dolían. Se había enfadado con sus hermanos porque no le hacían caso y no entendía por qué mamá lo atizaba con la vara. Su corazón se llenó de resentimiento. No sabía por qué estaba tan enfadada.

—¿Te llevarás el almuerzo? ¿Te lo llevarás?

—¡No!

—Serás…

Los azotes de mamá se hicieron más rápidos. Hyong-chol no se quejó ni una sola vez y mamá no tardó en cansarse. En lugar de salir huyendo, se quedó quieto y callado, soportando los golpes.

—¿Seguro que no?

La sangre se agolpaba en las pantorrillas.

—¡Seguro! —gritó él.

Al final mamá tiró la vara.

—¡Hyong-chol! ¡Mocoso! —dijo, abrazándolo entre sollozos.

A continuación trató de convencerlo. Le dijo que tenía que comer independientemente de quién preparara la comida; si él comía, ella estaría menos triste. Tristeza. Era la primera vez que oía decir a mamá la palabra «triste». No entendía que mamá fuera a estar menos triste porque él comiera. Mamá se había ido de casa por esa mujer, a él le parecía que se pondría triste si comía la comida que preparaba la mujer, pero ella le dijo que era al revés: estaría menos triste si comía, aunque la comida la hubiera preparado esa mujer. No, él no lo entendía, pero no quería que ella estuviera triste.

—Comeré —dijo de mala gana.

—Así me gusta. —Los ojos de mamá, llenos de lágrimas, se iluminaron con una sonrisa.

—¡Entonces prométeme que vendrás a casa!

Mamá flaqueó.

—No quiero volver a casa.

—¿Por qué? ¿Por qué?

—No quiero volver a ver a tu padre.

Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Hyong-chol. Mamá se comportaba como si de verdad no fuera a volver nunca a casa. Tal vez por eso le decía que tenía que comer, fuera quien fuese quien cocinara. Se asustó.

—Mamá, haré todo lo que digas. Trabajaré en los campos y en los arrozales, barreré el patio e iré a buscar agua. Moleré el arroz y encenderé el fuego. Cazaré ratones y mataré el pollo para los ritos ancestrales. ¡Pero vuelve a casa!

Para los ritos ancestrales o las fiestas, mamá siempre suplicaba a padre o a cualquier otro varón que hubiera en la casa que matara el pollo. Mamá, que después de una lluvia torrencial iba a los campos y se pasaba el día levantando los tallos caídos de las judías, que prácticamente se cargaba a padre a la espalda para llevarlo a casa cuando bebía más de la cuenta, y que azuzaba a los cerdos con una vara cuando se escapaban para obligarlos a entrar en la pocilga, era incapaz de matar un pollo. Cuando Hyong-chol pescaba un pez en el riachuelo, ella no podía ni tocarlo hasta que estaba muerto. Cuando todos los alumnos recibían instrucciones de llevar la cola de un ratón para demostrar que en todas las casas habían capturado uno el día de la caza de ratones, las madres de los otros niños atrapaban un ratón, le cortaban la cola y la envolvían en papel para que la llevaran a la escuela. Pero mamá se encogía sólo de oírlo. Mamá, una mujer de constitución robusta, era incapaz de atrapar un ratón. Si iba al cobertizo a buscar arroz y se topaba con uno, chillaba y salía a todo correr. La tía la miraba con desaprobación y cloqueaba cuando la veía salir corriendo del cobertizo con la cara roja. Pero aunque él le prometió que mataría pollos y cazaría ratones, mamá no dijo que volvería.

—Voy a ser una persona importante —prometió Hyong-chol.

—¿Qué vas a ser?

—¡Fiscal!

A mamá se le iluminaron los ojos.

—Si quieres ser fiscal, tendrás que estudiar mucho. Mucho más de lo que crees. Conozco a alguien que quería ser fiscal y estudió noche y día, pero nunca lo consiguió y se volvió loco.

—Lo haré si vuelves a casa…

Mamá miró sus ojos llenos de ansiedad y sonrió.

—Sí. Puedes hacerlo. Fuiste capaz de decir «ma» cuando ni siquiera tenías cien días. Aunque nadie te había enseñado a leer, aprendiste en cuanto empezaste la escuela y fuiste el primero de la clase. —Suspiró—. ¿Por qué voy a irme de esa casa mientras tú estés en ella? ¿Por qué no pensé en eso? Tú estás en ella.

Le miró las pantorrillas enrojecidas, luego se volvió y, agachándose, le dijo que se subiera a su espalda. Él la miró. Mamá volvió la cabeza.

—Sube —dijo—. Vamos a casa.

Así fue como aquel día, al final de la tarde, mamá volvió a casa. Sacó a esa mujer a empujones de la cocina y cocinó ella. Y cuando padre se fue a vivir con la mujer a otra casa de la ciudad, mamá se arremangó, corrió a la casa, cogió la cazuela de arroz que estaba en el fuego y la tiró al río. Era como si se hubiera convertido en una combatiente para cumplir la promesa que le había hecho a Hyong-chol de volver a casa. Cuando padre y la mujer, incapaces de soportar el acoso de mamá, se marcharon a otra ciudad, mamá llamó a Hyong-chol, lo sentó delante de ella, rodilla con rodilla, y le preguntó con calma:

—¿Cuánto has estudiado hoy?

Cuando él sacó un examen con un diez, los ojos sombríos de mamá recuperaron su fuego. Miró el examen, en el que su profesor había marcado cada respuesta con un visto en rojo, y le dio un fuerte abrazo.

—¡Oh, mi niño!

Mamá lo mimó mientras padre estuvo fuera. Le dejaba montar en la bicicleta de padre. Le dio la estera de dormir de padre y lo cubría con la manta de padre. Le servía arroz en el cuenco grande que sólo padre utilizaba. Ponía delante de él el primer cuenco de sopa. Cuando sus hermanos empezaban a comer, ella los regañaba:

—¡Vuestro hermano ni siquiera ha cogido la cuchara!

Cuando el vendedor de fruta pasaba con un cubo lleno de uva, ella cambiaba medio cuenco de semillas de sésamo que tenía secándose en el patio por unos cuantos racimos y los guardaba para él.

—Esto es para vuestro hermano mayor —decía a sus otros hijos.

Y cada vez que lo hacía, mamá le recordaba:

—Tienes que llegar a ser fiscal.

