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Salimos de Pekín en dirección al norte, por una serpenteante carretera de montaña. Pasamos por debajo de la Gran Muralla en el paso Juyong, seguimos hacia el norte durante algo más de una hora y por fin llegamos al gran recinto del cuartel general del Estado Mayor. Las manzanas y cebolletas que traíamos ilusionaron a todo el mundo. Una vez descargado todo, cargamos de nuevo el camión con los regalos con que nos correspondieron —una mesa de ping-pong, cuatro pelotas de baloncesto, diez rifles de madera para practicar la carga con bayoneta, cuatro conjuntos de protección antibayoneta, veinte granadas con mango de madera de las de prácticas, dos abrigos de centinela forrados de borrego para las guardias— y nos dispusimos a emprender el viaje de regreso.

A la ida éramos sólo dos; a la vuelta, uno más: el nuevo conductor destinado a nuestra unidad, alistado en 1977, recién diplomado de la escuela de conducción militar. Se llamaba Tian Hu y era originario de Yishui, Shandong. Tenía cara de niño, con los ojos grandes y los dientes blancos.

Con lo que nos había costado llegar hasta Pekín —y a saber si tendríamos ocasión de volver algún día—, ¿no era una lástima volver a atravesar la ciudad y pasar de largo? Antes de salir, hicimos una solicitud al jefe del cuerpo de intendencia del Estado Mayor para que nos permitiera pasar unos días en la ciudad; aunque sólo fuera uno, lo justo para poder fotografiarnos en la plaza Tiananmen, y así no habríamos hecho el viaje en balde. El jefe, muy cordial, nos autorizó a pasar tres días en Pekín ciudad y contactó con el hostal de nuestra organización. No teníamos tarjeta de residentes, ni carnet de militar, y en todos los hoteles y hostales era necesaria una carta de recomendación para poder registrarse. Nos dio tres cartas de recomendación selladas, con espacios en blanco que podíamos rellenar cuando fuera necesario.

Lo primero que hicimos fue ir a la plaza Tiananmen, donde hicimos cola para fotografiarnos, luego otra cola para visitar el mausoleo del presidente Mao y rendir homenaje a sus restos mortales. Mientras contemplaba al presidente tendido en el sarcófago de cristal, recordé la sensación de cataclismo que había tenido dos años antes al oír la noticia de su fallecimiento; el desengaño al descubrir que en el mundo no había dioses. Ni en sueños habríamos creído que el presidente Mao moriría un día, pero murió. Creíamos que si moría el presidente Mao, sería el fin de China. Pero llevaba dos años muerto, y el país no sólo no había llegado a su fin, sino que iba mejorando paulatinamente: se había restablecido el examen de ingreso a la universidad, en el campo habían sido anuladas las calificaciones incriminatorias de «terrateniente» y de «campesino rico», las familias campesinas estaban mejor alimentadas, y el ganado de los equipos de producción engordaba. Incluso alguien como yo podía fotografiarse en la plaza Tiananmen y ver con sus propios ojos los restos mortales del presidente Mao.

A lo largo de los dos días siguientes, fuimos al parque Beihai, al del Templo del Cielo y al Museo de Historia Natural que está al lado. El formidable esqueleto de dinosaurio que vimos allí me dejó muy impresionado. También fuimos a la Ciudad Prohibida, al Monte del Carbón, al Palacio de Verano y al parque zoológico. Y a la concurrida avenida Wangfujing, y al mercado de Xidan, donde compré tres mochilas negras de cuero sintético, una para mí y las otras dos para mis compañeros. Compré asimismo un pañuelo de gasa rosa para mi prometida. Me la había presentado un pariente lejano suyo cuando trabajaba como empleado temporal en la manufactura de algodón.

—¡No me digas que no distingues lo bueno de lo malo! —me había dicho con fiereza el pariente en cuestión—. ¡Un cerdo bien cebado intenta entrar, y tú te crees que es un perro rascando la puerta!

(Más tarde el pariente me confesaría la verdad: si había querido presentarme a la joven era porque mi tío era contable en la manufactura de algodón, y pensaba conseguir allí un empleo a través de esta relación.

Ya casados, ella me dijo que, antes de conocerme, Liu, el miembro del Comité Permanente del Partido en la comuna, le había presentado al sobrino del vicesecretario del comité del Partido, pero ella lo había rechazado porque tenía los ojos muy pequeños.

—Te quejabas de que el sobrino del vicesecretario Guo tenía los ojos pequeños. ¡Pues menudos ojazos tiene el que te has buscado! —ironizó Liu cuando nos prometimos.

