IV
Excepto por el hecho de que su cabeza era más bien pequeña, la mujer de Papagayo Han, Geng Lianlian, era realmente una mujer despampanante, especialmente su tipo. Tenía las piernas largas, las caderas hermosas y redondeadas, la cintura estrecha y delicada, los hombros finos, los pechos bien formados y un cuello largo y recto. Del cuello para abajo, no había ningún motivo de queja, puesto que lo había heredado todo de su madre, la culebra de agua. Cuando pensaba en su madre, Jintong se acordaba de aquella noche tormentosa que había pasado en el molino, hacía muchos años, en la época de la guerra civil. Su cabeza, pequeña y plana como la hoja de una pala, se bamboleaba bajo la lluvia y entre la niebla de las primeras horas de la mañana, y realmente parecía ser tres partes mujer y siete partes culebra.
Después de que Vieja Jin lo despidiera, Jintong estuvo vagabundeando por las calles y las callejuelas de la cada vez más próspera ciudad de Dalan. No se atrevía a ir a casa a ver a su madre. Le había enviado el dinero que cobró como indemnización; a pesar de que para enviarle el giro había tenido que estar tanto tiempo haciendo cola en la oficina de correos como habría tardado en llevárselo hasta la pagoda, a pesar de que ella tendría que ir a la misma oficina de correos a recoger el dinero y a pesar de que el empleado de allí se quedaría muy sorprendido por su forma de actuar, eso era lo que había hecho.
Cuando sus pasos lo llevaron hasta el distrito de la Colina de Arena, descubrió que la oficina del Departamento de Cultura había erigido dos monumentos en la colina. Uno conmemoraba a los setenta y siete mártires que los Cuerpos de Restitución de la Tierra a sus Dueños habían enterrado vivos. El otro conmemoraba la valiente lucha contra los imperialistas alemanes llevada a cabo por Shangguan Dou y Sima Daya, que habían dado su vida por la causa hacía casi un siglo. El texto, escrito en una prosa clásica prácticamente incomprensible, hizo que a Jintong la cabeza se le pusiera a dar vueltas y que sus ojos casi se le salieran de las órbitas. Un grupo de chicos y chicas —estudiantes universitarios, a juzgar por su aspecto— se había reunido alrededor de los monumentos. Todos hablaron de ellos animadamente antes de juntarse para sacarse una foto de grupo. La chica de la cámara llevaba unos pantalones muy ajustados de color gris azulado cuyos extremos, acampanados, estaban todos cubiertos de arena blanca. A la altura de las rodillas estaban desgarrados de forma asimétrica. Encima llevaba un jersey amarillo de cuello vuelto increíblemente abultado que le colgaba desde los hombros como la papada de una vaca. En el pecho se había prendido una insignia del Presidente Mao y, sobre el jersey, todavía llevaba de manera informal un chaleco con bolsillos de todos los tamaños. Estaba agachada por la cintura, levantando la espalda al aire como un caballo que está haciendo sus cosas.
—¡Bueno! —dijo—. No os mováis. ¡He dicho que no os mováis!
Después empezó a buscar a alguien que les sacara la foto. Su mirada se posó en Jintong, que todavía llevaba el conjunto que le había regalado Vieja Jin. La chica dijo algo en un idioma extranjero que él no comprendió, aunque se dio cuenta de que ella le había tomado por un turista.
—¡Oye, chica, si me hablas en chino podré entender lo que dices!
Ella tragó saliva, probablemente sorprendida por su fuerte acento local. ¡Que alguien de una tierra lejana venga a China y realmente aprenda el dialecto de Gaomi del Noreste es algo impresionante!, supuso él que ella estaría pensando, e incluso él soltó un suspiro. Qué maravilloso sería que un extranjero de verdad pudiera hablar como alguien de Gaomi del Noreste. Pero, por supuesto, alguien así ya había existido: el sexto yerno de la familia Shangguan, Babbitt. Por no mencionar al Pastor Malory, que hablaba chino mejor que Babbitt.
—Señor —dijo la chica sonriendo—, ¿le importaría sacarnos una foto?
