Se supone que debería escribir sobre lo acontecido a partir de 1979, pero mis pensamientos franquean ese límite y vuelan hasta esa tarde otoñal de 1969 en que resplandecía el sol, brillaban los crisantemos amarillos y los gansos salvajes iban hacia el sur. En ese punto, mis recuerdos se fusionan conmigo, y mi memoria deviene mi yo de entonces: un niño solo que había sido expulsado de la escuela pero que, atraído por el bullicio del patio, temeroso y encogido, se deslizaba por la entrada sin portero, recorría un largo pasillo oscuro y desembocaba en el centro mismo de la escuela, un patio rodeado de edificios por los cuatro costados. A la izquierda había un poste de roble con un travesaño sujeto con alambre del que pendía una campana de hierro oxidada. A la derecha, una sencilla mesa de ping-pong hecha de cemento y ladrillos; alrededor, un grupo miraba jugar a dos contrincantes. De allí venía el bullicio.
Eran las vacaciones de otoño en la escuela del pueblo, y casi todos los espectadores eran profesores; sólo había unas cuantas alumnas, muy guapas. Eran de la selección de ping-pong formada en la escuela y tenían que participar en el torneo de la capital del distrito que iba a celebrarse con ocasión del Día Nacional, de modo que ellas no se habían ido de vacaciones, se habían quedado para los entrenamientos. Todas eran hijas de cargos de la granja estatal; comían bien, estaban bien desarrolladas, tenían la piel tersa y blanca, y al ser de familias ricas, vestían ropa bonita. Nada más verlas se daba uno cuenta de que no eran de la misma clase social que nosotros, hijos de pobres. Nosotros las admirábamos, ellas en cambio no se dignaban echarnos ni una mirada. Uno de los jugadores era un profesor de matemáticas que yo había tenido. Se llamaba Liu Tianguang. Era rechoncho, pero en cambio tenía una boca enorme donde, según decían, podía meterse su propio puño, aunque nunca realizó esta proeza delante de nosotros —a menudo afloran a mi mente imágenes de él bostezando en la tarima, con esa bocaza abierta de par en par; era un espectáculo imponente—. Así que tenía un mote, «Hipopótamo»; pero como ninguno de nosotros había visto ese animal en la realidad y dado que los sapos también tienen la boca muy grande, y para colmo «hipopótamo» (hema) y «sapo» (hama) en chino se pronuncian de manera parecida, Liu el Hipopótamo pasó —es de sentido común— a llamarse Liu el Sapo. La idea no había sido mía, pero él estuvo haciendo sus pesquisas y llegó a la conclusión de que yo era el culpable. Liu el Sapo era hijo de un héroe de guerra, y además presidente del comité revolucionario de la escuela; ponerle un mote era un delito grave; así, el que me expulsaran de la escuela y me pusieran en volandas de patitas en la calle era lógico e inevitable.
Yo era muy poca cosa, un desgraciado desde la infancia, especialista en pasarme de listo para acabar metiendo la pata en todo. A menudo, cuando trataba claramente de hacer la pelota a algún profesor, este creía que en realidad estaba intentando comprometerlo o meterlo en apuros. Cuántas veces exclamó mi madre: «¡Hijo mío, eres como el búho anunciando una buena nueva: por mucho que se esfuerce, a nadie alegra!», y era verdad. A nadie se le ocurría nunca relacionarme con una buena acción; en cambio, todo lo malo era culpa mía.
Mucha gente creía que yo era un rebelde, que ideológicamente dejaba mucho que desear, que odiaba la escuela y a los profesores, lo cual era completamente falso. De hecho, abrigaba sentimientos profundos hacia la escuela, y aún más especiales hacia el profesor Liu el Bocaza, porque yo era un niño con la boca muy grande. En una de mis novelas, Bocaza, el personaje del niño está basado en mí mismo. El profesor Liu y yo, en realidad, éramos compañeros de desgracia, y deberíamos haber simpatizado el uno con el otro, o al menos habernos compadecido mutuamente… Si a alguien no le habría puesto yo nunca un mote era a él; estaba clarísimo, saltaba a la vista, pero él no lo vio. Me agarró por los pelos y me arrastró hasta su despacho.
