Nadie lo sabe
HACE UNA SEMANA QUE desapareció mamá.
La familia está reunida en casa de tu hermano mayor, Hyong-chol, intercambiando ideas. Decidís hacer volantes y repartirlos donde vieron a mamá por última vez. Lo primero que hay que hacer, todos estáis de acuerdo, es un borrador del volante. Es una respuesta anticuada a una situación como ésta, por supuesto. Pero poco puede hacer la familia de un desaparecido, y el desaparecido es nada menos que tu mamá. Lo único que podéis hacer es denunciar la desaparición, inspeccionar la zona y preguntar a la gente si ha visto a alguien que responda a esa descripción. Tu hermano menor, que tiene una tienda online de ropa, dice que ya ha puesto un aviso en internet explicando dónde desapareció; ha colgado su foto y ha pedido a quien la vea que se ponga en contacto con la familia. Quieres salir a buscarla a donde crees que podría estar, pero sabes cómo es ella: en esta ciudad es incapaz de ir sola a ninguna parte. Puesto que te ganas la vida escribiendo, Hyong-chol te encarga la redacción del volante. Te sonrojas, como si te hubiera pillado en falta. No estás segura de que tus palabras puedan ayudar a encontrar a mamá.
Cuando escribes «24 de julio de 1938» como la fecha de nacimiento de mamá, tu padre te corrige: dice que nació en 1936. En el registro oficial consta el año 1938, pero por lo visto nació en 1936. Es la primera vez que lo oyes. Tu padre dice que en aquella época todo el mundo lo hacía. Como muchos niños no superaban los tres primeros meses de vida, los padres esperaban unos años antes de registrarlos. Cuando estás a punto de cambiar 38 por 36, Hyong-chol dice que hay que poner 1938 porque ésa es la fecha oficial. Tú no crees que sea necesaria tanta exactitud, sólo es un volante casero, no estás en una oficina gubernamental. Pero, obediente, dejas el 38 y te preguntas si el cumpleaños de mamá es realmente el 24 de julio.
Hace unos años, tu mamá dijo: «No hace falta que celebremos mi cumpleaños por separado». Padre cumple años un mes antes que mamá. Tus hermanos y tú siempre ibais a la casa de vuestros padres en Chongup para los cumpleaños y otras celebraciones. En total sois veintidós. A mamá le gustaba que todos sus hijos y sus nietos se reunieran en la casa y armaran jaleo. Unos días antes preparaba kimchi fresco, iba al mercado a comprar ternera y hacía acopio de dentífrico y cepillos de dientes. Prensaba aceite de sésamo y tostaba y molía semillas de sésamo y perilla para daros un tarro a cada uno cuando os fuerais. Mientras esperaba a la familia se la veía muy animada y, cuando hablaba con vecinos y conocidos, sus palabras y sus gestos revelaban su orgullo. En el cobertizo guardaba botellas de cristal de todos los tamaños llenas de jugo de ciruela o de fresas silvestres que hacía cuando llegaba la temporada. Mamá tenía tarros llenos hasta arriba de un pescado pequeño fermentado parecido a la corvina, de pasta de anchoas o de cangrejo fermentado que pensaba enviar a la familia que vivía en la ciudad. Cuando se enteró de que la cebolla era buena para la salud, preparó jugo de cebolla, y antes de que empezara el invierno hacía zumo de calabaza con licor. La casa de tu mamá era como una fábrica: hacía salsas, pasta de judías fermentadas y arroz descascarillado; preparaba cosas para la familia durante todo el año. En algún momento los viajes de los hijos a Chongup se hicieron menos frecuentes, y mamá y padre empezaron a ir más a menudo a Seúl. Y entonces empezasteis a celebrar sus cumpleaños fuera de casa. Así era más fácil. Luego mamá incluso llegó a proponer: «Celebremos mi cumpleaños con el de vuestro padre». Dijo que era un engorro celebrar los dos cumpleaños por separado, ya que caían en medio del caluroso verano, cuando ya hay dos ritos ancestrales que organizar con sólo dos días de diferencia. Al principio la familia se negó, pese a la insistencia de mamá, y si ella se mostraba reacia a ir a la ciudad, ibais unos cuantos a su casa para celebrarlo con ella. Pero pronto empezasteis a darle vuestro regalo el día del cumpleaños de padre. Hasta que al final pasasteis discretamente por alto el cumpleaños de mamá. Mamá, a quien le gustaba comprar calcetines para toda la familia, tenía en su cómoda una colección creciente de calcetines que sus hijos nunca se llevaban.
Os cuesta decidir qué foto de mamá utilizar. Todos estáis de acuerdo en que debería ser la más reciente, pero no tenéis una foto reciente de ella. Recuerdas que a partir de cierto momento empezó a odiar que le hicieran fotos. Evitaba incluso los retratos de familia. La foto más reciente de mamá es una de toda la familia que se tomó en la fiesta del setenta cumpleaños de padre. Está muy guapa vestida con un hanbock azul pálido, peinada de peluquería y con los labios pintados de rojo. Tu hermano menor cree que en esa foto se la ve muy distinta de cómo era justo antes de que desapareciera. Dice que, aunque la imagen esté ampliada y sea de ella sola, la gente no la reconocerá. Comenta que cuando colgó esa foto en internet, mucha gente le respondió: «Su madre es muy guapa, no parece el tipo de persona que puede perderse». Decidís que miraréis a ver si alguno tiene otra foto de mamá. Hyong-chol te dice que escribas algo más en el volante. Cuando te quedas mirándolo, te pide que pienses alguna frase que toque la fibra sensible de la gente. ¿Palabras que toquen la fibra sensible de la gente? Cuando escribes: «Por favor, ayúdanos a encontrar a nuestra madre», dice que es demasiado simple. Cuando escribes: «Nuestra madre ha desaparecido», dice que «madre» es demasiado formal e indica que escribas «mamá». Cuando escribes: «Mamá ha desaparecido», opina que suena demasiado infantil. Cuando escribes: «Por favor, si ves a esta persona, ponte en contacto con nosotros», te grita:
—¿Qué clase de escritora eres?
No se te ocurre una frase que satisfaga a Hyong-chol.
—Tocarás más la fibra sensible de la gente —dice tu segundo hermano mayor— si pones que habrá una recompensa.
Cuando escribes: «Te recompensaremos generosamente», tu cuñada dice que no puedes ponerlo así, la gente sólo hará caso si escribes una cantidad.
—¿Cuánto ofrezco?
—¿Un millón de won?
—No es suficiente.
—¿Tres millones?
—Creo que sigue siendo poco.
—Entonces cinco.
Nadie se queja. Escribes: «Te recompensaremos con cinco millones de won» seguido de un punto. Tu segundo hermano mayor dice que deberías escribirlo así: «Recompensa: 5 millones de won». Tu hermano menor dice que pongas los 5 millones en un cuerpo de letra más grande. Todos se comprometen a enviarte por correo electrónico una foto de mamá más actual, si la encuentran. A ti te queda la responsabilidad de añadir algo más al volante y hacer copias, y tu hermano menor se ofrece para recoger los volantes y distribuirlos entre toda la familia.
—Podríamos contratar a alguien para que reparta los volantes —propones.
—Hemos de hacerlo nosotros —dice Hyong-chol—. Podemos repartirlos cada uno por nuestra cuenta si tenemos tiempo durante la semana y todos juntos el fin de semana.
—¿Y esperas encontrar a mamá a ese paso? —te quejas.
—No podemos quedarnos con los brazos cruzados; ya estamos haciendo todo lo que podemos —replica Hyong-chol.
—¿A qué te refieres con que estamos haciendo todo lo que podemos?
—Hemos puesto anuncios en el periódico.
—Es decir, que hacer todo lo que podemos es comprar espacio publicitario…
—¿Qué quieres que hagamos? ¿Mañana no vamos a trabajar y salimos a dar vueltas por la ciudad? Si así pudiéramos encontrar a mamá, lo haría.
Dejas de discutir con Hyong-chol porque te das cuenta de que estás presionándolo para que lo haga todo él, como siempre. Padre se queda en casa de Hyong-chol y cada uno se va a su casa. Si no te vas, seguiréis discutiendo. Lleváis así toda la semana. Quedáis para hablar sobre cómo buscar a mamá y de repente uno comenta las veces que alguno de vosotros había sido injusto con ella. Todo lo que habéis tapado o evitado cuidadosamente, de pronto os supera y acabáis gritando y fumando y os vais furiosos dando un portazo.
Cuando te enteraste de que mamá había desaparecido, preguntaste enfadada por qué no había ido nadie de vuestra gran familia a recogerlos, a ella y a padre, a la estación de Seúl.
—¿Y tú dónde estabas?
«¿Yo?». Cerraste el pico. No te enteraste de que mamá había desaparecido hasta cuatro días después. Os echáis mutuamente la culpa de la desaparición de mamá y todos os sentís heridos.
Al salir de la casa de Hyong-chol, coges el metro para ir a la tuya, pero te bajas en la estación de Seúl, donde desapareció mamá. Pasa mucha gente por tu lado rozándote los hombros mientras te abres paso hasta el lugar donde la vieron por última vez. Miras el reloj. Las tres. La hora a la que mamá se perdió. La gente te empuja cuando te detienes en medio del andén donde mamá se separó de padre. Nadie se disculpa. Así debía de pasar la gente, dando empujones, cuando tu mamá se quedó inmóvil, sin saber qué hacer.
¿Hasta dónde llegan los recuerdos de alguien? ¿Los recuerdos que tienes de mamá?
Desde que te enteraste de su desaparición, no has sido capaz de concentrarte en un solo pensamiento; te asaltan recuerdos largo tiempo olvidados que afloran inesperadamente. Y el arrepentimiento que nace con cada recuerdo. Hace años, unos días antes de que te marcharas de casa para ir a vivir a la gran ciudad, mamá te llevó a un puesto de ropa del mercado. Escogiste un vestido sencillo, pero ella cogió otro con volantes en las mangas y en el bajo.
—¿Qué te parece éste?
—No —dijiste apartándolo.
—¿Por qué no? Pruébatelo. —Mamá, joven entonces, abrió mucho los ojos; no lo entendía. El vestido de volantes estaba a años luz de la toalla sucia que ella llevaba siempre alrededor de la cabeza, como cualquier granjera, y que le servía para secarse el sudor de la frente mientras trabajaba.
—Es infantil.
—¿Sí? —dijo mamá, pero sostuvo el vestido en alto y siguió examinándolo como si no quisiera dejarlo—. Yo que tú me lo probaría.
Sintiéndote mal por haber dicho que era infantil, añadiste:
—Ni siquiera es tu estilo.
—No —dijo mamá—. Me gusta esta clase de ropa porque no he podido llevarla.
«Debería haberme probado ese vestido». Doblas las rodillas y te acuclillas donde mamá debió de hacerlo. Unos días después de que insistieras en comprar el vestido sencillo, llegaste a esa misma estación con mamá. Agarrándote de la mano con fuerza, se abrió paso a grandes zancadas a través del mar de gente de un modo que habría intimidado hasta a los autoritarios edificios que se elevaban alrededor, y cruzó la plaza para esperar a Hyong-chol debajo de la torre del reloj. ¿Cómo podía haber desaparecido alguien así? Cuando los faros del metro iluminan la estación, la gente se precipita hacia delante y, tal vez irritada porque estás en medio, te mira de reojo mientras sigues acuclillada en el suelo.
Cuando la mano de tu mamá se soltó de la de padre, estabas en China. Estabas con tus colegas escritores, en la feria del libro de Pekín. Cuando mamá se perdió en la estación de Seúl, estabas en un stand hojeando una traducción al chino de tu libro.
—Padre, ¿por qué no cogisteis un taxi? ¡Esto no habría pasado si no hubierais ido en metro!
