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1979 fue un año clave tanto para el país como para mí. Primero, el día 17 de febrero estalló el contraataque defensivo a Vietnam. Doscientos mil soldados entraron en Vietnam desde las líneas de Guangxi y Yunnan. A la mañana siguiente, mientras desayunábamos, oímos por la radio la hazaña de Li Chengwen, muerto heroicamente al volar una fortaleza enemiga. Muchos de mis compañeros de promoción habían ido al frente. En lo más profundo de mí mismo, los envidiaba. Habría querido tener una ocasión como esa de combatir en el campo de batalla, de ser un héroe, de ascender a oficial por mis méritos si sobrevivía, y si moría, de ganar para mis padres la distinción de familiares de mártir de guerra y cambiar así su estatus político.

De este modo, al menos no me habrían criado en vano. En realidad, yo no era el único en pensar así. Era una idea muy simple y pueril, pero era muy propia de la mentalidad retorcida de los hijos de campesinos medios, completamente sometidos a la opresión política. Para llevar una vida de desgraciado, más valía morir. Mientras duró la guerra, nuestra unidad perdió ese aspecto indisciplinado que tenía habitualmente. Llevábamos a cabo nuestras actividades diarias —deporte, instrucción, guardias y trabajo físico— de forma concienzuda y esforzada. Pero la guerra acabó rápido, y la unidad recobró sus costumbres.

Ese año, a finales de junio, el jefe me permitió volver a casa para casarme. La boda fue el 3 de julio. Llovió a mares todo el día. Durante el permiso, vi a varios compañeros que habían combatido en el frente. Todos habían realizado acciones meritorias, dos de ellos habían ascendido a oficiales, y yo los envidiaba en mi fuero interno. ¿Qué me esperaba a mí? Posiblemente, al cabo de unos meses, volver a casa licenciado.

Al día siguiente de la boda, fui en bicicleta hasta la granja estatal de Jiaohe con la excusa de ir a ver a mis antiguos compañeros de clase. En realidad iba a ver el Gaz 51 del padre de Lu Wenli, que había estado a punto de matarme. Lo encontré en el parque móvil. El padre de Lu Wenli lo estaba pintando. Me dirigí hacia él y le ofrecí un cigarrillo.

—Señor Lu, ¿no me reconoce? —le pregunté.

Él sacudió la cabeza sonriendo.

—Fui compañero de clase de Lu Wenli, en primaria. Me apellido Mo. Me llamo Mo Xie.

—¡Ah, sí, sí, sí! —repitió—. Ya me acuerdo, ya me acuerdo. Una vez dejé el camión aparcado en el pueblo, y tú lo abriste y me robaste un par de guantes.

—Ese no fui yo —dije—, fue He Zhiwu. Pero no sólo le robó los guantes, también le vació los neumáticos.

—¡Ah, sí, ya sé, menudo zángano! —dijo—. ¡Vaya pajarraco era! ¡No llevaba dentro nada bueno! No sólo me vació los neumáticos, sino que se llevó los obturadores. Luego vino a negociar conmigo: estaba empeñado en que le prestara mi uniforme, con gorra y todo. Dijo que si me negaba, echaría abrojos de hierro por toda la carretera para destrozarme las ruedas.

Enseguida me vino a la memoria un día, dieciséis años atrás, en que vi el Gaz 51 del padre de Lu Wenli parado en la carretera, con cuatro de las seis ruedas reventadas. El padre de Lu Wenli estaba hecho un basilisco, soltando sapos y culebras por la boca. En esa época, la escuela también había considerado que yo era el principal sospechoso y me había sometido a un interrogatorio larguísimo. El profesor Liu el Bocaza blandía el atizador de la estufa al rojo vivo delante de mí exigiéndome que confesara. Pero yo no tenía mala conciencia, de modo que me mostré impasible.

Pregunté por Wenli. El hombre dijo que había encontrado empleo, que trabajaba en la fábrica de caucho del distrito.

—¡Qué bien que haya encontrado un trabajo aquí! La granja es propiedad del pueblo, y la fábrica de caucho es colectiva.

—¿No lo sabías? Ahora dependemos del gobierno del distrito, y las tierras se arrendarán[11]. A partir de ahora seremos más o menos como campesinos.

—¿Y qué va a pasar con todo esto? —pregunté señalando el Gaz 51a medio pintar y todos los vehículos destartalados del parque móvil.

—Lo que se pueda vender, se vende —dijo—, y el resto se echará a perder.