Él pensó que tenía que ser fiscal para retener a mamá en casa.

Aquel otoño mamá cosechó ella sola el arroz, lo descascarilló y lo dejó secar, sin padre. Al amanecer iba a los arrozales y, agachada, cortaba los tallos con la hoz, los sacudía para que el grano se desprendiera y lo esparcía por el suelo para que se secara al sol. Volvía al caer la noche. Cuando Hyong-chol se ofrecía a ayudarla, ella decía:

—Ve a estudiar. —Y lo empujaba hacia su escritorio.

Los domingos de temperaturas suaves, cuando el arroz ya estaba cosechado, mamá se llevaba a sus hermanos al campo de las colinas para desenterrar ñames, pero a él lo empujaba hacia el escritorio. Volvían al atardecer con una carreta llena de ñames de color óxido.

Su hermano, que había querido quedarse en casa para estudiar pero que se había visto obligado a ir con mamá, se inclinó sobre el pozo para quitarse la tierra incrustada debajo de las uñas.

—¡Mamá! ¿Tan importante es Hyong-chol?

—¡Sí! ¡Es muy importante! —Mamá le dio unos golpecitos en la cabeza y no dio más vueltas a la pregunta.

—Entonces, ¿no nos necesitas a nosotros? —Su hermano tenía las mejillas encendidas por el aire frío.

—¡No! No os necesito.

—¡Pues nos iremos a vivir con padre!

—¿Qué?

Mamá estaba a punto de dar otro golpecito a su hermano en la cabeza, pero se detuvo.

—Vosotros también sois importantes. ¡Todos sois importantes! ¡Venid aquí, mis importantes hijos!

Todos se rieron. Sentado frente a su escritorio en el calor de su habitación, Hyong-chol oyó a su familia junto al pozo y también sonrió.

No está claro cuándo empezó exactamente, pero mamá dejó de cerrar la verja por las noches. Poco después, cuando servía el arroz por la mañana, empezó a llenar el cuenco de padre y a dejarlo debajo de una manta en el rincón más caliente de la habitación. Hyong-chol estudió aún más mientras padre estuvo fuera. Mamá seguía sin permitirle que la ayudara en el campo. Incluso cuando gritaba a sus otros hijos porque habían dejado los pimientos esparcidos en el patio bajo la lluvia, bajaba la voz si creía que él estaba estudiando. En aquella época, la cara de mamá siempre estaba arrugada por el cansancio y la preocupación, pero cuando él estudiaba en voz alta, los cercos alrededor de sus ojos se volvían menos oscuros, como si se hubiera puesto polvos. Mamá abría y cerraba la puerta de la habitación de Hyong-chol sin hacer ruido. Deslizaba silenciosamente dentro de su habitación un plato de ñames hervidos o de caquis y volvía a cerrar la puerta. Una noche de invierno en que la nieve se había amontonado en el porche, padre cruzó la verja abierta, se aclaró la garganta, se quitó los zapatos, los golpeó contra la pared para sacudir la nieve y abrió la puerta. Hacía tanto frío que todos dormían juntos. Con los ojos entrecerrados, Hyong-chol vio que padre les tocaba la cabeza y los miraba. Vio a mamá poner sobre la mesa el cuenco de arroz que había dejado en el rincón más caliente de la habitación, la vio coger unas hojas de algas tostadas con aceite de perilla y dejarlas al lado del cuenco de arroz, y la vio poner un bol de agua de arroz hervido junto al cuenco sin decir palabra…, como si padre se hubiera ido esa mañana y hubiera vuelto por la noche, en lugar de haberse marchado en verano y haber regresado avergonzado en el crudo invierno.

Cuando Hyong-chol se licenció y aprobó el examen de acceso para entrar en la compañía en la que ahora trabaja, mamá no se quedó contenta. Ni siquiera sonrió cuando los vecinos la felicitaron por el empleo de Hyong-chol en una importante corporación. Cuando él volvió a casa con el tradicional regalo de ropa interior comprado con su primer sueldo, ella apenas lo miró.

—¿Y qué hay de tus planes? —le dijo con frialdad.

Él se limitó a responder que trabajaría duro en la compañía, ahorraría durante dos años y se pondría a estudiar de nuevo.

* * *

Ahora reflexiona sobre ello. Cuando mamá era más joven, era una presencia que lo impulsaba a cimentar su determinación como hombre, como ser humano.

* * *

Cuando mamá llevó a la ciudad a su hermana, que acababa de terminar la escuela secundaria, para que viviera con él, fue cuando empezó a decirle a todas horas que lo sentía. Le llevó a su hermana cuando él tenía veinticuatro años. Antes de que pudiera ahorrar, antes de que se presentara al examen para ejercer como abogado.

Mamá no levantó la vista.

—Como es una chica, necesita más estudios. Tienes que conseguir que estudie aquí. No puedo permitir que viva como yo.

Se encontraron frente a la torre del reloj de la estación de Seúl. Antes de volver a casa, mamá sugirió que comieran arroz y sopa. Mamá no paraba de coger carne de su cuenco y ponerla en el de él. Aunque él le decía que no podía con todo, ella seguía pasando la carne de su cuenco al de él. La idea de comer había sido de ella, pero no se llevó un solo bocado a la boca.

—¿No tienes hambre? —preguntó él.

—Estoy comiendo —respondió, y siguió dejando caer la carne en el cuenco de él—. Pero tú… ¿qué vas a hacer? —Dejó la cuchara, que estaba ribeteada de sopa—. Toda la culpa es mía. Lo siento, Hyong-chol.

Mientras esperaba en la estación de Seúl para subir al tren, con sus ásperas manos de uñas muy cortas hundidas en los bolsillos, los ojos de mamá se llenaron de lágrimas. Él pensó que sus ojos eran como los de una vaca, inocentes y amables.

* * *

Llama a su hermana, que sigue en la estación de Seúl. Se está haciendo de noche. Al oír su voz, su hermana guarda silencio. Parece que quiere que él hable primero. Enumeran a toda la gente que ha respondido al volante, pero ella ha sido la que ha recibido la mayor parte de las llamadas. La mayoría eran falsos testigos. Un tipo le dijo: «La señora está conmigo en estos momentos». Incluso le dio una explicación detallada de dónde estaba. Su hermana fue en taxi hasta el paso peatonal que le había indicado y encontró a un joven borracho, ni siquiera una mujer, roncando tan ebrio que si se lo hubieran llevado en carro ni se habría enterado.