—El sobrino del vicesecretario Guo tiene los ojos pequeños y sin expresión —dijo ella—. El joven Mo tiene los ojos pequeños pero muy brillantes.

Muchos años después, cuando yo ya había obtenido mi inmerecida fama como escritor, Liu le decía a todo el mundo que mi esposa tenía un don de clarividencia para ver el talento ajeno.

También comimos empanadillas, después de hacer dos horas de cola, en el puesto que hay en la esquina de Xidan. Eran empanadillas de carne de cerdo, muy jugosas, hechas a máquina. La máquina estaba dentro, detrás del mostrador que daba directamente a la calle; fuera había una docena de mesas. En aquella época me pareció un invento formidable: que se echaran la harina, el agua y la carne por un lado, y por el otro cayeran las empanadillas ya preparadas directamente a la olla de agua hirviendo, era algo inconcebible.

Cuando se lo conté a mi madre a la vuelta, ella ni se lo creyó. Retrospectivamente debo admitir que esas empanadillas que embutía la máquina tenían la masa gruesa y poco relleno, y la mitad de la carne se quedaba en el agua de cocción; resultaban feas de ver y malas de comer. Pero en aquella época, comer empanadillas hechas a máquina junto al mercado de Xidan constituía una buena materia para fanfarronear a la vuelta. Ahora ya hace tiempo que nadie come empanadillas hechas a máquina, y todos los restaurantes especializados en empanadillas dejan bien claro en sus letreros que son hechas a mano. Antes, cuánta más grasa llevaba la carne, mejor; ahora, en cambio, lo que está de moda son las empanadillas de verdura. En cosas así se ve cómo cambia todo.

En el camino de vuelta, el técnico Zhang dejó el volante a Tian Hu, y él compartió conmigo el asiento del copiloto. La llegada de Tian Hu había dado al traste con mis sueños de conducción.

—Joven Mo —me dijo en voz baja el técnico Zhang al ver mi decepción—, tú tienes mucho talento. Emplearlo en ser chófer ¿no sería desperdiciarlo? Sería como disparar un cañón para matar un mosquito. Da tiempo al tiempo, y verás como viene a buscarte la suerte.

Sus palabras me reconfortaron un poco. Aun así, pensar en el futuro me llenaba de desconcierto.

¿Acaso había tenido que pasar por tantas vicisitudes y tantos tormentos durante los dos años que llevaba debatiéndome por salir de la miseria para volver sin haber conseguido nada? ¡No, no volvería! ¡Lucharía! ¡Cómo gato panza arriba!

Cuando estábamos en Pekín, había soñado que el técnico Zhang y yo volvíamos en camión a mi pueblo y que nuestro Gaz 51 y el del padre de Lu Wenli estaban juntos, aparcados en el estadio que había delante de la escuela, los dos con lazo de seda roja en el capó y grandes flores de seda roja en el morro. Junto a ellos, la banda militar de la escuela tocaba con todo su empeño, mientras un nutrido grupo de alumnos bailaba una danza sencilla, de ritmo claro, agitando cintas de seda roja con las manos. Luego, ya de noche, bajo la luna, volvía yo solo al estadio y veía a los dos Gaz 51 morro con morro como dos perritos que se husmearan mutuamente para reconocerse. De vez en cuando lanzaban sonidos potentes, como rebuznos de burros que se reencuentran después de mucho tiempo. Luego cada uno retrocedía varias decenas de metros para volver a avanzar y darse morro con morro de nuevo. A la tercera vez, el camión del padre de Lu Wenli avanzaba a toda velocidad, y el nuestro lo perseguía. Se ponían a dar vueltas a la pista uno tras otro como un burro galopando en pos de una hembra. Y entonces me daba cuenta: ¡no eran hermanas gemelas, sino una pareja de enamorados! Tras la persecución vino el apareamiento, y nació un pequeño Gaz 51…

Conté mi sueño a mis compañeros de viaje.

—Parece que tenemos que ir a la granja estatal de Jiaohe —concluyó el técnico Zhang.

—Mi padre también tuvo un sueño parecido —dijo Tian Hu—, pero al día siguiente tuvo un accidente.

El padre del joven Tian también era camionero.

—¡Para ser un bisoño que acaba de salir del cascarón tienes el pico más negro que un cuervo!

Al llegar a Weifang, el técnico Zhang, probablemente debido a que las palabras infaustas del joven Tian eran tabú para él, cambió de opinión sobre lo que habíamos hablado. Eran las nueve de la noche pasadas, el cielo estaba cuajado de estrellas.

