ENTRE LAS CAÑAS

El dos de ellos, el de bigotes, tremendo hijo de puta, le pegó para arriba como para perderla. Se escuchó el ruido de la pelota atravesando las ramas altas de los eucaliptos y el Talo rogó que no quedara de nuevo trabada allí, como en el primer tiempo, cuando tuvieron que bajarla a cascotazos. Pero enseguida la vio continuando su vuelo como un cometa, por detrás de los árboles, hacia los cañaverales junto al terraplén de la vía. Allí sí, la perdió definitivamente, pero él ya corría desesperado hacia el lugar, puteando como un desesperado. «¡La hora, la hora referí!», oyó gritar al mismo guampudo del dos de ellos, apoyado por otros jugadores, los suplentes y el gordo insoportable del delegado que preguntaba a los alaridos: «¿Hasta cuándo vamos a jugar, viejo?».

—¡Buscala, Néstor, buscala! —pidió ayuda el Talo, desencajado, saltando por sobre la zanja, cruzando como una luz bajo los eucaliptos en dirección al bosque de cañaverales de casi tres metros de alto que bordeaban el terraplén. Pero Néstor no contestó, estaba agachado, aprovechando el momento de descanso, atándose los cordones como si el asunto mucho no le importara. El Talo quiso putearlo pero no le salió ningún sonido de los labios. Comprendió que su cerebro había dejado prácticamente de funcionar. Mientras zigzagueaba entre los autos que habían dejado estacionados bajo los árboles, mientras medía los casi treinta metros que aún lo separaban de los cañaverales, mientras escuchaba a sus espaldas la voz aguda de Belía reclamando, solidario, «¡Pelota, referí!», dedujo que la sangre ya no le llegaba a la cabeza y que sólo se le apelotonaba, confusa e hirviente, en las venas del cuello que parecían querer reventar bajo la piel empapada de sudor. Cagón de mierda el Néstor, mariconazo. Cuando no se estaba atando los cordones de los botines, se estaba arreglando el doblez de las medias o levantando los puños de la camiseta. Y siempre las manitos tipo conejo, recogidas cerca de los pectorales, el andar fino, el toque bajo con el empeine.

—Es un habilidoso, Talo —le había insistido Patota, sonriendo, medio para empujarlo, la noche del asado.

—Gonca, querido, gonca. Cagonazo de mierda —no se dejaba convencer el Talo, aprovechando que Néstor era uno de los pocos que no había podido ir a la reunión—. Así pone la patita —y el Talo ponía su mano derecha como si tratara de proyectar sobre una pared la sombra de la cabeza de un pato con el pico hacia abajo—. Andá a cagar.

Los otros se reían. Especialmente el Bochón, que nunca hablaba.

—Es distinto, Talo. Es distinto —seguía Patota, con paciencia.

—¿Distinto por qué? ¿Me querés decir por qué es distinto?

Patota adoptó, a propósito, un tono de exagerada superioridad.

—Escuchá, Talo —pidió—. Voy a tratar de explicarte en palabras que incluso un tipo como vos pueda llegar a entender.

—Claro, yo no soy abogado… —aflojó Talo, meneando la cabeza, risueño.

—Escuchen, che —generalizó Patota, inclinándose sobre la larga mesa y mirando hacia ambos extremos—, que después no se los voy a repetir… Oíme, Talo… Oíme… El habilidoso va a la pelota en disputa con otra idea en el bocho, diferente a la idea con la que va el picapiedra, con la que va el defensor que simplemente quiere sacar esa pelota, interrumpir el juego…

Se había hecho un silencio importante. Quizás porque ya había algo de sueño en el grupo, quizás porque les había entrado el sopor posterior a las comidas, tal vez porque la de Patota era una opinión respetada, de analista del fútbol, aceptada incluso por el mismo Talo, no muy fácil de persuadir en las discusiones o en el campo de juego mismo.