—No está aquí —dice a su hermana. Chi-hon deja de aguantar la respiración—. ¿Te vas a quedar más rato en la estación?

—Un poco… Todavía me quedan volantes.

—Espérame allí. Podemos ir a cenar algo.

—No tengo hambre.

—Pues tomaremos una copa.

—¿Una copa? —pregunta ella, luego se queda callada un momento y añade—: Ha llamado el dueño de la farmacia Sobu, frente al mercado de Sobu de Yokchon-dong. Ha dicho que ha visto el volante que ha llevado su hijo a casa y que le parece que vio a alguien como mamá en Yokchon-dong hace dos días… pero que llevaba unas sandalias de goma azules. Que debía de haber caminado mucho porque tenía un corte en el empeine y que se le había infectado hasta las uñas, y que le aplicó una pomada…

¿Sandalias azules? El móvil se le cae de la oreja.

—¿Hermano?

Él vuelve a llevarse el móvil al oído.

—Me voy para allá. ¿Quieres venir?

—¿A Yokchon-dong? —pregunta él—. ¿Te refieres al mercado de Sobu que había cerca de donde vivíamos?

—Sí.

—De acuerdo.

Hyong-chol no quiere irse a casa. Cuando se reúne con su hermana no tiene nada en concreto que decirle. La llamó pensando: «No quiero irme a casa». Pero ¿ir a Yokchon-dong? Levanta una mano para parar un taxi. No lo entiende. Han llamado varias personas para decir que han visto a alguien como mamá con unas sandalias de goma azules. Curiosamente, todos afirman haberla visto en algún barrio donde él ha vivido. Kaebong-dong, Taerim-dong, Oksu-dong, debajo de los apartamentos Naksan de Tongsung-dong, Suyu-dong, Singil-dong, Chongnung. Si acudía, decían que la habían visto hacía tres días, o incluso una semana. Hubo alguien que dijo incluso que la había visto un mes antes de que desapareciera. Cada vez que le daban un soplo, iba al barrio que le habían indicado, solo, con sus hermanos o con padre. Aunque todos aseguraban haberla visto, no había encontrado a nadie como mamá que llevara unas sandalias de goma azules. Después de oír lo que tenían que contarle, lo único que podía hacer él era colgar volantes en los postes del barrio, en un árbol del parque o dentro de una cabina telefónica, por si acaso. Cuando pasaba por los lugares en los que vivió, se paraba y miraba donde otros viven ahora.

No importa donde él vivió, mamá nunca fue sola a su casa. Siempre iba a recogerla alguien de la familia a la estación de Seúl o a la Terminal de Autobuses Express. Y, una vez en Seúl, mamá no iba a ninguna parte hasta que alguien la acompañaba a su siguiente destino. Cuando iba a casa de su hermano, él iba a buscarla, y cuando iba a casa de su hermana, ella iba a buscarla. Nadie lo dijo nunca en voz alta, pero en algún momento dado su familia y él decidieron tácitamente que mamá no podía ir a ningún sitio en esa ciudad. De modo que cuando mamá iba a Seúl, siempre estaba acompañada. Después de poner el anuncio en el periódico y de repartir volantes, él cae en la cuenta de que había vivido en doce barrios distintos. Se yergue y levanta la vista. Yokchon-dong, recuerda, fue el primer lugar donde consiguió comprar una casa.

—Dentro de unos días celebraremos el Chuseok…

En el taxi hacia Yokchon-dong, su hermana se frota las uñas con la mano. Él estaba pensando en lo mismo. Carraspea y frunce el entrecejo. El festival de Chuseok dura varios días. Cada año los medios de comunicación informan que se prevé que viaje más gente al extranjero que en todas las ediciones anteriores. Hasta hace un par de años, la gente criticaba a los que se iban al extranjero durante esas fiestas, pero ahora todos dicen sin rodeos: «Volveré, antepasados», y se van al aeropuerto. Al principio, cuando la gente empezó a celebrar los ritos ancestrales en sus apartamentos de veraneo, les preocupaba que los espíritus ancestrales no dieran con ellos, pero ahora subían a los aviones sin pensarlo dos veces.

Esta mañana su mujer ha comentado mientras leía el periódico:

—Aquí pone que más de un millón de personas viajarán al extranjero este año.

—La gente tiene mucho dinero —ha replicado él.

A lo que ella ha murmurado:

—Los que no pueden irse…, bueno, no son muy inteligentes.

Padre los miraba en silencio.

—A los chicos, como todos sus amigos se van al extranjero durante el Chuseok —ha continuado su mujer—, les ha dado por decir que a ellos también les gustaría ir. —Cuando él la ha mirado furioso, incapaz de seguir escuchándola, ella ha explicado—: Ya sabes lo sensibles que son los chicos para este tipo de cosas.

Padre se ha levantado de la mesa y se ha ido a su habitación.

—¿Estás loca? ¿Te parece apropiado tocar este tema justo ahora? —ha soltado Hyong-chol.

—Oye, sólo he repetido lo que dicen los chicos —ha replicado ella—. ¿Acaso he dicho que yo quiera ir? ¿Ni siquiera puedo comentar lo que dicen los chicos? Esto es frustrante. ¿Se supone que debo vivir sin abrir la boca? —Se ha levantado de la mesa y se ha ido.

—¿No deberíamos celebrar los ritos ancestrales? —pregunta Chi-hon.

—¿Desde cuándo piensas en ellos? ¿Nunca has venido a casa para las vacaciones y ahora te importa el Chuseok?

—Me equivoqué. No debería haber faltado.

Observa que su hermana deja de frotarse las uñas y mete las manos en los bolsillos de la chaqueta. Todavía no se ha quitado esa costumbre.

* * *

Cuando vivían juntos en Seúl y tenía que dormir con su hermano y su hermana en la misma habitación, su hermana se colocaba lo más cerca posible de la pared, él se tumbaba en el centro y su hermano al lado de la otra pared. Casi cada noche recibía una bofetada mientras dormía, y cuando abría los ojos se encontraba con la mano de su hermano en la cara. Se la apartaba con cuidado y estaba a punto de dormirse de nuevo cuando la mano de su hermana le caía sobre el pecho. Así era como solían dormir en la habitación grande de la casa, rodando de un lado para otro. Una noche soltó un grito cuando recibió un puñetazo en el ojo. Sus hermanos se despertaron.

