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Después de despedirme de He Zhiwu, yo también empecé a sentir desasosiego e impaciencia. A pesar de que ser empleado temporal en la manufactura de algodón era mejor que ser campesino, oficialmente yo estaba censado como campesino y, si no lograba cambiar eso, seguiría siendo de baja categoría social. En la manufactura varios jóvenes habían pasado de temporales a fijos. Lucían zapatos de cuero y reloj de pulsera, presumiendo y dándose ínfulas. Para entonces, yo ya había leído Los tres reinos, Sueño en el pabellón rojo, El viaje a Occidente y demás novelas clásicas, era capaz de recitar de memoria varias decenas de poemas de las dinastías Tang y Song, y de escribir a pluma con buena caligrafía. A menudo ayudaba a un antiguo empleado jubilado de la manufactura escribiendo cartas a su hijo, que estaba de soldado en Hangzhou. Escribía las cartas medio en lengua clásica medio en lengua moderna, con un estilo retórico y florido que ahora, al recordarlo, me sonroja hasta las orejas; sin embargo, el jubilado me alababa en público diciendo que era un «joven intelectual», y yo no podía evitar sentir que era un talento no reconocido, soñar con «ir a un mundo más vasto donde poder desplegar mis dones». Estaba claro que la manufactura de algodón no era un sitio donde pudiera permanecer mucho tiempo, y volver al pueblo habría sido como encerrar un corcel brioso en un establo de ganado vacuno. En aquella época, el acceso a la universidad no era mediante examen, sino mediante recomendación de un campesino pobre o medio-inferior[7]; y aunque cumplía en teoría con los requisitos, en la realidad no tenía ninguna posibilidad: el cupo anual de candidatos era tan reducido que ni siquiera bastaba para los hijos de los cuadros de la comuna, de modo que nunca le llegaría el turno a alguien como yo, con nivel de quinto de primaria, hijo de campesino medio, con la boca enorme y un físico estrambótico.

Estuve pensándolo mucho tiempo: ingresar en el ejército quizá fuera la manera de salir del pueblo y de cambiar el rumbo de mi vida. No es que resultara fácil, pero sí lo era más que entrar en la universidad. A partir de 1973, intenté enrolarme año tras año, yendo cada vez a la comuna a someterme al reconocimiento médico, pero año tras año fui rechazado. Finalmente, en febrero de 1976, tras incontables vicisitudes y con la ayuda de muchas personas importantes, acabé recibiendo un certificado de enrolamiento. Un día de abundante nieve, poco antes del amanecer, llegué andando hasta la capital del distrito, me puse el uniforme, subí al camión militar y viajé hasta Huangxian. Allí me instalé en el cuartel Residencia de los Ding para recibir instrucción.

(En otoño de 1999, volví a visitar mi tierra natal. Para entonces, Huangxian había pasado a ser la municipalidad de Longkou, y la célebre «Residencia de los Ding», de cuartel a museo. La mansión que en su momento me había impresionado por imponente y majestuosa ahora me parecía baja y exigua, lo cual significaba que mi visión del mundo había cambiado).

Después del periodo de instrucción tres recién llegados y yo fuimos enviados a la unidad de seguridad del Ministerio de Defensa. Muchos paisanos míos me envidiaban por ese destino, pero una vez allí la decepción fue grande. La unidad en cuestión era una estación de radiogoniometría a punto de ser cerrada. El organismo del que dependíamos directamente estaba en Pekín, de modo que era el 34.º Regimiento de la guarnición de Penglai acantonada en Huangxian el que se encargaba del control. Pero ya se sabe cómo son esas cosas. No es que no quisieran controlar, es que no podían, no había manera, no se atrevían. El código de nuestra unidad era el 263, y

Apenas oye hablar de la dos seis tres

el treinta y cuatro entero cae del revés;

al comandante le sube la tensión

y el comisario nos mira de través.

