V

Un magnífico día de primavera, Ji Qiongzhi elevó el estatus de Jintong: iba a encabezar una delegación formada por las personalidades más influyentes de Dalan y por los directores del Banco de la Construcción, el Banco de la Industria y del Comercio, el Banco Popular y el Banco de la Agricultura, a los que invitó especialmente, para hacer una visita a la Reserva Ornitológica Oriental. Lu Shengli, una mujer de porte majestuoso, aquel día se vistió de una forma muy sencilla, pero cualquier persona que tuviera una mínima idea podía darse cuenta de que precisamente esa sencillez era una declaración de elegancia, y que toda su ropa sencilla estaba hecha por diseñadores extranjeros.

Unas cuarenta lujosas limusinas, o más, se detuvieron junto a la puerta de la Reserva Ornitológica Oriental, de la que colgaban dos faroles de color rojo de tres metros de diámetro que contenían más de cien alondras de cuello plateado. Papagayo Han había adiestrado a los pájaros para que comenzaran a cantar en cuanto oyeran el sonido de los motores de los automóviles. Los faroles vibraban al son de las canciones de las alondras, música natural de insuperada e inolvidable belleza. El arco que techaba la puerta alojaba más de setenta nidos de vencejos dorados, también adiestrados con mano mágica por Papagayo Han. En una placa de madera que había junto a la puerta estaban escritos el nombre de los vencejos en inglés y una detallada descripción de las aves en chino y en inglés. Llamaba especialmente la atención el hecho de que los nidos casi transparentes tenían un alto valor nutricional. Cada uno de ellos costaba 3000 yuan. Para la ocasión, Geng Lianlian había instalado en secreto varios cientos de altavoces en los árboles de los alrededores que llenaban la zona con los sonidos grabados de reclamos. Justo al otro lado de la puerta había una serie de carteles donde decía: Los pájaros llaman, las flores cantan. En cada cartel había una palabra a tamaño gigante. Al principio, los observadores supusieron que la palabra «cantan» era un error, pero pronto se dieron cuenta de que estaba perfectamente elegida, puesto que las flores de la Reserva Ornitológica Oriental de hecho parecían estar cantando mientras se bamboleaban al compás de los reclamos de los pájaros, que eran casi ensordecedores. Una bandada de pollos silvestres muy bien entrenados realizó un baile de bienvenida en el medio del patio, juntándose por parejas y dando vueltas por el aire alternativamente, en perfecta sincronía con la música. ¡No pueden ser pollos silvestres! Tenía que tratarse de una bandada de jóvenes caballeros (con vistas a la continuidad estética, Papagayo Han solamente había adiestrado a pájaros varones), una bandada de jóvenes dandis que han formado un coro multicolor que encandilaba a los observadores. Geng Lianlian y Jintong condujeron a los visitantes al salón de actos de la reserva, donde Papagayo Han, vestido con un traje ceremonial que tenía unas flores rojas bordadas, los estaba esperando con la batuta en la mano. Su aspecto era impresionante. Una vez que los visitantes estuvieron dentro, una joven asistente apretó un interruptor. El salón se llenó de luz y veinte papagayos atigrados que estaban posados en una percha horizontal, justo enfrente de la entrada, cantaron al unísono: «¡Bienvenidos, bienvenidos, bienvenidos de todo corazón; bienvenidos, bienvenidos, bienvenidos de todo corazón!». Los visitantes les respondieron con un aplauso clamoroso. Antes de que su eco se hubiera apagado, una bandada de pequeños luganos salió volando. Cada uno de ellos llevaba un trozo de papel rosa doblado en el pico, que dejaron caer sobre las manos de los visitantes. Al desdoblarlos, leyeron lo siguiente: ¡Os saludamos, honorables personalidades! Los receptores chasquearon la lengua, maravillados. Después aparecieron dos mainás vestidos con unas chaquetas rojas y unos pequeños sombreros verdes. Balanceándose, se acercaron hasta un micrófono que había en el medio del escenario, y uno de ellos anunció altaneramente: «Señoras y caballeros, ¿qué tal están?». El segundo mainá lo tradujo a un perfecto inglés. «Gracias por honrarnos con su presencia. Agradeceremos sus valiosos consejos» (otra vez traducido al inglés). El director del Departamento Municipal para el Comercio, que sabía mucho inglés, comentó: «Puro inglés de Oxford». «Ahora, para que disfruten, les ofreceremos una versión del Himno de la liberación de las mujeres, interpretado por Mainá de Montaña». Un mainá de montaña, vestido con un traje de color violeta, se acercó caminando hasta el micrófono y le hizo una reverencia al público, tan profunda que todos pudieron verle dos manchas amarillas que tenía en la parte de atrás de la cabeza. Después dijo: «Hoy voy a interpretar una canción histórica que le dedico respetuosamente a la Alcaldesa Ji. Espero que a todos les guste. Gracias». Otra profunda reverencia expuso ante la vista del público las dos manchas, mientras diez canarios subieron al escenario dando pequeños saltitos para cantar los primeros compases con sus encantadoras voces. El mainá de montaña comenzó a moverse y su voz se elevó por el aire, cantando:

En la sociedad antigua, las cosas eran así:

Un pozo, un pozo oscuro y seco, muy profundo, en el suelo.

La gente corriente aplastada y las mujeres en lo más bajo, en lo más bajo de todo.

En la sociedad nueva, las cosas son así:

Un sol, un sol brillante y cálido, muy alto, sobre las cabezas de los campesinos.

Las mujeres tienen la libertad deponerse en pie en lo más alto, en lo más alto de todo.

La canción concluyó en medio de un aplauso atronador. Lianlian y Jintong le echaron una mirada furtiva a Ji Qiongzhi para ver cuál era su reacción. Estaba sentada tranquilamente, sin aplaudir ni gritar ni exteriorizar ningún sentimiento de aprobación. Lianlian empezó a retorcerse.

—¿Qué es lo que le pasa? —le preguntó en voz baja a Jintong, dándole un ligero codazo. Él sacudió la cabeza.

Lianlian se aclaró la garganta para que todo el mundo le prestara atención.

—Ahora quiero invitar a nuestros honorables visitantes al comedor. Debido a que la Reserva Ornitológica Oriental es una empresa nueva y tiene unos fondos limitados, sólo les podemos ofrecer una cena modesta. Nuestro chef ha preparado un «banquete de cien pájaros» en su honor.

La aviaria pareja de maestros de ceremonias se acercaron a toda prisa al micrófono para anunciar al unísono:

—Banquete de cien pájaros, banquete de cien pájaros, abundantes delicias. Desde avestruces hasta colibríes. Desde patos reales hasta pollos de plumaje azul. Grullas de cresta roja y tórtolas de cola larga. Avutardas e ibis, picogordos y patos mandarines, pelícanos y periquitos. Aves roe amarillas, tordos y pájaros carpinteros. Cisnes, cormoranes, flamencos…

Ji Qiongzhi salió con una expresión muy seria en la cara antes de que los mainás terminaran la lista de todas las aves que había en el menú. Sus subordinados la siguieron a regañadientes. En cuanto hubo entrado en su coche, Lianlian dio una patada al suelo, enfadada, y gruñó:

—¡Qué bruja! ¡Una maldita aprovechada!

Al día siguiente, Geng Lianlian recibió una transcripción de las partes más relevantes de una reunión que se había celebrado en el Ayuntamiento. «¿Una reserva ornitológica? —había dicho Ji Qiongzhi—. ¿Quieren dinero del gobierno? ¡No recibirán ni un céntimo mientras yo sea la alcaldesa de esta ciudad!».

Lianlian soltó una risita cuando llegó la noticia.

—Vieja de mierda. Pero nosotros vamos a seguir sin bajarnos del burro, cantando nuestra canción, y ya veremos lo que sucede.

Después le dio instrucciones a Jintong para que enviara los regalos, que ya habían preparado, a los hogares de la gente que había ido a ver el espectáculo, excepto a Ji Qiongzhi. Entre los regalos se incluían medio kilo de nido de golondrina y un ramillete de plumas de pavo real. Los visitantes más importantes, es decir, los directores de bancos, recibirían medio kilo adicional de nido de golondrina.

Jintong dudó.

—Yo… no puedo hacer esa clase de cosas.

En menos de un segundo, los ojos grises de Lianlian se convirtieron en ojos de serpiente.