—El habilidoso, el tipo de talento —siguió Patota, consciente del silencio que había logrado— va a la pelota en disputa con la idea de llegar una fracción de segundo antes, tocarla con la punta del botín, hacer pasar de largo al defensor y llevársela jugando. Con esa idea va el habilidoso. No se le pasa por la cabeza trabar, ganar la pelota por fuerza. Por eso va con el piecito, como decís vos, animalito… —lo miraba fijamente al Talo, sentado casi frente a él—, así, porque él piensa en llegar antes y pirarse con la pelota. En cambio, el defensor va con la idea de cortar el juego, de sacarla, de tirarla a la remismísima mierda, le importa un sorete que la pelota le quede a él, le quede a uno de su equipo o que se vaya afuera. Entonces, no va con la puntita del botín, a él le da lo mismo llegar una fracción de segundo antes que el habilidoso, al mismo tiempo que el habilidoso, o una fracción de segundo después que el habilidoso. El defensor va con las piernas, con los codos, con las rodillas, con el culo, con la cabeza, con lo que sea con tal de sacar la pelota, de cortar el juego. Entonces, cuando el habilidoso llega esa fracción de segundo antes a la pelota, la engancha con la puntita del pie y se la lleva y le hace arrastrar al otro el orto por el pasto catorce metros, todos gritamos: «¡Bien, qué bárbaro, mago, genio, maestro!». Incluso vos, hijo de puta… —Patota señalaba al Talo con un dedo acusador—. Pero, en cambio, si el habilidoso llega al mismo tiempo o un poco después que el cavernícola del defensor… ¡A la mierda! El defensor lo barre, lo barre y se la saca, porque va con otra fuerza, con otra idea, con otra determinación. Entonces vos, vos y todos estos hijos de puta —ahora Patota involucró al resto del plantel— le gritan: «¡Cagón, poné la gamba, pelotudo, mariquita!».

—¿Y vos no le gritás?

—Yo también. —Patota se tumbó sobre el Mono, golpeó con la palma de la mano en la mesa haciendo oscilar el vino de los vasos y se mató de risa—. No, yo no —dijo después, recompuesto y cuando aún los demás se seguían riendo—. Yo muero con la mía. Soy fiel a mis principios.

—Es cagón, Patota —insistió el Talo, pétreo—. El Néstor es cagón. Juega bien, es habilidoso y todo lo que vos quieras, es muy buen muchacho y yo lo quiero mucho, pero que juegue para los otros.

—¿Por qué te pensás… —Patota comprendió que toda su prédica había caído en el vacío— que de todos los habilidosos se ha dicho que son cagones? Siempre lo mismo. Los ignorantes como vos, como ustedes, siempre han dicho: «Sí… Fulanito es muy hábil, la rompe, la hace de goma, pero… —Patota abría y cerraba los dedos de su mano derecha vuelta hacia arriba como demostrando algo que latía— es cagón, es muy cagón…». Siempre se ha dicho, Talo.

—Dejame, Patota —negó Talo—. Yo quiero ganar. Yo quiero ganar.

—Yo también —se anotó Norberto, que tampoco sentía demasiada simpatía por Néstor.

—Son tipos individualistas, querido —se metió, además, Pichicua—. Piensan en ellos, nada más.

—Mirá vos —marcó el Talo—. Nosotros no nos reunimos en la puta vida. Hoy, que hacemos un asado porque llegamos a la final, él no viene.

—Tenía que viajar, Talo —se ofuscó Patota.

—Sí, tenía que viajar —refrendó, desde la cabecera, Arnoldo.

Talo había terminado de plegar cuidadosamente un trozo que había cortado del papel que hacía las veces de mantel, había formado con él un conito chato de punta aguda y se escarbaba con eso, ahora, los intersticios de las muelas. Siguió meneando por un rato largo la cabeza, produciendo una serie de chistidos al absorber aire entre los labios para apresurar la limpieza.

—Cagón, hermano. Cagón.

Y, sin embargo, el Néstor había metido los dos goles. De un rebote el primero y luego de hacer una pausa infinita el segundo, propia de un tipo que podía conservar la mente fría en una final y dentro de los borbollones criminales del área.