Con este dicho rimado, el lector se hará una idea de lo cutre que era la unidad en que me encontraba. Mis cometidos eran o estar de guardia o cultivar la tierra. Lo único que me resultaba agradable era que el camión de la unidad era exactamente igual que el del padre de Lu Wenli. El mismo modelo, el mismo color. El conductor era un oficial de unos cuarenta años, bajito, de pelo gris, con la mitad de los dientes postizos. Se apellidaba Zhang, y lo llamábamos «técnico Zhang». Se había divorciado una vez, y su segunda mujer vivía con la hija en Jinan, donde trabajaba. El hijo que había tenido con su exmujer vivía con él. Ambos eran muy aficionados al baloncesto y solían hacer competiciones en la cancha: el que fallaba una canasta tenía que llevar la pelota empujándola con la cabeza desde el centro de la cancha hasta debajo de la cesta. Cuando yo acababa de llegar, solía ser el hijo el que se arrastraba por el suelo impulsando la pelota con la nariz, jaleado por su padre. Al cabo de un año los papeles se habían invertido. En efecto, ese mocoso, que llevaba el curioso nombre de Qinbing —«escolta»—, iba dando golpecitos con un palo en el trasero en alto del técnico Zang, sin el menor miramiento.

—¡Vamos! ¡Deprisa, muévete! —le decía sin dejar de golpear—. ¡Ni que fueras un brote de soja en la letrina queriendo pasar por lombriz!

Para entonces yo ya no tenía grandes aspiraciones; dado que en esa pequeña unidad sólo éramos poco más de diez, no había ninguna posibilidad de mejora. Oí decir a los veteranos que iban a elegir a uno de los reclutas para aprender a conducir con el técnico Zhang, y soñé con que esa suerte recayera sobre mí. Cuando vivía en el pueblo, sólo podía mirar con ojos como platos cómo pasaba a toda velocidad el Gaz 51 del padre de Lu Wenli dejando una nube de polvo tras de sí. La única ocasión en que estuve cerca de un camión casi me cuesta mi corta vida. El padre de Lu Wenli había aparcado delante de la cooperativa para comprar tabaco. Aproveché para subirme al parachoques y agarrarme a la parte trasera de la caja, ansioso como estaba de vivir una experiencia camionera. El padre de Lu Wenli volvió con su tabaco, arrancó, y el camión salió a toda velocidad levantando una nube de polvo que me asfixiaba, así que me solté para bajar y me estrellé como un trozo de barro en el suelo. Tardé mucho en conseguir levantarme. Tenía la nariz hinchada y la boca llena de sangre. Me quedé un buen rato aturdido y sin entender cómo había podido pasar una cosa así. Sólo más tarde comprendí que había sido por efecto de la inercia.

En la unidad podía ir en el Gaz 51 todas las semanas a trabajar a una granja estatal a diez kilómetros del cuartel. Nuestra unidad sólo tenía dieciséis hombres, pero había solicitado más de dos hectáreas y media de tierra. De los dieciséis, aparte del técnico Zhang, había nueve oficiales que se alternaban para ir en ese camión chirriante a asumir su turno de servicio con el radiogoniómetro. Para trabajar la tierra, sólo quedábamos los seis del escuadrón de guardia. De esos seis, para colmo, dos eran de la ciudad de Tianjin. Tenían mucha labia y pasaban el tiempo de parloteo, eludiendo así el trabajo, con lo cual, en realidad, sólo quedábamos cuatro.

El técnico Zhang nos llevaba a toda mecha a la granja por la carretera de grava que bordeaba el mar. Con él en la cabina iba bien su hijo, o bien algún oficial; nosotros íbamos detrás, de pie en la caja, agarrados a los bordes y con la gorra en el bolsillo del pantalón, el pelo al viento, despreocupados y felices. Cuando pensaba en el riesgo que había corrido años atrás para experimentar la velocidad del Gaz 51, me parecía que valía la pena haberme metido a soldado. El técnico Zhang conducía como un loco, era un peligro público. En aquella época había muy pocos coches y ni un solo centímetro de autopista en toda China. La carretera de la costa era, según se decía, la mejor; había sido construida durante la invasión japonesa, y a lo ancho sólo había espacio para los adelantamientos. Solía haber gente circulando en bicicleta por los bordes, que quedaba cubierta de polvo al pasar nosotros. Cuántas veces los oímos lanzarnos insultos. Los civiles de allí eran más atrevidos que los de mi zona. Con la cantidad de gallinas y perros que había atropellado el padre de Lu Wenli, nadie había ido a pedirle cuentas nunca. En cambio, un día en que el técnico Zhang atropelló una gallina con el camión, la dueña se presentó en el cuartel con el ave muerta en una mano y un bastón en la otra, se plantó delante del despacho del jefe del centro y se puso a aporrear la puerta con el bastón mientras profería todo tipo de improperios. Más tarde me enteré de que esa anciana había servido de modelo para el personaje de la soldado heroica en la célebre película Guerra de minas. Sus dos hijos eran altos oficiales del Ejército de Liberación.

