III

Armado de un recién descubierto coraje, cruzó el Río del Agua Negra, como Madre le había dicho que hiciera, y fue a ver a Vieja Jin. Con la ayuda de Madre, esto tenía que ser el comienzo de su nueva vida de hombre de verdad. Pero a medida que avanzaba por la carretera en dirección a la ciudad recientemente creada, su valor lo abandonó del mismo modo que va perdiendo aire una rueda con un pinchazo. Los altos edificios, con sus incrustaciones de mosaicos a los lados, resultaban impresionantes a la luz del sol. En varias obras, los brazos amarillos de las grúas levantaban inmensas piezas prefabricadas y las colocaban en su lugar. Los insistentes martillos neumáticos le castigaban los tímpanos y las soldadoras eléctricas, montadas en vigas metálicas, iluminaban el cielo con un brillo más fuerte que el del sol. Unas volutas de humo blanco dibujaban tirabuzones alrededor de una torre, y sus ojos comenzaron a vagar de un lado a otro. Madre le había dado instrucciones para llegar a la planta de reciclaje de Vieja Jin, que estaba cerca de la bahía donde había muerto Sima Ku hacía tantos años. Algunos de los edificios que había a los lados de la ancha calle asfaltada ya estaban terminados, y otros todavía estaban creciendo. No quedaba ni rastro del recinto de la familia Sima. La Gran Compañía Farmacéutica China había desaparecido. Varias excavadoras enormes estaban cavando unas profundas zanjas en el suelo. Donde en otro tiempo estuvo la iglesia, ahora un alto edificio de siete plantas, de color amarillo brillante, sobresalía por encima de todos los demás como un nuevo rico con un diente de oro. Unas letras rojas, cada una del tamaño de una oveja adulta, proclamaban del modo más reluciente posible el poder y el prestigio de la Oficina de Dalan del Banco Chino de la Industria y el Comercio.

La planta de reciclaje de Vieja Jin se extendía sobre una amplia zona, al otro lado de una valla hecha con planchas de yeso. La chatarra se separaba según la categoría a la que perteneciera: las botellas vacías formaban una enorme pared que deslumbraba a la vista, un prisma montañoso de cristales rotos; los viejos neumáticos se amontonaban en grandes pilas; el plástico viejo formaba un montículo más alto que los tejados de las casas; justo en medio de todo el metal desechado había un obús al que le faltaban las ruedas. Docenas de obreros, con toallas que les tapaban la mitad inferior de la cara, correteaban como hormigas por todas partes. Algunos se dedicaban a arrastrar ruedas de aquí para allá, mientras otros clasificaban los distintos materiales, y otros más cargaban o descargaban camiones. Un perro lobo negro estaba atado a la base de un muro con una cadena procedente de una vieja noria que todavía conservaba su envoltura de plástico rojo. Parecía mucho más feroz que los chuchos del campo de reforma mediante el trabajo. Tenía un pelaje que parecía haber sido encerado. Tirados en el suelo, enfrente del perro, había un pollo asado entero y una manita de cerdo medio comida. El guardián tenía el pelo largo y despeinado, los ojos llenos de legañas y la cara surcada por profundas arrugas; si se le observaba con atención, se parecía al jefe de la milicia de la Comuna de Dalan original. En el patio había un enorme horno para fundir el plástico. Una chimenea gorda y de poca altura, construida con láminas metálicas, vomitaba un humo negro que tenía un extraño olor. El polvo se desplazaba a ras de suelo. Un grupo de chatarreros se había congregado alrededor de una gigantesca balanza, discutiendo con el hombre encargado de ella. Jintong lo reconoció; era Luán Ping, que había trabajado de dependiente en la antigua cooperativa de Dalan. Un anciano de pelo canoso entró en la planta sobre un carro de tres ruedas; se trataba de Liu Daguan, que en tiempos había sido el director de la sucursal del Departamento de Correos y Telecomunicaciones. Era famoso por su manera de pavonearse, y ahora era el encargado del comedor de los obreros que trabajaban para Vieja Jin. Sintiendo que el coraje lo abandonaba poco a poco, Jintong se quedó de pie en el patio, con aspecto de desamparado. Pero entonces se abrió una ventana en el sencillo edificio de dos pisos que había enfrente de él, y allí estaba la capitalista Vieja Jin, con su único pecho, metida en un albornoz de color rosa, sujetándose el pelo con una mano y saludándolo con la otra.