—¡Eh, tú!

Su hermana, adivinando lo que había ocurrido, se apresuró a meter las manos en los bolsillos de los pantalones de algodón con los que dormía.

—¡Si vas a seguir así, vete a casa! —le gritó él.

Cuando se hizo de día, su hermana cogió todas sus cosas y se fue realmente a casa de mamá. Pero mamá la llevó de vuelta a Seúl, le ordenó que se arrodillara delante de él y le pidiera perdón. Su hermana, obstinada, no se movió.

—¡Pídele perdón! —gritó mamá.

Pero ella no cedió.

Su hermana era dócil, pero si se le metía algo entre ceja y ceja nadie podía hacerle cambiar de opinión. Una vez, cuando él todavía estaba en secundaria, la obligó a que le limpiara las zapatillas de deporte. Normalmente ella obedecía y lo hacía. Pero ese día se enfadó, se llevó al arroyo las zapatillas nuevas pero mugrientas y las tiró al agua. Él corrió a lo largo de la orilla para recuperarlas. Con el tiempo aquello se convirtió en un recuerdo entrañable entre los dos hermanos, pero ese día él volvió a casa furioso con una sola zapatilla, verde por el agua lodosa y las algas que le colgaban, y se chivó. Aunque mamá cogió el atizador y preguntó a su hermana de dónde había sacado ese mal carácter, ella no pidió perdón. Lo que hizo fue enfadarse con mamá.

—¡Le he dicho que no quería! ¡Le he dicho que no quería! ¡A partir de ahora no voy a hacer nada que no quiera hacer!

En su pequeña habitación, mamá habló con su obstinada hermana.

—Te he dicho que le pidas perdón. Te he dicho que aquí tu hermano es como un padre para ti. Si no te corriges esa costumbre de coger tus bártulos y marcharte cada vez que tu hermano te regaña, no te la quitarás jamás. Cuando estés casada, si algo no sale como tú querías, ¿cogerás tus bártulos y te irás?

Cuanto más le suplicó mamá que pidiera perdón, más hundió ella las manos en los bolsillos. Triste, mamá suspiró.

—Ahora la niña no me hace caso. La niña me ignora porque no soy nadie y no tengo estudios…

Sólo entonces, cuando el lamento de mamá se convirtió en lágrimas, su hermana exclamó:

—¡No es eso, mamá! —Para impedir que siguiera llorando, tuvo que decir—: Me disculparé. Le diré que lo siento.

Y sacó las manos de los bolsillos y pidió perdón a Hyong-chol. Desde entonces su hermana dormía con las manos metidas en los bolsillos. Y cada vez que él le levantaba la voz, ella las escondía rápidamente en ellos.

Después de que mamá desapareciera, cuando alguien señalaba algo, aunque fuera trivial, su obstinada hermana admitía, sumisa:

—Estaba equivocada. No debería haberlo hecho.

* * *

—¿Quién limpiará ahora las ventanas de casa? —le pregunta Chi-hon.

—¿De qué hablas?

—Si llamábamos en esta época del año, mamá siempre estaba limpiando las ventanas.

—¿Las ventanas?

—Sí, claro. Siempre decía: «¿Cómo vamos a tener las ventanas sucias cuando venga la familia para el Chuseok?».

Las numerosas ventanas de la casa desfilan ante los ojos de Hyong-chol. La casa, reconstruida hace pocos años, tiene ventanas en todas las habitaciones, sobre todo en el salón, mientras que en la casa vieja sólo había un cristal en la puerta.

—Cuando le aconsejé que pagara a alguien para que las limpiara, dijo: «¿Quién va a venir hasta este agujero en el campo para hacer eso?». —Su hermana exhala un suspiro y frota el cristal de la ventanilla del taxi—. Cuando éramos pequeños, mamá quitaba todas las puertas de la casa en esta época del año…, ¿te acuerdas?

—Sí.

—¿Te acuerdas?

—¡He dicho que sí!

—Mentiroso.

—¿Por qué crees que miento? Me acuerdo. Pegaba hojas de arce en las puertas, aunque la tía le reñía.

—¿De verdad te acuerdas? ¿Te acuerdas de que íbamos a casa de la tía para coger hojas de arce?

—Sí, me acuerdo.

* * *

Antes de que construyeran la nueva casa, mamá escogía un día soleado próximo al Chuseok y quitaba todas las puertas. Las frotaba con agua y las dejaba secar al sol, luego preparaba un engrudo y pegaba en ellas una nueva capa de papel de mora medio translúcido. Cuando Hyong-chol la veía quitar las puertas de los marcos y apoyarlas en la pared, pensaba: «Ah, ya casi estamos en Chuseok».

¿Por qué nadie ayudaba a mamá a pegar la nueva capa de papel, con la de hombres que había en la familia? Seguramente su hermana sólo hacía el tonto, metía un dedo en el cubo del engrudo acuoso y revolvía. Mamá cogía la brocha y esparcía el engrudo rápidamente sobre el papel, como si dibujara orquídeas para un cuadro tradicional en tinta, y ella sola pegaba el papel sobre los marcos limpios con golpes firmes. Sus gestos eran desenfadados y alegres. Hacía un trabajo que él ni siquiera se atrevería a intentar ahora, aunque es mucho mayor de lo que ella era entonces, y lo hacía con rapidez y garbo. Con una brocha grande en la mano, le pedía a su hermana, que jugaba con el engrudo, o a él, que se ofrecía a ayudar, que fueran a coger hojas de arce coreano. En su jardín había muchos árboles, había caquis, ciruelos, ailantos y azufaifos, pero mamá les pedía específicamente hojas de arce, y de esas no había en casa. Una vez, para conseguirlas, él salió de casa, cruzó los callejones y el riachuelo, y bajó por la nueva carretera hasta la casa de la tía. Mientras recogía hojas de arce, la tía le preguntó: «¿Qué vas a hacer con ellas? ¿Te ha pedido tu madre que se las lleves? ¿Qué tontería está haciendo? Si en invierno miras una puerta en la que hay una hoja de arce tienes más frío. ¡Pero ella va a hacerlo otra vez, aunque siempre le pido que no lo haga!».