—¡Eres…! ¡Eres…! ¡Eres peor que el cuervo que se burla del cerdo por ser negro! —fue lo primero que me dijo tras mandarme al suelo de una patada—. ¿Por qué no echas una meada y te miras en el reflejo? ¡Así verás tu boquita de cereza!
Quise explicarme, pero él no me dejó. Así fue como un buen niño que abrigaba los mejores sentimientos hacia el profesor Liu el Bocaza —el niño Mo el Bocaza— fue expulsado de la escuela.
Tan poca cosa era yo que, aun sabiendo perfectamente que el profesor Liu había anunciado mi expulsión a todo el mundo por megafonía, a mí la escuela seguía gustándome, y seguía yendo allí todos los días con mi vieja mochila a ver si tenía ocasión de colarme. Al principio, el profesor Liu se ocupaba personalmente de echarme y, cuando me negaba a obedecerle, me agarraba por la oreja o por el pelo y me arrastraba hasta fuera; pero yo volvía a deslizarme dentro antes de que él hubiera regresado a su despacho. Luego mandaba a varios alumnos grandes y robustos para que me ahuyentaran y, si no me iba, me agarraban por los brazos y las piernas, me llevaban hasta fuera y me tiraban a la calle; pero yo ya estaba otra vez en el patio antes de que ellos hubieran vuelto al aula. Siempre me arrimaba a una esquina, encogiéndome con todas mis fuerzas, tanto para no llamar la atención de nadie como para ganarme la simpatía de todos. Allí, en la escuela, los escuchaba charlar y reír, los contemplaba saltar y brincar. Lo que más me gustaba mirar eran los partidos de ping-pong; me resultaban tan apasionantes que a menudo se me llenaban los ojos de lágrimas y me mordía los puños. A la larga ya les dio pereza echarme.
Esa tarde otoñal de hace cuarenta años, estaba yo agazapado en la esquina mirando al profesor Liu el Sapo, que blandía la raqueta de ping-pong que se había hecho él mismo —mayor de lo habitual, con la forma de las palas de cavar que se usan en el ejército—, enfrentándose a la que había sido mi compañera de pupitre, Lu Wenli. Ella también tenía la boca grande, las cosas como son, pero en su caso era proporcionada, no tan desmesurada como la mía o la del profesor Liu.
Incluso en esa época en que una boca grande no era considerada bonita, Lu Wenli pasaba por ser una pequeña belleza. Más aún teniendo en cuenta que su padre era el conductor de la granja estatal y que el vehículo que llevaba era un Gaz 51 de fabricación soviética, imponente y veloz como el rayo. En aquellos años, la de conductor era una profesión muy distinguida. Una vez, el tutor nos mandó hacer una redacción sobre el tema «Mi ideal», y la mitad de los niños escribieron que querían ser conductores. He Zhiwu, el chico más alto y fuerte de la clase, con la cara llena de acné, bigote incipiente y aspecto de joven de veinticinco años, escribió en su redacción:
«No tengo más ideal que este, un único ideal. Mi ideal es ser el padre de Lu Wenli».
Al profesor Zhang le gustaba leer en voz alta la redacción que le había parecido mejor y la que le había parecido peor. Antes de leerlas, no decía el nombre del autor; después, nos pedía que lo adivináramos. En aquellos tiempos, en el campo, si hablabas mandarín hacías el ridículo, y nuestra escuela no era una excepción. El profesor Zhang era el único que se atrevía a darnos clase en mandarín. Era diplomado de la escuela de magisterio y tendría entonces poco más de veinte años. Tenía el rostro muy delgado, muy largo y muy blanco; llevaba raya al lado y vestía una chaqueta militar azul desteñido. Se sujetaba el cuello con un par de clips sujetapapeles y llevaba manguitos azul marino. Seguro que vistió otros tipos de prenda y de otros colores, no puede ser que durante todo el año, tanto en invierno como en verano, llevara esa ropa; pero en mi memoria su figura está asociada a ese atuendo. Siempre empiezo rememorando los manguitos de los brazos y los clips sujetapapeles del cuello, luego la chaqueta, y sólo entonces paso a visualizar su rostro, sus facciones, su voz, su expresión. Si no siguiera este orden, jamás podría recordar qué aspecto tenía el profesor Zhang. El profesor Zhang de entonces era un pimpollo, como se decía en los años ochenta; un yogurín, como se decía en los noventa; lo que ahora se llamaría… ¿un tío bueno, quizá?