—¿Y el Gaz 51, también lo venderá? —pregunté.

—Hace unos días ese He Zhiwu me mandó un telegrama desde Mongolia Interior —respondió—. Ofrecía nada menos que ocho mil yuanes por este trasto. Digo yo que ese zángano se habrá vuelto loco, ¿no? Por cinco mil yuanes más podría comprarse un Liberación recién salido de fábrica. ¿Qué te parece? Me estará tomando el pelo, ¿no?

Muy impresionado, pensé: «¡Ay, He Zhiwu, He Zhi Wu! ¿Qué demonios estarás tramando con esa inteligencia tuya? Si puedes gastarte esa suma en un camión, será que te has hecho rico. Pero ¿por qué querrás comprar un vejestorio desdentado como este? ¿Serás capaz de eso por pura nostalgia?».

—Señor Lu, tampoco yo entiendo por qué querrá hacer esto. Pero estoy convencido de que no le está tomando el pelo.

—Que haga lo que quiera. Si de verdad quiere comprarlo… Pero lo cierto es que no me haría mucha gracia. Imagínate, ¿cuántos años llevo conduciéndolo? ¡Le tengo mucho cariño!

El padre de Lu Wenli dio un par de brochazos al camión.

—¿Dónde estás en servicio, muchacho? —preguntó.

—En Huangxian.

—En el 34.º Regimiento de la guarnición de Penglai, ¿verdad? —añadió.

—Estamos bajo la jurisdicción del Estado Mayor General y bajo la supervisión del 34.º Regimiento.

—El coronel Xu del 34.º y yo fuimos compañeros de armas. Cuando yo era jefe de compañía, él era el oficial que se encargaba de la instrucción en el regimiento.

—¡El coronel Xu nos dio una conferencia una vez! —dije ilusionado—. ¡Qué casualidad! ¿Quiere que le transmita algo de su parte? Pasado mañana vuelvo al cuartel.

—Él es un gran coronel, y yo un miserable camionero —dijo abatido—. Sería como hacerle la pelota.

Yo quería añadir algo, pero él se puso a pintar de nuevo. Por supuesto, yo había oído hablar de su caso. Al regresar de la Guerra de Corea fue jefe de compañía, con título de capitán; un porvenir brillante se abría ante él. Lamentablemente, le sucedió lo que a tantos varones que alcanzan el éxito de jóvenes: «Por detrás levantan el rabo, y por delante la cola», se le subió a la cabeza y cometió algún desliz que arruinó su espléndido futuro.

El día de mi regreso al cuartel, fui a propósito con tiempo de sobra a la capital del distrito y compré el billete de autobús a Huangxian. Tenía dos horas por delante. La ciudad era muy pequeña; en media hora a buen paso llegué a la fábrica de caucho. Pregunté por Lu Wenli al viejo conserje. Me dijo que le parecía que tenía el turno de noche y me preguntó quién era yo, para qué quería verla. Dije que habíamos sido compañeros de escuela, que había venido a visitar a mi familia, estaba de paso y quería aprovechar la ocasión para verla.

—¿Quiere que vaya a llamarla? —dijo, probablemente al ver que yo era militar.

—Sí, gracias —le contesté.

—Vigile la entrada por mí mientras. Voy a llamarla.

Yo iba mirando el reloj —un Zhongshan de treinta yuanes que me había prestado un compañero—, temiendo perder el autobús. Pasó un buen rato hasta que el conserje volvió con ella. Llevaba * un abrigo corto sobre los hombros. Venía en pantalón de chándal, arrastrando las chanclas, con el pelo revuelto y cara de sueño, bostezando sin parar. Me precipité hacia ella, saludándola.

—Ah, eres tú —dijo con frialdad tras mirarme de arriba abajo—. ¿Qué quieres?

—Nada… —contesté extremadamente incómodo—. Volvía al cuartel… y como me sobraba algo de tiempo antes de tomar el autobús… quise venir a ver a mi antigua compañera de clase… Anteayer fui a la granja de Jiaohe y vi a tu padre; me dijo que trabajabas aquí…

—Si no quieres nada, vuelvo adentro a dormir —dijo con impaciencia.

Dio media vuelta y se fue. Miré cómo se alejaba, profundamente desilusionado.

No llevaba ni dos meses en el cuartel cuando recibí la orden de trasladarme al regimiento de instrucción de Baoding.