—No puedes hacerlo —dijo gélidamente—. Entonces me temo que tendré que pedirte que busques trabajo en otra parte, tío. Quién sabe, tal vez esa maravillosa profesora tuya te encuentre un puesto oficial en algún sitio.

—Podemos poner al tío de portero, o algo así —propuso Papagayo Han.

—¡Cállate! —le dijo entre dientes Lianlian—. Será tu tío, pero no es el mío. Esto no es una residencia de la tercera edad.

—Te recomiendo que no mates y te comas al burro cuando ha terminado de trabajar en la noria —masculló Papagayo.

Lianlian tiró la taza de café que tenía en la mano hacia la cabeza de Papagayo. De sus ojos surgieron unos rayos amarillos, su boca se abrió salvajemente y dijo:

—¡Salid de aquí, salid de aquí echando leches! ¡Los dos! ¡Si me hacéis enfadar, os voy a usar de alimento para las águilas!

Aterrorizado, Jintong se apoyó las dos manos sobre el pecho.

—Es todo culpa mía, sobrina. Debería morirme mil veces. No soy humano, soy la escoria de la sociedad. No la tomes con mi sobrino. Me iré de aquí. Me habéis alimentado, me habéis proporcionado ropa, y os devolveré todo lo que os debo, aunque tenga que dedicarme a recoger basura o botellas vacías.

—¡Qué buena idea! —se burló Lianlian—. Eres un maldito imbécil. Cualquiera que se haya pasado la vida colgando de la boca, aferrado a los pezones de las mujeres, es inferior a un perro. Si yo fuera tú, ya me habría colgado de un árbol hace mucho tiempo. El Pastor Malory plantó una semilla de dragón, pero lo único que cosechó fue una pulga. No, tú no eres una pulga. Una pulga puede, al menos, saltar por el aire, muy alto. En el mejor de los casos, eres una chinche apestosa, y tal vez ni siquiera llegues a eso. ¡Eres como un piojo que llevara tres años pasando hambre!

Tapándose las orejas, Jintong huyó de la Reserva Ornitológica Oriental, pero por muy rápido que corriera, las afiladas pullas de Lianlian le seguían hiriendo. Presa de la confusión, se dirigió a un campo de cañas que estaban todas amarillentas y marchitas debido a que no habían sido cortadas desde el año anterior. Las cañas nuevas ya habían crecido unos quince centímetros. Penetró hasta lo más profundo del campo y, momentáneamente, quedó incomunicado con el mundo exterior. El viento hacía susurrar las plantas secas; el olor amargo de las plantas nuevas se elevaba desde el suelo embarrado. El corazón estaba a punto de partírsele y, cayendo al suelo, comenzó a llorar lastimeramente, aporreándose su gran y torpe cabeza con las manos llenas de fango. Como si fuera una ancianita, se puso a gritar entre sollozos: «¿Por qué me dejaste nacer, Madre? ¿Cómo has podido criar un trozo de basura tan inútil como yo? Tendrías que haberme tirado al retrete justo después de nacer. ¡Madre, he vivido la vida como alguien que no es ni humano ni demonio! Los adultos se han metido conmigo, los niños se han metido conmigo, los hombres se han metido conmigo, las mujeres se han metido conmigo, los vivos se han metido conmigo, los muertos se han metido conmigo… Madre, ya no puedo más, ha llegado la hora de que abandone este mundo. ¡Señor del Cielo, abre los ojos, mátame lanzándome un rayo! Madre Tierra, ábrete y trágame. ¡Madre, ya no lo soporto más! Me ha insultado y me ha vilipendiado a la cara…».