Debe de haber palabras más en boga, más modernas para referirse a un joven apuesto, ya lo comprobaré cuando pueda consultarlo con la hija de los vecinos. A primera vista, He Zhiwu parecía mucho mayor que él. Decir que podría haber sido su padre sería exagerar un poco, pero habría pasado fácilmente por el hermano menor de su padre. Recuerdo que el profesor Zhang leyó la redacción de He Zhiwu con una entonación burlonamente histriónica:
«No tengo más ideal que este, un único ideal. Mi ideal es ser el padre de Lu Wenli».
Tras un instante de estupefacción, el aula se llenó de carcajadas. La redacción de He Zhiwu sólo tenía esas tres frases. El profesor Zhang sujetaba con dos dedos, por una esquina, el cuaderno de redacciones, agitándolo como si de entre sus páginas fueran a salir anotaciones ocultas.
—¡Genial! ¡Verdaderamente genial! —dijo el profesor Zhang—. ¡A ver quién de vosotros adivina de qué genio es esta obra!
Intrigados, nos pusimos a mirar a diestra y siniestra, sin resultado; luego nos volvimos hacia atrás en busca de ese autor genial. Enseguida todas las miradas convergieron en He Zhiwu. Era el más alto, el más fuerte, y le gustaba meterse con sus compañeros de pupitre, por lo que el profesor Zhang lo había colocado al fondo del aula, solo. Pareció sonrojarse un poco bajo las miradas de toda la clase; pero bien mirado tampoco se sonrojó tanto. En su semblante pareció aflorar una leve turbación, pero bien mirado tampoco se lo veía tan turbado. Incluso parecía bastante satisfecho de sí mismo, puesto que en su rostro se dibujó una sonrisa bobalicona, con visos de travesura y cierto aire taimado. Tenía el labio superior relativamente corto, de modo que, cuando sonreía, se le veían los dientes de arriba, amarillos, con las encías moradas y los incisivos separados. Tenía una habilidad extraordinaria para escupir pequeñas pompas por ese hueco, que tenían su gracia al flotar delante de su cara. Y se puso a echar pompitas. El profesor Zhang le lanzó el cuaderno, que atravesó el aula como un platillo volante y fue a aterrizar delante de Du Baohua, una muy buena alumna, que lo cogió con dos dedos y cara de asco, y lo lanzó hacia atrás.
—He Zhiwu —dijo el profesor Zhang—, explícanos por qué quieres ser el padre de Lu Wenli.
He Zhiwu siguió haciendo pompas.
—¡Levántate! —vociferó el profesor Zhang.
He Zhiwu se levantó con expresión insolente y despreocupada.
—¡Habla! ¿Por qué quieres ser el padre de Lu Wenli?
De nuevo resonaron las carcajadas. En medio de la algarabía, Lu Wenli, que se sentaba a mi lado, se echó a llorar sobre el pupitre.
Todavía hoy no entiendo por qué lloraba.
He Zhiwu, con creciente arrogancia, siguió sin contestar a la pregunta del profesor. El llanto de Lu Wenli complicó lo que había empezado siendo una nimiedad. La actitud de He Zhiwu era un desafío a la dignidad del profesor Zhang. Imaginé que, de haber sabido el cariz que acabaría tomando el asunto, el profesor Zhang no habría leído en voz alta y delante de todos nosotros la redacción de He, pero «flecha disparada no tiene vuelta atrás», de modo que no le quedó más remedio que aguantar el tipo.
—¡Largo de aquí!