Cuando él volvió con dos fajos de hojas de arce, mamá puso las dos más bonitas junto al pomo de la puerta principal, una a cada lado, y pegó varias capas de papel de mora encima. Las hojas decoraban la zona en la que se amontonaban más capas de papel para impedir que se rasgara, justo donde la gente apoyaba la mano para abrirla y cerrarla. En la puerta de Hyong-chol, mamá puso tres hojas más que en las demás y las colocó esparcidas como si fueran flores. Las apretó con cuidado con las palmas de las manos y le preguntó: «¿Te gustan?». Parecía la mano abierta de un niño. No importaba lo que hubiera dicho la tía, a él le parecían muy bonitas. Cuando respondió que eran preciosas, una gran sonrisa iluminó la cara de mamá. Para ella, que no soportaba empezar las vacaciones con las puertas resquebrajadas, agujereadas o gastadas de tanto abrirlas y cerrarlas de golpe durante todo el verano, pegar una nueva capa de papel en ellas encarnaba el verdadero comienzo del otoño y la llegada del Chuseok. Probablemente también quería impedir que la familia se resfriara con el viento más frío que seguía al verano. ¿Era eso lo más romántico que mamá tenía ocasión de experimentar en aquella época?, se preguntó.

Hunde inconscientemente las manos en los bolsillos de los pantalones, como su hermana. Las hojas de arce pegadas junto a los pomos de las puertas se quedaban en la casa, con la familia, después del Chuseok. Se quedaban con el invierno y la nieve; se quedaban hasta que brotaban nuevas hojas de arce en primavera.

La desaparición de mamá despierta recuerdos en su memoria que, como las puertas con hojas de arce, creía haber olvidado.

Yokchon-dong no es el viejo Yokchon-dong que recuerda. Cuando se compró su primera casa en Seúl, era un barrio de muchos callejones y casas bajas, pero ahora está lleno de edificios de muchas plantas y tiendas de ropa. Él y su hermana van arriba y abajo por delante y por detrás de los edificios de apartamentos, incapaces de encontrar el mercado de Sobu, que entonces estaba en medio del barrio. Al final preguntan a un estudiante y resulta que está en la dirección contraria. Una gran tienda ha reemplazado la cabina de teléfono junto a la que pasaba cada día. No consigue dar con la tienda de lanas donde su mujer aprendió a hacer jerséis para su hija recién nacida.

—¡Creo que está ahí, hermano!

El mercado de Sobu, que él recordaba al otro lado de una larga carretera, queda escondido entre bulevares nuevos y él no ve bien los letreros.

—Dijo que estaba frente al mercado de Sobu… —Su hermana corre hacia la entrada y mira los puestos—. ¡Ahí está!

Él mira hacia donde señala su hermana y ve el rótulo FARMACIA SOBU, entre un snack bar y un cibercafé. El farmacéutico, de unos cincuenta y cinco años y con gafas, levanta la vista cuando los dos hermanos entran.

—¿Ha sido usted quien nos ha llamado porque había visto el volante que le trajo su hijo? —pregunta su hermana.

El farmacéutico se quita las gafas.

—¿Cómo es que su madre ha desaparecido?

Ésa es la pregunta más incómoda —y frecuente— que les hace la gente desde que mamá desapareció. Siempre hay en ella una mezcla de curiosidad y censura. Al principio explicaban todo con detalle: «Verá, estaba en la estación de metro de Seúl…», pero ahora se limitan a responder: «Simplemente pasó», y adoptan una expresión de dolor. Sólo así logran ir más allá.

—¿Tiene demencia?

Su hermana se queda callada, así que él responde que no.

—Pero ¿cómo pueden estar tan tranquilos mientras la buscan? Hace un buen rato que los llamé. ¿No han podido venir hasta ahora? —pregunta el farmacéutico con reproche, como si no la hubieran encontrado allí sólo por cuestión de tiempo.

—¿Cuándo la vio? ¿Se parecía a nuestra madre? —Su hermana saca el volante y la señala.

El farmacéutico dice que la vio hace seis días. Vive en el tercer piso de ese edificio, explica, y cuando bajó al amanecer para abrir la persiana de la farmacia, vio a una anciana dormida junto a los cubos de la basura frente al snack bar de al lado. Dice que llevaba sandalias de goma azules. Había caminado tanto que se había hecho un corte profundo en el pie que casi dejaba ver el hueso. La herida se le había infectado tantas veces que prácticamente no había nada que hacer.

—Como farmacéutico, no podía ignorarla después de haber visto ese corte. Pensé que al menos tenía que desinfectarlo, de modo que entré y salí con desinfectantes y algodón, y ella se despertó. Aunque un desconocido estaba tocándole el pie, se quedó inmóvil, totalmente inmóvil…, muy débil. Cuando te curan un corte así lo normal es gritar, pero ella no reaccionó. Eso me sorprendió. Estaba tan infectado que no paraba de salir pus. El olor también era horrible. No sé cuántas veces lo desinfecté. Cuando terminé, le apliqué pomada y lo tapé con una tirita. Pero no era lo bastante grande, así que le vendé el pie. Me pareció que tenía que protegerla de algún modo, así que entré para llamar a la policía, pero cuando salí para preguntarle si conocía a alguien, la encontré comiendo rollos de sushi de la basura. Debía de estar hambrienta. Le dije que le daría algo de comer, que los tirara, pero no lo hizo, entonces se los arrebaté de las manos y los tiré yo mismo. Aunque no me había hecho caso, cuando se los quité no hizo nada. Le pedí que entrara en la tienda. Pero se quedó ahí sentada, como si no me entendiera. ¿Está sorda?

Su hermana se queda callada, así que él responde que no.

—Le pregunté: «¿Dónde vive? ¿Conoce a alguien que pueda venir a recogerla? Si sabe el número de alguien, le llamaré». Pero ella se quedó inmóvil. Sólo parpadeaba. Yo no podía hacer nada, de modo que entré y llamé a la policía, y cuando salí ya no estaba. Fue extraño. Sólo estuve dentro unos minutos y ella ya se había ido.

—Nuestra madre no llevaba sandalias de goma azules —dice Chi-hon—. Llevaba unas sandalias beis. ¿Está seguro de que eran de goma azules?

—Sí. Llevaba una camisa azul claro y encima algo beis o blanco, estaba tan sucio que no sabría decirlo. Su falda tal vez era blanca pero se había ensuciado tanto que se veía beis. Era plisada. Tenía las pantorrillas ensangrentadas. Estaban…, bueno, llenas de picaduras de mosquito.