Cuando se agotó de llorar y de gritar, se acostó en el suelo embarrado, pero estaba tan incómodo que tuvo que levantarse de inmediato. Se sonó la nariz, que se le había puesto roja de tanto llorar, y se secó las lágrimas de la cara. Había sido un buen llanto, y ahora se sentía mucho mejor. Entonces se fijó en un nido de alcaudón que había entre las cañas, y después en una serpiente deslizándose por el suelo. Se quedó petrificado durante unos instantes, pero después se alegró de no haberle dado a la serpiente la oportunidad de treparle por la pernera del pantalón. El nido del alcaudón hizo que se acordara otra vez de la Reserva Ornitológica Oriental. La serpiente hizo que pensara en Geng Lianlian, y entonces el corazón se le fue llenando lentamente de rabia. Le dio una fuerte patada al nido, pero como estaba atado a las cañas con tallos de cola de caballo, el nido se quedó donde estaba y además él estuvo a punto de perder el equilibrio. Entonces desató el nido, lo tiró al suelo y lo pisoteó hasta aplastarlo con los dos pies. «¡Maldita Reserva Ornitológica de porquería! ¡Hijo de perra! ¡Esto es lo que te mereces! ¡Te voy a aplastar y a borrar de la faz de la tierra! ¡Hijo de perra!». Dar tantos pisotones y patadas hizo que aumentaran su valor y su furia, así que se agachó y arrancó una caña, con tan mala suerte que se cortó la palma de la mano con su afilada hoja. Ignorando el dolor, levantó la caña por encima de su cabeza y se fue en busca de la serpiente. Se la encontró deslizándose entre los capullos morados de las cañas más jóvenes. Avanzaba a toda prisa por el suelo. «¡Geng Lianlian! —gritó, levantando de nuevo la caña sobre su cabeza—, ¡eres una serpiente venenosa! ¡Te equivocaste metiéndote conmigo, y ahora tu vida me pertenece!». Golpeó con la caña con todas sus fuerzas. No sabía si le había dado a la serpiente en la cabeza o en el cuerpo, pero estaba seguro de que le había dado porque se curvó inmediatamente, levantó la cabeza, que atravesaban unas cuantas rayas negras, y se puso a silbar, mirándole fijamente con sus maliciosos ojos grises. Jintong se estremeció y se le puso el vello de punta. Estaba a punto de golpearla otra vez con la caña cuando la serpiente comenzó a deslizarse hacia él. Llamando a su madre a gritos, tiró la caña al suelo y se alejó de allí lo más rápido que pudo, sin preocuparse por los cortes en la cara que se hacía con las afiladas hojas al correr. No se detuvo a recuperar el aliento hasta que estuvo seguro de que la serpiente no le había seguido. Ya no le quedaba nada de fuerza en los músculos, la cabeza le daba vueltas y se sintió, de repente, muy débil. Además, su estómago rugía de lo vacío que estaba. En la distancia, la puerta con forma de arco de la Reserva Ornitológica Oriental destellaba bajo la brillante luz del sol. El graznido de las grullas se elevaba hasta las nubes. En la época que acababa de dejar atrás era la hora del almuerzo. El dulce aroma de la leche fresca, el olor del pan y la fragancia de las codornices y los faisanes se le aparecieron súbitamente, todos a la vez, y comenzó a arrepentirse de haber sido tan impulsivo. ¿Por qué me fui? ¿Qué me hubiera costado entregar unos pocos regalos? Se dio una bofetada. No le dolió, así que volvió a hacerlo. Esta vez le picó un poco. Se armó de valor y se pegó un tortazo. Le dolió tanto que dio un salto en el aire. Tenía un dolor punzante en la mejilla. «¡Shangguan Jintong, eres un bastardo por haber permitido que tu obsesión por guardar las apariencias te cause tanto sufrimiento!», se insultó en voz alta. Sus pies le llevaron hacia la Reserva Ornitológica Oriental. Sigue. Un hombre de verdad sabe cómo ir con la cabeza bien alta cuando tiene que hacerlo, y cómo agacharse cuando es necesario agacharse. Pídele perdón a Geng Lianlian, admite que te equivocaste y suplícale que te deje volver. ¿Para qué sirven las apariencias cuando uno ha caído tan bajo? ¿Las apariencias? Eso es un lujo para la gente adinerada, no para la gente como tú. Que te haya llamado una chinche apestosa no te convierte en una. O, ya puestos, en un piojo. Se reprendió a sí mismo, se enrabietó consigo mismo, se compadeció y se perdonó a sí mismo, sintió su propio dolor, se explicó a sí mismo lo que estaba pasando, se descubrió a sí mismo dando vueltas alrededor del problema, se dio una lección a sí mismo y, antes de que pudiera darse cuenta, se encontró ante la puerta de la Reserva Ornitológica Oriental.