Nuestro genial compañero He Zhiwu, que era todavía más alto que nuestro profesor, abrazó la mochila, se tumbó en el suelo, se hizo un ovillo y echó a rodar por el pasillo de aproximadamente un metro de ancho que había entre las mesas. Nuestras carcajadas se extinguieron apenas proferidas. El ambiente en el aula había cobrado una gravedad que ya no admitía risas, debido a la iracunda palidez del profesor y a los sollozos intermitentes de Lu Wenli. El cuerpo ovillado de He Zhiwu no rodaba con fluidez, porque no podía evitar desviarse, y se iba dando aquí y allí con las patas de los pupitres y las banquetas. Cada vez que chocaba, tenía que corregir el rumbo. Además, el suelo de ladrillo gris había quedado todo rugoso y desigual por los pegotes de barro que dejábamos con nuestros zapatos al entrar. Si uno se ponía en el lugar de He Zhiwu, no debía de ser nada fácil rodar por ese suelo. Pero peor debía de ser para el profesor Zhang. La dificultad de He Zhiwu era física; la del profesor Zhang era moral. Maltratarse a uno mismo para castigar a otro es propio de canallas e indigno de héroes. Pero los que son capaces de llevarlo a cabo no son canallas corrientes. Los grandes canallas tienen algo de héroes y los grandes héroes tienen algo de canallas. ¿Qué era He Zhiwu, un gran canalla o un gran héroe? Dejemos el tema, yo mismo no sabría responder. Eso sí, él es el personaje principal de este escrito. Qué tipo de persona es, que el lector juzgue por sí mismo.
Así salió He Zhiwu, rodando. Se puso en pie, rebozado en barro, y se alejó sin una mirada.
—¡Quieto ahí! —gritó el profesor Zhang.
Pero He Zhiwu siguió andando sin volverse. Fuera, el sol era deslumbrante. Dos urracas graznaban en el álamo que crecía delante del aula. Tuve la sensación de que He Zhiwu irradiaba haces de luz dorada; no sé qué pensarían los demás, pero en ese momento, a mis ojos, He Zhiwu se había convertido en un héroe. Avanzaba a grandes zancadas, sin vacilación alguna. Unos trocitos de papel salieron volando de sus manos y danzaron en el aire hasta caer al suelo. No sé qué sentirían los demás en ese momento, pero a mí el corazón me palpitaba de exaltación. ¡Había roto el libro de texto! ¡Había roto el cuaderno de ejercicios! Había roto por completo con la escuela; la había dejado atrás y había pisoteado al profesor. Era como un pájaro dejando la jaula. Era libre. Las reglas y tabúes de la escuela ya no le concernían; en cambio, nosotros tendríamos que seguir soportando la disciplina impuesta por el profesor.
Lo complejo del asunto era que, al salir rodando del aula, romper los libros y todo vínculo con la escuela, lo admiré de todo corazón y empecé a abrigar la ilusión de que algún día yo también fuera capaz de una hazaña similar. Sin embargo, cuando poco después el profesor Liu el Bocaza me expulsó, la profunda tristeza que sentí, por lo unido que estaba yo a la escuela, me corroía las entrañas. ¿Quién era el héroe y quién el cobarde? A través de esta anécdota ha quedado claro y sin lugar a dudas.
Cuando He Zhiwu ya se había marchado pavoneándose, Lu Wenli aún seguía llorando.
—Venga, venga, ya está bien —dijo el profesor Zhang con evidente impaciencia—. Lo que quería decir He Zhiwu es que su ideal era ser conductor como tu padre, no ser tu padre de verdad. Además, aunque hubiera querido ser tu padre, ¿iba a serlo por haberlo escrito?
Al oír estas palabras, Lu Wenli alzó la cabeza, sacó un pañuelo, se enjugó las lágrimas y dejó de llorar. Tenía los ojos muy grandes y separados, de mirada pasmada.
¿Por qué el padre de Lu Wenli se había convertido en nuestro ideal? Por la velocidad. Los chicos rinden culto a la velocidad. Cuando estábamos en casa comiendo y oíamos el runrún de un motor, soltábamos el bol y salíamos corriendo a la bocacalle, a ver pasar el Gaz 51 verde hierba que conducía el padre de Lu Wenli yendo a todo trapo de un extremo a otro del pueblo. Las gallinas que andaban picoteando por el suelo salían volando espantadas, los perros que holgazaneaban por la calle saltaban presurosos a las cunetas. En pocas palabras, era «llegar el camión y salir de sopetón». A pesar de que más de una vez había atropellado gallinas y perros, el padre de Lu Wenli nunca redujo la velocidad; el dueño de la gallina o del perro recogía sin decir nada el cadáver del animal y se lo llevaba a casa. Nadie protestaba, nadie pedía cuentas al padre de Lu Wenli. Un camión, o iba así de rápido o no era un camión. Las gallinas y los perros tenían que evitar el camión, ¿dónde se había visto que un camión tuviera que ir sorteando gallinas y perros?
