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En agosto de 1988, aprobé el examen de admisión para el curso de posgrado sobre literatura organizado por la Universidad Normal de Pekín y el Instituto de Estudios Literarios Lu Xun. En comparación con el entusiasmo que me embargaba cuando ingresé en el Instituto de Arte del Ejército de Liberación, en 1984, no sentí gran cosa. En el 84, cuando recibí el comunicado de admisión, me volví loco de alegría. Primero, porque por fin se cumplía mi sueño de hacer estudios superiores, segundo, porque se cumplía mi sueño literario. En esta ocasión, al entrar en un curso de posgrado, acabaría obteniendo un título de máster; pero yo ya había ganado mi inmerecida fama y ya tenía cierto conocimiento de la literatura. Sabía que para un escritor, cualquiera que sea su nivel de estudios, lo que importa es su obra, de modo que al principio no estaba muy motivado para hacer ese curso. Pero luego alguien me dijo que tuviera visión de futuro, que podría aprovechar la ocasión para aprender inglés y que eso, más adelante, me resultaría muy útil. Tenía toda la razón, indudablemente. Estudié con ahínco durante dos meses y memoricé varios centenares de palabras. Pero no tardó en estallar el movimiento estudiantil, la situación fue cobrando una tensión creciente y mucha gente dejó de tener ganas de ir a clase. Como a mí desde el principio me faltaba voluntad, la excusa me vino muy bien para dejar de lado el estudio del inglés. Desde entonces he viajado a menudo al extranjero, y siempre me he arrepentido de no haber aprendido inglés cuando podía. Hace unos años volví a tener intención de aprender algo de inglés corriente, pero en los últimos tiempos se me ha pasado por completo. Ahora lo único que deseo es que alguien invente cuanto antes un conversor interlingüístico que sea a la vez simple, práctico, rápido y preciso, para resolver mis dificultades en el extranjero.

En primavera de 1990, volví a la capital del distrito. Tiré la vieja casa y, en el espacio de un mes, construí otra de cuatro habitaciones. Entretanto, recibí varios telegramas del curso urgiéndome a volver. Cuando lo hice, el director me aconsejó que lo dejara. Acepté sin pensármelo dos veces. Pero luego intercedieron numerosos compañeros de estudios y, gracias a la inestimable ayuda del profesor Tong de la Universidad Normal de Pekín, seguí inscrito.

El día que nos graduamos coincidió con el estallido de la Guerra del Golfo. Después de la apresurada ceremonia no hubo banquete ni fiesta. Un chico del servicio de cinematografía de donde yo trabajaba me llevó de vuelta en su moto con sidecar. Como no tenía donde dormir, no tuve más remedio que alojarme en un almacén de trastos viejos donde hordas de ratas se pasaban las noches armando jaleo. Una hembra hizo un nido en mi maleta y parió una camada. Después de eso mi ropa de vestir y de cama estuvo oliendo a pis de rata durante años. En el almacén había una docena de estatuas de yeso del presidente Mao. Las coloqué en la entrada y junto a la cama, a modo de centinelas. Unos amigos de mi círculo literario que se las habían arreglado para entrar en el cuartel pasando todos los controles de guardia, al ver esa formación dijeron que yo había sido el primer «icono» del país en hacer que una docena de presidentes Mao montaran guardia junto a la puerta y mi cama. Al cabo de dos años, me fue asignada una casa de dos habitaciones y pude salir del almacén, pero a menudo echo de menos los tiempos en que vivía con esa docena de presidentes Mao.

En primavera de 1992, de repente, alguien llamó a nuestra puerta. Era He Zhiwu, a quien no había visto desde hacía muchos años. Le pregunté cómo había encontrado nuestra casa, y él sonrió a modo de respuesta.

—No se va al Templo de los Tres Tesoros si no es para hacer plegarias —dijo.

—Si necesitas algo, dilo sin más —contesté—. Haré cuanto esté en mi mano por ayudarte.

Explicó que era empleado fijo del Departamento de Transporte y que quería que lo destinaran a Gaomi para poder cuidar de sus padres. Escribí una carta dirigida al jefe del distrito, se la entregué a He Zhiwu para que fuera él mismo a verlo. Le pregunté por el Gaz 51.

—¿No lo sabías? —me dijo mirándome sorprendido—. Se lo vendí al equipo de Zhang Yimou. El camión que sale en la película, que Jiang Wen y los demás cargan de tinajas de aguardiente de sorgo para usarlo como bomba incendiaria y que estalla en llamas era el Gaz 51 del padre de Lu Wenli. Ya ves —añadió—, yo también puse mi granito de arena en tu Sorgo rojo.

—No reconocí el capó —observé.

—¿Cómo puedes ser tan tonto? —dijo—. La gente del equipo sabía lo que hacía. ¿Cómo iban a hacer pasar tal cual un camión soviético por uno japonés? ¡No habría colado!

—¿Y por cuánto lo vendiste? —pregunté.

—A precio de chatarra —dijo—. Estaba desde el principio en el patio de la casa de mi padre. No sabía qué hacer con él. Así que aproveché esa ocasión para darle un final glorioso.

A principios de 1993, volví a Gaomi para celebrar el Año Nuevo[13], y vino a verme He Zhiwu. Me dijo que ya había sido destinado allí y que trabajaba en la Delegación de Gaomi en Qingdao.

—Sí que te las arreglas bien —dije.

—Todo gracias a aquella carta que escribiste —dijo él.

En los años siguientes, fue con frecuencia a verme a Pekín. Siempre me invitaba a comidas de lujo. Parecía haber prosperado mucho. Me decía una y otra vez que fuera a verlo a Qingdao. Ya no tenía a nadie en Gaomi. Había abierto su propia empresa, y los negocios marchaban bien. Si yo iba, él se ocuparía de todo. Conocía al dedillo la situación de todo el mundo, incluso la de los profesores.

A través de él me enteré de qué había sido de nuestros compañeros de escuela. Por él supe que hacía tiempo que el profesor Zhang, el que nos daba Redacción, se había jubilado de su puesto de director de estudios y disciplina en un instituto de enseñanza secundaria superior del distrito. De sus dos hijos, uno se dedicaba al negocio maderero, el otro era secretario del comité de la Liga de las Juventudes Comunistas de Chengnanxiang. El profesor Liu el Bocaza, en su periodo de mayor esplendor, había sido subdirector del Consejo de Educación del distrito. Al morir su esposa, y a pesar de la diferencia de edad, se casó en segundas nupcias con Lu Wenli, que entretanto había quedado viuda. El primer marido de Lu Wenli era hijo de un alto cargo del distrito, un sinvergüenza que iba de putas, jugaba y cometía todos los excesos posibles. Al parecer, no contento con eso, le pegaba palizas. Un día en que conducía una moto borracho, se estrelló contra un árbol y se mató.

—Pero ¿cómo pudo Lu Wenli irse con el profesor Liu? —pregunté—. ¡Es inconcebible!

—¿Acaso era concebible meterle la pelota en la boca de un palazo? —replicó He Zhiwu.

Indudablemente, eso formaba parte de las cosas inconcebibles, lo que demuestra que los asuntos de este mundo sufren infinitos cambios y evoluciones, que la suerte reúne a las parejas predestinadas a través de las más extrañas e imprevisibles coincidencias. No hay nada imposible.