Estuvo un rato caminando de un lado para otro, sin decidirse a hacer nada. A veces reunía coraje y se disponía a entrar, pero se arrepentía justo cuando estaba a punto de hacerlo. Cuando un hombre de verdad dice que se larga, ni cuatro caballos pueden retenerlo. Si aquí no hay lugar para mí, lo habrá en otra parte. Un buen caballo no come la hierba que ha pisoteado. No pienso agachar la cabeza aunque me muera de hambre. Voy a mantenerme erguido en el viento aunque me muera de frío. Lucharé por hacer un buen papel, pero no por un poco de pan. Tal vez nos falte comida, pero nos sobra voluntad. Todo el mundo tiene que morir alguna vez, y tenemos que dejar un nombre para la historia. Se estuvo diciendo todas estas frases hechas, tratando de reforzar su decisión, pero en cuanto se alejaba unos cuantos pasos, daba media vuelta y regresaba frente a la puerta. Jintong se enfrentaba a un dilema. Esperaba, contra toda esperanza, encontrarse casualmente con Papagayo Han o con Lianlian ahí mismo, en la puerta. Pero luego escuchó que Papagayo Han gritaba algo y salió corriendo y se ocultó detrás de un árbol. Ahí se quedó, escondido, muy cerca de la puerta, hasta que se puso el Sol. Entonces le echó un vistazo a la casa y vio que la ventana de Lianlian estaba suavemente iluminada, y la melancolía se adueñó de su estado de ánimo. Continuó mirando pero no se le ocurrió nada, y al final se dio la vuelta y se forzó a ponerse en marcha en dirección a la ciudad.

Fue el olor a comida lo que lo llevó, instintivamente, hasta el mercado nocturno de tentempiés de la ciudad. Originalmente, ahí se había ubicado el centro de entrenamiento en artes marciales, pero ahora era el lugar donde se vendían sabrosos refrigerios. Cuando llegó, las tiendas todavía estaban abiertas. Sus brillantes luces de neón se encendían y se apagaban. Los tenderos holgazaneaban en la entrada de las tiendas, escupiendo cáscaras de pipas de sandía mientras esperaban en vano a algún cliente. La escena que se desarrollaba en la calle adoquinada era bastante más acogedora. El asfalto refulgía, mojado, y ambos lados de la calle estaban iluminados con lámparas eléctricas que daban una cálida luz roja. Los propietarios de los puestos callejeros iban vestidos con uniformes blancos y altos sombreros. En la entrada había un cartel que decía:

EL SILENCIO ES ORO

AQUÍ TU BOCA ES PARA COMER, NO PARA HABLAR

TU COLABORACIÓN SERÁ RECOMPENSADA

A Jintong jamás se le había ocurrido que las reglas del mercado de la nieve se abrirían paso hasta este pequeño mercado de tentempiés. Una neblina rosácea se elevaba por encima de la calle gracias a las lámparas rojas, enmarcando a los propietarios de las tiendas mientras estos hacían señas a la gente que pasaba con los ojos y con las manos, y proporcionándole un aura furtiva y misteriosa a la zona. Las pandillas de chicos y chicas, vestidos con ropas de colores brillantes y alegres, con los brazos entrelazados o pasándose la mano por encima del hombro, abrazados, echaban miradas al pasar pero observaban escrupulosamente la prohibición de hablar. Formaban parte de un majestuoso espectáculo y compartían el extraño y divertido estado de ánimo de lo que no era ni un juego ni una broma. Parecían pequeñas bandadas de pájaros que se tambaleaban hacia un lado y hacia el otro y picoteaban aquí y allá. Los compradores y los vendedores se veían igualmente atrapados en la seriedad del momento. Cuando Jintong puso un pie en esta calle silenciosa, tuvo la inmediata sensación de regresar a sus raíces y, por un momento, se olvidó de su hambre y de la humillación que había sufrido aquella mañana. Le dio la sensación de que el silencio había derribado todas las barreras que separan a la gente.

Un poco después de medianoche, un frío y húmedo viento del Sudeste lo cubrió como la piel de una serpiente. Había estado caminando de un lado para otro y finalmente había regresado al mercado nocturno, que ya había cerrado, para refugiarse allí. Las lámparas rojas ya estaban apagadas, con lo cual solamente unas pocas y tenues farolas iluminaban la calle, ahora llena de plumas y pieles de serpiente. Los trabajadores de la limpieza estaban barriendo los desperdicios. Algunos jóvenes gamberros estaban involucrados en una pelea a puñetazos en la que nadie decía ni una palabra. Cuando le vieron, dejaron de golpearse y se quedaron observándole. Intercambiaron unas miradas, uno de ellos dio una señal con los ojos y cayeron como un enjambre sobre Jintong. Antes de que se diera cuenta de lo que estaba pasando, se encontró en el suelo, despojado de su traje, sus zapatos y todas las demás cosas que llevaba salvo la ropa interior. Después, dando un fuerte silbido, sus torturadores desaparecieron como un cardumen de peces en medio del océano.