Era un Gaz soviético desechado en el 53, tras la Guerra de Resistencia a la Agresión Norteamericana y de Ayuda a Corea. Dicho de otro modo, era un camión histórico y de méritos gloriosos. En los años de violencia desatada, había desafiado lluvias de balas avanzando siempre heroicamente. En los de paz, seguía corriendo sin parar, dejando tras de sí una nube de polvo en la carretera. Cuando el camión pasaba delante de nosotros, veíamos a través de la ventanilla el aspecto ufano que mostraba el padre de Lu Wenli. Unas veces iba con gafas de sol, otras no. Unas veces llevaba guantes blancos, otras no. A mí lo que más me gustaba era cuando llevaba los guantes blancos y las gafas de sol. Porque habíamos visto una película en la que un heroico agente de nuestro ejército en misión secreta de reconocimiento llevaba guantes inmaculados y gafas oscuras, disfrazado de oficial enemigo para inspeccionar las posiciones de artillería del ejército opuesto. Metía una mano en uno de los cañones y, al sacarla, varios dedos del guante se habían ensuciado.
—¿Así es cómo se ocupan del mantenimiento de los cañones? —preguntaba entonces con tono de superioridad.
El uniforme del enemigo norteamericano era realmente bonito; con ese uniforme, los guantes blanquísimos y las gafas oscuras, el heroico agente de nuestro ejército tenía un aspecto verdaderamente imponente y una clase formidable. Durante mucho tiempo después de ver esa película, nos gustaba imitar con afectación lo que hacía y decía el héroe: «¿Así es cómo se ocupan del mantenimiento de los cañones?»; sólo que no teníamos guantes blancos y no nos salía igual. Todos soñábamos con conseguir unos guantes blancos. El uniforme americano y las gafas de sol, o el revólver que llevaba colgado del cinto, eran cosas de categoría superior, ni siquiera nos atrevíamos a soñar con ellas. Muchos chicos de nuestra clase, incluso algunas chicas, admirábamos a He Zhiwu; no sólo por haber abandonado la escuela de un modo tan singular sino porque, no mucho después de ese episodio, montó otro número sensacional delante de profesores y alumnos.
Era el uno de junio, el Día de la Infancia. Toda la escuela se reunió en el estadio que había fuera del recinto para izar con solemnidad la bandera. Nuestra escuela estaba en un lugar perdido, pero se encontraba muy cerca de la granja estatal, donde trabajaba un gran número de «derechistas[1]» dotados de gran talento. Algunos de los que sobresalían en actividades recreativas y deporte asumían la función de profesor interino. Gracias a su entrenamiento, Lu Wenli había quedado primera en los campeonatos juveniles de ping-pong del distrito de Gaomi, y Hou Dejun, primero en los juveniles de salto con pértiga de la prefectura de Changwei. También lograron que formáramos una banda militar bastante presentable. Teníamos un bombo, un tambor, dos címbalos, diez cornetas, diez trombones y dos grandes tubas resplandecientes, de las que se enrollan alrededor del torso y se abren al cielo. La gente de campo está acostumbrada a los gongs y los tambores: una de tambor, una de gong, una de címbalo, tuntunchán, tuntunchán, tunchán tunchán tuntunchán; un jaleo rústico y monótono. Pero la primera vez que la banda de la escuela actuó en público en el estadio, ese estilo, ese brío, esa gracia, aparte de los elevadísimos ritmos y melodías, ampliaron considerablemente el universo visual y auditivo de los asistentes. ¿Quién había visto alguna vez esa pompa? ¿Quién había oído alguna vez esos sonidos? La escuela había proporcionado un uniforme a cada miembro de la banda: para los chicos, pantalón corto azul y camisa blanca; para las chicas, camisa blanca y falda corta azul; para todos, calcetines blancos hasta la rodilla y zapatillas de tenis del mismo color. Todos llevaban colorete y las cejas pintadas; las chicas, un lazo rojo en el pelo; los chicos, una pajarita del mismo color. Realmente precioso. Además, ¡todos llevaban guantes blancos! La compra de esos instrumentos y uniformes debió de costar un dineral; aunque hubiéramos vendido todos los pupitres y banquetas de la escuela, con la campana y todo, no nos habría alcanzado el dinero. Pero para la granja estatal de Jiaohe era una nimiedad, como una pluma para una gallina (la expresión corriente «como un pelo para nueve bueyes» sería exagerada en este caso).