Contagiado por su vitalidad, Jintong se olvidó por un momento de su situación, se encogió de hombros y puso una cara que había visto que los extranjeros ponían en las películas. Resultó muy convincente. Cogió la cámara que ella le dio y la observó explicarle qué botón tenía que apretar; después dijo «okay» e hizo algunos comentarios en ruso. Eso produjo el efecto deseado: la chica lo miró con evidente interés antes de darse la vuelta y salir corriendo hacia los monumentos, donde se apoyó en los hombros de sus amigos. Él miró por el objetivo, como un verdugo, y la enfocó solamente a ella, dejando a todos sus amigos fuera de cuadro. Clic. Jintong apretó el botón. «Okay», dijo de nuevo. Unos instantes más tarde estaba solo delante de los monumentos, contemplando cómo se marchaban todos los jovenzuelos. Un aura de juventud quedó en el ambiente, y él le inspiró ávidamente. Tenía un sabor de boca amargo, como si se hubiera comido un caqui demasiado pasado. Tenía también la lengua de trapo y una desagradable sensación en el estómago.
Apoyó la mano en el monumento y se sumió irremediablemente en fantasiosos pensamientos, y si la mujer de su sobrino, Geng Lianlian, no hubiera acudido a su rescate, se podría haber quedado mustio ahí mismo, sobre el monumento de mármol, como un pájaro muerto. Ella llegaba desde la ciudad conduciendo una moto verde con sidecar. Jintong no tenía ni la menor idea de por qué se detuvo junto al monumento, pero se quedó contemplando admirativamente su encantadora figura.
—¿Eres tú Shangguan Jintong, mi tío?
Él, a modo de respuesta, se sonrojó.
—Soy Geng Lianlian, la mujer de Papagayo Han —dijo ella—. Ya sé que él sólo dice cosas terribles de mí, como si fuera una especie de tigresa.
Jintong asintió ambiguamente.
—Me he enterado de que Vieja Jin te ha puesto de patitas en la calle —dijo ella—. Pero bueno, no es ningún problema; he venido a contratarte para nuestra Reserva Ornitológica Oriental. Estoy convencida de que tus tareas, tu salario y tus beneficios te van a parecer satisfactorios, así que no hace falta ni que preguntes.
—Pero yo soy un inútil, no sé hacer nada.
Ella sonrió.
—Te vamos a proponer algo que sí que sabes hacer —dijo, cogiéndole de la mano antes de que pudiera responderle con algún otro comentario autodespectivo—. Ven conmigo —añadió—. He dedicado la mayor parte del día a correr por toda la ciudad buscándote.
Le indicó a Jintong que se sentara en el sidecar junto a un guacamayo gigante atado con una cadena, que le miró con cara de pocos amigos y soltó un chillido. Lianlian extendió una mano y le dio unas palmaditas al ave antes de soltarle la cadena.
—Viejo Amarillo —le dijo—, vete volando a casa y notifícale al director que el tío ya está en camino.
El ave, dando un torpe saltito, se subió al borde del sidecar, y desde ahí bajó al arenoso suelo. Como un niño que está aprendiendo a andar, se tambaleó hacia adelante mientras dio unos cuantos pasos y después abrió las rígidas alas y se elevó por el aire. Después de subir unos cien o ciento veinte metros, se dio la vuelta y se lanzó en picado hacia la motocicleta.
—Viejo Amarillo —dijo Lianlian, levantando la vista hacia el ave, que volaba en círculos alrededor de ellos—, vete ya. Deja de hacerte el gracioso. Cuando llegue a casa te daré unos cuantos pistachos.
Emitiendo un chillido de satisfacción, el pájaro pasó rozando las copas de los árboles y se dirigió hacia el Sur.
Lianlian se apoyó en el motor de arranque y se subió a la motocicleta, giró el manillar y salió a toda velocidad calle abajo; el viento los despeinó a los dos. Avanzaron por una carretera recientemente pavimentada, y pronto llegaron a una zona pantanosa, donde la Reserva Ornitológica Oriental ocupaba una zona vallada de al menos cien hectáreas. La extravagante puerta de entrada al recinto, que se parecía a un arco conmemorativo, estaba protegida por dos vigilantes que llevaban unos cinturones de Sam Browne cruzándoles el pecho y unas pistolas de juguete apoyadas en la cadera. Cuando pasó Lianlian, la saludaron.