—¿Y vosotros sois del VIII Ejército de Tierra[8]? —vociferó furiosa—. ¡Ni los diablos japoneses tuvieron narices de cometer estas tropelías!

Nuestro jefe se apresuró a asentir y a hacer reverencias mientras musitaba excusas. Quiso además darle diez yuanes de compensación.

—¿Diez yuanes? —exclamó la mujer—. ¡Con que diez yuanes! ¡Esta gallina ponía un huevo de doble yema al día, o sea trescientos sesenta y cinco huevos de doble yema al año! Si en una libra entran cinco huevos de doble yema y la libra está a cinco yuanes con ocho, ¡echa cuentas!

El jefe hizo todo lo posible por apaciguarla, y al final creyó deshacerse de ella dándole veinte yuanes, sin pensar que, nada más salir del cuartel, volvería a su despacho a exigir que le dejara ver al conductor del camión.

—¡Quiero ver qué clase de hombre es para conducir un camión destartalado como si fuera una liebre espantada por un disparo! —dijo con su boca desdentada.

El jefe no tuvo más remedio que mandarme a buscar al técnico Zhang. Este, en cuanto vio a la anciana, ¡zas!, se cuadró y, marrullero, hizo un saludo militar.

—Abuela revolucionaria —dijo—, ¡reconozco mi error, mis más humildes disculpas!

—¡Pues si lo reconoces, corrígelo! —dijo la anciana—. ¡En adelante, cuando entres con el camión en el pueblo, reduce a veinticinco por hora! ¡Si no, pondré minas en la calle y volarás por los aires, cabrón malnacido!

Más tarde oí decir que el técnico Zhang, con extrema habilidad, hizo una visita a la anciana con una caja de pastas y, no contento con ello, le rogó que aceptara ser nominalmente su madre adoptiva.

En 1979, dos meses antes de que me destinaran a Baoding, en la provincia de Hebei, destinaron al técnico Zhang a la comandancia de Jinan, donde ocupó el puesto de asistente en el cuerpo de intendencia y pudo reunirse con su esposa después de vivir separados tantos años. A pesar de que sólo tenía quince años, su hijo Qinbing fue admitido con carácter especial en el ejército y entró a formar parte del conjunto artístico de la comandancia, donde siguió las clases de kuaishu[9] del gran actor Gao Yuanjun. Dicen que el hijo mayor de la anciana era un alto oficial de la comandancia y que gracias a ella el técnico Zhang obtuvo su traslado y su ascenso.

El técnico Zhang tenía muchas facetas impropias de un militar; por ejemplo, llevaba la gorra sistemáticamente ladeada, la chaqueta desabrochada, y andaba torcido; tenía toda la pinta de un villano de película. También era aficionado a beber aguardiente joven, aunque no tenía aguante y se emborrachaba con dos vasos; en esos momentos se ponía a canturrear una célebre cancioncilla licenciosa, La segunda hermana Wang echa de menos a su marido. Asimismo, le gustaba flirtear con las jóvenes del pueblo donde se encontraba acantonada la guarnición, y siempre que había que ir en camión a la ciudad, alguna de ellas le pedía que la acompañara. Había una llamada Ku Meizi que se llevaba especialmente bien con él. El padre de Ku Meizi tenía una cerda que había parido ocho crías, y la chica quería ir a la capital del distrito a venderlas. El técnico Zhang instaló la cerda y su camada en el camión y las llevó con suma prudencia hasta el mercado de ganado porcino de la ciudad.