—¡Más allá, más a tu derecha! —Talo escuchó que le gritaba el Mono. El Mono también había salido disparado detrás de la pelota que se escapaba, como un satélite, lejos de la cancha. Y también el Perita, que casi sentó de culo a uno de la barra que alentaba a los otros y que se interponía en su camino. Casi le pegan al Perita, porque los de afuera eran más temibles que los de adentro, gente de los rancheríos que rodeaban la cancha, laburantes del frigorífico, que siempre se acercaban a ver los partidos en la canchita de Las Quebradas, tomando mate, escuchando los partidos de la B, y que se habían pasado el partido cargándolo al petiso y puteándolo de la madre al Talo. Al Talo, que se había zambullido ya entre las cañas, desesperado, consciente de que el referí no iba a agregar más de uno o dos minutos a un partido que iba por los 44, tres a dos para los locales, bajo la presión de los jugadores de Saavedra que se tiraban al suelo por cualquier cosa y el apriete de los de afuera que ya un par de veces se habían metido en la cancha para festejar el final simulando confundir la sanción de un foul con el pitazo definitivo.

—¿Qué más quiere que haga, señor? —le había preguntado, altivo, el árbitro al Talo, cuando éste le reclamó más severidad con el Pulenta, el nueve de ellos que se retorcía en el piso como si lo hubiese picado una yarará. El Talo sabía que el árbitro, con esa pregunta, no sólo se refería a la tarjeta amarilla con que ya había sancionado al delantero por simular, sino también le recordaba el penal que les diera cuando ellos iban ganando dos a uno y que el mismo Talo tiró a la mierda cuando, allí mismo, podía haber liquidado el partido. La imagen de esa pelota huyendo, imbécil, hacia la altura, por encima del travesaño, volvió como una puñalada ardiente a la memoria del Talo mientras apartaba las cañas como un poseso, buscando la pelota. Sabía que esa imagen del arquero con los brazos en alto y festejando, los saltos de ellos, las manos del mariconazo del Néstor agarrándose la cabeza y la sensación de que algo tumultuoso se le derrumbaba desde el tórax hacia los testículos, lo perseguirían inflexibles durante días, semanas, meses y tal vez, años. No podía creer, no podía aceptar, no le entraba en la cabeza, que fueran perdiendo tres a dos ese partido que ganaban dos a cero. Si hasta sus propios compañeros, el Patota, el Flaco, Belía, el Pichicua, se habían apurado para rescatar la pelota, en el primer tiempo, cuando el once de ellos, al que le decían «Platiní», la perdió en el eucalipto. Podían haber dejado que se ocuparan ellos, pero el partido venía en apariencia tan fácil que no modificaba nada ser cordiales. Primero había sido el Flaco el que intentó un par de veces desencajar la pelota de esa rama en horqueta mediante otra pelota, una pelota chota que tenía uno de los negritos que merodeaban por el barrio, pero no le acertó. Después fue el Patota, junto al cuatro de ellos, que se pasaron como cinco minutos tirando piedras hacia arriba —estaba como a cinco metros la pelota— ante la mirada atenta del referí y del resto de los jugadores. Por último, uno de los grones del caserío cercano —«adiestrado en hacer puntería en faroles o en las ventanillas del tren Estrella del Norte», había dicho Norberto en la alegría exultante del medio tiempo— fue el que logró destrabar la pelota aquella, que cayó rebotando en otras ramas entre reclamos estentóreos hacia el árbitro por diez minutos de alargue.

—Estaban muertos, la puta que lo parió. Muertos, estaban —prácticamente sollozaba el Talo, fuera de sí, sintiendo en las pantorrillas descubiertas por las medias bajas, en los muslos y en los brazos, el cortajeo filoso del cañaveral. Lo mareaba esa multitud de cañas verticales, iguales, idénticas e interminables, que le impedían ver a más de medio metro. A su izquierda escuchaba el zarandeo y las pisadas enérgicas del Patota que también se había zambullido como el Mono en la espesura.

—¿La encontraste? ¿La encontraste? —gritó el Talo, ilusionado, los ojos al cielo, oyendo que Patota puteaba más fuerte.

—¡No! ¡Está lleno de moscas esto!

—¡Buscala, boludo, no le des bola a las moscas!