Inmediatamente después de la puerta había una montaña artificial de piedras de Taihu enfrente de un estanque con una fuente rodeada de grullas que parecían de verdad pero no lo eran. El guacamayo que había venido volando, precediéndolos, descansaba junto al estanque. Cuando vio a Lianlian se puso a seguirla, dando saltitos con torpeza.
Papagayo Han, maquillado como un payaso de circo y con unos guantes blancos en las manos, salió corriendo de una pequeña construcción de la que, sobre la puerta, colgaban unas cortinas bordadas con cuentas.
—Bueno, tío, por fin hemos logrado que vinieras. Siempre he dicho que en cuanto las cosas empezaran a funcionar bien por aquí, comenzaría a saldar mis deudas. —Mientras hablaba, agitaba un reluciente bastón de plata—. El cielo y la tierra son inmensos, pero no tanto como la bondad de la abuela. Por eso, la primera deuda que debo saldar es con ella. Mandarle un saco lleno de carne no la haría muy feliz, y tampoco regalarle un bastón de oro. Pero que le consigamos trabajo a su hijo, por el contrario, la hace infinitamente feliz.
—Bueno, ya es suficiente —dijo Lianlian, hablando como un superior le habla a un subordinado—. ¿Ya has entrenado al mainá? Juraste que serías capaz de hacerlo.
—¡No te preocupes por eso, querida esposa! —Papagayo representaba el papel de un payaso, haciendo profundas reverencias—. Será capaz de cantar diez canciones distintas, tienes mi palabra.
—Tío —dijo Lianlian, volviéndose hacia Jintong—, podemos hablar sobre tu nuevo trabajo dentro de un rato. Primero te voy a enseñar todo esto.
Como director de relaciones públicas de la Reserva Ornitológica Oriental, Jintong recibió instrucciones de Lianlian para que se fuera diez días a un balneario, donde se ocupó de él una masajista tailandesa. Después fue a un salón de belleza a que le hicieran diez limpiezas de cutis. Salió totalmente rejuvenecido, un hombre nuevo. Lianlian no reparaba en gastos para vestirlo a la última moda, rociarle abundantemente con colonia Chanel y asignarle una joven para que atendiera sus necesidades diarias. Todas estas extravagancias incomodaban a Jintong. En lugar de darle una ocupación concreta, Lianlian se dedicaba a llenarle la cabeza con diversos conocimientos sobre pájaros y a mostrarle proyectos de ampliación de la reserva. Para cuando terminaron, él estaba convencido de que el futuro de la Reserva Ornitológica Oriental era, de hecho, el futuro de la ciudad de Dalan.
Una noche, aunque todo estaba en calma, Jintong no pudo conciliar el sueño y estuvo dándose la vuelta una y otra vez en su mullido colchón Simmons. Cuando recapituló y meditó sobre lo que había sido su vida hasta aquel momento, se dio cuenta de que el estilo de vida del que disfrutaba en la reserva ornitológica era prácticamente un milagro. ¿Qué tiene pensado esta mujer de cabeza pequeña para mí? Acariciándose el pecho y los antebrazos, que ahora estaban más carnosos y bonitos, finalmente se quedó dormido, y casi de inmediato soñó que le habían crecido plumas de pavo real por todo el cuerpo. Abanicándose con las plumas de la cola, semejantes a una espléndida y hermosa pared, vio miles de puntitos danzando de un lado para otro. De repente Geng Lianlian y unas cuantas mujeres con pinta de malvadas aparecieron y se pusieron a arrancarle las plumas de la cola para regalárselas a sus amigos ricos y poderosos. Él se quejó en el lenguaje de los pavos reales. Tío, le dijo Lianlian, si no me dejas que te arranque las plumas, ¿para qué me sirves? Entonces agarró un puñado de sus coloridas plumas y tiró. Jintong se estremeció y se despertó. Tenía el rostro cubierto de un sudor frío y notó inmediatamente un dolor en el trasero. Aquella noche no pudo volver a dormirse. Mientras escuchaba a los pájaros que combatían en los pantanos, estuvo reflexionando sobre el sueño que había tenido, tratando de analizar lo que significaba exactamente; era algo que había aprendido en el campo de reforma mediante el trabajo.