En muchas de mis novelas aparece la granja estatal de Jiaohe, incluidos los derechistas, que a mis ojos eran una panda de alegres hedonistas. En Una carrera de fondo de hace treinta años, ellos eran los personajes principales. El lector interesado puede leerla; pero eso es literatura, con muchos elementos de ficción. En cambio ahora lo que describo son básicamente recuerdos; si en ellos hay alguna inexactitud histórica es porque se trata de cosas acontecidas hace muchos años y me falla la memoria.
La granja estatal de Jiaohe era un organismo de propiedad pública y formaba parte del mismo sistema que el cuerpo de producción y construcción de Xinjiang, que todavía existe. Inicialmente, el personal de la granja estaba constituido principalmente por antiguos militares. Luego llegó un grupo de «jóvenes instruidos[2]» de Qingdao. A principios de los años sesenta, cuando en el pueblo seguíamos atrasados, usando carreta de bueyes y arado de madera, en la granja estatal ya tenían una cosechadora roja de fabricación soviética. Cuando esa máquina hizo su entrada en los inmensos campos de trigo de la granja estatal, para nosotros la conmoción no fue menor que la que había causado en nuestros abuelos y abuelas la llegada del ferrocarril Qingdao Jinan, con la locomotora de fabricación alemana echando negras bocanadas de humo, allá por el año 1904. Para un organismo así, equipar a la banda militar de una escuela primaria era pan comido. No crea el lector que soy pesado y verboso, es que se agolpan en mi cabeza multitud de recuerdos variopintos; no es que yo quiera contarlos, es que salen por su cuenta.
¿Por qué iba la granja de Jiaohe a equipar a la banda militar de nuestra escuela? Porque muchos hijos de sus trabajadores estudiaban allí. ¿Por qué enviaban a los derechistas como profesores interinos? Por la misma razón. Entre los docentes locales, el profesor Zhang, que era el de mejor currículum, sólo era diplomado de la escuela de magisterio de grado medio; en cuanto al profesor Liu el Bocaza, no tenía más que un diploma de la escuela primaria de segundo ciclo. En cambio, los derechistas que mandaban a la granja eran todos intelectuales de nivel. Con lo que he contado hasta ahora, estoy convencido de que el lector habrá comprendido que nuestra escuela de primaria era la mejor de la época en toda la península de Shandong. A mí me echaron en quinto, pero aun así, cuando entré en el ejército, me di cuenta de que habría podido perfectamente dar clase a mis compañeros diplomados del segundo ciclo de secundaria. Si hubiera tenido ocasión de acabar la escuela, cuando en 1977 se restableció el examen de acceso a la enseñanza superior, sin duda habría podido aprobarlo con mi nivel de estudios primarios y habría podido entrar en la Universidad de Pekín o en la de Qinghua[3].
Justo cuando estábamos contemplando con la cabeza alta cómo izaban la bandera de las cinco estrellas al son de Oriente es rojo, que tocaba nuestra banda, He Zhiwu hizo su aparición en el lugar más visible del estadio, con un viejo uniforme militar desteñido, una gorra militar de visera ancha seminueva, guantes blancos, gafas de sol y una fusta hecha por él. ¿Por qué al izar la bandera tocaron Oriente es rojo en lugar del himno nacional? Porque los autores de la letra y la música del himno nacional habían caído en desgracia[4]. ¿De dónde había sacado He Zhiwu ese atuendo? No lo sabíamos.
—¡Del padre de Lu Wenli! —me dijo medio en serio medio en broma muchos años después cuando se lo pregunté en Qingdao.
Aunque no pudiera compararse con el heroico agente de la película, nos dejó patidifusos. Recorrió impertérrito el pasillo que había entre las filas de alumnos y las de los profesores y directores, a pasos acompasados, abombando el torso, señalándonos con la fusta al pasar.