Exceptuando las sandalias de goma azules, así era como iba vestida mamá cuando desapareció.

—Aquí mamá lleva un hanbok. Tiene el pelo totalmente diferente… Va muy maquillada. No tenía este aspecto cuando desapareció. ¿Por qué pensó en nuestra madre cuando vio a esa señora? —Su hermana siempre parece esperar que sea una equivocación; la mujer que vio el farmacéutico era patética.

—Es la misma mujer. Tenía los mismos ojos. Cuidé vacas cuando era joven, de modo que he visto ojos como los suyos, impacientes y dóciles. La reconocí a pesar de lo cambiada que está porque los ojos eran los mismos.

Su hermana se desploma en una silla.

—¿Vino la policía?

—Llamé enseguida para avisarles de que no hacía falta que vinieran. Como le he dicho, ella ya se había ido.

Él y su hermana salen de la farmacia y se separan; han quedado en que se reunirán dentro de dos horas en el parque de uno de los nuevos edificios. Se levanta viento mientras él inspecciona las calles mal iluminadas que rodean los nuevos bloques de pisos que han reemplazado las casas bajas de sus tiempos y su hermana busca por los alrededores del mercado de Sobu, donde todavía quedan viejos callejones. Como la mujer descrita por el farmacéutico comía rollos de sushi de la basura del snack bar, él mira todos los cubos que hay delante de los edificios. También busca alrededor de los contenedores de reciclaje. Se pregunta dónde está la casa en la que vivió. Era la penúltima del callejón más largo del barrio. Además de largo era tan oscuro que cuando llegaba tarde del trabajo no podía evitar mirar varias veces atrás antes de llegar a la verja.

Su hermana lo está esperando en un banco de madera del parque. Al verlo acercarse con paso lento y los hombros hundidos, se levanta. A esa hora no hay niños en el parque, sólo unos cuantos viejos que han salido a pasear.

¿Mamá estuvo en esa casa?

La primera vez que mamá fue a verlo, bajó del tren llevando un hervidor de níquel del tamaño de una olla lleno de gachas de alubias rojas. Él no tenía coche, y cuando le cogió el pesado hervidor de las manos, soltó: «¿Por qué has venido tan cargada?». Mamá no paraba de sonreír. En cuanto se adentraron en el callejón, señaló una casa y preguntó: «¿Es ésta?», y cuando la pasaron de largo, señaló la siguiente y preguntó: «¿Es ésta?». Sonreía de oreja a oreja cuando él se detuvo por fin frente a su casa y anunció: «Es ésta». Cuando empujó con suavidad la verja, parecía tan emocionada como una niña que sale de su pueblo por primera vez. «¡Caramba, hay un patio! Con un caqui y… ¿qué es esto? ¡Parras!». En cuanto puso un pie en la casa, llenó un bol con las gachas del hervidor y las salpicó por toda la casa. «Es para ahuyentar la mala suerte», dijo. Su mujer, que también se había convertido por primera vez en propietaria, abrió la puerta de una de las tres habitaciones y dijo emocionada: «Ésta es tu habitación, madre. Cuando vengas a Seúl podrás instalarte aquí cómodamente». Mamá miró dentro y exclamó como pidiendo perdón: «¡Tengo mi propia habitación!».

Esa noche, pasadas las doce, Hyong-chol oyó un ruido fuera y miró por la ventana. Mamá estaba en el patio. Tocó la verja, puso una mano en la parra, se sentó en los escalones de la entrada. Miró el cielo nocturno y se acercó al caqui. Él abrió la ventana y gritó:

—¡Ven a dormir!

—¿Qué haces que no duermes? —dijo mamá, y como si pronunciara su nombre por primera vez, añadió con cierto misterio—: Ven aquí, Hyong-chol.

Cuando llegó hasta ella, mamá sacó un sobre de su bolsillo y se lo puso en la mano.

—Ahora lo único que te falta es una placa con tu nombre. Utiliza este dinero para comprar una placa con tu nombre. —Él miró a mamá y el sobre abultado que tenía en la mano—. Siento no haber podido ayudarte a comprar esta casa —dijo ella. Más tarde, al regresar del cuarto de baño al amanecer, él abrió la puerta de la habitación de mamá sin hacer ruido. Mamá y Chi-hon estaban tumbadas una al lado de la otra, profundamente dormidas. Mamá parecía sonreír en sueños; el brazo de su hermana estaba extendido hacia fuera, como siempre, libre.

Desde esa primera noche que mamá había pasado con él en la sala del turno de noche del centro social, no había tenido un lugar cómodo en el que mamá pudiera quedarse a dormir en Seúl. A menudo sus hermanos y él iban a recogerla porque llegaba en un autocar alquilado para asistir a la boda de algún pariente. Iba muy cargada. Antes incluso de que terminara la ceremonia, les metía prisa para volver a la habitación alquilada donde vivían. Se quitaba el traje que había llevado a la boda; de sus fardos salía rodando comida envuelta en periódicos, plásticos y hojas de calabaza. No tardaba ni un minuto en ponerse una camisa holgada y unos pantalones con estampado de flores que había metido en uno de los fardos. Los acompañamientos que salían de los periódicos, los plásticos y las hojas de calabaza eran colocados en fuentes y cuencos del armario, y mamá se frotaba bien las manos, quitaba rápidamente las fundas de los edredones y las lavaba. Hacía kimchi con la col salada que había llevado, restregaba la cazuela ennegrecida por el fuego de carbón, limpiaba la estufa portátil hasta que relucía, cosía de nuevo las fundas de los edredones en cuanto se secaban al sol sobre el tejado, luego lavaba el arroz, hacía salsa de pasta de judías y ponía la mesa para cenar. En la mesa había generosas raciones de carne estofada, anchoas salteadas, y kimchi de hoja de sésamo que había llevado de casa. Cuando sus hermanos y él se servían una cucharada de arroz, mamá ponía encima un pedazo de carne guisada. Le rogaban que comiera con ellos, pero ella respondía: «No tengo hambre». Después de lavarlo todo, llenaba la palangana de plástico con agua del grifo y salía a comprar una sandía para enfriarla en ella. Luego se ponía rápidamente el vestido, el único que tenía y que sólo llevaba en las bodas, y les decía: «Llevadme a la estación». Como era tarde, ellos le decían: «Quédate a pasar la noche y vete mañana, mamá». Pero ella respondía: «He de irme. Mañana tengo cosas que hacer». Lo único que tenía que hacer era trabajar en los arrozales y los campos. Esa clase de trabajo podía esperar. Pero mamá siempre regresaba en el tren nocturno. En realidad volvía porque sólo había una habitación minúscula donde sus tres hijos adultos tenían que dormir apretujados, sin poder moverse, pero mamá se limitaba a decir: «He de irme. Mañana tengo cosas que hacer».