A la mañana siguiente Lianlian lo invitó a desayunar en su oficina. También compartía este honor su marido, el maestro adiestrador de pájaros, Papagayo Han. En cuanto Jintong atravesó la puerta, un mainá negro posado en una percha de oro le dio la bienvenida diciéndole «buenos días». El ave erizó su plumaje al hablar, y él se preguntó si sus oídos no lo habrían engañado. Dio una vuelta alrededor del pájaro intentando encontrar de dónde salía ese sonido.
—Shangguan Jintong —dijo el mainá—. Shangguan Jintong.
El saludo del ave le sorprendió y le puso eufórico. Le miró, asintió y le dijo:
—Buenos días. ¿Cómo te llamas?
El pájaro volvió a erizar su plumaje y dijo:
—¡Bastardo! ¡Bastardo!
—¿Has oído eso, Papagayo? —dijo Lianlian—. ¿Eso es lo que le has estado enseñando a tu pequeña mascota?
Papagayo le dio una bofetada al mainá.
—¡Bastardo! —lo insultó.
—¡Bastardo! —le hizo eco el mainá, un tanto mareado.
Evidentemente avergonzado, Papagayo se volvió hacia Lianlian.
—Maldición —le dijo—, ¿has visto alguna vez algo parecido a este pájaro? Es como un niño pequeño. Puedes intentar enseñarle a hablar decentemente hasta el agotamiento, pero no sirve para nada. Después dices una palabrota y se la aprende a la primera.
Lianlian le ofreció a Jintong un poco de leche fresca y un huevo de avestruz pasado por agua. Ella comía como un pajarito, casi sin hambre, pero Jintong tenía tanta hambre como un cerdo. Lianlian se preparó una taza de café Nestlé, que tenía un aroma maravilloso.
—Tío —le dijo—. Los ejércitos se entrenan durante mil días para combatir uno. Ha llegado la hora de que demuestres sus habilidades.
Jintong tragó saliva, sorprendido; después sufrió un ataque de hipo.
—Ern —dijo, tartamudeando—, ¿y qué… qué puedo hacer?
Obviamente molesta por su hipo, ella le clavó sus crueles ojos grises en la boca. Debido a ese matiz de crueldad, sus ojos, que habitualmente eran tiernos, de pronto se volvían increíblemente intimidatorios, y a Jintong le recordaban los de su madre y los de esas serpientes de los pantanos que son capaces de tragarse un ganso entero. Esa idea hizo que se le pasara el hipo.
—¡Hay un montón de cosas que puedes hacer!
De sus ojos grises salieron unos rayos de ternura, haciendo que recuperaran su mágica belleza.
—Tío —le dijo—, ¿sabes qué es lo único que necesitamos para llevar a cabo nuestros planes? Por supuesto que lo sabes. Es dinero. El balneario nos costó dinero. Esa masajista tailandesa de enormes pechos nos costó dinero. ¿Sabes cuánto costó ese huevo de avestruz que te acabas de comer? —Le mostró los cinco dedos—. ¿Cincuenta? ¿Quinientos? ¡No, cinco mil! Cada cosa que hacemos cuesta dinero, y para que la Reserva Ornitológica Oriental prospere necesitamos un montón. ¡No ochenta, ni cien mil, ni doscientos o trescientos mil, sino millones, decenas de millones! Y para conseguirlos necesitamos el apoyo del gobierno. Necesitamos préstamos bancarios, y los bancos son propiedad del gobierno. Los directores de los bancos hacen lo que se le antoja a la alcaldesa, y ¿a quién escucha la alcaldesa?