Padre dijo que pensó: «¿Para qué coger un taxi si la estación de tren comunica con la de metro?». Cuando sucede algo, sobre todo si es algo malo, uno repasa mentalmente ciertos momentos. Y entonces piensa: «No debería haber hecho eso». Cuando padre dijo a tus hermanos que mamá y él podían ir solos a la casa de Hyong-chol, ¿por qué, a diferencia de las otras veces, tus hermanos los dejaron? Cuando tus padres venían de visita, siempre iba alguno a recogerlos a la estación de Seúl o a la terminal de Autobuses Express. ¿Qué había empujado a padre, que cuando venía a la ciudad siempre se desplazaba en taxi o en el coche de algún familiar, a tomar el metro ese día en particular? Mamá y padre corrieron hacia el metro que acababa de llegar. Padre entró y, cuando miró hacia atrás, mamá no estaba. Encima era sábado por la tarde y había mucha gente. La multitud apartó a mamá de padre y el metro se marchó mientras ella trataba de orientarse. Padre llevaba el bolso de mamá. Cuando se quedó sola en el andén, sin nada, tú salías de la feria del libro y te dirigías hacia la plaza de Tiananmen. Era la tercera vez que estabas en Pekín, pero nunca habías pisado esa plaza. Siempre la habías visto desde un autobús o un coche. El estudiante que guiaba a tu grupo se ofreció a llevaros allí antes de cenar y a tu grupo le pareció buena idea. ¿Qué debía de hacer tu mamá sola en la estación de Seúl mientras tú bajabas del taxi frente a la Ciudad Prohibida? Tu grupo entró en la Ciudad Prohibida pero salió enseguida. Sólo se podía visitar una parte; el resto estaba en obras y era casi la hora de cerrar. Todo Pekín estaba en obras, preparándose para los Juegos Olímpicos del año siguiente. Te acordaste de la escena de El último emperador en la que Puyi, ya anciano, regresa a la Ciudad Prohibida, donde había pasado su niñez, y enseña a un joven turista una caja que había escondido en el trono.
Cuando abre la tapa de la caja, descubre que el grillo que había tenido de niño sigue dentro, todavía vivo. Cuando tú te disponías a ir a la plaza de Tiananmen, ¿tu mamá estaba perdida entre la multitud, recibiendo empujones? ¿Esperaba que fuera alguien a buscarla? La carretera entre la Ciudad Prohibida y la plaza de Tiananmen también estaba en obras. Viste la plaza, pero sólo se podía acceder a ella a través de un intrincado laberinto. Mientras contemplabas las cometas que flotaban en el cielo de la plaza de Tiananmen, tal vez tu mamá se habría derrumbado, desesperada, en el andén, gritando tu nombre. Mientras tú contemplabas las puertas de acero abrirse y un escuadrón de policía marchar levantando mucho las piernas y arriar la bandera nacional roja de cinco estrellas, tal vez tu mamá estaba vagando por la laberíntica estación de Seúl. Sabes que es cierto porque eso es lo que te dijeron algunas personas que se encontraban en aquel momento en la estación. Dijeron que habían visto a una anciana que andaba muy despacio, y que a veces se sentaba en el suelo o se detenía al pie de la escalera mecánica, con la mirada perdida. Algunos recordaban a una anciana que estuvo mucho rato sentada en el andén, hasta que se subió a un metro. Pocas horas después de que tu mamá desapareciera, tu grupo y tú cogisteis un taxi en la noche para dirigiros a la luminosa y animada calle Snack, donde, apiñados bajo luces rojas, probasteis un licor chino de 28 grados y comisteis cangrejo picante salteado en aceite de guindilla.
Padre se bajó en la siguiente parada y regresó a la estación de Seúl, pero mamá ya no estaba allí.
—¿Cómo pudo perderse sólo porque no subió en el mismo vagón? Hay letreros por todas partes. Madre sabe cómo hacer una simple llamada de teléfono. Podría haber llamado desde una cabina.
Tu cuñada insistía en que debía de haberle pasado algo, que era absurdo que no hubiera encontrado la casa de su hijo sólo porque no subió en el mismo metro que padre. A mamá le había pasado algo. Ése era el punto de vista de alguien que se empeñaba en pensar en mamá como en la mamá del pasado.
—Mamá puede perderse, ¿sabes? —dijiste, y tu cuñada abrió mucho los ojos, sorprendida—. Ya sabes cómo estaba últimamente —continuaste, y tu cuñada hizo una mueca como si no tuviera ni idea de a qué te referías.
Pero todos sabíais cómo estaba mamá últimamente. Y sabíais que tal vez no la encontraríais.
* * *
¿Cuándo te diste cuenta de que mamá no sabía leer?
Escribiste tu primera carta cuando tomaste nota de lo que mamá te dictó para enviárselo a Hyong-chol poco después de que se mudara a la ciudad. Hyong-chol terminó el instituto en el pequeño pueblo donde nacisteis todos, estudió un año en casa para las oposiciones a funcionario y lo destinaron a la ciudad. Era la primera vez que mamá se separaba de uno de sus hijos. Por entonces tu familia no tenía teléfono y la única forma de comunicaros era por carta. Hyong-chol le mandaba cartas escritas con letra grande. Antes de que llegara una carta de Hyong-chol, tu mamá siempre tenía una corazonada. El cartero pasaba todos los días a eso de las once de la mañana con una gran saca colgada de su bicicleta. Los días que había carta de Hyong-chol, mamá volvía corriendo del campo o del arroyo donde lavaba la ropa para recibir personalmente la carta de manos del cartero. Luego esperaba a que tú llegaras de la escuela, te llevaba al porche trasero y sacaba la carta de Hyong-chol.
—Léela en voz alta —te pedía.
Las cartas de Hyong-chol siempre empezaban con «Queridísima madre». Como si siguiera un manual sobre cómo escribir cartas, acto seguido preguntaba por la familia y decía que él estaba bien. Explicaba que una vez a la semana llevaba la ropa sucia a la mujer de un primo de padre y que ella se la lavaba, como mamá le había pedido que hiciera. Informaba que comía bien y que había encontrado un lugar donde dormir, ya que había empezado a hacer el turno de noche en el trabajo, y le pedía que no se preocupara por él. También decía que tenía la sensación de que en la ciudad podía hacer cualquier cosa y que había muchas cosas que quería hacer. Incluso le confesaba su ambición de triunfar y de dar a mamá una vida mejor. A sus veinte años, Hyong-chol añadía con galantería: «De modo que no te preocupes por mí, madre, y cuídate mucho, por favor». Cuando levantabas la vista de la carta, veías a mamá mirando fijamente los tallos de las plantas del jardín trasero o la repisa de los tarros de barro llenos de salsas. Tu mamá aguzaba el oído, no quería perderse ni una sílaba. En cuanto terminabas de leer la carta, te pedía que escribieras lo que ella te dictara. Sus primeras palabras eran: «Querido Hyong-chol». Tú escribías: «Querido Hyong-chol». Mamá no te decía que pusieras un punto después, pero tú lo ponías. Cuando decía «¡Hyong-chol!», tú escribías «¡Hyong-chol!». Cuando mamá hacía una pausa después de pronunciar su nombre, como si hubiera olvidado lo que quería decir a continuación, te ponías un mechón de la melena detrás de la oreja y, bolígrafo en mano y mirando fijamente el papel de carta, esperabas atenta a que tu mamá continuara. Cuando decía «ya ha llegao el frío», tú escribías «ha llegado el frío». Después de «Querido Hyong-chol», mamá siempre añadía algún comentario sobre el tiempo: «Hay flores ahora que es primavera»; «Como es verano, los límites del arrozal están empezando a secarse y a agrietarse»; «Es la estación de la cosecha y las judías desbordan los límites del arrozal». Mamá hablaba vuestro dialecto regional salvo cuando dictaba una carta para Hyong-chol. «No te preocupes por nada de casa y por favor cuídate. Eso es lo único que te pide tu madre». Las cartas de mamá siempre transmitían una corriente de emoción: «Siento no poder serte de más ayuda». Mientras escribías con esmero sus palabras, ella se secaba una gruesa lágrima. Las últimas palabras de tu mamá siempre eran las mismas: «No te saltes ninguna comida. Mamá».
Al ser la tercera de cinco hijos, presenciaste el dolor, la pena y la preocupación de mamá cada vez que uno de tus hermanos mayores se iba de casa. Después de que Hyong-chol se hubo marchado, todas las mañanas, al amanecer, mamá limpiaba la superficie de los tarros de barro vidriado de la repisa del patio trasero. Como el pozo estaba en el patio de delante, llevar agua a la parte de atrás era una tarea muy pesada, pero ella lavaba todos y cada uno de los tarros. Quitaba las tapas y los limpiaba por dentro y por fuera hasta que brillaban. Tu mamá cantaba bajito: «Si entre tú y yo no se interpusiera un mar, este doloroso adiós no existiría…». Con las manos ocupadas en sumergir el trapo en agua fría, escurrir y frotar los tarros, mamá cantaba: «Espero que no me dejes nunca». Si la llamabas, se volvía con sus grandes ojos inocentes llenos de lágrimas.
El amor de mamá por Hyong-chol era tan grande que, cuando llegaba tarde a casa porque se había quedado estudiando en la escuela, solía preparar un bol de ramen sólo para él. Más adelante, cuando a veces sacabas ese tema con tu novio, Yu-bin replicaba:
—Sólo era ramen. ¿Cuál era el problema?
—¿Qué quieres decir con «cuál era el problema»? ¡En aquel tiempo ramen era lo mejor que había! ¡Era algo que comías a hurtadillas para no tener que compartirlo!
Aunque le explicaras lo que significaba, él, un chico de ciudad, lo menospreciaba.
Cuando esa nueva exquisitez llamada ramen entró en vuestra vida, superó todos los platos que mamá había preparado hasta entonces. Mamá compraba ramen y lo escondía en un tarro vacío de la repisa, entre otros, porque quería guardarlo para Hyong-chol. Pero, aun entrada la noche, el olor del ramen hirviendo os despertaba a ti y a tus hermanos. Cuando mamá os decía muy seria: «Volved a la cama», mirabais a Hyong-chol, que estaba a punto de comer. Él se compadecía y os daba una cucharada a cada uno. Mamá preguntaba: «¿Cómo es que todos venís tan deprisa cuando se trata de comida?», y llenaba la cazuela de agua para preparar más ramen y repartirlo entre tus hermanos y tú. Y entonces cada uno de vosotros sostenía, feliz, un bol más lleno de caldo que de fideos.
Después de que Hyong-chol se marchara a la ciudad, cuando mamá se acercaba al tarro donde escondía el ramen, gritaba: «¡Hyong-chol!»; las piernas le fallaban y se caía al suelo. Tú le quitabas el trapo de las manos, le levantabas un brazo y lo pasabas alrededor de tus hombros. Entonces tu mamá, incapaz de controlar sus sentimientos desbordantes hacia su primogénito, se echaba a llorar.
Cuando la tristeza se apoderó de mamá después de que tus hermanos se fueran de casa, lo único que podías hacer por ella era leerle las cartas en voz alta y echar al buzón sus respuestas de camino a la escuela. En esa época no tenías ni idea de que ella nunca había puesto un pie en el mundo de las letras. ¿Cómo no se te ocurrió pensar que no sabía leer ni escribir al ver que confiaba en ti, una niña, para que le leyeras las cartas y escribieras sus respuestas? Te parecía que su petición era una tarea más, como cortar malvas en el jardín o ir a comprar queroseno. Después de que tú te fueras de casa, mamá no debió de encomendar esa tarea a nadie, pues nunca recibiste una carta de ella. ¿Porque tú no le escribías? Probablemente fue por el teléfono. Por la época en que tú te fuiste a la ciudad, instalaron un teléfono público cerca de la casa del mandamás del pueblo. Era el primer teléfono en tu tierra natal, una pequeña comunidad granjera donde, de vez en cuando, un tren traqueteante recorría las vías que se extendían entre el pueblo y los vastos campos. Todas las mañanas los aldeanos oían al mandamás probar el micrófono y anunciar a continuación que fulanito o menganito debía acudir para atender una llamada de Seúl. Tus hermanos empezaron a llamar al teléfono público. Después de que instalaran el teléfono, aquellos que tenían familia en otras ciudades estaban pendientes de los sonidos del micrófono, incluso desde los arrozales o los campos, preguntándose a quién buscaban.
* * *
Una madre y una hija pueden conocerse muy bien o ser dos completas desconocidas.
Hasta el pasado otoño, creíste que conocías bien a tu mamá: sabías lo que le gustaba, lo que tenías que hacer para apaciguarla cuando se enfadaba, lo que quería oír. Si alguien te preguntaba qué estaba haciendo mamá, respondías en el acto: estará secando los helechos; como es domingo, debe de estar en la iglesia. Pero el pasado otoño tu creencia de que la conocías se hizo añicos. Fuiste a verla sin avisar y descubriste que te habías convertido en una invitada. Mamá se avergonzaba del desorden en el patio y de las colchas sucias. En un momento dado recogió una toalla del suelo y la colgó, y cuando se cayó comida en la mesa, la recogió rápidamente. Echó un vistazo a lo que tenía en la nevera y, aunque trataste de detenerla, se fue al mercado. Si estás con tu familia, no deberías sentirte mal por no recoger la mesa después de comer para ir a hacer otra cosa. Te diste cuenta de que te habías convertido en una extraña cuando viste que mamá trataba de disimular el desorden de su vida cotidiana.