—¿Así es cómo se ocupan del mantenimiento de los cañones? —nos espetó engolando la voz.
Los profesores se quedaron completamente pasmados, mirándolo con los ojos como platos pasar delante de ellos con ostentosa arrogancia y observándolo boquiabiertos pasar de vuelta, antes de alejarse silbando por un callejón que había junto al estadio. Lo seguimos con la mirada, lo vimos subir al dique, lo vimos bajar del dique y desaparecer en el cauce. Sabíamos que el río llevaba agua, y nos quedamos imaginando lo que haría He Zhiwu en la orilla: ¿se quitaría la ropa y se zambulliría para darse un baño? ¿O contemplaría su reflejo en el agua?
Después de eso, la verdad es que las actividades organizadas por la escuela habían perdido su interés, ni la recitación de poemas ni las representaciones cómicas podían apartar nuestra mente de la orilla del río.
—¡Tendrá su merecido! —anunció furibundo el profesor Liu el Bocaza.
Pero después ya no se supo nada más del asunto.
El padre de He Zhiwu era un viejo obrero agrícola que había trabajado durante décadas para un terrateniente. La madre era el miembro más antiguo del Partido Comunista de nuestro pueblo. Tenía la cara toda picada de viruela, los pies grandes y el temperamento explosivo. A menudo se subía a la muela de piedra que tenían delante de la puerta y se ponía a echar bronca a la gente sin razón particular, con una mano en la cintura y la otra en alto; parecía una tetera a la antigua. He Zhiwu era el mayor de los hijos; tenía tres hermanos y dos hermanas. La casa, destartalada, sólo tenía tres cuartos, y en el kang[5] no había ni esteras. Con una procedencia familiar tan intachable, si ni el mismísimo presidente Mao habría podido hacer nada contra He Zhiwu, ¿qué iba a poder el profesor Liu el Bocaza?
En otoño de 1973, aproveché que mi tío era contable en la manufactura de algodón para entrar allí a trabajar como empleado temporal. Por muy temporal que fuera, cada mes, después de pagar veinticuatro yuanes al equipo de producción[6], todavía me quedaban quince. En aquella época, la carne de cerdo estaba a setenta céntimos la libra, y los huevos a seis céntimos la unidad; con quince yuanes se podía hacer bastante. Así que yo vestía a la moda, llevaba el pelo un poco más largo, tenía varios pares de guantes blancos, y estaba ufano a más no poder.
Un día, después del trabajo, He Zhiwu vino a verme. Llevaba unos zapatos agujereados y una manta raída doblada sobre los hombros; el pelo hirsuto, barba por toda la cara y tres profundas arrugas en la frente.
—Préstame diez yuanes —dijo—. Quiero ir al nordeste a buscarme la vida.
—Si te vas, ¿cómo se las arreglarán tus padres y tus hermanos? —pregunté.
—El Partido Comunista no los dejará morir de hambre —contestó.
—¿Qué harás en el nordeste? —quise saber.
—Ni idea —dijo él—, pero siempre será mejor que seguir aquí hasta morirme de viejo, ¿no? Mírame, dentro de nada cumpliré treinta años, y no tengo ni mujer. Mejor me busco la vida en otro lugar. Para un árbol, cambiar de sitio es la muerte; para un hombre, cambiar de sitio es la vida.
A decir verdad, yo no tenía ganas de prestarle dinero. En aquellos tiempos, diez yuanes eran una suma considerable.
—Es una apuesta segura: si me van bien las cosas, te devolveré el dinero; si me van mal, venderé sangre para devolvértelo.
Lo cierto es que no entendía la lógica de su decisión, y estuve un buen rato dando evasivas; pero al final accedí a prestarle el dinero.
Volvamos a la tarde en que estaba yo apoyado en la esquina mirando el partido de ping-pong entre el profesor Liu el Bocaza y Lu Wenli. El profesor Liu era un jugador mediocre pero sentía pasión por el ping-pong, y le encantaba jugar contra chicas. Ninguna de las de la selección era fea, pero Lu Wenli era la más guapa, de modo que el profesor Liu siempre la quería a ella de contrincante. Cuando jugaba, el profesor Liu abría inconscientemente la bocaza. Por si eso no fuera suficiente, emitía un extraño sonido gutural, croac croac, como si criara un sapo en el fondo de la garganta, de modo que su juego resultaba desagradable tanto a la vista como al oído. Yo sabía que a Lu Wenli no le gustaba nada tener que jugar con el profesor Liu; pero este formaba parte de la dirección de la escuela, y ella no se atrevía a negarse. Así, el fastidio y la aversión que le producía jugar con él se traslucían en su semblante y en la desidia con que blandía la pala.