Si el Talo metía ese penal se acababa el partido. Tres a uno arriba y se terminaba la joda. «¡Si ya habían empezado a pelearse entre ellos!», jadeaba Talo.

¿Estaban seguros de que la pelota había caído entre los cañaverales? ¿O se habría ido mucho más allá, pasando el terraplén, detrás de la vía? «¡Yo la vi caer, yo la vi caer —refrendó el Mono— está por acá nomás!»

¡Los invencibles de Saavedra, los que se morfaban a los chicos crudos, los grones de la quebrada, se estaban comiendo un zaino de novela en el primer tiempo, no la podían agarrar ni con un gancho, querido!

No habían pasado más de tres minutos de búsqueda, pero para Talo era una eternidad. Justo cuando los tenían a ellos bajo los palos y el empate podía venir en cualquier momento. Apartaba cañas con fuerza descontrolada y sentía que todo su cuerpo era una brasa, entre la calentura propia de la derrota y el sol incandescente de finales de diciembre. Ellos no eran un gran equipo, pensaba Talo, buscando algo de saliva para escupir. El año pasado todavía, cuando jugaban el Pelusa ese, el Polaco y el Galleguito, cuando le habían metido once goles al Mono entre los dos partidos. Pero este año, sin el Pelusa, sin el Huevo y con ese Platiní lesionado, eran como cualquiera. Dijera lo que dijera Norberto.

—Vos querés ir contra la Historia, Talo —le había dicho Norberto una noche en que celebraban el cumpleaños del Nene. Norberto no era de hablar mucho. Jugaba al fútbol, incluso, como al pasar. Iba siempre, sí, cumplía, ponía lo suyo, pero sin apasionarse. No conocía casi nunca a los rivales, ni se alegraba demasiado por las victorias, ni se amargaba mucho por las derrotas. El torneo era, para él, un programa amable de los sábados a la tarde, pero nunca comentaba los partidos de primera que daban por televisión ni armaba programas para ir a la cancha. Es más, no se sabía si era de Central o de Ñuls. Patota decía que lo había escuchado decir una vez que era simpatizante de Banfield. Y se mezclaba en las conversaciones de antes de los partidos sólo cuando, extrañamente, se referían a problemas del país o a conflictos mundiales. Talo, no obstante, lo respetaba, porque a la hora de meter, metía, callado pero eficiente. Y lo quería, también, porque, como decía el Bochón, era más bueno que el Quáker.

—¿Por qué? —preguntó Talo, un poco achispado por el champán.

—Talo… mirá… —le señaló en derredor Norberto—. Mirá esta reunión. Estamos en un departamento céntrico, ¿no?… Vos estás tomando champán, los muchachos también… Antes comimos muy bien, con vino del bueno, entrada fría, postre helado y todos los chiches… El ambiente es agradable, hay calefacción central, hay luz eléctrica, hay agua corriente… Vos estás empilchado de primera…

—No tanto, Norberto. Tampoco exageremos —sonrió Talo. A su lado, Patota terminaba con un pedazo de torta.

—Me parece que te quiere coger, Talo —le advirtió Patota, tocándole el codo.

—No te voy a decir que es el jet-set… —continuó Norberto, impertérrito— pero el nivel es bueno, del tipo de los comerciales de Gancia. Muy bien, Talo… La última vez que fuimos a jugar contra Saavedra, ¿cuándo fue?

—No me hagás acordar. Ya me había olvidado de la calentura. Nunca me había comido ocho.

—¿Cómo fuimos? En auto. Fuimos catorce o quince tipos a jugar y ¿en cuántos autos fuimos hasta allá desde el centro?

—Ocho, nueve autos —se anotó Patota, serio.

—Nueve autos, Patota —corroboró Norberto—. Nueve. Los conté, antes de empezar el partido. Ellos, los morochos, salían de las zanjas, Talo. O cruzaban la calle. Desde las casitas de alrededor de la cancha. Venían ya cambiados, con los botines en la mano, en cuero, desde las casas que quedaban enfrente. Los que vivían más lejos venían en bicicleta, los botines colgados del cuello… —Norberto dejó arriba de un mueble la copa que tenía en la mano para tener mayor capacidad de expresión. Juntó las dos manos frente al pecho con las puntas de los dedos unidas hacia arriba y las sacudió con energía—. ¿Y vos todavía pretendés ganarles, Talo? ¿Vos todavía tenés la ilusión de ganarles?