Tal vez te convertiste en una invitada antes de eso, cuando te fuiste a vivir a la ciudad. Después de que te marchases de casa, tu mamá dejó de reñirte. Antes era severa contigo si hacías algo que no le parecía bien. Desde pequeña, siempre se dirigió a ti como: «Eh, niña». Normalmente os lo decía a ti y a tu hermana para diferenciar a sus hijas de sus hijos, pero también te llamaba así, «Eh, niña», cuando quería que corrigieras tus hábitos: tu manera de comer la fruta, tu forma de andar, de vestir, de hablar. Pero a veces parecía inquieta y te escudriñaba la cara. Te estudiaba con expresión preocupada cuando necesitaba que la ayudaras a estirar por las puntas las colchas almidonadas o cuando te pedía que echaras astillas en el horno de la vieja cocina para cocer arroz. Un día frío de invierno, tu mamá y tú estabais cerca del pozo, limpiando la raya para los ritos ancestrales de Año Nuevo, cuando ella dijo: «Tienes que estudiar mucho en la escuela, así podrás acceder a un mundo mejor». ¿Entendiste entonces sus palabras? Cuantas más veces te reprendía ella, más a menudo la llamabas «mamá». La palabra «mamá» es familiar y esconde una petición: «Por favor, cuídame; por favor, deja de gritarme y acaríciame la cabeza; por favor, apóyame tenga o no razón». Nunca dejaste de llamarla «mamá». Incluso ahora, cuando mamá ha desaparecido. Cuando dices en voz alta «mamá», quieres creer que está sana. Que mamá es fuerte. Que mamá no se arredra ante nada. Que mamá es la persona a la que quieres llamar cuando te desesperas por algo en esta ciudad.
El pasado otoño no le avisaste que ibas a verla, pero no lo hiciste para evitar que se liara a preparar tu llegada. En ese momento estabas en Pohang. La casa de tus padres queda lejos de Pohang, adonde habías llegado en uno de los primeros vuelos de la mañana. Cuando te despertaste al amanecer, te lavaste el pelo y fuiste al aeropuerto, no sabías que irías a ver a mamá a Chongup. Está más lejos y es más difícil ir a Chongup desde Pohang que desde Seúl. No lo tenías previsto.
Cuando llegaste a la casa de tus padres, encontraste la verja abierta. La puerta de la casa también estaba abierta. Al día siguiente habías quedado para comer con Yu-bin en la ciudad de modo que tenías planeado volver a casa en el tren de la noche. Aunque habías nacido allí, el pueblo se había vuelto un lugar desconocido. Lo único que quedaba de tu niñez eran los tres almeces, ya muy crecidos, junto al riachuelo. Cuando ibas a casa de tus padres, en vez de la carretera tomabas el pequeño sendero hacia los almeces alineados del riachuelo. Este camino te llevaba directamente a la verja trasera de la casa de tu niñez. Mucho tiempo atrás había habido un pozo comunal justo al otro lado de la verja. Lo taparon cuando el moderno sistema de cañerías llegó a todas las casas, pero tú siempre te detenías en ese lugar antes de cruzar la verja. Golpeabas con el pie el sólido cemento justo donde había estado el pozo. Te invadía la nostalgia. ¿Qué debía de hacer el pozo en la oscuridad, debajo de la calle, el pozo que había proporcionado agua a toda la gente del callejón y que seguía borboteando? No estabas allí cuando lo cegaron. Un día fuiste de visita y el pozo había desaparecido, justo por ahí pasaba una carretera de cemento. Seguramente, como no viste con tus propios ojos cómo lo cegaron, seguías imaginando que el pozo todavía estaba allí, rebosante de agua, bajo el cemento.
Te quedaste un rato donde había estado el pozo, luego cruzaste la verja y gritaste: «¡Mamá!». Pero no hubo respuesta. La luz del sol poniente de otoño inundaba el patio de la casa, orientada al oeste. Entraste a buscarla, pero no estaba en la salita ni en el dormitorio. Había mucho desorden. Una botella de agua abierta encima de la mesa y una taza en el borde del fregadero. En la alfombra de la salita había una cesta de trapos volcada, y del sofá colgaba una camisa sucia con las mangas separadas, como si padre acabara de quitársela. El sol del atardecer iluminaba el espacio vacío. «¡Mamá!». Aunque sabías que allí no había nadie, gritaste una vez más: «¡Mamá!». Saliste por la puerta principal y, en el patio lateral, viste a mamá tumbada en la tarima del cobertizo sin puerta. «¡Mamá!», gritaste, pero no respondió. Te pusiste los zapatos y fuiste hasta el cobertizo. Desde allí se veía todo el patio. Muchos años atrás, mamá hacía malta en el cobertizo. Era un lugar práctico, sobre todo desde que lo ampliaron ocupando la pocilga contigua. En los estantes que había clavado en una pared, amontonaba los viejos utensilios de cocina que ya no utilizaba, y debajo tenía sus frascos de cristal llenos de encurtidos y conservas. Era ella quien había trasladado la tarima al cobertizo. Cuando derribaron la vieja casa y construyeron la de estilo occidental, se sentaba en la tarima para hacer las tareas culinarias que no resultaban cómodas dentro de la cocina moderna. Machacaba pimienta roja en el mortero para hacer kimchi, sacudía los tallos de las judías para desvainarlas, hacía pasta de pimientos rojos y col salada para el kimchi de invierno, o ponía a secar tortas de semillas de soja fermentadas.
La caseta del perro que había junto al cobertizo estaba vacía; la cadena yacía en el suelo. Caíste en la cuenta de que no lo habías oído ladrar al entrar en la casa. Buscaste al perro con la mirada mientras te acercabas a mamá, que no se movió. Debía de haber estado cortando calabacines para ponerlos a secar al sol. A su lado había una tabla, un cuchillo y una maltrecha cesta de bambú llena de rodajas de calabacín. Al principio te preguntaste: «¿Está dormida?». Pero al recordar que a ella no le iba lo de echarse la siesta, te fijaste en su cara. Tenía una mano en la cabeza y luchaba con todas sus fuerzas. Tenía los labios entreabiertos, el entrecejo fruncido y la cara surcada por profundas arrugas.
—¡Mamá!
No abrió los ojos.
—¡Mamá! ¡Mamá!
Te arrodillaste delante de ella, la sacudiste con fuerza y abrió ligeramente los ojos. Los tenía muy rojos y tenía la frente cubierta de gotas de sudor. Tú mamá no parecía reconocerte. Abrumada por el dolor, su rostro mostraba una terrible confusión. Sólo una malevolencia invisible podría ser la causa de semejante expresión. Volvió a cerrar los ojos.
—¡Mamá!
Subiste a la tarima y apoyaste el rostro torturado de mamá en tu regazo. Le pasaste un brazo por la axila para que no se resbalara de tus rodillas. ¿Cómo podían haberla dejado sola en ese estado? Te sentías indignada, como si alguien la hubiera arrojado así al cobertizo. Pero la que se había ido de su lado eras tú. Cuando uno sufre un shock es difícil tomar decisiones. «¿Llamo a una ambulancia? ¿Debería entrarla en casa? ¿Dónde está padre?». Estos pensamientos cruzaron tu mente a toda velocidad, pero acabaste mirando a mamá apoyada en tu regazo. Nunca habías visto su cara tan contorsionada, reflejando tanto dolor. La mano con que se apretaba la frente cayó sin fuerzas sobre la tarima. Mamá respiraba con dificultad, agotada. Sus miembros se aflojaron, como si ya no pudiera hacer el esfuerzo de intentar evitar el dolor.
—¡Mamá!
El corazón te latía con fuerza. Se te ocurrió que podía estar muriéndose, así, sin más. Pero entonces mamá abrió los ojos muy despacio y te miró fijamente. Al verte debería haberse sorprendido, pero su mirada era vacía. Parecía sentirse demasiado débil para reaccionar. Unos segundos más tarde pronunció tu nombre, con cara inexpresiva. Y murmuró algo débilmente. Te inclinaste.
—Cuando mi hermana murió, ni siquiera pude llorar.
Mamá estaba tan pálida que no lograste decir nada.
El funeral de tu tía fue en primavera. Tú no asististe. Ni siquiera habías ido a verla, aunque estuvo casi un año enferma. ¿Qué estabas haciendo? Cuando eras joven, tu tía fue una segunda madre para ti. En las vacaciones de verano te instalabas en su casa, al otro lado de la montaña. De todos tus hermanos, tú eras con quien ella tenía una relación más estrecha. Seguramente porque te parecías mucho a mamá. Tu tía siempre decía: «¡Tú y tu madre estáis cortadas por el mismo patrón!». Como si reviviera su niñez con su hermana, tu tía te llevaba con ella a dar de comer a los conejos y te hacía trenzas. Cocinaba una olla de cebada con una porción de arroz encima y guardaba el arroz para ti. Por la noche te apoyabas en su regazo y escuchabas las historias que te contaba. Recordaste que solía deslizar un brazo debajo de tu cuello, a modo de almohada. Aunque se había ido de este mundo, todavía recordabas su aroma de aquellos veranos. Tu tía, en su vejez, se dedicó a cuidar de sus nietos mientras sus padres llevaban una panadería. Se cayó por la escalera cargando un niño a la espalda y la llevaron corriendo al hospital, donde descubrieron que tenía un cáncer tan extendido por todo el cuerpo que ya no se podía hacer nada. Mamá te dio la noticia.
—¡Mi pobre hermana mayor!
—¿Cómo no se lo han detectado hasta ahora?
—Nunca se hizo ninguna revisión.
Tu mamá iba a ver a su hermana, le llevaba gachas de sésamo y se las daba a cucharadas. Tú escuchabas en silencio cuando te llamaba por teléfono y decía: «Ayer fui a ver a tu tía. Hice gachas de sésamo y se las comió con apetito».
Fuiste la primera a la que mamá llamó cuando tu tía murió.
—Mi hermana ha muerto.
No dijiste nada.
—Si estás ocupada no hace falta que vengas.
Aunque tu mamá no hubiera dicho esas palabras, no habrías podido ir al funeral de tu tía porque tenías que entregar un proyecto. Hyong-chol, que sí fue, te contó que le había preocupado ver a mamá tan destrozada, pero que no lloró y que le dijo que no quería ir al cementerio.
—¿De verdad? —preguntaste.
Hyong-chol dijo que a él también le había extrañado, pero que respetó su deseo.
Ese día, en el cobertizo, mamá, con aquella expresión de dolor, te contó que cuando murió su hermana ni siquiera pudo llorar.
—¿Por qué no? Deberías haber llorado si querías hacerlo —dijiste, sintiéndote algo aliviada al ver a la mamá que conocías, aunque se mostrara tan inexpresiva.
Tu mamá parpadeó tranquila.
—Ya no puedo llorar.
No dijiste nada.
—Si lo hago, la cabeza me duele tanto que tengo la sensación de que me va a estallar.
Con el sol poniente calentando tu espalda, miraste la cara de mamá apoyada en tu regazo como si fuera la primera vez que la veías. ¿Mamá tenía jaquecas? ¿Y tan fuertes que ni siquiera podía llorar? Sus ojos oscuros, que solían verse redondos y brillantes como los de una vaca a punto de dar a luz, quedaban ahora ocultos bajo las arrugas. Sus carnosos y pálidos labios estaban secos y cuarteados. Le cogiste un brazo, el que ella había dejado caer en la tarima, y se lo pusiste sobre la barriga. Miraste las oscuras manchas del sol en el dorso de su mano, revelaban toda una vida de trabajo. Ya no podías decir que conocías a mamá.
* * *
Cuando tu tío vivía, iba a ver a mamá todos los miércoles. Acababa de volver a Chongup después de haber llevado una vida nómada por todo el país. No tenía un motivo concreto para la visita; llegaba en su bicicleta, veía a mamá y se iba. A veces, en lugar de entrar en la casa, la llamaba desde la verja: «¡Hermana! ¿Estás bien?». Y antes de que tu mamá pudiera salir al jardín, gritaba: «¡Me voy!», daba la vuelta a la bicicleta y se iba. Por lo que tú sabías, mamá y su hermano no estaban muy unidos. Poco antes de que tú nacieras, tu tío pidió prestado mucho dinero a padre y nunca se lo devolvió. Tu mamá a veces hablaba de ello con amargura. Decía que por culpa de tu tío siempre se había sentido en deuda con padre y con la hermana de padre. Aunque el que debía el dinero era tu tío, a tu mamá le costaba aceptar que no lo hubiera devuelto. Después de cuatro o cinco años sin tener noticias de él, tu mamá siempre se preguntaba: «¿Qué estará haciendo tu tío?». No sabrías decir si estaba preocupada o si le guardaba rencor.