Todo lo que el técnico Zhang tenía de censurable como militar lo tenía de escrupuloso como conductor respecto a su vehículo. Todos los sábados se ocupaba del mantenimiento; conocía su camión como la palma de su mano, por el sonido sabía exactamente dónde estaba el problema. De no ser por los cuidados del técnico Zhang, el Gaz 51 de nuestra unidad, que había salido airoso de las lluvias de balas durante la Guerra de Corea, habría acabado en el desguace mucho tiempo atrás. El técnico Zhang me tenía simpatía y, cuando tocaba mantenimiento, me llamaba para que le ayudara a lavar o a reparar el camión. Los demás reclutas decían que seguramente el técnico Zhang me estaba formando como sucesor suyo, y yo también lo pensaba.

Aprendí mucho de él sobre el funcionamiento del motor; entendí por qué un camión podía alcanzar altas velocidades. Le hablé del Gaz 51 que tenía el padre de Lu Wenli en la granja estatal de Jiaohe.

—¡Y yo que creía que en todo el país sólo quedaba un camión de este modelo, toda una antigüedad, y en estado de uso! —exclamó asombrado—. ¡Quién me iba a decir que en tu tierra había otro! Cuando haya ocasión —llegó a decir—, iremos allí a que se encuentren los dos Gaz 51.

Creía que los camiones tenían alma; que del mismo modo que los árboles añosos pueden convertirse en espíritus, un camión que había sobrevivido a las lluvias de balas, que se había visto rociado con sangre de mártires, también podía. ¿Cómo sería un encuentro entre dos camiones convertidos en espíritus?

El técnico Zhang decía que era el noveno conductor de ese vehículo. El primero murió heroicamente al volante, o dicho de otro modo, el parabrisas del camión había quedado destrozado por las balas enemigas. El conductor, malherido, aguantó como pudo para poner el camión a salvo del tiroteo y las llamas.

El técnico Zhang me enumeró los nombres y lugares de origen de sus ocho predecesores como quien detalla su árbol genealógico. El camión procedía de una fábrica de Gorki, en la Unión Soviética, y era de 1951, es decir, que tenía cuatro años más que yo. Su gloriosa historia, referida por el técnico Zhang, me inspiró un profundo respeto. Pensando en ese camión y en el del padre de Lu Wenli, se me ocurrió que eran como dos hermanas gemelas que llevaran años sin noticias una de otra. ¿Por qué dos gemelas y no dos gemelos o dos de ambos sexos? Ni yo mismo lo sabía. En cualquier caso, eso fue lo primero que pensé, y luego ya no hubo manera de cambiar. Con esta idea de los camiones-hermanas, pensé también que, habiéndome alistado en la plaza clave de Penglai, en la comandancia de Jinan, si había sido destinado a esa pequeña unidad subordinada a la autoridad del Estado Mayor era por pura casualidad; las probabilidades de que se diera eran ligeramente más altas que las de que la pelota lanzada por Lu Wenli entrara en la boca del profesor Liu, pero no mucho más. Cuando el técnico Zhang acabó de contarme la gloriosa historia de ese camión, comprendí que estaba predestinado: mi misión era hacer de mediador para propiciar el reencuentro de las dos hermanas separadas desde hacía tanto tiempo.

En enero de 1978, el nuevo jefe de nuestra unidad compró cuarenta cestas de manzanas y cien manojos de cebolletas y encargó al técnico Zhang que las llevara como regalo al organismo del que dependíamos, que se encontraba en los montes de la periferia de Pekín y estaba, según el mapa, a mil doscientos kilómetros. Para que hubiera coordinación durante el trayecto, el técnico Zhang me eligió como copiloto, lo cual era para mí un privilegio inmenso. Salimos a medianoche y planeábamos llegar al anochecer del día siguiente. Pero apenas dejamos atrás Weifang, el camión empezó a dar problemas. Podíamos avanzar conduciendo muy lentamente; pero si pasábamos de cincuenta por hora, el camión lanzaba explosiones como disparos de fusil y escupía un humo oscuro. Lo primero que pensó el técnico Zhang fue que había un problema en el circuito de suministro de combustible. Pero nos metimos debajo del vehículo para comprobarlo con una linterna y no encontramos nada. Al acelerar, volvía a producirse el problema. Reinaba la oscuridad intensa que precede al amanecer; hacía un frío gélido y el suelo estaba cubierto de escarcha. El técnico Zhang se echó una chaqueta guateada sobre los hombros y se metió debajo del camión; lo revisó una y otra vez, sin encontrar ninguna avería. Nos quedamos en la cabina fumando en silencio.

