VI
Hacia el final de la década de los ochenta, la Oficina de Actividades Culturales del Departamento Municipal de Cultura decidió construir un parque de atracciones en la zona elevada que hasta entonces ocupaba la pagoda. El director condujo a un bulldozer rojo, a una docena, más o menos, de policías reasignados armados con cachiporras, a un testigo oficial de la Notaría Municipal y a periodistas de la televisión y de la prensa escrita hasta el lugar, y allí rodearon la casa que había enfrente de la pagoda. Entonces les leyó en voz alta a Jintong y a su madre la proclamación del gobierno:
«Después de un minucioso estudio, se ha determinado que la casa que hay enfrente de la pagoda es de propiedad pública y pertenece al Concejo de Gaomi del Noreste; no es, por lo tanto, propiedad privada de la familia Shangguan. Su casa se ha vendido por un precio justo y el dinero se ha entregado a su pariente Papagayo Han. La familia Shangguan está cometiendo una violación de la ley al ocupar la casa, y debe desalojar el lugar en menos de seis horas. De lo contrario, serán culpables de ocupación de un inmueble público sin autorización».
—¿Comprendéis lo que he leído? —les preguntó el director, con un tono agresivo y malhumorado.
Sentada tranquilamente en su cama, Madre le respondió:
—Vuestros tractores tendrán que pasar por encima de mi cadáver.
—Shangguan Jintong —dijo el director—, tu anciana madre ha perdido la cabeza, me temo. Ve a hablar con ella. Las personas sabias se adaptan a las circunstancias. Estoy seguro de que no quieres que el gobierno te considere un enemigo.
Jintong, que había pasado tres años en un sanatorio mental por atravesar el escaparate de la tienda y destrozar un maniquí, negó con la cabeza, obstinado. Tenía una prominente cicatriz en la frente, y sus ojos vidriosos mostraban la profundidad de sus trastornos mentales. Cuando el director sacó su teléfono móvil, Jintong cayó de rodillas, cogiéndose la cabeza con las manos y suplicando:
—Por favor, electrochoques no… electrochoques no… soy un trastornado mental…
—La vieja está perdiendo el juicio —dijo el director—, y el joven ya lo ha perdido. ¿Y ahora qué?
—Tenemos esto grabado en una cinta —dijo el testigo del gobierno—, ¡así que si no se marchan por su propio pie, tendremos que llevárnoslos nosotros!
El director le hizo una señal a los policías, que sacaron a Jintong y a su madre a rastras fuera de la casa. Ella, con el pelo canoso ondeándole al viento, luchó como un viejo león, pero Jintong, en cambio, se limitaba a suplicar:
—Por favor, no me den más electrochoques… electrochoques no… soy un trastornado mental…
Cuando su madre les opuso resistencia e intentó abrirse paso hacia las cabañas de paja, la policía la ató de pies y manos. Tenía tanta rabia que empezó a echar espuma por la boca antes de desmayarse.
La policía tiró los pocos y destartalados muebles y la ropa de cama, toda hecha jirones, al patio. Después, el bulldozer rojo levantó su enorme pala con una fila de dientes de acero y avanzó haciendo un gran estruendo y vomitando humo por su chimenea hacia la pequeña casa. En la mente de Jintong, venía a por él, y por eso se quedó muy pegado a la húmeda base de la pagoda, esperando a la muerte.
En ese momento crítico, Sima Liang, a quien no se veía desde hacía años, cayó del cielo en medio de todos.