Un día, tu mamá oyó que alguien abría la verja y entraba.
—Hermana, ¿estás en casa?
Mamá, que estaba dentro comiendo mandarinas contigo, abrió la puerta y salió corriendo. Todo ocurrió muy deprisa. ¿Por qué se había emocionado tanto? Intrigada, saliste detrás de ella. Mamá se detuvo en el porche y, mirando hacia la verja, gritó:
—¡Hermano!
Y corrió hacia la persona que estaba de pie junto a la verja sin importarle ir descalza. Era tu tío. Tu mamá salió a su encuentro corriendo como el viento, le golpeó el pecho con el puño y gritó:
—¡Hermano! ¡Hermano!
La observaste desde el porche. Era la primera vez que la oías llamar a alguien «hermano». Siempre se refería a su hermano como «tu tío». No sabías por qué te había sorprendido tanto verla correr hacia tu tío y llamarlo «hermano» con un tono nasal de satisfacción, cuando siempre habías sabido que tenías un tío. Te dijiste: ¡Mamá también tiene un hermano! A veces te reías tú sola al recordar a tu mamá ese día, ya entrada en años, bajando de un salto del porche y cruzando el jardín a todo correr, hacia tu tío, gritando: «¡Hermano!», como si fuera una niña… Mamá comportándose como una niña aún más pequeña que tú. Esa mamá la tenías grabada en la mente. Te recordaba que hasta mamá… No comprendías por qué habías tardado tanto tiempo en darte cuenta de algo tan obvio. Para ti, mamá era siempre mamá. Nunca se te pasó por la cabeza que un día había dado su primer paso, o que había tenido tres, doce o veinte años. Mamá era mamá. Había nacido siendo mamá. Hasta que la viste correr de ese modo hacia tu tío, no caíste en la cuenta de que era un ser humano que sentía exactamente lo mismo que tú por tus hermanos, y ese descubrimiento te llevó a tomar conciencia de que ella también había tenido infancia. Desde entonces, a veces pensabas en mamá como niña, como adolescente, como recién casada, como madre que acababa de darte a luz.
Después de haber visto a mamá en ese estado en el cobertizo, no podías dejarla y volver a la ciudad. Padre estaba en Sokcho con ciertas personas del Centro Regional de las Artes Tradicionales Coreanas de Interpretación. Se suponía que volvería en un par de días. Aunque el dolor más intenso pasó, la jaqueca persistía y ni podía sonreír, no digamos llorar. Ni siquiera entendió tu propuesta de ir al hospital. Cuando la ayudaste a entrar en la casa, caminó con cautela, intentando mantener a raya el dolor. Pasó mucho rato hasta que pudo hablar. Dijo que siempre tenía jaquecas, pero que las jaquecas terribles sólo llegaban «de vez en cuando», y que pasados esos momentos podía sobrellevarlo.
¿Estaban tus hermanos al corriente de las jaquecas de mamá? ¿Y padre?
Querías contárselo a tus hermanos y llevar a mamá a un gran hospital en cuanto volvieras a la ciudad. Cuando fue capaz de moverse por sí sola, te preguntó:
—¿No tienes que irte?
En algún momento del pasado tus visitas a casa se habían hecho más breves; ibas unas horas y volvías a la ciudad. Pensaste en tu cita del día siguiente, pero le dijiste que te quedarías a dormir. Recuerdas la sonrisa que iluminó su cara.
Dejaste en la cocina el pulpo vivo que habías comprado en el mercado del pescado de Pohang —ni tu mamá ni tú sabíais qué hacer con él—, y te sentaste a la mesa enfrente de ella, como en los viejos tiempos, para comer algo sencillo: arroz y panchan acompañado de kimchi, tofu estofado, anchoas salteadas y algas tostadas. Cuando mamá envolvió un puñado de arroz en un trozo de alga, como hacía cuando eras pequeña, y te lo ofreció, tú lo cogiste y te lo comiste. Después de cenar, para hacer la digestión, salisteis a caminar alrededor de la casa. Ya no era la misma casa en la que habías crecido, pero los tres patios —el delantero, el lateral y el de atrás— seguían comunicados. En el patio trasero, en una repisa, había todavía muchos tarros altos de barro. Cuando eras joven estaban llenos de salsa de soja, pasta de pimientos rojos, sal y pasta de judías, pero ahora estaban vacíos. Mientras caminabais, mamá a veces adelantándose, a veces quedándose rezagada, te preguntó de pronto la razón de tu visita.
—Fui a Pohang…
—Pohang está muy lejos de aquí.
—Sí.
—El viaje es más largo desde Pohang que desde Seúl.
—Sí, es cierto.
—¿Qué te ha empujado a viajar desde Pohang cuando parece que nunca tienes tiempo para venir a vernos?
En lugar de responder, le cogiste la mano con desesperación, como si te aferraras a una cuerda de salvamento en la oscuridad, porque no sabías cómo explicar tus emociones. Le dijiste que a primera hora de la mañana habías ido a dar una conferencia a una biblioteca de braille de Pohang.
—¿Una biblioteca de braille? —preguntó mamá.
—Braille es lo que leen los ciegos con los dedos.
Mamá asintió. Mientras rodeabais la casa, le contaste tu viaje a Pohang. La biblioteca Braille llevaba años pidiéndote que fueras, pero cada vez ponías como excusa algún compromiso previo. A principios de primavera recibiste otra llamada. Acababas de publicar tu última obra. El bibliotecario te dijo que querían publicar tu libro en braille. ¡En braille! No sabías gran cosa sobre el tema, salvo que era el lenguaje de los ciegos, como le dijiste a mamá. Escuchaste al bibliotecario sin inmutarte, como si oyeras hablar sobre un libro que aún no habías leído. El bibliotecario dijo que necesitaban tu autorización. Si no hubiera dicho «autorización», tal vez no habrías accedido a ir a la biblioteca Braille. La palabra «autorización» te conmovió: los ciegos querían leer tu libro, te pedían permiso para reproducir tu libro en el lenguaje a través del cual sólo ellos podían comunicarse… Respondiste: «Por supuesto», y de pronto te sentiste impotente. El bibliotecario dijo que el libro estaría listo en noviembre. Como el día del Braille también caía en noviembre, dijo que agradecerían que fueras ese día y participaras en la ceremonia de presentación del libro. Te preguntaste cómo habían podido llegar las cosas hasta ese punto, pero ya no podías retirar tu «por supuesto». Probablemente tuvo que ver que era a principios de primavera, y noviembre parecía muy lejano. Pero el tiempo pasó. La primavera pasó, el verano llegó y se fue, el otoño llegó y enseguida fue noviembre. Y de pronto era el día.
La mayoría de las cosas de este mundo, si uno piensa detenidamente en ellas, no son inesperadas. Incluso lo que uno calificaría de inusitado, si uno lo piensa, en realidad es algo que tenía que ocurrir. A menudo, toparte con acontecimientos inusitados significa que no has pensado mucho en el asunto en cuestión. Tu visita a la biblioteca Braille y todo lo que ocurrió allí eran cosas que podrías haber imaginado si te hubieras detenido a pensar en la biblioteca Braille. Pero estuviste ocupada en primavera, en verano y en otoño. Ni siquiera el día que fuiste a la biblioteca Braille pensaste en la gente que ibas a encontrar allí; lo único que te preocupaba era llegar tarde a la reunión de las diez. Cogiste por los pelos el vuelo de las ocho de la mañana a Pohang, fuiste en taxi hasta la biblioteca Braille y te dirigiste a la sala de espera. El director se sentó frente a ti con la ayuda de un voluntario. Te saludó con tono educado: «Gracias por venir hasta aquí» y te tendió una mano. Intentando ocultar tu nerviosismo, se la estrechaste y respondiste alegremente: «Hola». La mano que te ofreció el director era blanda. Habló de tu libro hasta un momento antes de tu intervención. Sonreíste y asentiste a ese hombre ciego que había leído tu libro, aunque él no podía verte sonreír ni asentir.
Era el día del Braille, su fiesta. Cuando entraste en el auditorio, te esperaban cuatrocientas personas, algunas todavía se dirigían despacio hacia sus asientos con la ayuda de voluntarios. Había hombres y mujeres de todas las edades, pero ningún niño. Empezó el acto y varias personas subieron al escenario, de una en una, para pronunciar pequeños discursos. Algunas recibieron diplomas de agradecimiento. Luego hablaron de tu novela y subiste al escenario para recibir una copia editada en braille. Tu libro en braille ocupaba cuatro volúmenes. Los libros que te dio el director eran dos veces más gruesos que el tuyo pero más ligeros. Oíste aplausos y volviste a tu asiento con los libros. El acto continuó. Mientras repartían placas para felicitar a los lectores, abriste uno de los volúmenes. Te mareaste al instante. Un sinfín de puntos sobre papel blanco. Era como si hubieras caído en un agujero negro. Como si caminaras por unas escaleras que conocías tan bien que ni siquiera habían quedado registradas en tu mente y, al pensar en otra cosa, dieras un traspié y cayeras rodando. El braille proliferaba sobre el papel blanco, cada letra un agujero hecho con un punzón, palabras que no podías descifrar. Le contaste a mamá que pasaste la primera página, la segunda, la tercera, y luego cerraste el libro. Como tu mamá escuchaba tu historia con atención, continuaste.
Al final de la ceremonia, te levantaste para decir unas palabras sobre tu novela. Cuando dejaste los volúmenes en la tarima y miraste al público, te pusiste tensa. De pie frente a cuatrocientas personas que no podían ver, no tenías ni idea de dónde fijar la mirada.
—¿Y qué hiciste? —preguntó tu mamá.
Le explicaste que los cincuenta minutos se te hicieron eternos. Eres la clase de persona que mira a los ojos de la gente cuando habla. A veces cuentas la historia completa y a veces la dejas a la mitad, dependiendo de lo que veas en los ojos de tu interlocutor. Delante de ciertos ojos, te salen historias que nunca has contado a nadie. Te preguntaste: «¿Sabe mamá que soy así?». Frente a cuatrocientas personas ciegas, no sabías a quién mirar ni cómo empezar. Algunos ojos estaban cerrados; otros, entreabiertos; otros se ocultaban tras gafas oscuras, y otros parecían observarte directamente a ti y tu nerviosismo. Te quedaste callada frente a todos esos ojos que no podían verte pero te apuntaban. Te preguntaste qué sentido tenía hablar de tu libro ante esos ojos invidentes. Pero no era apropiado hablar de nada más, no ibas a contarles anécdotas de tu vida. Si acaso, eran ellos los que deberían contarte la suya. Atascada, lo primero que dijiste hacia el micrófono fue: «¿De qué hablo?». Estallaron en carcajadas. ¿Se reían porque creían que con eso querías decir que podías contarles cualquier cosa? ¿O para que te sintieras más cómoda? Un hombre de unos cuarenta y cinco años replicó: «¿No ha venido a hablar de su obra?». Tenía los ojos dirigidos hacia ti, pero cerrados. Concentrándote en ellos, empezaste a hablar de la fuente de inspiración del libro, de lo que habías experimentado emocionalmente mientras lo escribías, de tus expectativas cuando lo acabaste. Estabas sorprendida. De todos los públicos ante los que habías hablado, ése era el que escuchaba tus palabras con más interés. Su lenguaje corporal demostraba que escuchaba con atención. Un asistente asentía, otro adelantó un pie y un tercero se inclinó hacia delante. Aunque no entendías una palabra de su sistema de escritura, habían leído tu libro, y querían hacerte preguntas y compartir sus pensamientos. Le dijiste a mamá que habían revelado sentimientos muy positivos acerca de ese libro, más que cualquier otra persona que hubieras conocido. Mamá, que te escuchaba en silencio, dijo:
—Pero aun así han leído tu libro.
Un breve silencio flotó entre vosotras. Mamá te pidió que continuaras. Tú continuaste.
Cuando terminaste, una persona levantó la mano y preguntó si podía hacerte una pregunta. Le dijiste que adelante.
—Era ciego, mamá, pero dijo que su hobby era viajar.