—¿Qué carajo tiene que ver todo eso, Norber? —se echó hacia atrás, fastidiado, Talo—. ¿Qué tiene que ver?

—¿Qué tiene que ver? Vos querés ir contra la Historia, Talo… Vos querés tener el autito nuevo, el champán, el pollo a la naranja… —Norberto enumeraba cada cosa tomándose un dedo alternativamente con la otra mano y mostrándolo a Talo—, el postre helado, el vino fino y las pilchas caras y además, y además, querés ganarle a los de Saavedra.

Norberto se reía.

—Nos ganan porque nos echan a Pichicua, Norberto —exclamó Talo—. Por eso nos ganan. Ahí, entonces, se les hizo fácil.

—Nos van a hacer siempre ocho como nos hicieron esa vez, Talo. Comprendelo. No es un problema de si nos echaron a uno o a otro. Es un problema de coherencia histórica, Talo…

—No es así. No es así… —no se doblegaba el Talo, pensativo.

—Es la única revancha que tienen contra nosotros, Talo —siguió Norberto—. El fútbol es la única posibilidad que tienen de superarnos, de ganarnos y de gozarnos. Entendelo. Ahí adentro de la cancha no hay autos, ni champán ni pilcha que valga. Todos en camiseta y en pantaloncitos, Talo, y se acabó. La ventaja que no te pueden sacar socialmente, o en el trabajo, por lo desparejo del estrato social, te la sacan en la cancha…

—Ahora me sale con planteos socialistas… —se rió el Talo, buscando complicidad en Patota. También el Nene se había acercado, sirviendo más bebida a los del grupo—. Oíme —retomó el Talo—. Si ese Gallego, el nueve, tiene una gomería que saca mucha más mosca que yo y que vos juntos, seguro.

—Te digo en términos generales, Talo —se encogió de hombros, Norberto—. Pero, creeme, no les vas a ganar…

—Y además, si les ganás, te cogen —se rió el Nene a carcajadas.

—No es para tanto, Nene —negó el Talo.

—O te cagan a trompadas.

—No es para tanto. Con nosotros nunca ha habido problemas. Y ya jugamos como seis veces. Yo veo que los otros equipos lo quieren echar a Saavedra de la Liga. Pero con nosotros nunca ha habido problemas.

—¿Sabés por qué con nosotros nunca ha habido problemas, Talo? —lo llamó a la reflexión Patota, doctoral. Talo lo miró, inquisitivo—. Porque nosotros nunca les hemos ganado, querido. Siempre nos han hecho la boleta, fácil. Pero esperá que le vayamos ganando algún partido algún día… y después contámela. Te cagan a patadas, Talo. Son terribles.

—No es así, Patota. No es así…

En eso pensaba el Talo esa tarde, cuando llegaron a la cancha antes de la final. Pero sabía, tenía la convicción de que en ese partido cambiaría el curso indefectible de la Historia que mencionaba Norberto. Su Olimpo había armado un buen equipo, había abandonado el sempiterno papel de partenaire navegando de la mitad de la tabla para abajo y Talo estaba dispuesto a dejar la vida en la cancha aunque fuese Saavedra quien estuviese enfrente y a pesar de los grupitos de morochones sarcásticos y presumiblemente violentos que se habían acercado a alentar a los locales.

—Son muy pesados, Mono —los estudiaba de reojo, disimuladamente, el Perita mientras se vendaba los pies, sentado sobre el pasto alto cercano a la zanja y entre los coches estacionados.

—Pesados las pelotas —alentó el Talo, metiéndose en la conversación—. Al primero que me diga algo, salgo y lo cago a trompadas.

—No, de veras, Talo —insistió Patota—. Es una zona jodida. Dos por tres sale en el diario que hicieron cagar a alguien.