Hyong-chol siempre renovaba sus propósitos cuando acompañaba a mamá, exhausta, a la estación de Seúl para esperar el tren nocturno que la llevaría a casa con las manos vacías. «Ganaré dinero y me trasladaré a un piso de dos habitaciones. Alquilaré una casa. Compraré una casa en la ciudad. Entonces tendré una habitación en la que esta mujer podrá dormir cómodamente». Compraba un billete de andén y la acompañaba hasta el tren. Buscaba un asiento en un vagón y le daba una bolsa con cosas para picar, quizá un batido de plátano o mandarinas.

—No te duermas. Acuérdate de bajarte en la estación de Chongup.

—Aquí tú haces de padre y madre de tus hermanos —le decía ella, a veces con tristeza, a veces con firmeza.

Viéndolo ahí de pie, frotándose las manos, con poco más de veinte años, mamá se levantaba de su asiento, le separaba las manos y le ponía la espalda recta.

—El hermano mayor debe tener un porte digno. Ha de ser el modelo. Si el hermano mayor se equivoca de camino, los demás también lo harán.

Cuando el tren estaba a punto de irse, los ojos de mamá se llenaban de lágrimas y decía:

—Lo siento, Hyong-chol.

Eran las tantas de la noche cuando mamá se apeaba en Chongup. El primer autobús que iba al pueblo no pasaba hasta las seis. Mamá se bajaba del tren y caminaba en la oscuridad hacia casa.

* * *

—Ojalá hubiéramos traído más volantes para colgarlos por aquí —dice Hyong-chol, metiendo las manos en los bolsillos contra el frío de la noche.

—Volveré mañana y lo haré —afirma Chi-hon al tiempo que mete las manos en los bolsillos.

Mañana él tiene que acompañar a los ayudantes del jefe a la casa piloto de Hongchon. No puede permitirse el lujo de no ir.

—¿Le pido a mi mujer que lo haga?

—Déjale descansar. Ya está cuidando de padre.

—Podrías llamar a la pequeña.

—Me ayudará él.

—¿Él?

—Yu-bin. Cuando encontremos a mamá, me casaré con él. Mamá siempre quiso que me casara.

—Si tomar esa decisión te resulta tan fácil, ya deberías haberlo hecho.

—Cuando mamá desapareció, comprendí que hay una respuesta para cada cosa. Podría haber hecho todo lo que ella quería que hiciera. No era importante. No sé por qué me irritaba por cosas así. Tampoco pienso volver a subirme a un avión.

Hyong-chol da unas palmaditas a su hermana en el hombro y suspira. A mamá no le gustaba que su hermana cogiera aviones y se fuera al extranjero. En su opinión, a menos que hubiera una guerra y no se pudiera evitar, era absurdo abandonarte a la suerte de ese modo, como si no te importara la vida. Cuando la intromisión de mamá en ese tema fue a más, su hermana viajaba en avión en secreto. Tanto por trabajo como por placer, si tenía que subirse a un avión no se lo contaba a mamá.

—Eran tan bonitos los rosales de esa casa… —dice su hermana.

Él la mira en la oscuridad. También él estaba pensando en esos rosales. La primera primavera después de que él comprara la casa de Yokchon-dong, mamá fue a verlo y propuso que fueran a comprar rosas. ¿Rosas? Cuando la palabra volvió a salir de la boca de mamá, él tuvo que preguntar, como si no la hubiera oído bien:

—¿Quieres decir rosas?

—Rosas rojas. Vamos, ¿no hay ningún lugar donde las vendan?

—Sí.

Él la llevó a un vivero que proveía los rosales jóvenes que bordeaban las calles de Kupabal.

—Creo que es la flor más bonita —dijo ella y compró muchos más rosales de los que él esperaba.

Más tarde cavó hoyos cerca del muro de la casa y los plantó. Nunca la había visto plantar algo por el mero placer de contemplarlo en lugar de para cosecharlo y comerlo, como judías, patatas, coles, rábanos o pimientos. Mirando por encima de su figura inclinada, le preguntó si no los estaba plantando demasiado cerca del muro. Ella levantó la vista y respondió:

—Así la gente que pase por la calle también podrá disfrutarlas.

Todos los años florecen los rosales en primavera. La gente que pasa junto al muro en la temporada de las rosas se detiene a inhalar su fragancia, como era el deseo de mamá. Cuando ha llovido, hay pétalos rojos desparramados a ambos lados del muro.

En el bar del centro comercial de Yokchon-dong, su hermana, que en vez de cenar se ha bebido dos cervezas de barril, saca un cuaderno del bolso, lo abre en una página determinada y lo empuja hacia él. Tiene la cara roja de haber bebido con el estómago vacío. Él acerca el cuaderno a la luz y lee. A diferencia de su personalidad, imaginativa y emocional, la letra de Chi-hon es sorprendentemente compacta:

Quiero leer a niños que no pueden ver.

Quiero aprender chino.

Quiero ser dueña de un pequeño teatro, si gano mucho dinero.

Quiero ir al Polo Sur.

Quiero ir de peregrinación a Santiago.

Debajo había treinta frases más que empezaban por «quiero».

—¿Qué es esto?

—La pasada Nochevieja hice una lista de lo que quería hacer con mi vida, aparte de escribir. Por diversión. Las cosas que quería hacer en los próximos diez años. No planeé hacer nada con mamá. Mientras lo escribía, no me di cuenta. Pero cuando lo leo ahora, después de que ha desaparecido…

Está borracho. Sale del ascensor y toca el timbre. No hay respuesta. Saca las llaves del bolsillo y, tambaleándose, abre la puerta. Después de despedirse de su hermana ha ido a dos bares más. Cuando ante sus ojos danzó la imagen de la mujer con sandalias de goma azules, la mujer que podría ser mamá, la mujer que había caminado tanto que las sandalias se le habían incrustado en la piel dejando el hueso casi al descubierto, se tomó otra copa.

