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Cuando volví a la unidad, mi jefe quiso verme. Dijo que nuestros superiores nos habían otorgado una plaza para el examen de ingreso al Instituto de Ingeniería del Ejército de Liberación y que, tras deliberarlo, habían decidido que fuera para mí, de modo que tendría que asistir a las clases preparatorias. Me zumbaba la cabeza. Me quedé un buen rato aturdido. Recuerdo perfectamente que ese mediodía nos hicieron una comida especial: una gruesa albóndiga «cabeza de león» para cada uno. En aquella época, eso constituía un manjar exquisito; pero yo lo comí saboreándolo tan poco como si se hubiera tratado de masticar cera. Por primera vez en mi vida, la carne me pareció insípida. ¿Por qué? Mi jefe creía desde el principio que yo había acabado la secundaria, de ahí que hubiera decidido elegirme a mí para presentarme al examen. Pero yo, en realidad, sólo había llegado a quinto de primaria; en lengua y en política era posible que lograra hacer buen papel; pero de matemáticas, física y química no tenía ni idea. El examen era sobre mantenimiento y reparación de computadoras, y eso para mí era de una dificultad excesiva. Sin embargo, si decía la verdad estaba perdido. Así que me armé de valor y acepté. Un técnico de radiotelecomunicaciones apellidado Ma, originario de Hunan y de la misma edad que yo, me tomó simpatía y, para animarme, me dijo que, por lo que sabía, nos habían asignado la plaza como trato preferente a esa unidad periférica; que el examen no era más que un paripé para cubrir el expediente y que para aprobar bastaba con no entregar el papel en blanco.

—Pero si no sé hacer ni las cuatro operaciones fundamentales de la aritmética —objeté—: ni sumar, ni restar, ni multiplicar, ni dividir.

—Yo te enseño —dijo él—. Con la cabeza que tienes, seguro que aprendes, hombre, si tenemos seis meses por delante.

Así fue como decidí luchar con todas mis fuerzas. Escribí a casa pidiendo que me enviaran todos los libros de texto que había usado mi hermano mayor en secundaria. Iba todas las noches a que me diera clases el técnico Ma. El jefe me autorizó a instalar una mesa y una silla en el almacén de herramientas para que pudiera estudiar allí cuando no estuviera de servicio; y para que pudiera concentrarme en mi preparación, un recluta del 77 me sustituyó provisionalmente en mis funciones de cabo segundo.

Mi hermano mayor era el primer estudiante universitario de Dongbeixiang, distrito de Gaomi, y yo viví el honor que recayó por ello en mi familia, de ahí que desde mi infancia soñara con cursar estudios superiores. Por fin se presentaba la ocasión de hacer realidad ese sueño. Pero era realmente muy difícil poder estudiar todas las matemáticas, la física y la química de secundaria en las horas libres y en sólo seis meses. No tenía tiempo para hacer ejercicios, sólo para leer el material; cuando conseguía entenderlo, seguía leyendo. Me aprendía de memoria mecánicamente todas esas fórmulas, como quien traga azufaifas enteras; las paredes del almacén quedaron cubiertas de mis fórmulas escritas a lápiz. Me debatía entre la confianza y la desesperación. Predominaba lo segundo, a medida que lo primero iba disminuyendo. Tenía un aspecto macilento y descuidado; mi instructor decía que parecía un presidiario.

En agosto, vino a verme.

—Me han llamado de arriba hace un momento —anunció—. Dicen que retiran la plaza en el examen que nos habían asignado. Espero que seas capaz de aceptarlo con entereza.

Por una parte, sentí que me quitaban un peso de encima. Por otra, la decepción fue profunda. El instructor comunicó el asunto a toda la unidad y añadió que yo volvía a asumir mis funciones de cabo segundo de guardia.

Era la época de la campaña por la culturización del ejército, y el instructor me pidió que diera clases de matemáticas a los soldados. Fue en la práctica de mi labor docente cuando me di cuenta de lo mucho que había aprendido en esos seis meses. Más tarde, el oficial superior asistió a mi clase de trigonometría en calidad de inspector y le pareció que tenía muy buen nivel. Esa clase influyó en el hecho de que fuera destinado como profesor al Regimiento de Instrucción de Baoding. Al romperse en pedazos mi sueño universitario, el sueño de convertirme en escritor fue intensificándose. En aquella época, uno podía hacerse famoso con un solo relato. Me aboné a Literatura popular y Artes y letras del Ejército de Liberación y, a partir de septiembre de 1978, empecé a estudiar creación literaria. Primero escribí un relato titulado Mamá, y luego una obra de teatro en seis actos titulada Divorcio.

El cartero de nuestra unidad era un hombre de mediana edad, que tenía mal el ojo izquierdo. Se apellidaba Sun, y todo el mundo lo llamaba Viejo Sun, aunque también había oficiales un tanto frívolos que lo llamaban «el tuerto» a sus espaldas.

Siempre que oía la moto del Viejo Sun se me desbocaba el corazón, porque había enviado mis dos manuscritos y esperaba ansioso que llegaran noticias. La menos mala fue que Artes y letras del Ejército de Liberación me devolvía Divorcio con una carta escrita a pluma en que me explicaban que la obra era demasiado larga para el formato de la revista y me sugerían que probara suerte enviándola a otras publicaciones. Antes de trasladarme a Baoding tuve el reflejo inconsciente de empezar esa nueva etapa ligero de equipaje, a partir de cero, y quemé las dos obras en la estufa. En 1999 volví a la zona. El cuartel había sido transformado en granja de gallinas. Fui a echar una ojeada al almacén. Todavía se distinguían en las paredes las fórmulas de matemáticas, física y química que había garabateado.