Te quedaste atónita. ¿Adónde iba a viajar un ciego? Dijo que había leído algo que habías escrito hacía mucho sobre Perú. El protagonista de esa novela iba al Machu Picchu, y había una escena en la que un tren empezaba a ir hacia atrás. El hombre dijo que después de leerla le entraron ganas de hacer ese viaje en tren en Perú. Te preguntó si tú habías hecho ese trayecto en tren. Se refería a un libro que habías escrito hacía más de diez años. Tú, que tenías tan mala memoria que a veces abrías la nevera y te quedabas un rato ahí parada, intentando recordar para qué la habías abierto, mientras el frío te envolvía, hasta que te rendías y la cerrabas, empezaste a hablar de Perú, adonde viajaste antes de escribir el libro. Lima; Cuzco, llamado el Ombligo del Mundo; la estación de San Pedro, donde cogiste el tren a Machu Picchu al amanecer. Y el tren, que dio muchas sacudidas hacia delante y hacia atrás hasta que partió hacia Machu Picchu. Y entonces le dijiste a mamá:
—Todos los nombres de los lugares y las montañas que había olvidado me salieron de corrido.
Percibiendo amistad en unos ojos que nunca habían visto, unos ojos que parecían comprender y aceptar cualquier defecto en los tuyos, dijiste algo que nunca habías dicho a nadie sobre ese libro.
—¿Qué fue? —preguntó mamá.
—Dije que si volviera a escribirlo, no creía que lo hiciera igual.
—¿Eso es decir algo muy gordo?
—¡Sí, porque significaba que rechazaba lo que ya existe, mamá!
Mamá te miró en la oscuridad y dijo:
—¿Por qué escondes esas palabras? Tienes que vivir en libertad, y decir lo que sientes. —Apartó la mano que tenías entre las tuyas y te frotó la espalda. Cuando eras niña, solía lavarte la cara del mismo modo, con sus grandes manos relajantes—. Qué historias tan buenas cuentas…
—¿Yo?
Mamá asintió.
—Sí, me ha gustado.
«¿Le ha gustado mi historia?». Te emocionaste. Sabías que lo que le habías contado no tenía nada especial; la cuestión era que después de tu experiencia en la biblioteca Braille le habías hablado de un modo diferente. Desde que te marchaste a la ciudad, siempre le hablabas como si estuvieras enfadada con ella. Como si le dijeras: «¿Qué sabes tú, mamá?». «¿Por qué ibas a hacer eso como madre?», le reprochabas. «¿Por qué quieres saberlo?», le replicabas fríamente. Después de descubrir que mamá ya no tenía el poder de regañarte, si ella te preguntaba «¿Por qué vas?», tú le respondías, cortante: «Porque tengo que ir». Incluso cuando tenías que coger un avión porque habían publicado un libro tuyo en otro país o porque ibas a participar en un seminario en el extranjero, cuando ella te preguntaba «¿Por qué vas?», tú replicabas, seca: «Porque tengo asuntos que atender». Mamá te pedía que no cogieras aviones: «Si hay un accidente, mueren doscientas personas en el acto». «Tengo trabajo que hacer», decías. Y si mamá te preguntaba «¿Por qué tienes siempre tanto trabajo?», respondías con hosquedad: «Sí, vale, mamá». Te resultaba difícil hablar con ella de tu vida porque no tenía nada que ver con la suya. Pero cuando le hablaste de lo perdida que te sentiste viendo la edición en braille de tu libro y el creciente pánico que experimentaste de pie frente a cuatrocientas personas ciegas, ella te escuchó con tanta atención como si la jaqueca hubiera desaparecido. ¿Cuándo había sido la última vez que le contaste algo que te había pasado? En algún momento, la conversación entre mamá y tú se volvió muy simple. El cambio ni siquiera se produjo cara a cara, sino por teléfono. Tus palabras tenían que ver con si comía, si estaba bien de salud, cómo se encontraba padre, que debía tener cuidado y no pillar un resfriado, que ibas a mandarles dinero. Mamá hablaba de que había hecho kimchi y te había enviado un poco, que tenía sueños extraños, que te había enviado arroz o pasta de judías fermentadas, que te había hecho extracto de agripalma, y que no desconectaras el móvil porque el mensajero te llamaría antes de entregar todos esos paquetes.
* * *
Con tus libros en braille dentro de una bolsa de papel, te despediste de la gente de la biblioteca Braille. Te quedaban dos horas muertas antes del vuelo de regreso. Recordabas que en el escenario habías mirado por la ventana, rehuyendo sus ojos, y habías visto el puerto salpicado de barcos. «Si hay un puerto, debe de haber un mercado de pescado», pensaste. Paraste un taxi y le pediste que te llevara allí. Te gusta visitar el mercado cuando tienes tiempo libre en un lugar donde nunca has estado. Aunque era un día entre semana, el mercado del pescado estaba de bote en bote. Fuera viste dos personas cortando un pescado tan grande como un sedán. Preguntaste si era un atún, por el tamaño, pero el vendedor dijo que era un pez luna. Te hizo pensar en un personaje de un libro cuyo título no recordabas. Procedía de una ciudad marítima, y cada vez que tenía un problema, iba al acuario para hablar con el pez luna. Se quejaba de que su madre se había llevado todos sus ahorros y se había ido a otra ciudad con un hombre más joven, y al final decía: «Pero echo de menos a mamá. ¡Eres el único al que puedo contarle esto, pez luna!». Te preguntaste si se trataba del mismo pez.
—¿De verdad se llama pez luna? —preguntaste, pensando que era un nombre excepcional para un pez.
—¡También lo llamamos Mola mola! —respondió el vendedor.
En cuanto oíste las palabras «Mola mola», la tensión que habías sentido dentro de la biblioteca se desvaneció. ¿Por qué pensaste en mamá mientras vagabas entre montones de marisco tres veces más barato que en Seúl, pulpos vivos con la cabeza más grande que la de un ser humano, abulones frescos, peces sable, caballa, cangrejo? ¿Fue el pez luna lo que te hizo pensar en mamá y en la primera vez que fuiste con ella a un mercado de pescado? ¿Hizo que recordaras cómo preparabais las dos juntas las rayas junto al pozo? Todavía podías ver las manos heladas de mamá arrancando la mucosidad marronácea pegada a la carne. Te detuviste en un puesto de cuyo techo colgaba un pulpo vivo hervido del tamaño del torso de un niño y compraste un pulpo por quince mil won. También compraste abulones; eran de piscifactoría pero los habían alimentado con distintas clases de algas. Cuando dijiste que ibas a Seúl, el vendedor se ofreció a ponerlos en una caja de hielo por dos mil won más. Al salir del mercado de pescado te diste cuenta de que todavía faltaba un montón de tiempo para tu vuelo. Con los libros de braille en una mano y la caja de hielo en la otra, te subiste a otro taxi y dijiste al conductor que querías ir a la playa. Tardaste sólo tres minutos en llegar. En noviembre, salvo por dos parejas, la playa estaba vacía. Era una playa grande. Mientras te encaminabas hacia la orilla estuviste dos veces a punto de caerte. Te sentaste en la arena fina y observaste el mar. Al cabo de un rato te volviste para mirar las tiendas y los edificios de apartamentos que había al otro lado de la carretera, frente al mar. La gente que vivía allí podía darse un chapuzón en el mar en una noche calurosa y luego volver a casa y ducharse. Distraída, sacaste de la bolsa de papel uno de los volúmenes en braille y lo abriste. Los puntos blancos en relieve en las páginas brillaron a la luz del sol.
Deslizando un dedo por los indescifrables signos de braille al sol, te preguntaste quién te había enseñado a leer. Fue tu segundo hermano mayor. Os tumbabais boca abajo en el porche de la casa vieja, y mamá se sentaba a tu lado. Tu hermano, un alma mansa, nunca creaba problemas entre hermanos. Incapaz de desobedecer la orden de mamá de que te enseñara a leer, te mandaba escribir números, vocales y consonantes, una y otra vez, con expresión aburrida. Cada vez que intentabas escribir con tu mano izquierda, dominante, tu hermano te pegaba en la mano con una regla de bambú. Cumplía las órdenes de mamá. A ti te resultaba más natural utilizar la mano y el pie izquierdos, pero mamá decía que si usabas la mano izquierda tendrías muchos motivos por los que llorar en la vida. Cuando en la cocina cogías arroz con la mano izquierda, mamá te arrebataba el puñado y te lo ponía en la derecha. Si aun así insistías en utilizar la mano izquierda, cogía la cuchara, te daba un golpe en esa mano y decía: «¿Por qué no me haces caso?». La mano izquierda se te hinchaba. Aun así, cuando tu hermano no miraba, te pasabas el lápiz rápidamente a la mano izquierda y dibujabas dos círculos, uno encima del otro, para el 8. Luego te pasabas el lápiz de nuevo a la derecha. Tu hermano, que sabía que habías juntado los dos círculos en cuanto veía tu 8, te decía que abrieras la palma y te atizaba con la regla. Mientras aprendías a leer, mamá te vigilaba al tiempo que remendaba calcetines o pelaba ajos. Cuando aprendiste a escribir tu nombre y el de mamá, y a leer libros, titubeante, antes de ir a la escuela, la cara de tu mamá floreció como la menta. Esa cara se superpuso al braille que no sabías leer.
Te levantaste y corriste de vuelta hacia la carretera sin molestarte en sacudirte la arena de la ropa. Decidiste que en lugar de volar a Seúl irías en taxi a Taejon y cogerías un tren a Chongup. No dejabas de pensar que hacía casi dos estaciones que no veías a mamá.
* * *
Recuerdas un aula de la escuela, hace mucho tiempo.
Era el día en que alrededor de sesenta niños rellenaban las solicitudes de acceso a la escuela secundaria. Si no lo hacías ese día, no podías ir. Tú eras uno de los niños que no estaba rellenando una solicitud. No acababas de entender qué significaba no ir a la escuela secundaria. Pero te sentías culpable.
La noche anterior mamá había gritado a padre, que estaba enfermo en la cama. Le había gritado: «No tenemos nada, ¿cómo va a sobrevivir la niña en este mundo si no la mandamos a la escuela?». Padre se levantó y se fue de casa, y mamá cogió una mesa baja y cuadrada y la arrojó al patio con frustración.
«¿De qué sirve tener una casa si ni siquiera puedes llevar a tus hijos a la escuela? ¡Lo rompería todo!». Deseaste que se calmara; a ti te daba igual no ir a la escuela. Después de tirar la mesa, mamá no se aplacó. Abrió y cerró la puerta del sótano de un portazo, arrancó la ropa del tendedero, la arrugó y la tiró al suelo. Luego se acercó a ti, que estabas agachada junto al pozo, se quitó la toalla de la cabeza y te la puso debajo de la nariz. «¡Suénate!», te ordenó. Oliste el intenso olor a sudor de la toalla de mamá. No querías sonarte, y menos con esa toalla maloliente, pero mamá no paró de decirte a gritos que te sonaras con todas tus fuerzas. Cuando titubeaste, te dijo que así no llorarías. Probablemente la miraste al borde de las lágrimas. Pedirte que te sonaras era su forma de decirte: «No llores». Incapaz de resistirte, te sonaste, y tus mocos y el olor a sudor se mezclaron en la toalla.
Al día siguiente mamá fue a la escuela y llevaba puesta esa misma toalla. Después de hablar con tu maestro, éste se acercó a ti y te dio un formulario. Levantaste la cabeza y miraste fuera del aula mientras escribías tu nombre en el formulario, y viste que mamá te observaba desde el pasillo. Cuando vuestras miradas se cruzaron, ella se quitó la toalla y la agitó; sonreía de oreja a oreja.
Poco antes de que llegara el momento de pagar la matrícula de la escuela secundaria, el anillo de oro que mamá llevaba en el dedo corazón, su única joya, desapareció de su mano. Sólo quedó la marca en el dedo, grabada por los muchos años que lo había llevado.
* * *
Las jaquecas asaltaban continuamente a mamá.
Durante esa visita a la casa de tu niñez, te despertaste con sed en medio de la noche y viste tus libros alzándose sobre ti en la oscuridad. Cuando decidiste ir a Japón con Yu-bin en su año sabático no sabías qué hacer con todos tus libros. Al final enviaste la mayoría de ellos, los que llevaban años contigo, a la casa de tus padres. En cuanto mamá los recibió, vació una habitación y los colocó allí. Desde entonces, nunca habías encontrado el momento de llevártelos. Cuando ibas a casa de tus padres, utilizabas esa habitación para cambiarte de ropa o guardar las maletas, y si te quedabas a dormir, ahí era donde mamá te preparaba la estera y las mantas.