—Qué cosa más rara… —mascullaba el técnico Zhang—. La madre que lo parió, pero qué cosa más rara… Oye, camión, viejo amigo, ¿qué te pasa? Llevo más de diez años conduciéndote y ¡a ver cuándo te he hecho yo algo que puedas echarme en cara!

Al oírlo me estremecí y empecé a sospechar que era cosa de los espíritus. Lo primero que me vino a la cabeza fue el camión que conducía el padre de Lu Wenli en la granja de Jiaohe. Estábamos a cien kilómetros de allí, poca distancia para dos camiones que debían de estar impacientes por reencontrarse.

—Viejo amigo —repetía el técnico Zhang—, ayúdame primero a cumplir con esta misión, a llevar las manzanas y las cebolletas a Pekín, y te prometo que a la vuelta daremos un rodeo para pasar por la granja de Jiaohe a hacer una visita a tu hermana…

El bueno del técnico Zhang parecía haberme leído el pensamiento.

El sol rojo empezó su ascenso. A ambos lados de la carretera se extendían las tierras blancas, quizá de escarcha, o acaso de sal. Avanzamos muy lentamente hasta entrar en Shouguang en busca de algún sitio donde comer algo. En aquella época, Shouguang era un lugar inhóspito y cutre, con una sola avenida donde había un único restaurante. Según se indicaba en un letrero en la ventana, el establecimiento abría a las ocho, pero en realidad no abrió hasta las nueve. Solamente tenían panecillos al vapor que habían sobrado del día anterior. Al ver que éramos del Ejército de Liberación, el camarero fue bastante amable con nosotros. Dijo que nos calentaría los panecillos, y nos dio gratis un termo de agua caliente y un platito de verdura en salazón. En esos tiempos, un panecillo al vapor costaba un cupón provincial de cien gramos de cereales, y los únicos cupones de cereales que yo llevaba eran de los grandes, válidos en todo el país. El camarero no tenía cambio para eso y tuvo que consultar con su jefe antes de darnos el cambio en dinero, a razón de treinta céntimos el cupón de una libra.

(En 2003 fui invitado a la feria de vegetales de Shouguang, que ahora es una gran ciudad ultra moderna, llena de edificios altos y de anchas avenidas. En los páramos de antaño se sucedían los invernaderos de plástico donde se cambiaba la dieta habitual de los chinos y se alteraban las temporadas y zonas de cultivo de los vegetales. En los invernaderos, los lugareños producían todo tipo de frutas y verduras nunca vistas, que arrancaban exclamaciones de asombro a los comerciantes y visitantes del país y del extranjero).

Una vez saciados, reanudamos el viaje. El viejo Gaz 51 siguió haciendo de las suyas, de modo que no hubo más remedio que hacerlo avanzar muy despacio, echando humo y explosiones durante todo el camino. A duras penas llegamos a Beizhen, la capital del distrito de Huimin. Una vez allí, llevamos el camión a un taller y pedimos al viejo mecánico que le hiciera una revisión. El hombre tenía el pelo blanco y en la mano izquierda le faltaban dos dedos, pero trabajaba con una energía y una precisión admirables.

—¡Huy, este abuelo todavía anda! —dijo con destellos en los ojos al ver el camión.

El técnico Zhang le ofreció cigarrillos tratando de ganarse su simpatía. El viejo mecánico había participado en la Guerra de Corea como camionero, igual que el primer conductor de nuestro Gaz 51; había sido compañero de armas de ese héroe que había muerto al volante del vehículo. El viejo mecánico daba vueltas alrededor del camión, acariciándolo emocionado, como un jinete que encuentra al cabo de años su corcel perdido. Se subió y lo condujo por la pista del taller, dio una docena de vueltas. Al bajar del vehículo dijo que era un problema del circuito de suministro de combustible. Estuvo examinándolo a conciencia, pero no encontró nada.