—Por lo que parece, casarse trae buena suerte —dijo emocionado el compañero, paisano mío, que me había prestado el reloj Zhongshan para la boda—. Dentro de unos días, me caso yo también.

Poco antes de que me fuera, jugamos un partido de baloncesto los del escuadrón de guardia y los oficiales. Ese día jugué bien, encestando casi sistemáticamente. Fue el mejor partido de mi vida.

El 10 de septiembre me puse en camino con el técnico Ma, que tenía que ir a Pekín a hacer unas gestiones. Tian Hu nos llevó a la estación de Weifang en el Gaz 51. ¡Hasta otra, Gaz 51! (Pero no hubo otra; en realidad debería haber dicho: «Adiós para siempre». No volví a ver ese camión, ¿dónde estará ahora su carcasa? En cuanto al Gaz 51 del padre de Lu Wenli, la gente del pueblo me dijo que He Zhiwu había acabado comprándolo realmente y que, cuando fue a buscarlo, estuvo dando vueltas con el camión por la calle y por la pista del estadio, haciendo realidad su ideal de ser un día «el padre de Lu Wenli», antes de alejarse dejando una nube de polvo).

En Baoding, al principio fui jefe de escuadrón, responsable de la instrucción de los reclutas recién diplomados de la escuela secundaria. Después de dos años de estudios obtenían un nivel universitario y, al graduarse, entraban en plantilla como oficiales de grado 23. Su especialidad tenía un nombre larguísimo, pero en realidad consistía en ponerse unos auriculares y transcribir mensajes telegráficos.

Al cabo de un mes, acabada la instrucción, seguí en el regimiento, primero en calidad de miembro del comité de seguridad y luego como instructor. Daba clase de filosofía y de economía política, disciplinas en las que yo no poseía conocimientos, «para que el pato se suba a la percha, hay que forzarlo». Al principio, me costaba muchísimo, pero al cabo de un curso empecé a ponerme paulatinamente a la altura de las circunstancias. Entonces fue cuando volvió a latir con fuerza dentro de mí el impulso literario, que no había muerto del todo.

En septiembre de 1981, tras sucesivos rechazos, por fin publiqué en la revista Lianchi de Baoding mi primera novela, Chun ye yu feifei (densa lluvia en la noche primaveral). En la primavera del año siguiente, la misma revista me publicó Chou bing (el soldado feo). Ahora bien, un soldado raso que desempeñaba las funciones de un oficial, que en sus clases hablaba sin parar, desgañitándose, de teoría marxista y al mismo tiempo era capaz de escribir novelas, por fuerza tenía que llamar la atención.

El 3 de noviembre de 1981 nació mi hija. Cuando buscábamos un nombre para ella, mi hermano mayor, que entonces trabajaba en Hunan, propuso Ailian (la que ama los lotos), por una parte porque mi primera novela se había publicado en la revista Lianchi (el estanque de los lotos); por otra, por el célebre ensayo en prosa poética de Zhou Dunyi, de la dinastía Song, titulado Ai lian shuo (del amor a los lotos). A mí Ailian me pareció un nombre demasiado común, y le pusimos Xiaoxiao (caramillo). Pero cuando la niña fue a la escuela, como los caracteres de Xiaoxiao tenían demasiados trazos, emplearon unas grafías homófonas que significan «risueña», y así se quedó.

En pleno verano de 1982, estando yo de vacaciones en mi pueblo, me llegó la noticia de que me habían ascendido a oficial, haciendo una excepción a las reglas establecidas y gracias a la ayuda de muchos altos cargos del Estado Mayor. El nombramiento como profesor oficial del Regimiento de Instrucción todavía debe de estar en el archivador. Recuerdo con claridad que fue mi padre quien me trajo la carta. Los destellos que vi en su mirada cuando le anuncié la buena nueva me produjeron felicidad y desolación a la vez. Sin decir una sola palabra, se puso la azada al hombro y se fue al bancal. La reacción de mi padre me hizo venir a la memoria la de un tío mío lejano, de un pueblo vecino, cuando ascendieron a su hijo. Se paseó por todo el pueblo tocando el gong y voceando: «¡Mi hijo ha sido nombrado oficial! ¡Mi hijo ha sido nombrado oficial!». La sobria discreción de mi padre bastó para que comprendiera en profundidad su carácter, su personalidad y su experiencia de la vida.