Si he contado todas estas tonterías es para realzar un instante de gran dramatismo: con la boca abierta de par en par, el profesor Liu hizo un lanzamiento alto, ¡zas!, que Lu Wenli devolvió al desgaire; pero la pelota centelleante, como si le hubieran salido ojos, voló directa a la boca del profesor Liu.
Los espectadores se quedaron estupefactos unos instantes, antes de estallar en carcajadas. La profesora Ma, que de por sí era de rostro rubicundo, con la risa se puso carmesí como la cresta de un gallo. Lu Wenli, que llevaba todo el rato con cara de pocos amigos, se rio también disimuladamente. Sólo yo no me reí; estaba asombrado: ¿cómo podía haber ocurrido? Pensé en una historia que había contado el famoso cuentacuentos del pueblo, el abuelo Wang Gui:
Había una vez un tal Jiang Ziya, que atravesaba una racha de mala suerte. Si estaba vendiendo harina, soplaba un vendaval; si lo que vendía era carbón, el invierno venía suave; si alzaba la cabeza para lanzar sus lamentos al cielo, le caía en plena boca una cagada de pájaro.
En Pekín, veinte años después, es decir en otoño de 1999, me dirigía en metro a la redacción del Jiancha ribao, donde trabajaba.
—¡Lean! ¡Lean! —voceaba un vendedor de periódicos en el vagón—. ¡Una bala de cañón lanzada por la artillería soviética en la Segunda Guerra Mundial cae justo dentro de un cañón alemán!
Eso me trajo inmediatamente a la memoria el episodio de la bola de ping-pong lanzada por Lu Wenli que fue a parar a la boca del profesor Liu. Lo que sucedió entonces fue que, tras unas carcajadas, todo el mundo se dio cuenta de que estaba mal reírse, y se hizo un repentino silencio. Habría sido de sentido común que el profesor Liu se sacara la pelota de la boca y dijera alguna cosa graciosa —porque tenía sentido del humor—, que Lu Wenli, ruborizada, le hubiera pedido disculpas y que se hubiera reanudado el partido. Pero nada sucedió según el sentido común. Vimos que el profesor Liu no sólo no se sacaba la bola de la boca, sino que estiraba el cuello abriendo desmesuradamente los ojos y se la tragaba no sin esfuerzo. Acto seguido, se puso a agitar los brazos emitiendo un extraño cloqueo, lo cual le daba el aspecto de un pollo que se hubiera tragado un gusano venenoso. Todo el mundo se quedó atónito y sin saber qué hacer. En un instante, el profesor Zhang se precipitó hacia él y se puso a darle golpecitos con el puño en la espalda; el profesor Yu trató de cerrar el paso a la pelota oprimiendo la garganta del profesor Liu con los dedos. Este los apartó sacudiendo los brazos. El profesor Wang, derechista, era licenciado en medicina y tenía experiencia en la materia. Ahuyentó a voces a los profesores Zhang y Yu, avanzó con decisión y, con sus brazos largos como los de un mono, agarró desde atrás al profesor Liu por la cintura y apretó bruscamente. La pelota de ping-pong salió disparada de la boca del profesor y fue a caer primero en la mesa, donde rebotó varias veces antes de llegar al suelo, y se detuvo casi sin rodar. El profesor Wang soltó al profesor Liu, que profirió un grito extraño y se desplomó en el suelo como un charco de barro. Lu Wenli tiró su pala sobre la mesa, se llevó las manos al rostro y salió corriendo entre sollozos. El profesor Wang masajeó un rato al profesor Liu, tumbado aún en el suelo, antes de que este se levantara apoyándose en algunos asistentes.
—¿Y Lu Wenli? ¿Dónde está Lu Wenli? —preguntó con voz ronca apenas estuvo de pie, mirando a todos lados—. ¡Esa niñata por poco me mata!