La luz de la salita está encendida; reina el silencio. La estatua de María que le regaló mamá lo observa. Tambaleándose, se dirige hacia su dormitorio, pero antes se detiene y empuja sin hacer ruido la puerta de la habitación de su hija, donde padre se ha instalado. Lo ve dormido de lado sobre una estera en el suelo, junto a la cama de su hija. Entra y lo tapa con la manta que padre ha empujado en sueños, luego sale y cierra la puerta con suavidad. En la cocina, se sirve un vaso de agua de la botella que está sobre la mesa y mira alrededor mientras bebe. Nada ha cambiado. El zumbido de la nevera es el mismo, y el fregadero está lleno, como siempre, de platos amontonados; su mujer nunca tiene prisa en lavarlos. Baja la cabeza, entra en su dormitorio y mira a su mujer dormida. En su cuello brillan unas cuentas. Coge las mantas que la tapan y las aparta. Ella se sienta y se frota los ojos.

—¿Cuándo has llegado? —pregunta, y a continuación suspira ante su brusquedad, que encierra un callado reproche: «¡Cómo puedes dormir!».

Desde que mamá desapareció, él no hace más que recriminar cosas a todos. Su enfado crece cuando llega a casa. Si su hermano llama para ver cómo va la búsqueda, él contesta a unas pocas preguntas y luego suelta: «¿Y tú no tienes nada que decirme? ¿Qué demonios estás haciendo?». Cuando padre anunció que volvía a casa porque no había nada que él pudiera hacer en Seúl, gritó: «¿Y qué vas a hacer en el campo?». Por las mañanas se va de casa sin mirar siquiera el desayuno que su mujer le ha preparado.

—¿Has estado bebiendo? —Su mujer le arranca las mantas de las manos y se tapa.

—¿Cómo puedes dormir? —Esta vez él eleva la voz.

Ella se estira el camisón.

—¡He dicho que cómo puedes dormir!

—¿Qué quieres que haga? —grita ella a su vez.

—¡Tú tienes la culpa! —Pronuncia mal las palabras. Hasta él sabe que es una exageración.

—¿Por qué es mi culpa?

—¡Deberías haber ido a recogerlos!

—Te dije que iba a llevar comida a Chin.

—¿Por qué tuviste que ir precisamente ese día? ¿Por qué fuiste justo cuando mis padres venían del campo para celebrar sus cumpleaños?

—¡Padre dijo que sabía el camino! Y no somos los únicos familiares que tienen en la ciudad. Y ese día querían ir a casa de tu hermano. Y tus hermanas también viven aquí. Tus padres no tienen por qué quedarse siempre en nuestra casa, ¡y no hay ninguna norma que diga que he de ser yo quien vaya a recogerlos! Hacía dos semanas que no iba a ver a Chin, y no tenía nada que comer, ¿cómo no iba a ir a verla? Yo también estoy cansada de ocuparme de Chin y de todo. Está estudiando para su examen… ¿Sabes lo importante que es este examen para ella?

—¿Cuánto tiempo piensas llevar comida a una chica que ni siquiera se presenta en casa cuando su abuela ha desaparecido?

—¿Y qué podría hacer ella? Le dije que no hacía falta que viniera. Hemos buscado por todas partes. ¿Qué podemos hacer nosotros si ni siquiera la policía ha podido encontrarla? ¿Ir de puerta en puerta, tocar el timbre y preguntar: «Está aquí nuestra madre»? ¿Qué puede hacer Chin cuando ni siquiera los adultos podemos hacer nada? Un estudiante tiene que acudir a clase. ¿Vamos a dejar todos de hacer lo que debemos porque madre no está aquí?

—No digas que no está aquí. Sólo ha desaparecido.

—¿Y qué quieres que haga yo? ¡Bien que tú vas a trabajar!

—¿Qué? —Coge un palo de golf de una esquina y está a punto de lanzarlo a la otra punta de la habitación.

—¡Hyong-chol! —Padre está de pie en el umbral.

Hyong-chol deja el palo de golf. Padre fue a Seúl a celebrar su cumpleaños porque a sus hijos les iba mejor. Si lo hubieran celebrado, como estaba previsto, mientras estaban sentados a la mesa del restaurante de cocina coreana tradicional donde semanas atrás su mujer había hecho una reserva, mamá habría dicho: «También estamos celebrando mi cumpleaños». Pero con la desaparición de mamá, el cumpleaños de padre se ha quedado sin celebración y la tía se hizo cargo de los ritos ancestrales del verano.

Sigue a su padre hasta el pasillo.

—Toda la culpa es mía —dice padre, volviéndose hacia la puerta de la habitación de su nieta.

Hyong-chol guarda silencio.

—No os peléis. Sé cómo te sientes, pero pelearse no sirve de nada. Desde que tu mamá me conoció ha llevado una vida muy dura. Pero es una persona bondadosa. Así que estoy seguro de que al menos está viva. Y si está viva, tendremos noticias.

Hyong-chol se queda callado.

—Quiero irme a casa.

Padre lo mira un rato y luego entra en la habitación. Mirando la puerta cerrada, Hyong-chol se muerde el labio y siente un ardor en el pecho. Se lo frota con las manos. Está a punto de frotarse la cara con las manos, como acostumbra hacer, pero se contiene. Todavía puede sentir el suave roce de las manos de mamá. Mamá no soportaba que se frotara las manos o se encorvara. Si lo hacía delante de ella, le apartaba inmediatamente las manos o le empujaba los hombros. Si estaba a punto de agachar la cabeza, le daba una palmada en la espalda y le decía: «Un hombre ha de tener un porte digno». No ha llegado a ser fiscal. Mamá siempre dijo que ése era el sueño de Hyong-Chol, y él nunca comprendió que también era el sueño de ella. Sólo lo veía como un deseo de juventud que no logró hacer realidad; nunca se le ocurrió pensar que también había decepcionado las aspiraciones de mamá. Cae en la cuenta de que mamá ha vivido toda su vida creyendo que ella había sido quien le había impedido realizar ese sueño. «Lo siento, mamá. No cumplí mi promesa». Su corazón rebosa del deseo de no hacer nada más que cuidar de mamá cuando la encuentren. Pero ya ha perdido esa oportunidad.

Se desploma de rodillas en el suelo de la salita.