En otoño de 1984 aprobé el examen de ingreso al Departamento de Literatura del Instituto de Arte del Ejército de Liberación. Poco después escribí una novela que tuvo éxito, Touming de hong luobo (el rábano transparente), y luego Sorgo rojo, que causó sensación. En verano de 1986, estaba yo haciendo la compra en el mercado de mi pueblo, cuando me encontré con un hombre del pueblo vecino, apellidado Wan.

—Creo que te has hecho rico, ¿no? —exclamó sujetándome y con los ojos como platos—. Que con una novela has ganado más de un millón de yuanes, ¿no?

Ahora sería muy posible que una novela diera un millón de yuanes, pero en aquella época se trataba claramente de un bulo.

—¡No temas, que no voy a pedirte dinero! —añadió sin darme tiempo a aclarar las cosas—. Mi hijo ha aprobado y se va a estudiar a Estados Unidos, ¡dentro de unos años, nos saldrán los dólares por las orejas!

En otoño de 1987, Zhang Yimou llevó a Gong Li, Jiang Wen y demás actores a Gaomi para rodar Sorgo rojo. Inicialmente, se iba a llamar El 9 del 9 en Qingshakou[12], y uno de los minibuses del equipo llevaba escrito ese título en caracteres rojos. No pregunté por qué llamaron a la película Sorgo rojo una vez finalizado el rodaje; ellos tampoco me lo dijeron. En aquella época, para nosotros, los de Dongbeixiang, distrito de Gaomi, un rodaje cinematográfico era lo nunca visto. Desde que Pangu había separado el cielo de la tierra, jamás nadie había ido a nuestro rincón del mundo a rodar nada. Antes del rodaje, invité a los principales miembros del equipo a comer en mi casa. Zhang Yimou y Jiang Wen se presentaron con el torso desnudo y la cabeza rapada, con la piel tostada por el sol; Gong Li con una vieja chaqueta rústica, un moño de los que llevaban las campesinas y sin maquillar; parecía una sencilla muchachita de aldea. La gente del pueblo creía que todas las actrices eran como diosas venidas del cielo; pero al ver a Gong Li se llevaron un buen chasco. En aquella época nadie podía imaginar que poco más de diez años después, Gong Li se habría convertido en una estrella mundialmente conocida, de actitud y movimientos distinguidos y refinados, de mirada seductora y expresión atractiva. El día del rodaje, el lugar estaba abarrotado de mirones. Había de todo, desde gente corriente que había viajado desde otros distritos, a decenas de kilómetros, en bicicleta, hasta altos cargos venidos de la ciudad en coche oficial. Pero todos por igual llegaron llenos de entusiasmo y se fueron decepcionados.

El equipo se alojaba en la casa de huéspedes del distrito, en habitaciones sin aire acondicionado ni baño. En esa época, las condiciones eran las mismas en casi todas las casas de huéspedes. Los actores de entonces no se daban aires de grandeza como ahora.

—Mucha gente se ha quedado con mala impresión de los actores —me dijo un amigo que vivía en el distrito, una vez finalizado el rodaje—. Sobre todo de Jiang Wen, que cada vez que hacía una llamada interurbana se tiraba cuatro horas hablando.

—Pero ¿pagaba las llamadas? —pregunté.

—Sí, claro —dijo.

—Si pagaba, ¿a ti qué más te da?

Supongo que ahora a nadie le importaría. Entre la época en que, en China, todo el mundo se interesaba por los asuntos privados de los demás, y la actualidad, en que la privacidad es un bien protegido, hay un abismo.

Hace poco vi por televisión a un actor de cine de principios de los años ochenta que había sido condenado a diez años de cárcel por «delito de comportamiento indecente» y que denunciaba la injusticia de la que había sido víctima. Sí, había tenido relaciones amorosas con varias mujeres, no fue más que eso, pero eso era algo considerado entonces delito grave. El caso causó sensación en todo el país. La mayoría consideraba que merecía la pena impuesta, nadie salió diciendo que era desproporcionada. Si se juzgaran con esa mentalidad las relaciones entre hombres y mujeres de ahora… ¡cuántas cárceles serían necesarias!

Cuando vi el vehículo destartalado de la película, sacado de a saber dónde, pensé en el Gaz 51 del padre de Lu Wenli que había comprado He Zhiwu. Se parecían un poco en el color y la forma aunque, visto de cerca, el capó no era igual. En el pueblo oí decir que He Zhiwu seguía en Mongolia Interior; me pregunté si el Gaz 51 aún funcionaba.