IX
La noche del 7 de marzo de 1991, mientras en el exterior caía una débil llovizna, Shangguan Jintong, director ejecutivo de Unicornio: Todo un Mundo de Sujetadores, estaba muy emocionado. Tenía la cabeza llena de ideas mientras daba vueltas por la tienda, muy contento, después de que se apagaran las luces. En el piso de arriba, las dependientas se reían. El dinero entraba a carradas. Como necesitaba más personal, había puesto algunos anuncios en televisión. Al día siguiente más de doscientas jóvenes se presentaron para solicitar empleo. Todavía excitado, apoyó la cabeza contra el escaparate y se puso a observar lo que sucedía en la calle. También quería despejarse y calmarse un poco. Las tiendas a ambos lados de la calle ya habían concluido su jornada y estaban cerradas. Sus anuncios de neón relampagueaban bajo la lluvia. El autobús número 8, una línea que se había inaugurado hacía muy poco, iba y venía entre la Colina de Arena y el Pozo de Ocho Lados.
Mientras Jintong estaba ahí de pie, un autobús se detuvo debajo del árbol de parasol que había enfrente del Restaurante Cien Pájaros. Una mujer joven se bajó. Durante un momento pareció ligeramente perdida, pero después se dio cuenta de dónde estaba Unicornio: Todo un Mundo de Sujetadores, y cruzó la calle. Jintong esperaba en el interior, a oscuras. Ella tenía puesto un impermeable color huevo de pato, pero llevaba la cabeza descubierta. Se había peinado el pelo, que era casi azul, hacia atrás, mostrando una frente amplia y brillante. Su pálido rostro parecía envuelto por la lúgubre neblina, y Jintong llegó a la conclusión de que habría enviudado muy recientemente. Después se enteró de que había acertado de pleno. Por algún motivo, la llegada de la mujer le atemorizó; tenía la extraña sensación de que la melancolía que ella emanaba había atravesado el grueso escaparate y se estaba diseminando por toda la tienda. Incluso antes de llegar al lugar, ya lo había convertido en un velatorio. Jintong sintió ganas de esconderse, pero ya era demasiado tarde. Era como un insecto paralizado por la mirada de un sapo depredador. La mujer del impermeable tenía precisamente esa clase de mirada penetrante. No se podía negar que sus ojos eran hermosos, hermosos pero atemorizadores. Se detuvo justo enfrente de Jintong. Él estaba en una zona oscura y ella debajo de la luz, con lo cual no debería haber podido verlo ahí de pie, delante de un expositor de acero inoxidable; pero evidentemente le había visto, y evidentemente sabía quién era. Sus intenciones estaban claras. Esos gestos que había hecho hacía un momento debajo del árbol de parasol, mirando hacia todos lados, sólo habían formado parte de una representación para confundirlo. Más adelante le diría que Dios la había guiado directamente hacia él, pero él no se lo creyó, pues estaba convencido de que todo formaba parte de un plan premeditado, sobre todo cuando se enteró de que la mujer, que se había quedado viuda hacía muy poco tiempo, era la hija mayor del director del Departamento de Radio y Televisión, el Unicornio, quien, según pensaba Jintong, estaba detrás de todo.
Parecían amantes que se encuentran. Ella estaba delante de él, separada sólo por un panel de cristal manchado con unas gotas de lluvia semejantes a lágrimas que se deslizaban por uno solo de los lados. Ella sonrió, mostrando un par de hoyuelos que, con el paso del tiempo, se habían convertido en arrugas. Incluso a través del cristal, Jintong pudo oler su agrio aliento de viuda, que hacía que en su corazón se empezaran a agitar unas poderosas olas de compasión. Jintong miró a la mujer como si fuera una amiga a la que hacía mucho tiempo que no veía, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Pero todavía más lágrimas brotaron de los de ella, empapándole completamente las pálidas mejillas. A él no se le ocurrió ningún motivo para no abrirle la puerta, así que se la abrió. Súbitamente, la lluvia comenzó a caer con más fuerza. Mientras el olor del aire frío y húmedo y el de la tierra embarrada entraban en la tienda, ella se lanzó a sus brazos como si fuera lo más natural. Sus labios buscaron los de Jintong. Las manos de él se deslizaron debajo del impermeable de ella y le agarró el sujetador, que parecía estar hecho de cartulina. El olor a tierra fría que salía de su pelo y de su cuello lo sacó de su trance, e inmediatamente le quitó las manos de encima, deseando no haberla tocado nunca. Pero del mismo modo que la tortuga que se ha tragado el anzuelo dorado, su deseo fue vano.