—Bah, eso es que es viejo —dijo—. Es lo que hay, tendrán que conducirlo así.

Quisimos pagarle pero nos despidió con un gesto, y reanudamos nuestro viaje, acompañados por el humo y las explosiones en cuanto acelerábamos.

El técnico Zhang aparcó en un borde de la carretera, apoyó la cabeza en el volante y se quedó inmóvil un buen rato.

—Técnico Zhang —acabé diciendo—. ¿Por qué no desmontamos el circuito de suministro de combustible y lo repasamos entero? Es posible que, cuando lo mandamos al cuerpo de intendencia a que lo revisaran los mecánicos, se dejaran algo dentro.

—¿Qué se iban a dejar? ¡Si de Huangxian a Weifang fuimos a ochenta por hora la mar de bien!

Aun así, el técnico Zhang se bajó del camión y me miró desmontar el circuito de suministro de combustible. Cuando llegué al filtro, saqué una tapa de porcelana.

—¡Mi madre! —exclamó el técnico Zhang—. ¿Qué demonios es esto?

El mecánico del cuerpo de intendencia, con su mejor voluntad, había puesto una tapa de porcelana en el filtro, y como tenía los agujeros demasiado pequeños, el combustible no entraba bien, ¡de ahí que el camión no pudiera ir deprisa! El técnico Zhang cogió la tapa y la estrelló contra el suelo. Sacó una llave inglesa, montó de nuevo el motor, se limpió con un trapo, se puso los guantes, se subió de un salto a la cabina, pisó el acelerador y el camión salió zumbando a sesenta por hora, sin explosiones, sin humo, todo perfecto.

—¡Me cago en sus muertos! —profirió—. ¡Por poco asfixia a mi potrillo!

Entusiasmados a más no poder, parecíamos jinetes a lomos de los mejores corceles. Cuando llegamos a Cangzhou ya se estaba poniendo el sol, y no nos quedó más remedio que buscar una posada. Estaba llena, pero la empleada era una chica regordeta y de buen corazón.

—Camaradas del Ejército de Liberación —dijo al vernos tan cansados—, si no les parece mal, les hago las camas en el suelo.

Así lo hizo, y además nos trajo sendas palanganas de agua caliente para que pudiéramos lavarnos los pies. Nos llegó al alma.

El técnico Zhang se había resfriado al reparar el camión en el suelo y no paraba de toser. Salí a la calle a buscar una farmacia, le compré medicinas y se las hice tomar. Por el camino di un rodeo para ver nuestro camión, que estaba aparcado al borde de la carretera, con la caja cubierta de una lona impermeable.

—¡Qué descanses, te lo mereces! —le dije dándole unas palmadas en el capó.

Esa noche dormimos profundamente. Cuando nos levantamos a la mañana siguiente, al técnico Zhang se le había pasado el catarro. La chica regordeta nos dijo que la posada ofrecía churros, tortas, sopa de arroz y que, si no nos apetecían esas cosas, también podía salir a comprarnos empanadillas, pero eso sólo a partir de las ocho. Le dijimos que las tortas, los churros y la sopa de arroz eran más que suficientes. Después del desayuno, nos pusimos de nuevo en camino.

Hacia el mediodía llegamos a Pekín por Tongxian. Cuando desembocamos en la gran avenida Changan, el técnico Zhang dio rienda suelta a su vena temeraria. El viejo Gaz 51 iba más rápido que cualquier coche. Nos paró un policía de uniforme azul con manguitos blancos y porra en mano. Echó una severa bronca al técnico Zhang por haber cometido exceso de velocidad. El técnico Zhang reconoció una y otra vez su falta, aduciendo que era la primera vez que iba a Pekín y que no conocía las normas.

¡Pekín, cielos, estábamos en Pekín! ¿Quién me iba a decir que un pobre chaval de campo como yo, de Dongbeixiang, distrito de Gaomi, llegaría a Pekín un dieciocho de enero de 1978, que vería tantos coches blancos, negros, y tantos jeeps verdes, que vería tantos edificios altos y monumentales, que vería a tantos extranjeros de nariz alta y ojos azules? La extensión del Pekín de aquel entonces no era ni una décima parte de la del Pekín actual, pero para mí era impresionantemente grande.