Lianlian sonrió, miró a Jintong y contestó la pregunta que ella misma había planteado:
—¡A ti! ¡A ti te escucha!
Volvió el hipo.
—Tranquilízate, tío. Escucha con atención. La nueva alcaldesa de Dalan no es cualquiera; es precisamente tu mentora, Ji Qiongzhi.
Y la primera persona por la que preguntó cuando fue nombrada fuiste tú. Piénsalo un momento, tío. Después de tantos años, sigue acordándose de ti. No es posible que haya una emoción más profunda que esa.
—O sea que debo ir a verla y decirle: mentora Ji, soy Shangguan Jintong y me gustaría que le concediera un préstamo de varios millones de yuan a mi sobrina para su reserva ornitológica. ¿Es eso? —dijo Jintong.
Lianlian se empezó a reír en voz alta. Dándole un delicado golpecito en el hombro, le dijo:
—Tío bobo, mi tío bobo, la verdad es que te mereces tu reputación de hombre inocente. Yo te explicaré cómo tienes que hacerlo.
Durante las dos semanas siguientes, Lianlian adiestró a Jintong del mismo modo en que Papagayo adiestraba a sus pájaros; día y noche, estuvo enseñándole lo que a una mujer importante le gusta que le digan. El día antes del cumpleaños de Ji Qiongzhi, Lianlian dirigió el ensayo general en su dormitorio. Vestida con un camisón blanco casi transparente, representó el papel de la Alcaldesa Ji con un cigarrillo en una mano y una copa de buen vino en la otra y unas pantuflas bordadas en los pies. Sobre la almohada había un filtro de amor. Jintong, que llevaba un traje hecho a mano y unas gotas de colonia francesa, empujó con suavidad la puerta con adornos de cuero; tenía unas cuantas plumas de pavo real apoyadas en un brazo y un loro adiestrado en el otro.
En cuanto entró en la habitación, el prestigio y la actitud de Ji Qiongzhi le dejaron petrificado. A diferencia de Lianlian, no iba vestida con un atrevido camisón; lo que llevaba era un viejo uniforme militar abotonado hasta el cuello. Y no se estaba fumando un cigarrillo ni tenía una copa de vino en la mano. No hace falta decir que tampoco había un filtro de amor sobre la almohada. De hecho, no le recibió en su dormitorio. Se estaba fumando una pipa de los tiempos de Stalin que echaba un olor apestoso a tabaco ordinario, y bebía té en una desmesurada taza de porcelana medio desconchada en la que se podían leer las palabras Granja del Río de los Dragones. Estaba sentada en una destartalada silla de ratán y tenía los pies, cubiertos con unos malolientes calcetines de nailon, apoyados sobre el escritorio que había delante de ella. Cuando él entró, se encontraba enfrascada en la lectura de un documento mimeografiado. Al verlo, lo arrojó a un lado.
—¡Bastardo! ¡Chinche asquerosa!
A Jintong casi se le doblan las piernas, y estuvo a punto de dejarse caer de rodillas frente a ella. Ella bajó los pies del escritorio y los metió en sus zapatos, apoyándose en los tacones. Entonces le dijo:
—Ven aquí, Shangguan Jintong. No tengas miedo, no lo decía en serio.
Si hubiera seguido las instrucciones de Lianlian, en aquel momento Jintong debería haberle hecho una profunda reverencia y después, con lágrimas en los ojos, tendría que haberla mirado fijamente a los pechos pero sólo durante unos diez segundos. Más que eso habría dado la impresión de que tenía intenciones inoportunas; menos que eso era una falta de respeto. Después, tendría que haberle dicho: «Ji Qiongzhi, mi querida profesora, ¿todavía te acuerdas de este alumno inútil que tuviste?».
Pero ella le había llamado por su nombre antes de que él pudiera abrir la boca y le había mirado analíticamente de la cabeza a los pies, con la misma vivacidad en los ojos que siempre había tenido. Él se sintió incómodo y deseó poder dejar caer lo que llevaba y salir corriendo todo lo rápido que le permitieran sus pies. Ella olisqueó el aire.