No se le ocurrió ningún motivo para no llevarla a su habitación privada.
Cerró con llave después de entrar, pero después le pareció que era inapropiado, por lo que se apresuró a abrir de nuevo antes de servirle un vaso de agua y ofrecerle asiento. Ella prefirió quedarse de pie y él se frotó las manos nerviosamente. Sentía desprecio por sí mismo, tanto por su acto provocativo como por su mal comportamiento. Si cortándose un dedo hubiera podido absolverse de sus propios pecados y retroceder media hora en el tiempo, lo habría hecho sin dudarlo ni un instante. Pero eso no era posible; ni siquiera cortándose un dedo lograría la absolución. La mujer a la que había besado y acariciado estaba de pie en su habitación privada tapándose la cara con las manos y gimoteando. Las lágrimas se le deslizaban entre los dedos y goteaban sobre su impermeable. No contenta con sus gemidos, empezó a berrear, mientras los hombros se le movían convulsivamente. Jintong se obligó a contener el asco que sentía por esta mujer, que olía como un animal que vive en una cueva, y la condujo a una silla giratoria italiana tapizada con cuero rojo. Pero en cuanto se hubo sentado, él la puso de nuevo de pie y le ayudó a quitarse el impermeable, que estaba empapado con una mezcla de lluvia, sudor, mocos y lágrimas. Fue entonces cuando Jintong se dio cuenta de que estaba ante una mujer verdaderamente fea: tenía la nariz aplastada, los labios protuberantes y la barbilla puntiaguda; su cara se parecía a la de una rata. ¿Cómo había logrado resultarle atractiva cuando estaba de pie frente al escaparate? Alguien me está tendiendo una trampa, sin embargo ¿quién? Pero todavía le esperaba una sorpresa más grande. En cuanto le quitó el abrigo, estuvo a punto de dar un grito de alarma. Lo único que llevaba esta mujer, cuya piel estaba cubierta de lunares oscuros, era un sujetador azul de Unicornio: Todo un Mundo de Sujetadores con la etiqueta con el precio todavía colgando. Con un gesto de vergüenza, se cubrió la cara con las manos. Poniéndose nervioso, Jintong se acercó corriendo a ella con el impermeable en las manos, para taparla, pero ella se lo quitó de encima. Entonces él cerró con llave, bajó las cortinas y le preparó una taza de café instantáneo.
—Jovencita —le dijo—, merezco la muerte, nada más y nada menos. Por favor, no llores. No hay nada que me moleste más que una mujer llorando. Si dejas de llorar, me puedes llevar a la policía mañana por la mañana, o puedes darme sesenta y tres bofetadas, o me arrodillaré y me golpearé la cabeza contra el suelo sesenta y tres veces… basta con que gimotees un poco para que yo me sienta desbordado por la culpa, así que te suplico… te suplico…
Sacó un pañuelo y le secó el rostro; ella se lo permitió, levantando la cara hacia él como un pajarito. Haz tu papel, Shangguan Jintong, pensaba él, hazlo pase lo que pase. Eres como un cerdo que recuerda la comida pero no los golpes, así que haz lo que sea necesario para sacarla de aquí. Después puedes ir al templo más cercano, encender un poco de incienso y dar gracias a Bodhisattva. Lo último que quieres es pasarte otros quince años en un campo de reforma mediante el trabajo.
Cuando hubo terminado de secarle la cara, cogió la taza de café con las dos manos.
—Toma, jovencita, bébete esto, por favor.
Ella le volvió a echar una mirada seductora. Él sintió como si diez mil flechas le atravesaran el corazón, abriéndole diez mil pequeños agujeros donde vivían diez mil serpenteantes gusanos. Con la expresión de alguien que está confuso de tanto llorar, ella se inclinó hacia Jintong y le dio un sorbo al café. Había dejado de llorar, pero seguía gimoteando como una niña pequeña, y Jintong, que había pasado quince años en un campo de reforma mediante el trabajo y otros tres en una institución para enfermos mentales, estaba empezando a enfadarse con ella por su actuación.