Después de beber agua y de volver a la cama, te preguntaste cómo dormía mamá. Abriste con cuidado la puerta de su habitación. Parecía que no estaba allí. «¡Mamá!», la llamaste. No hubo respuesta. Buscaste a tientas el interruptor de la pared y encendiste la luz. No estaba. Encendiste la luz de la salita y abriste la puerta del cuarto de baño, pero tampoco estaba allí. «¡Mamá! ¡Mamá!», la llamaste al tiempo que abrías la puerta de la calle y salías al patio. El viento de la madrugada te agitó la ropa. Encendiste la luz del patio y miraste rápidamente hacia la tarima del cobertizo. Mamá estaba ahí tumbada. Bajaste corriendo los escalones y te acercaste a ella. Fruncía el entrecejo, como antes, dormida, con una mano en la cabeza. Iba descalza, y tenía los dedos de los pies doblados hacia abajo, tal vez por el frío. La sencilla cena y la conversación que habíais tenido mientras paseabais juntas por la casa se desvanecieron. Era una madrugada de noviembre. Llevaste una manta y la tapaste. Llevaste calcetines y se los pusiste. Y te sentaste a su lado y te quedaste ahí hasta que se despertó.
* * *
Mamá había pensado en otras maneras de ganar dinero aparte de la granja y acondicionó un rincón del cobertizo para hacer malta. Llevaba allí todo el trigo que cosechaba en los campos, lo trituraba, lo mezclaba con agua, lo ponía en el molde y hacía malta. Cuando fermentaba, toda la casa olía a malta. A nadie le gustaba ese olor, pero mamá decía que era el olor del dinero. En el pueblo había una casa donde hacían tofu, y cuando ella les llevaba la malta fermentada, la vendían a la fábrica de cerveza y le daban el dinero a mamá. Ella guardaba ese dinero en un cuenco blanco, apilaba seis o siete cuencos más encima y los ponía en la parte superior de los armarios. El bol era el banco de mamá. Guardaba allí todo su dinero. Cuando llevabas a casa el recibo de la matrícula, ella sacaba dinero del cuenco, lo contaba y te lo ponía en la mano.
Más tarde esa mañana, cuando abriste los ojos descubriste que estabas tumbada en la tarima del cobertizo. ¿Dónde se había metido mamá? No estaba a tu lado, pero de la cocina llegaban golpes de cuchillo. Te levantaste y fuiste hacia allí. Mamá estaba a punto de trocear un rábano blanco sobre la tabla de cortar. Te pareció que agarraba de forma precaria el cuchillo. No era así como solía cortar hábilmente el rábano, sin bajar la vista, para hacer ensalada. La mano con que cogía el cuchillo era inestable, y éste resbaló sobre el rábano y chocó contra la tabla. Parecía que iba a cortarse un pulgar.
—¡Mamá! ¡Espera! —Le quitaste el cuchillo de la mano—. Ya lo hago yo, mamá.
Te colocaste frente a la tabla. Mamá se quedó quieta pero luego dio un paso a un lado. En el escurridor del fregadero estaba el pulpo sin vida. Sobre la cocina de gas había una olla de cocción al vapor de acero inoxidable. Pensaba hacer un lecho de rábano y poner el pulpo encima para cocerlo al vapor. Estuviste a punto de preguntar: «El pulpo, en vez de cocerlo al vapor, ¿no habría que hervirlo?». Pero no lo hiciste. Mamá dispuso las rodajas de rábano en el fondo de la olla y colocó dentro una rejilla de acero inoxidable. Metió el pulpo entero y puso la tapa a la olla. Así era como cocinaba el marisco.
Mamá no estaba acostumbrada al pescado. Ni siquiera conocía el nombre de cada especie. Para ella, caballa, lucio o sable eran pescado y punto. En cambio distinguía las diferentes clases de judías: alubias rojas, semillas de soja, judías blancas, judías negras. Cuando tenía que cocinar pescado, nunca preparaba sashimi, ni lo asaba ni lo cocía, sino que lo salaba y lo hacía al vapor. Para la caballa o el pez sable preparaba incluso una salsa de soja con pimienta roja, ajo y pimienta, y los cocía al vapor sobre el arroz que se estaba cocinando. Mamá nunca probó el sashimi. Cuando veía a alguien comer pescado crudo, lo miraba con una cara de asco que decía: «Pero ¿qué está haciendo?». Mamá, que había cocido raya al vapor desde que tenía diecisiete años, quiso hacer también así el pulpo. La cocina no tardó en llenarse del olor a rábano y a pulpo. Mientras, observabas cómo mamá hacía el pulpo al vapor y pensaste en las rayas.
La gente de la región de mamá siempre ponía raya en la mesa de sus ritos ancestrales. Para mamá, el año estaba estructurado alrededor de los ritos ancestrales que se celebraban una vez en primavera y dos veces en verano y en invierno. Siete veces al año, si contabas Año Nuevo y el Chuseok[1], mamá tenía que sentarse junto al pozo y limpiar una raya. Normalmente la raya que compraba era del tamaño de la tapa de una caldera. Cuando tu mamá iba al mercado, compraba una raya roja y la dejaba junto al pozo, sabías que se acercaba un rito ancestral. Limpiar la raya para los ritos ancestrales de invierno, cuando el tiempo convertía el agua en hielo, era una tarea ardua. Tú tenías las manos pequeñas, y las de mamá estaban endurecidas de tanto trabajar. Ella hacía una raja con el cuchillo en la piel de la raya, con sus manos rojas y heladas, y entonces tus jóvenes dedos arrancaban las membranas. Habría sido más fácil si se hubieran desprendido de una pieza, pero salían a trozos. Mamá hacía otra raja en el pescado y todo el proceso volvía a empezar. Era una típica escena de invierno: tu mamá y tú acuclilladas junto al pozo, cubierto por una fina capa de hielo, despellejando la raya. La limpieza de la raya se repetía cada año, como si alguien rebobinara una película. Un invierno, mamá miró tus manos heladas mientras estabas sentada frente a ella y dijo: «¿Y si no le quitamos la piel?»; dejó lo que estaba haciendo y troceó el pescado con confianza. Era la primera vez que la mesa de los ritos ancestrales veía una raya con piel. Padre preguntó: «¿Qué le pasa a esta raya?». Mamá respondió: «Es la misma raya de siempre pero con piel». La hermana de padre gruñó: «Tienes que poner más cuidado con la comida de los ritos ancestrales». «Pues despelléjala tú», replicó mamá. Aquel año, cada vez que pasaba algo malo, alguien sacaba a relucir la raya con piel. Cuando el caqui no dio fruto; cuando a uno de tus hermanos, jugando a tirar palos, le dio un palo volador en un ojo; cuando hospitalizaron a padre; cuando los primos se pelearon… la hermana de padre refunfuñó que todo se debía a que mamá no había despellejado la raya para los ritos ancestrales.
Mamá puso el pulpo cocinado al vapor sobre la tabla de picar y trató de cortarlo, pero el cuchillo le resbalaba de las manos como cuando había intentado cortar el rábano en rodajas.
—Ya lo hago yo, mamá.
Volviste a coger el cuchillo, cortaste el pulpo caliente con olor a rábano, sumergiste un trozo en una salsa de pimientos rojos con vinagre y se lo ofreciste. Era lo que ella siempre hacía contigo. Y cada vez tú tratabas de atraparlo en el aire con tus palillos, pero mamá te decía: «Si lo comes con tus palillos, no sabe tan bien. Abre la boca». Mamá trató de atraparlo en el aire con sus palillos.
—Así no sabe tan bien. Abre la boca —dijiste.
Y metiste el trozo de pulpo en su boca. Tú también lo probaste. El pulpo estaba caliente, blando y tierno. Te preguntaste: «¿Pulpo para desayunar?». Pero mamá y tú os lo comisteis con los dedos, de pie en la cocina. Mientras masticabas, observaste la mano de mamá: trataba de coger un trozo de pulpo y se le caía. Le pusiste un trozo en la boca. Enseguida dejó de intentar comer el pulpo por sí sola y esperó a que tú se lo pusieras en la boca. Su mano parecía perdida. Mientras comíais pulpo, dijiste:
—Madre. —Era la primera vez que la llamabas «madre»—. Madre, vayamos a Seúl hoy mismo.
—Vayamos a las montañas —replicó ella.
—¿A las montañas?
—Sí, a las montañas.
—¿Hay un camino desde aquí?
—Lo he abierto yo misma.
—Iremos a Seúl y, una vez allí, al hospital.
—Más adelante.
—¿Cuándo?
—Cuando tu sobrina haya hecho el examen de ingreso. —Se refería a la hija de Hyong-chol.
—Puedes ir conmigo en lugar de con Hyong-chol.
—Estoy bien. Todo irá bien. Iré al doctor de medicina china. También estoy haciendo fisioterapia porque me dijeron que tenía el cuello mal.
No lograste convencerla…, siguió insistiendo en que iría más adelante. Luego te preguntó cuál era el país más pequeño del mundo.
¿El país más pequeño? La miraste fijamente, una desconocida que te hacía una pregunta al azar. ¿Cuál es el país más pequeño del mundo? Mamá te pidió que le compraras un rosario de palo de rosa si alguna vez ibas a ese país.
—¿Un rosario de palo de rosa?
—Cuentas de rezo hechas de madera de palo de rosa. —Te miró lánguidamente.
—¿Necesitas cuentas de rezo?
—No, sólo quiero cuentas de rezo de ese país. —Mamá hizo una pausa y dejó escapar un profundo suspiro—. Si alguna vez vas, tráeme uno.
Te quedaste callada.
—Porque tú puedes ir a cualquier parte.
Tu conversación con mamá se quedó allí. No dijo una palabra más en la cocina. Después de desayunar pulpo al vapor, tu mamá y tú salisteis de la casa. Cruzasteis varios arrozales de las montañas que bordeaban el final del pueblo y subisteis por un sendero de las colinas. Aunque la gente no lo utilizaba, estaba transitable. La gruesa capa de hojas de roble que cubría el suelo amortiguaba tus pasos. A veces las ramas que se entrelazaban sobre el sendero te rozaban la cara. Mamá, que iba delante, las apartaba para que pasaras. Un pájaro emprendió el vuelo.
—¿Vienes aquí a menudo?
—Sí.
—¿Con quién?
—Con nadie. No tengo a nadie que me acompañe.
¿Mamá subía sola por ese sendero? Realmente no podías decir que la conocías. Era un sendero oscuro para recorrerlo en soledad. En ciertas partes, el bambú era tan denso que no se veía el cielo.
—¿Por qué vienes a caminar por aquí?
—Vine una vez después de la muerte de tu tía y he seguido haciéndolo.
Al cabo de un rato se detuvo en lo alto de una colina. Cuando te acercaste y miraste hacia donde ella estaba mirando, exclamaste:
—¡Ah, es este sendero!
Te habías olvidado por completo de él. Era el atajo que conducía a la casa de la madre de tu mamá, lo habías recorrido a menudo de niña. Aun después de que construyeran la gran carretera que atravesaba el pueblo, la gente solía tomar ese camino de montaña. Era el sendero por el que un día bajaste con un pollo vivo atado a una cuerda mientras tu abuela estaba ocupada preparando sus ritos ancestrales. Soltaste la cuerda y perdiste el pollo. Lo buscaste por todas partes, pero no conseguiste encontrarlo. ¿Dónde se metió? ¿Tanto había cambiado ese camino? De niña habrías podido recorrerlo con los ojos cerrados, pero ahora, si no hubiera sido por la colina, no habrías sabido que era el mismo. Mamá se quedó mirando la que había sido la casa de su madre. Ya no vivía nadie allí. Los habitantes de ese pueblo, que en otro tiempo debieron de ser más de cincuenta familias, se habían marchado. Todavía seguían en pie unas cuantas casas vacías, pero la gente había dejado de ir. ¿De modo que mamá solía subir sola hasta allí para mirar el pueblo vacío en el que había nacido? Le rodeaste la cintura con el brazo y volviste a decirle que fuera contigo a Seúl. No respondió, lo que hizo fue sacar el tema del perro. Al ver que no estaba en la caseta te había picado la curiosidad, pero no habías tenido oportunidad de preguntar.