—¿Con cuánta colonia te ha rociado Geng Lianlian? —dijo con tono burlón.
Se levantó y abrió una ventana para que entrara el fresco aire de la noche. A lo lejos, las soldadoras eléctricas hacían saltar chispas en las vigas de acero, muy por encima del suelo, como si fueran fuegos artificiales en una noche de vacaciones.
—Toma asiento —le dijo—. No tengo nada que ofrecerte, sólo un vaso de agua. —Cogió del carrito del té una taza a la que le faltaba el asa y se fijó con detenimiento en la mugre que tenía en el fondo—: Mejor no. Está inmunda y me da pereza ir a lavarla. Me estoy haciendo mayor. El tiempo es implacable. Después de pasarme el día corriendo de un lado para otro, se me han hinchado las piernas como un pan con levadura.
«Cuando saque el tema de la edad que tiene y se queje de que se está haciendo mayor, tío, no debes darle la razón. Incluso aunque su rostro parezca una calabaza seca, lo que tienes que decirle es…». Entonces, él repitió una por una las palabras que Geng Lianlian le había hecho memorizar:
—Profesora, salvo por el hecho de que estás un poco más re-llenita, tienes exactamente el mismo aspecto que tenías cuando nos enseñabas canciones, hace tantos años. ¡Pareces una mujer de veintisiete o veintiocho años, desde luego de no más de treinta!
Con una mueca burlona, Ji dijo:
—Geng Lianlian te ordenó que me dijeras eso, ¿verdad?
—Sí —dijo él, y se sonrojó.
—Jintong, no puedes cantar una canción sólo memorizando la letra. Te prometo que estás perdiendo el tiempo chupándome el culo de esa manera. ¡Menos de treinta años, sí! ¡Y una mierda! No hace falta que nadie me diga que me estoy haciendo mayor. El pelo se me ha vuelto gris, cada vez veo peor, mis dientes amenazan con caerse y la piel me cuelga hacia abajo. Hay más cosas, pero preferiría no tener que hablar de ellas. La gente me elogia cuando estoy delante, pero cuando me doy la vuelta me maldice, en silencio o en voz alta. «¡Vieja aprovechada!». «¡Vieja bruja!». Como lo has reconocido, no te lo tendré en cuenta. También podría haberte echado a la calle. Pero bueno, toma asiento. No te quedes ahí de pie.
Jintong le ofreció el puñado de plumas de pavo real.
—Profesora Ji, Geng Lianlian me pidió que te diera estas plumas y te dijera: «Profesora, estas cincuenta y cinco plumas son un regalo de cumpleaños que reflejan tu belleza».
—¡Más mentiras de mierda! —dijo Ji—. Un pavo real es bonito, pero no es tan bonito como un pollo posado en una percha. Llévate esas flores y devuélveselas. ¿Y eso que es, un loro de los que hablan? —Señaló a la jaula que él llevaba—. Descúbrela y déjame echar un vistazo.
Jintong quitó la cubierta de seda roja y dio unos golpecitos en la jaula. El loro somnoliento que había en su interior desplegó las alas y dijo: «¿Cómo está usted, cómo está usted, Profesora Ji?». Ji Qiongzhi le dio un puñetazo a la jaula, asustando tanto al pájaro que se puso a saltar de un lado para otro. Sus hermosas plumas hacían mucho ruido cuando se golpeaban contra las paredes de la caja. Soltando un suspiro, Ji dijo:
—¿Que cómo estoy? Hecha una mierda, así es como estoy. —Volvió a llenar su pipa y la chupó como un anciano desdentado—. Hombre-pájaro Han plantó una semilla de dragón —dijo—. ¡Pero lo que ha salido tras tanto esfuerzo no ha sido más que una pulga! ¿Para qué te dijo Geng Lianlian que vinieras a verme?
Jintong tartamudeó:
—Me dijo que te invitara a visitar la Reserva Ornitológica Oriental.
—Ese no es el verdadero motivo —dijo Ji, cogiendo su taza de té y dándole un trago. Después, golpeándola contra la mesa, dijo—: Lo que realmente quiere es un préstamo bancario.