Jintong se lanzó en persecución de los gamberros ladrones, subiendo por una oscura calle, bajando por otra, medio desnudo y descalzo. Guardar silencio ya no le preocupaba en absoluto, y alternaba insultos con lamentos. Las plantas de sus pies, que habían quedado blandas y suaves tras su paso por el balneario, sufrían al contacto con los trozos de ladrillos y de baldosas que había por el suelo. Simultáneamente, el helador aire de la noche le cortaba la piel, que le había quedado más tierna que nunca gracias a la masajista tailandesa. En aquel momento, se dio cuenta de que la gente que ha pasado años en el Infierno no sufre especialmente sus suplicios, pero no les ocurre lo mismo a aquellos que han vivido en circunstancias más celestiales. Ahora le parecía que lo habían enviado al nivel más bajo del Infierno, y se sentía más desgraciado de lo que nunca se había sentido. Se acordó del agua hirviendo de las saunas del balneario, y eso hizo que le pareciera que el frío amargo le penetraba en los huesos hasta el tuétano. Cuando pensó en los días de pasión que había pasado junto a Vieja Jin, se recordó a sí mismo que entonces también había estado desnudo, pero entonces estar desnudo era placentero. ¿Y ahora? Recorriendo las calles, a altas horas de la noche, se sentía como un zombi.

Los perros habían sido prohibidos, en la ciudad, por orden municipal. Una docena, más o menos, de perros abandonados, había convertido unos montones de basura en su hogar. Había algunos pastores alemanes de aspecto fascista, mastines que se comportaban como leones, shar-peis a los que se les estaba cayendo la piel, y algunas otras razas. A veces comían tanto, quedaban tan llenos de alimentos, que envenenaban el aire con sus pedos. En otras ocasiones, por el contrario, pasaban tanta hambre que apenas eran capaces de arrastrarse. Los perreros del Departamento Municipal de Protección del Medio Ambiente eran sus enemigos mortales. Hacía no mucho tiempo, Jintong se había enterado de que el hijo de Zhang Huachang, el director de ese departamento, había sido escogido entre los cientos de niños de una guardería por una jauría de perros salvajes, que se lo habían llevado y lo habían devorado. El hijo de Zhang estaba montando en un tiovivo cuando un perro lobo negro cayó como un águila, planeando desde un puente colgante, y aterrizó precisamente en el asiento que ocupaba el pobre niño. Le cogió el cuello entre sus fauces mientras una variopinta jauría de chuchos salió de su escondrijo para escoltar al perro lobo y protegerlo. Pasaron, sin darse ninguna prisa, junto a los profesores de la guardería, que se habían quedado petrificados, y se llevaron al hijo del director del departamento. La famosa figura radiofónica, el Unicornio, dedicó unos cuantos programas a este atemorizador incidente que se emitieron por la emisora local y en los que se llegó a la sorprendente conclusión de que la jauría de perros se trataba, en realidad, de los miembros de una banda de delincuentes disfrazados. Cuando Jintong vestía ropas limpias y comía como un rey, esta noticia no le había causado ninguna impresión. Pero ahora no podía pensar en otra cosa. La ciudad, entonces, había acuñado el lema: «Ama a tu ciudad y mantenía bien limpia», y la recogida de basuras se había convertido en una de las prioridades, por lo que los perros habían quedado reducidos a piel y huesos. Los perreros iban armados con rifles automáticos importados y con rayos láser en la mirilla, cosa que obligaba a los perros a pasar el día escondidos en las alcantarillas, sin atreverse a salir. Sólo subían al suelo por la noche, para buscar comida. Ya habían matado al shar-pei que pertenecía a los dueños de una tienda de muebles, y se lo habían comido. Jintong, con sus carnes tentadoramente desnudas, corría el peligro de convertirse en el siguiente plato.