—Jovencita —le dijo, tratando de echarle el impermeable sobre los hombros—, se está haciendo tarde, ya es hora de que te vayas a casa.
Los labios de ella se separaron en una mueca y la taza de café que tenía en la mano siguió los contornos de su pecho y de su abdomen y se hizo añicos contra el suelo. ¡Crac! Entonces empezó a llorar de nuevo, esta vez más fuerte que antes, como si quisiera que toda la ciudad fuera testigo de su sufrimiento. Unas llamas de rabia se encendieron en el corazón de Jintong, pero no se atrevió a dejar que asomara ni una pequeña chispa. Afortunadamente, sobre la mesa había un par de bombones de chocolate envueltos en un papel dorado, como un par de minúsculas bombas. Cogió uno, le quitó el papel y le metió la oscura golosina en la boca.
—Jovencita —le dijo, apretando los dientes para que la voz le saliera pasablemente suave—, no llores. Cómete este bombón…
Ella lo escupió. Aterrizó en el suelo, donde dio un par de vueltas como un pequeño zurullo, ensuciando la alfombra de lana. La chica seguía llorando. Jintong le quitó el papel al segundo bombón de chocolate y también se lo metió en la boca. Ella no estaba de humor para obedecer a nadie, por lo que se disponía a escupirlo cuando él le tapó la boca con la mano. Entonces ella cerró el puño e intentó darle un tortazo. Él lo esquivó, agachando la cabeza de forma que su rostro quedó justo a la altura del sujetador azul, bajo el cual los pechos de ella, de un blanco lechoso, saltaban. El enfado de Jintong se esfumó y fue reemplazado por un sentimiento de compasión. Ahora que su razón había desaparecido, abrazó los helados hombros de ella. Después llegaron los besos y las caricias. El bombón de chocolate, derretido, sirvió para que sus labios se fusionaran.
Pasó un rato muy, muy largo. Él sabía que no había ninguna manera de librarse de esta mujer antes del amanecer, sobre todo ahora que se habían besado y abrazado con tanta fuerza. Mientras crecían sus sentimientos mutuos, crecía su sentido de la responsabilidad.
—¿Qué es lo que he hecho para disgustarte tanto? —le preguntó ella, entre lágrimas.
—Nada —contestó Jintong—. Soy yo el que me disgusta. Tú no me conoces. He pasado mucho tiempo en la cárcel y en un sanatorio mental. A cualquier mujer que se me acerque le esperan cosas terribles. No quiero hacerte ningún daño, jovencita.
—No hace falta que me expliques nada —dijo ella, tapándose la cara con las manos y poniéndose a sollozar de nuevo—. Sé que no soy suficientemente buena para ti… pero te amo, te he amado en secreto durante mucho tiempo… lo único que quiero es que me dejes quedarme a tu lado un rato… y me hagas una mujer feliz.
Dicho esto, se dio la vuelta, cruzó la habitación, se quedó quieta durante unos instantes y abrió la puerta.
Profundamente conmovido, Jintong se maldijo por su pequeñez de espíritu y por haber pensado tan mal de aquella mujer. ¿Cómo puedes dejar que alguien con un corazón tan puro, una viuda que ha sufrido tanto, se marche llena de tristeza? ¿Por qué eres tú mejor que ella? ¿Crees que un viejo verde como tú se merece el amor de una mujer? ¿De verdad vas a dejar que se marche en medio de la noche, bajo la lluvia? ¿Y qué pasará si se muere de frío, o si se encuentra con una de esas pandillas de gamberros?
Salió a toda prisa al pasillo y la alcanzó. Con los ojos todavía llenos de lágrimas, ella le echó los brazos al cuello y dejó que él la llevara de vuelta a su habitación. El olor de su pelo grasiento hizo que deseara haberla dejado marchar, después de todo, pero se obligó a acostarla en su cama.
Poniendo ojos de corderito, ella le dijo:
—Soy tuya. Todo lo que tengo es tuyo.