—Joven Mo, llevamos mucho tiempo fuera; últimamente me tiembla mucho el párpado[10] y estoy intranquilo, me preocupa que le pueda haber pasado algo a mi hijo Qinbing. Puesto que estamos aquí, te llevaremos hasta la estación de Weifang, y allí podrás tomar el tren para tu pueblo e ir a ver a tu familia. Cuando lleguemos a la unidad pediré que te den unos días de permiso; si surge cualquier cosa, yo me ocupo de todo. El joven Tian y yo tomaremos la carretera y volveremos a la unidad.

Comprendía al técnico Zhang, y a pesar de que las ilusiones que me había hecho de regresar triunfal en el Gaz 51 —escena que tantas veces había imaginado— se habían desvanecido como una pompa de jabón dejándome desamparado, la verdad es que poder volver a casa al cabo de dos años en el ejército no era cosa fácil. Me dejaron delante de la estación de Weifang y reemprendieron el camino. Me quedé mirando cómo se alejaba el Gaz 51 hasta que perdí de vista las luces traseras, antes de entrar en la estación.

Era la segunda vez en mi vida que tomaba el tren. La primera había sido cuando tenía dieciocho años. Era primavera y acompañé a mi hermano mayor y a mi sobrino hasta Qingdao, donde tenían que tomar un barco para regresar a Shanghai. En aquella época, viajar en tren era un acontecimiento solemne y, cuando volví de Qingdao, estuve presumiendo mucho tiempo. La segunda vez estaba igual de agitado. El tren iba abarrotado, y en el vagón el ambiente estaba saturado de olor a orina. Dos hombres se peleaban por el lavabo; a uno le sangraba la nariz y al otro la oreja. A mí entonces eso no me parecía tercermundista. Los ciento y pico kilómetros que separaban Weifang de Gaomi los hicimos en más de tres horas de traqueteo, mientras que, en 2008, el tren de alta velocidad CRH recorría los cerca de ochocientos kilómetros que mediaban entre Pekín y Gaomi en poco más de cinco horas.

Cuando llegué a la estación de Gaomi estaba amaneciendo; el sol rojo iniciaba su ascenso arrebolando el cielo. Nada más pasar el control de billetes, delante de la estación, oí por primera vez en mucho tiempo una melodía de ópera maoqiang de Shandong, procedente del puesto de un vendedor de churros y leche de soja. Se trataba de una famosa aria cantada por el personaje de la anciana en La túnica de gasa, un canto lento, vibrante, triste y desgarrador. La emoción me llenó los ojos de lágrimas. (Hace poco lo conté en televisión, en un programa del canal de ópera dedicado al maoqiang). Compré media libra de churros y un tazón de leche de soja, y me quedé allí comiendo y escuchando. Había multitud de puestos de comida a ambos lados de la plaza de la estación; los vendedores atraían a voces a los clientes. Dos años antes, allí sólo estaba el restaurante estatal, con unos camareros de actitud odiosa. A los dos años, los restaurantes privados empezaron a hacerle la competencia. En pocos años más, los comercios privados surgieron por todas partes como brotes de bambú tras la lluvia en primavera. En cambio, los restaurantes, cooperativas y tiendas populares y colectivos fueron cerrando y desapareciendo.

Tomé el autobús a Dongbeixiang y no llegué hasta las tres de la tarde. Al ver el estado de la casa destartalada y a mis padres envejecidos, sentí desesperación. Les conté mi situación en la unidad, donde no tenía posibilidades de prosperar ni de aprender el oficio de conductor y donde como máximo podría pasar otros dos años antes de volver a casa licenciado.

—Y yo que creía que allí conseguirías una buena situación… —dijo mi madre.

—Es que tuve mala suerte cuando me destinaron a esa unidad —expliqué—. Si me hubiera tocado una tropa de campaña, seguramente ya sería oficial.

—No sirve de nada hablar de estas cosas —dijo mi padre—. En casa es lo mismo, ya lo ves. Cuando vuelvas allí sigue aplicándote, haz las cosas lo mejor que puedas. La gente se muere de enfermedad, no de trabajar. Si trabajas sin escatimar esfuerzos, los jefes acabarán dándose cuenta tarde o temprano. Y si no consigues que te asciendan o que te hagan conductor, al menos encuentra la manera de ingresar en el Partido. He trabajado con lealtad al Partido toda mi vida y siempre soñé con ser miembro, pero nunca lo logré. A mí ya no me queda esperanza, la tengo puesta en vosotros. Si entras en el Partido, aunque te licencien y tengas que volver a casa, al menos será con dignidad.