—Y, oíme —reclamó atención el Nene, poniéndose los pantaloncitos—, hace un par de meses… ¿No salió en el diario que habían hecho cagar a toda una familia? Por acá nomás, a dos o tres cuadras de acá debe haber sido…

—Sí, sí, me acuerdo —dijo Norberto.

—¿Un par de meses? —Patota apareció, irónico, desde atrás de un auto adonde se había escondido para orinar. Se hacía un lazo ahora con las cintitas que ajustaban la cintura del pantalón—. Ayer, boludo… Salió hoy en el diario…

—Estás en pedo —gritó el Nene—. Lo de la familia fue hace como dos meses.

—Te digo que ayer —corrigió Patota— hubo una denuncia por otra pelotera. Parece que hicieron cagar a un tipo y lo hicieron desaparecer. A un enfermero, o a un tipo de un dispensario, algo así. No leí bien.

—Si vos no sabés leer —se rió, ruidoso, el Nene.

—Se lo comieron —dijo el Talo, ya harto. Patota lo miró, el ceño fruncido—. Se lo comieron. Son caníbales… ¡Pero por qué no se van a la concha de su madre!… No se presenten a jugar si tienen tanto cagazo, viejo.

—Te digo nomás, Talo —pareció disculparse Patota.

—Salgan y jueguen, querido —bufó el Talo—. Cuando los apurás, arrugan como cualquiera.

Y había tenido razón el Talo. Saavedra terminaba el partido tirando la pelota afuera sin el más mínimo decoro ni vergüenza. Tanto, que había desaparecido en los cañaverales. Y el Talo les pegaba trompadas y patadas a las cañas, despejando la zona, tal vez para desahogarse de paso de la bronca que le hacía hervir la sangre y para olvidar esa visión apocalíptica de la pelota yéndose a las nubes en el penal.

—¿La encontraste, Talo? —oyó gritar al Mono.

—¡No!

—¡Voy a pasar detrás del terraplén! —avisó el Mono—. ¡Por ahí siguió de largo!

Talo no tuvo voluntad para contradecirlo. Seguía embistiendo contra las cañas, buscando alcanzar el milagro de vislumbrar algún manchón blanco de la pelota en ese bosque. Y entonces lo vio. Un plano blanco entre las cañas, a un metro de sus pies.

—¡Hija de puta! —aulló. Arrancó hacia el lugar como un búfalo. Imaginó que volvía corriendo hacia la cancha con el cuero bajo el brazo. Le diría al Perita que sacara el lateral, que se la diera atrás a Norberto, y que Norberto le pegara derecho viejo al medio del área desde cuarenta metros. Y él iría con los demás en la última carga, al ataque todos, con el odio de la frustración empujándolo desde atrás. Saltaría, empujaría, arañaría, se apoyaría en los contrarios, se treparía por los hombros del arquero pero por Dios y la Virgen y sus propios hijos que llegaría a meter un cabezazo formidable para romper la red y ganarle definitivamente a esos negros de mierda. Iba a gritar el gol dentro del arco, hasta eviscerarse, hasta romperse una a una las cuerdas vocales.

Apartó las últimas cañas y lo vio. Un cuerpo caído, boca abajo, las moscas zumbando, locas, sobre la espalda de la chaquetilla blanca. Olió un olor fuerte y espantoso. Un pegote oscuro en la cabeza del caído. Otro pegote lacre, como pintura seca, junto a la boca en la cara torcida. Y al lado, como un perro fiel, la pelota. Talo pasó un pie sobre el cadáver, contuvo la respiración, y se inclinó para tomar la Tango. Se hizo de ella y volvió sobre sus pasos, derribando cuanta caña se cruzó a su paso. Corrió hacia la cancha gritando: «¡Vamos! ¡Vamos carajo! ¡Sacá vos, Perita!».

Quince minutos después, tirado entre los autos, aún jadeante, llorosos los ojos por la picazón intensa de la transpiración que le caía de las cejas pobladas, observando ya un poco más tranquilo el festejo de los de Saavedra, el Talo comprendió que por más que pasaran los años, los años de los años, nunca se borraría esa imagen terrible de su memoria: aquella pelota subiendo, subiendo, y yéndose bastante arriba del travesaño.