El mastín se acercó a él caminando sobre unas patas que eran tan grandes como los puños de una persona. Sus colmillos brillaban entre sus labios levantados hacia arriba. De lo más profundo de su garganta surgieron diversos gruñidos. Dos perros lobos que podrían ser gemelos estaban justo detrás de él, uno a cada lado, como si fueran su escolta. En sus largas y delgadas caras había una expresión siniestra. Varios otros chuchos venían detrás.

Estaban a punto de atacarlo. El pelaje del lomo se les había erizado. Lentamente, Jintong comenzó a retroceder tras agacharse y coger un par de piedras negras. Su primer impulso había sido darse la vuelta y salir corriendo, pero entonces se había acordado de un consejo que le había dado Hombre-pájaro Han en una ocasión: «Cuando estás cara a cara con un animal salvaje, lo peor que puedes hacer es correr. No hay ningún animal de dos patas que corra más que uno de cuatro. Tu única oportunidad es mirarlo fijamente hasta que baje la mirada».

Los perros siguieron avanzando, seguros de que ese gran trozo de carne tierna que había enfrente de ellos estaba a punto de sufrir un ataque de nervios, acercándose más y más a la parálisis absoluta. Le empezaron a fallar los pasos mientras sentía que sus piernas se le volvían de goma y su cuerpo se tambaleaba de un lado al otro. Las piedras estaban a punto de resbalársele de las manos y el fétido sudor característico del miedo rezumaba por todos sus poros.

A Jintong se le estaban poniendo los ojos vidriosos. Las piedras se le cayeron al suelo. Entonces supo que el momento de su liberación de las preocupaciones mundanas había llegado. Pero ¿cómo podía ser que su vida en la tierra terminara en los estómagos de unos perros callejeros? Exhausto, se acordó de su madre y se acordó de Vieja Jin, que con su único pecho, podía medirse a cualquier hombre vivo y nunca dejaría de ganarle. No tenía energía para seguir pensando esta clase de cosas. Se sentó en unos escalones y su único deseo fue que los perros acabaran con él rápidamente. Odiaba pensar que tal vez dejarían una pierna, o algo así. Zamparos hasta el último trozo, lamed hasta la última gota de sangre y dejad que la desaparición de Shangguan Jintong sea un misterio completo.

Un ternero díscolo vino a rescatar a Jintong. Fue un cabeza de turco milagroso. El ternero, gordo y grasiento, con un pelaje que parecía de fino satén, se había escapado de una carnicería cercana. Su carne era evidentemente más abundante que la de Jintong, por lo que los perros abandonaron su ataque a este en cuanto posaron la mirada en el gordo ternerito. Jintong miró cómo el ternero, aterrorizado, salía corriendo para meterse justo en medio de la jauría. Dando un certero salto, el mastín hundió sus colmillos en el cuello del ternero. Con un gemido lastimero, este cayó al suelo de lado, y los perros lobos se lanzaron a por su vientre, desgarrándolo y abriéndolo en un instante. El resto de los perros se unió a la matanza; prácticamente levantaban al ternero en el aire mientras lo despedazaban, miembro a miembro.

Jintong salió corriendo, evitando las calles oscuras. La próxima vez, Dios lo sabe, si vuelvo a encontrarme con esos perros, no habrá ningún ternero que venga a mi rescate. Ahora estoy al descubierto. Seguro que tendré más suerte si voy donde está la gente y trato de agenciarme unos harapos para cubrirme el cuerpo. Si todo lo demás falla, iré a casa de Madre. Si es necesario, seguiré sus pasos y me dedicaré a hurgar en la basura; ya he tenido una buena vida estos últimos años con Vieja Jin y Geng Lianlian. Y si me muero ahora, a los cuarenta y dos años, ¿qué más da?