Un año antes, cuando fuiste a casa el verano pasado, había un perro atado junto al cobertizo. Hacía un calor sofocante y la cadena era tan corta que parecía que el jadeante perro, incapaz de apartarse del sol, iba a caer muerto en cualquier momento. Le dijiste a mamá que lo soltara. Ella respondió que, si lo hacía, la gente tendría tanto miedo que no pasaría por allí. ¿Cómo podía atar así a un perro, y encima en el campo…? Por causa del perro discutiste con ella nada más llegar, ni siquiera te molestaste en saludar. «¿Por qué lo tienes atado? Déjalo suelto». Pero mamá insistió: «Nadie, ni siquiera en el campo, deja sueltos a sus perros. Todo el mundo los ata con una cadena. Si no lo haces, se pierden». Replicaste: «Entonces busca una cadena más larga. ¿Cómo va a sobrevivir un perro con este calor si lo atas a una cadena tan corta? Lo tratas así solo porque no puede defenderse». Mamá dijo que ésa era la única cadena que había en la casa; era la que había utilizado para el anterior perro. «¡Pues compra una nueva!». Aunque hacía mucho que no ibas a ver a tu madre, volviste al pueblo antes de poner un pie en la casa y regresaste con una cadena tan larga que el perro podía merodear por el patio lateral. Fue entonces cuando te diste cuenta de que la caseta era pequeña. Te disponías a marcharte otra vez para comprar otra caseta para el perro cuando mamá te detuvo; dijo que en el pueblo vecino había un carpintero y que le pediría que construyera una nueva. No concebía pagar por una caseta para un animal. «Hay trozos de madera por todas partes, basta con unir unos cuantos con unos clavos. ¿Quieres pagar por eso? Debes de estar podrida de dinero». Más tarde, cuando te fuiste de vuelta a la ciudad, le diste dos cheques de diez mil won y le hiciste prometer que mandaría construir una caseta grande para el perro. Mamá prometió que lo haría. De nuevo en Seúl, la telefoneaste unas cuantas veces para asegurarte de que había encargado la caseta del perro. Aunque podría haber mentido, mamá cada vez respondía: «Tengo que hacerlo. Lo haré pronto». La cuarta vez que llamaste y te respondió lo mismo, montaste en cólera: «Te di el dinero para eso. La gente de campo sois terribles. ¿No te da pena ese perro? ¿Cómo va a vivir en ese espacio tan pequeño, y más con este calor? Hay excrementos pisoteados dentro y ni siquiera los recoges. ¿Cómo va a vivir un perro tan grande en un lugar tan pequeño? ¡Suéltalo en el patio! ¿No te da pena?».
Hubo un silencio. Empezaste a arrepentirte de haber dicho que la gente de campo era terrible.
La voz de tu mamá sonó furiosa al otro lado de la línea: «¿Te preocupa más el perro que tu madre? ¿Crees que tu madre es la clase de persona que maltrataría a un perro? ¡No me digas lo que tengo que hacer! ¡Lo criaré como me dé la gana!». Y colgó.
Siempre colgabas tú primero. «Mamá, te llamo después», decías, y luego no lo hacías. No tenías tiempo para sentarte y escuchar todo lo que mamá tenía que decirte. Pero esta vez había colgado ella. Era la primera vez que mamá se enfadaba tanto contigo desde que te habías ido de casa. A partir de entonces mamá siempre te decía: «Lo siento». Te confesó que te había mandado a vivir con Hyong-chol porque ella no podía cuidarte lo bastante bien. Mamá trataba por todos los medios de alargar la conversación cuando llamabas. Pero, aunque había colgado primero, estabas decepcionada con ella por cómo tenía al perro. Estabas desconcertada. ¿Cómo podía haber cambiado tanto? Mamá solía cuidar de todos los animales de la casa. Era la clase de persona que iba a Seúl para quedarse una temporada y tres días después insistía en volver a casa para dar de comer al perro. ¿Cómo podía ser tan descuidada? Estabas enfadada con tu mamá por haberse vuelto insensible.
Al cabo de unos días mamá llamó: «Antes no eras así de fría. Si tu madre te cuelga el teléfono, se supone que tienes que llamarla. ¿Cómo puedes ser tan terca?».
No se trataba de terquedad; no habías tenido mucho tiempo para pensar. Te acordabas de que mamá había colgado furiosa, pensabas: «Debería llamarla», pero por una cosa o por otra siempre acababas poniendo esa llamada al final de la lista.
«¿Sois así toda la gente culta?», espetó mamá, y colgó.
Para el Chuseok fuiste a casa de tus padres y viste una gran caseta junto al cobertizo. En el suelo había una gruesa capa de paja.
En la colina, a tu lado, tu mamá empezó a hablar:
—En octubre, mientras estaba lavando el arroz en el fregadero para preparar el desayuno, alguien me dio unos golpecitos en la espalda. Cuando me volví, no había nadie. Se repitió durante tres días seguidos: notaba unos golpecitos, como si me llamaran, pero cuando miraba no había nadie. Debió de ser el cuarto día; en cuanto me desperté, fui al cuarto de baño y vi al perro tumbado frente al retrete. El año pasado te enfadaste conmigo, dijiste que maltrataba al perro, pero había encontrado a ese perro vagando por las vías del tren, cubierto de sarna. Me dio lástima y me lo llevé a casa; lo até y le di de comer. Si no lo atas, no sabes adónde irá o si alguien se lo llevará para comérselo… Ese día de octubre no se movió. Al principio pensé que dormía. No se movió ni siquiera cuando lo zarandeé. Estaba muerto. El día anterior había comido bien y había movido la cola, pero ahora estaba muerto, y parecía tranquilo. No sé cómo se soltó de la cadena. Al principio estaba en los huesos, pero enseguida engordó y el pelo empezaba a brillarle. Y era tan listo… Atrapaba topos. —Se interrumpió con un suspiro—. Dicen que si acoges a una persona, te traicionará, pero que si acoges a un perro, te recompensará. Creo que el pobrecillo murió en mi lugar.
Esta vez suspiraste tú.
—La pasada primavera di dinero a un monje que pasó por aquí y me dijo que este año moriría un miembro de nuestra familia. Cuando lo oí me puse muy nerviosa. Pensé durante mucho tiempo en ello. Creo que la muerte vino a buscarme, pero como cada vez que vino yo estaba lavando el arroz que iba a cocinar para mí sola, se llevó al perro en lugar de a mí.
—Mamá, ¿de qué estás hablando? ¿Cómo puedes creer eso tú que vas a la iglesia? —Pensaste en la caseta vacía junto al cobertizo y en la cadena en el suelo, y la abrazaste.
—Cavé un hoyo profundo en el patio y lo enterré en él.
Tu mamá siempre contaba historias llenas de imaginación. En la noche de un rito ancestral, la hermana de padre y otras tías llegaban con cuencos de arroz. Era cuando la comida escaseaba, así que todas colaboraban. Cuando terminaban los ritos, tu mamá llenaba de comida los cuencos de los parientes para que se los llevaran a casa. Durante los ritos, los cuencos de arroz estaban colocados en hilera, y mamá decía que los pájaros habían entrado volando, se habían posado en el arroz y luego se habían ido. Si no la creías, exclamaba: «¡Los he visto con mis propios ojos! Había seis pájaros. ¡Los pájaros son vuestros antepasados que han venido a comer!». Una vez, mamá se fue a los campos a primera hora de la mañana y se llevó algo de comer para más tarde, pero ya había alguien allí arrancando malas hierbas. Cuando le preguntó quién era, él explicó que pasaba por allí y que se había detenido a arrancar malas hierbas porque había muchas. Mamá y el desconocido escardaron juntos. Ella, agradecida, compartió con él su comida. Hablaron de esto y de aquello, arrancaron malas hierbas, y cuando se hizo de noche sus caminos se separaron. Al llegar a casa, ella explicó a la hermana de padre que había estado escardando con un desconocido, y la hermana de padre se puso rígida y preguntó qué aspecto tenía. «Era el dueño del campo. Murió de una insolación mientras arrancaba malas hierbas en ese campo». Tú preguntaste: «Mamá, ¿no te dio miedo estar todo el día en el campo con un muerto?». Pero tu mamá respondió con toda naturalidad: «No, no pasé miedo. Si hubiera tenido que arrancar las malas hierbas yo sola, habría tardado dos o tres días. Así que agradecí que me ayudara».
* * *
Después de tu visita, observaste que las jaquecas de tu madre parecían consumirla. Enseguida perdió su personalidad extravertida y su vivacidad, y empezó a echarse más a menudo a descansar. Ni siquiera lograba concentrarse en los juegos de cartas con apuestas de cien won, que era una de las pocas alegrías que le quedaban. Y empezó a perder facultades. Una vez, después de poner al fuego una olla llena de trapos con lejía para blanquearlos, se desplomó en el suelo de la cocina y no pudo levantarse. El agua se evaporó, los trapos ardieron y la cocina se llenó de humo, pero tu mamá no podía moverse. De no ser porque un vecino vio la columna de humo y entró para averiguar qué pasaba, la casa habría sido pasto de las llamas.
Tu hermana, que tenía tres hijos, te preguntó una vez algo sobre tu madre y sus continuas jaquecas.
—¿Crees que a mamá le gustaba estar en la cocina? —Habló en voz baja, seria.
—¿Por qué lo preguntas?
—Algo me dice que no le gustaba.
Tu hermana, que era farmacéutica, había abierto su farmacia mientras esperaba su primer hijo. Tu cuñada hacía de canguro del niño, pero vivía tan lejos de la farmacia que el niño vivió un tiempo con ella. Tu hermana, a quien siempre le habían encantado los niños, siguió ocupándose de la farmacia a pesar de que sólo podía ver a su hijo una vez a la semana. Era desgarrador verla separarse de su bebé. La despedida no podría haber sido más dolorosa. Pero tu hermana parecía llevarlo peor que el bebé. Él se adaptó bien a su vida lejos de su madre, pero cuando tu hermana lo llevaba de nuevo con tu cuñada al final de la semana, las lágrimas le caían en las manos con que aferraba el volante de regreso a casa y el lunes acudía a la farmacia con los ojos hinchados de tanto llorar. Era tan triste que tú le preguntabas: «¿De verdad que llevar una farmacia exige llegar a estos extremos?». Cuando el marido de tu hermana se fue a Estados Unidos para hacer dos años de prácticas, tu hermana cerró la farmacia, de la que había seguido ocupándose después de tener su segundo hijo. Dijo que creía que vivir en Estados Unidos sería una buena experiencia para sus hijos, y tú pensaste: «Sí, relájate y tómate unas vacaciones». No había tenido ni un día libre desde que se había casado. Tu hermana tuvo su tercer hijo en Estados Unidos y volvió. Tenía que cocinar para una familia de cinco. Te contó que por entonces comieron doscientas corvinas en un mes.
—¿Doscientas en un mes? ¿Sólo comisteis corvina? —preguntaste, y ella dijo que sí.
Eso fue antes de que llegaran sus cosas de Estados Unidos. Aún no se había acostumbrado a la nueva casa y seguía amamantando al recién nacido, de modo que no tenía tiempo para ir al mercado. Su suegra le mandó un cajón de corvinas en salazón, y se lo comieron en diez días.
—Hacía sopa de brotes de soja germinada y asaba a la parrilla un par de pescados, y luego hacía sopa de pescado y calabacín —dijo tu hermana, y se rio.
Cuando preguntó a su suegra dónde podía conseguir más, descubrió que se compraban por internet. Como el primer cajón se había acabado tan rápido, encargó dos.
—Cuando llegaron las corvinas, las lavé y las conté. Había doscientas. Estaba lavándolas con la idea de envolverlas en plástico de cuatro en cuatro o de cinco en cinco y meterlas en el congelador para que fuera más fácil cocinarlas, cuando de pronto me entraron ganas de arrojarlas todas al suelo —dijo con calma—. Y pensé en mamá. Me pregunté: «¿Cómo se sintió mamá todos esos años en esa cocina anticuada cocinando para nuestra gran familia?». ¿Te acuerdas de cuánto comíamos? Había dos mesas pequeñas llenas de comida. ¿Te acuerdas de lo grande que era la cazuela del arroz? Y tenía que empaquetar el almuerzo de cada uno de nosotros, incluidos los platos de acompañamiento que hacía con lo que sacaba del campo… ¿Cómo podía arreglárselas ella sola día tras día? Y encima, como padre era el hijo mayor, siempre había algún pariente viviendo en casa. No creo que a mamá le gustara nada estar en la cocina.
El comentario te cogió desprevenida. Nunca habías pensado en mamá separada de su cocina. Mamá era la cocina y la cocina era mamá. Nunca te habías preguntado: «¿Le gustaba a mamá estar en la cocina?».
* * *
Para ganar dinero, tu mamá criaba gusanos de seda, elaboraba malta y ayudaba a hacer tofu. Pero la mejor forma de hacer dinero era no gastarlo. Mamá ahorraba en todo. A veces vendía a los forasteros una lámpara destartalada, una piedra de planchar gastada o una jarra vieja. Querían los objetos antiguos que mamá utilizaba y, aunque no les tenía apego, discutía con ellos por el precio como si se hubiera convertido en una vendedora. Al principio parecía que iba a salir perdiendo, pero siempre acababa consiguiendo lo que quería. Los escuchaba en silencio y decía: «Pues dame lo que te pido», y ellos se mofaban y respondían: «¿Quién va a querer comprar este trasto inútil por tanto dinero?». Mamá replicaba: «Entonces, ¿por qué vas por ahí comprando trastos?», y se llevaba su lámpara. «Serías una buena comerciante», gruñían ellos, y le daban lo que había pedido.