No había ningún lugar que estuviera más al descubierto que la plaza del mercado de la ciudad, con su cine, que tenía un museo a un lado y una biblioteca al otro. En el frente de los tres edificios había unos altos escalones; todos tenían luces giratorias y paredes de cristal azul que se elevaban hacia el cielo. A menudo había pasado junto al cine en el coche de Lianlian, pero nunca se había dadlo cuenta de lo grande que era. Ahora, en su papel de Príncipe Jintong abandonado por la fortuna, vagabundeó solitario por la plaza y le pareció inmensa, vista al completo. La plaza estaba cubierta con unas baldosas octogonales de cemento. El dolor que sentía en los pies lo estaba matando. Se miró una de las plantas; tenía al menos diez ampollas del tamaño de uvas, algunas de las cuales ya habían reventado y rezumaban un líquido claro. Las que estaban llenas de sangre eran lais que más dolían. Cuando vio unas cuantas deposiciones de animales, en el suelo de la plaza, se imaginó que eran mierdas de perro; esa idea le hizo sentir terror.

Una ráfaga de viento hizo que algunas bolsas de plástico pasaran agitándose por el aire, junto a él. Salió corriendo trias ellas a pesar del dolor que sentía en los pies. Cogía una y se ponía a perseguir a otra, dejando unas huellas ensangrentadas por toda la plaza. La segunda bolsa se quedó enganchada en las ramas de: un acebo, así que la atrapó y se quedó sentado a pesar de que el viento helado y las baldosas frías le causaban un punzante dolor en el recto, envolviéndose los pies con las bolsas de plástico; entonces: se dio cuenta de que había muchas otras atrapadas en las ramas del árbol, y con un frenesí loco pero lleno de felicidad, las cogió todas y se envolvió los pies con ellas. Después se levantó y comenzó a andar de nuevo, satisfecho al ver que las plantas de sus pies pisaban sobre algo más mullido y cómodo, y que los penetrantes dolores de antes apenas se notaban. El ruido que hacía al pisar con aquellos pies de plástico viajaba hasta muy lejos.

El retumbar de las máquinas pesadas llegaba hasta él desde la orilla del Río de los Dragones. Aquí, en el distrito rebautizado Osmanthus, la gente estaba en su casa durmiendo tranquilamente. Todas las luces de la zona estaban apagadas salvo urnas pocas que iluminaban algunas ventanas de la Mansión Osmanthus, recientemente construidas, que se encontraban al sudeste de donde estaba él y era el edificio más lujoso de la ciudad. Finalmente decidió dirigirse hacia la pagoda y quedarse con su madre. Ahora ya no volvería a apartarse de su lado, pasara lo que pasara. Si por eso se le consideraba un caso irrecuperable, así sería. Tal vez no podría cenar huevos de avestruz, o bañarse en una sauna, pero no tendría que volver a preocuparse por caer tan bajo, por tener que caminar solo por la calle, medio desnudo, con bolsas de plástico en lugar de zapatos.

A lo largo del recorrido pasó junto a un montón de tiendas y le llamó la atención un brillante escaparate; se detuvo, aunque no habría debido hacerlo, frente a seis maniquíes vestidos a la moda que se encontraban frente a la ventana. Tres eran masculinos y tres femeninos. Lo que le llamó la atención, además de las cabelleras doradas o de color negro azabache, de sus elegantes e inteligentes frentes, de sus narices elevadas, de sus pestañas rizadas, de la expresión de ternura que tenían en los ojos y de los labios suaves y rojizos de los maniquíes femeninos fue, por supuesto, los pechos, altos y redondeados. Cuanto más los miraba, más le parecía que estaban a punto de cobrar vida. El dulce aroma de los pechos femeninos atravesaba el cristal del escaparate y le calentaba el corazón. No recuperó el buen juicio hasta que se golpeó la cabeza contra el frío cristal. Temiendo que su locura iba a apoderarse de él de nuevo, y que esta vez ya nunca lo abandonaría, se obligó a darse la vuelta y a marcharse mientras tuviera la cabeza despejada. Pero no había ido muy lejos cuando volvió sobre sus pasos y, levantando las manos al cielo en un gesto de súplica, dijo: «¡Por favor, Señor, déjame tocarlos! Necesito tocarlos. Nunca volveré a pedirte nada más en toda mi vida».

Se lanzó contra los maniquíes y sintió cómo se resquebrajaba el cristal, pero no oyó ningún ruido. Cuando extendió los brazos para tocarles los pechos, los maniquíes cayeron al suelo. Él se tiró sobre ellos, puso la mano sobre un pecho rígido y entonces se dio cuenta, horrorizado: «¡Dios mío, no tiene pezón!».

Los ojos y la boca se le llenaron de un líquido salado y agrio mientras caía a un abismo sin fondo.