Tu mamá nunca pagaba el precio completo por nada. Casi todo lo hacía ella misma. Por eso siempre tenía las manos ocupadas. Cosía, tejía y cultivaba los campos sin descanso. Los campos de mamá nunca estaban vacíos. En primavera plantaba semillas de patatas en surcos, y también lechugas, manzanilla de flor dorada, malvas, cebollinos chinos, pimientos y maíz. Debajo de la cerca que rodeaba la casa, cavaba hoyos para plantar calabacines, y en el campo sembraba judías. Siempre cultivaba sésamo, hojas de morera y pepinos. Si no estaba en la cocina, la encontrabas en los campos o en los arrozales. Sacaba de la tierra patatas, ñames y rábanos, y arrancaba calabacines y coles. Su trabajo era la demostración de que quien no siembra no recoge. Pagaba sólo por lo que no podía crecer de las semillas: los patitos o los pollos que correteaban por el patio en primavera, o los cerdos que vivían en la pocilga.
Un año, la perra parió nueve cachorros. Un mes después, mamá apartó dos, metió seis en una cesta y, como la cesta estaba llena, te puso el último en los brazos.
—Sígueme —dijo.
El autobús al que subisteis estaba lleno de gente que iba a la ciudad a vender cosas. Sacos de pimientos secos, sésamo y judías negras; cestas con unas pocas coles y rábanos. Se colocaban en fila junto a la parada del autobús y los transeúntes se detenían para hacer tratos. Dejaste el cachorro calentito con los otros, que se removían dentro de la cesta, y, acuclillada al lado de mamá, esperaste a que los compraran. Mamá había cuidado a los cachorros durante un mes, estaban rollizos y sanos, eran tranquilos y no daban muestras de hostilidad ni desconfianza. Cuando la gente se apiñaba alrededor de la cesta, movían la cola y les lamían la mano. Los cachorros de mamá se vendieron más deprisa que los rábanos, las coles o las judías. Cuando vendió el último, se levantó y te preguntó:
—¿Qué quieres?
Tú le cogiste la mano y miraste a tu madre, que casi nunca te había hecho esa pregunta.
—Te he preguntado qué quieres.
—¡Un libro!
—¿Un libro?
—¡Sí, un libro!
Mamá pareció no saber qué hacer. Te miró durante un minuto y te preguntó dónde vendían libros. Tomaste la iniciativa y llevaste a mamá a la librería que había a la entrada del mercado, donde se juntaban cinco carreteras. Mamá no entró.
—Coge sólo uno —dijo—, pregunta cuánto cuesta, y ven a decírmelo.
Incluso cuando te compraba zapatos de goma, te hacía probar los dos y siempre terminaba pagando menos de lo que pedía el tendero. Pero el libro te lo dejó escoger a ti, como si no fuera a regatear por él. De pronto la librería te pareció un prado. No tenías ni idea de qué libro elegir. La razón por la que querías un libro era porque leías los que tus hermanos traían de la escuela pero siempre se los llevaban antes de que los hubieras terminado. Los libros de la biblioteca de la escuela eran distintos de los que Hyong-chol llevaba a casa. Libros como La señora se va al sur o Biografía de Shin Yun-bok. El libro que escogiste mientras mamá esperaba fuera de la librería era Humano, demasiado humano. Mamá, a punto de pagar por un libro que no era para la escuela por primera vez en su vida, bajó la vista hacia la cubierta.
—¿Éste es un libro que necesitas?
Asentiste rápidamente, temiendo que cambiara de opinión. En realidad no sabías qué libro era. Ponía que estaba escrito por Nietzsche, pero no tenías ni idea de quién era. Lo habías cogido porque te gustaba cómo sonaba el título. Mamá te dio el dinero, el precio completo. En el autobús, con el libro contra el pecho en lugar del cachorro, miraste por la ventanilla. Viste a una anciana encogida mirando desesperada a los transeúntes mientras trataba de vender el arroz pegajoso que quedaba en su cubo de plástico.
* * *
En el sendero de la colina, desde el que se veía el viejo pueblo de tus abuelos, tu mamá te explicó que su padre, después de haber ido de ciudad en ciudad buscando oro y carbón, había vuelto a casa cuando ella tenía tres años. Se puso a trabajar en la construcción de una nueva estación de tren y sufrió un accidente. Los aldeanos que fueron a avisar a la abuela miraron a mamá, que corría y jugaba en el patio, y le dijeron: «Tu padre ha muerto y tú ahí riéndote como una boba».
—¿Recuerdas eso de cuando tenías tres años?
—Sí.
También dijo que a veces sentía resentimiento hacia su mamá, tu abuela.
—Sé que tuvo que hacerlo todo ella sola porque era viuda, pero debería haberme mandado a la escuela. Mi hermano fue a un colegio llevado por japoneses, y mi hermana también. ¿Por qué me dejó a mí en casa? He vivido toda mi vida en la oscuridad, sin luz…
Al final tu mamá accedió a ir a Seúl contigo con la condición de que le prometieras que no se lo dirías a Hyong-chol. En el momento en que las dos salíais de la casa volvió a insistir en que se lo prometieras.
Cuando fuisteis de hospital en hospital para averiguar la causa de sus jaquecas, un médico te dijo algo sorprendente: tu mamá había sufrido un derrame hacía mucho. ¿Un derrame? Lo negaste. El médico señaló una mancha en el escáner del cerebro y dijo que era la prueba de un derrame.
—¿Cómo pudo tener un derrame y no enterarse?
El médico dijo que sí debió de enterarse. Por el modo en que se había acumulado la sangre, podría haber sentido la conmoción. También dijo que mamá tenía un dolor constante. Que el cuerpo de mamá soportaba un dolor constante.
—¿Qué quiere decir con un dolor constante? Mamá siempre ha tenido buena salud.
—Bueno, creo que eso no es cierto —dijo el médico.
Tuviste la sensación de que un clavo escondido en tu bolsillo había saltado por sorpresa y se había hundido en el dorso de tu mano. El médico le drenó la sangre del cerebro, pero las jaquecas no mejoraron. Mamá estaba hablando y al minuto siguiente se sujetaba la cabeza con mucho cuidado, como si fuera un jarrón de cristal a punto de romperse, y tenía que irse a casa y tumbarse en la tarima del cobertizo.
* * *
—Mamá, ¿te gusta estar en la cocina?
Cuando se lo preguntaste, hace tiempo, mamá no entendió a qué te referías.
—¿Te gustaba estar en la cocina? ¿Te gustaba cocinar?
Mamá te sostuvo la mirada un momento.
—Ni me gusta ni me disgusta. Cocinaba porque tenía que hacerlo. Tenía que estar en la cocina para que todos comierais y fuerais a la escuela. ¿Cómo vas a hacer sólo lo que te gusta? Algunas cosas tienes que hacerlas tanto si te gustan como si no. —Pero su expresión decía: «¿Qué clase de pregunta es ésa?». Y luego murmuró—: Si sólo haces lo que te gusta, ¿quién va a hacer lo que no te gusta?
—Pero… ¿te gustaba o no?
Mamá miró alrededor, como si fuera a decirte un secreto, y susurró:
—Rompí varias tapas de tarros.
—¿Rompiste tapas de tarros?
—No veía el final. Al menos cuando cultivas algo, plantas las semillas en primavera y cosechas en otoño: donde has plantado semillas de espinacas, hay espinacas; donde has plantado maíz, hay maíz… Pero en el trabajo de la cocina no hay principio ni final. Desayuno, comida y cena, y amanece y vuelta a empezar con el desayuno… Habría sido más llevadero si hubiera podido hacer otros platos, pero como sólo tenía lo que sacaba de los campos siempre hacía el mismo punchan. Si siempre haces lo mismo, a veces llega un momento en que te hartas. Cuando la cocina me parecía una prisión, salía a la parte de atrás, cogía la tapa del tarro más deforme y la estrellaba con todas mis fuerzas contra el muro. Tu tía no sabe que hacía eso. Si se hubiera enterado, habría dicho que estaba loca; lanzar así las tapas de los tarros…
Tu mamá te dijo que pasados unos días compraba una tapa nueva para reemplazar la rota.
—De modo que despilfarraba el dinero. Cuando iba a comprar la tapa nueva, pensaba en el derroche y me sentía fatal; pero no podía evitarlo. El ruido de la tapa al hacerse pedazos era como una medicina. Me sentía libre. —Por si alguien la oía, se llevó un dedo a los labios y dijo—: ¡Chis! ¡Es la primera vez que le cuento esto a alguien! —Una sonrisa traviesa apareció en su cara—. Si algún día no tienes ganas de cocinar, rompe un plato. Aunque pienses «Menudo despilfarro», te sentirás mejor. Claro que como tú no estás casada no tendrás que pasar por eso.
Tu mamá dejó escapar un hondo suspiro.
—Pero fue bonito veros crecer. Incluso cuando estaba tan ocupada que no tenía tiempo ni para liarme bien la toalla a la cabeza, os veía sentados alrededor de la mesa, comiendo, golpeando la cuchara contra el cuenco, y pensaba que no quería nada más en el mundo. Erais todos tan fáciles de contentar… Escarbabais felices en los cuencos cuando hacía una simple sopa de pasta de judías y calabacín, y se os iluminaba la cara cuando de vez en cuando cocía pescado al vapor… Todos erais tan tragones que a veces, cuando crecisteis, me asustaba. Si dejaba la cazuela llena de patatas hervidas para que comierais algo después de la escuela, cuando volvía a casa me la encontraba vacía. A veces veía desaparecer el arroz del tarro del sótano poco a poco, y otras veces lo encontraba vacío de golpe. Cuando bajaba al sótano a buscar arroz para la cena y tocaba el fondo del tarro con el cucharón, se me caía el alma a los pies. ¿Qué les daré a mis niños para comer mañana por la mañana? Entonces no me planteaba si me gustaba o no estar en la cocina. Si hacía una cazuela grande de arroz y una más pequeña de sopa, no me paraba a pensar en lo cansada que estaba. Me alegraba de que eso fuera a parar a la boca de mis niños. Probablemente ahora ni siquiera puedes imaginártelo, pero en aquella época siempre nos preocupaba que la comida se acabara. Todos estábamos igual. Lo más importante era comer y sobrevivir.
Y, sonriendo, tu mamá te dijo que aquellos tiempos habían sido los más felices de su vida.
Pero las jaquecas de mamá le robaban las sonrisas de la cara. Las jaquecas trataban de morderle el alma y roerla despacio, como ratones de campo con dientes afilados.
* * *
El hombre al que has acudido para que te imprima los volantes va vestido con prendas viejas de algodón. Cualquiera que las viera se daría cuenta de que las han cosido a mano con esmero. Aunque sabes que siempre lleva prendas viejas de algodón, no puedes evitar fijarte. Está enterado de lo de tu mamá, y te dice que diseñará los volantes según tu borrador y los imprimirá enseguida en la imprenta de un colega. Como no tenéis fotos recientes de mamá, tus hermanos y tú habéis decidido utilizar la foto de familia que tu hermano ha colgado en internet. El hombre mira la cara de mamá.
—Su madre es muy guapa —dice.
Como llovido del cielo, comentas que él lleva una ropa muy bonita.
Él sonríe al oír tus palabras.
—Me la hizo mi madre.
—¿No ha fallecido?
—Cuando vivía.
Te explica que desde niño sólo ha podido llevar ropa de algodón porque sufre diversas alergias. El roce de otras telas le producía picores y urticaria. Creció llevando sólo las prendas de algodón que le hacía su madre. En sus recuerdos, su madre siempre está cosiendo. Debió de coser sin parar para hacerle todo tipo de prendas, desde la ropa interior hasta los calcetines.
Dice que cuando abrió el armario de su madre después de su muerte, encontró montones de prendas de algodón, suficientes para el resto de su vida. Lo que llevaba ese día lo había encontrado en ese armario. ¿Qué aspecto tenía su madre? Se te encoge el corazón mientras lo escuchas.
—¿Cree que su madre fue feliz? —le preguntas al hombre que está recordando a su querida madre.
Su respuesta es educada, pero su expresión te dice que has insultado a su madre.
—Mi madre era diferente de las mujeres de hoy.