—¡Hijo adoptivo! —la oyó gritar con absoluto descaro—. ¡Sube aquí!

A Jintong le dio la impresión de que toda la gente que había en el patio se dio la vuelta para observar cómo se dirigía hacia el edificio, con la cabeza gacha. Sentir sus miradas hacía que caminara con torpeza. ¿Qué hago con los brazos? ¿Debo cruzarlos? ¿O dejarlos colgando? ¿Me meto las manos en los bolsillos o las junto detrás de la espalda? Al final decidió dejar los brazos colgando a ambos lados de su cuerpo y seguir con los hombros encorvados, caminando como había caminado durante los quince años que había pasado en el campo, como un perro al que han azotado con un látigo y que se escabulle con el rabo entre las piernas y la cabeza gacha pero sin dejar de vigilar lo que pasa a su alrededor, desplazándose lo más rápidamente posible junto a un muro, como si fuera un ladrón. Cuando Jintong llegó al principio de las escaleras, Vieja Jin le gritó, desde el segundo piso:

—Liu Daguan, mi hijo adoptivo está aquí. Pon un par de platos más.

Fuera, en el patio, alguien —él no supo quién sería— cantó una asquerosa coplilla: Si un niño quiere crecer y hacerse fuerte, necesita veinticuatro madres adoptivas, muy lascivas

Mientras iba subiendo por la escalera de madera, el intenso aroma del perfume bajaba hacia él flotando por el aire. Levantó la mirada tímidamente y vio a Vieja Jin, de pie, en lo alto de las escaleras, con las piernas abiertas y una mirada burlona dibujada en su rostro empolvado. Él se detuvo y se aferró al pasamanos de metal. Tenía las palmas de las manos completamente sudadas.

—Sube, hijo adoptivo —le dijo ella, a modo de bienvenida. Su mueca burlona había desaparecido.

Él se obligó a seguir subiendo hasta que una suave mano le cogió por la muñeca. En el oscuro pasillo, sintió como si el olor de su cuerpo le arrastrara hacia un cubil de seducción, una habitación brillantemente iluminada, con una buena moqueta y las paredes bien empapeladas. Unas bolas de colores hechas de papel colgaban del techo. En el centro de la habitación había un escritorio, y sobre él descansaba la funda de una pluma estilográfica.

—Eso es sólo por las apariencias. Yo apenas leo, y no escribo casi nada.

Jintong se quedó con la vista clavada al suelo. No tenía ninguna gana de mirarla a los ojos. De repente, ella se rio y dijo:

—No puedo creer que esto esté pasando. Esta debe ser una primera vez sin precedentes.

Él levantó la vista y se encontró con su mirada seductora.

—Hijo adoptivo —le dijo—, no permitas que los ojos se te salgan de sus órbitas y se te caigan al suelo y te hagan daño en los pies. Mírame. Con la cabeza levantada, eres un lobo; con la cabeza agachada, eres un cordero. La cosa más infrecuente del mundo es que una madre le prepare un encuentro sexual a su propio hijo; tu madre me impresionaría aunque sólo lo hubiera pensado. ¿Sabes lo que me dijo? —Vieja Jin imitó la voz de Madre—: «Si vas a salvar a alguien, querida cuñada, tienes que ir hasta el final; si vas a despedirte de un invitado, acompáñalo hasta la puerta. Le has salvado con tu leche, pero no puedes alimentarlo durante todo lo que le queda de vida, ¿no es cierto?». Tenía razón, porque ya tengo más de cincuenta años. —Se dio unas palmaditas en el albornoz, sobre el pecho—. Este tesoro que tengo no se mantendrá erguido mucho tiempo más, lo use como lo use. Cuando tú lo acariciaste, hace treinta años, estaba, como se decía popularmente hace un tiempo, «rebosante de alegría y lleno de vida, combativo y siempre dispuesto a una buena lucha». Pero ahora habría que decir eso de «el fénix, después de su apogeo, no puede competir ni con un pollo». Tengo una deuda contigo, una deuda que contraje en una vida anterior. No quiero pensar por qué, y tampoco es importante que tú lo sepas. Lo único que es importante es que mi cuerpo ha hervido a fuego lento, durante treinta años, hasta estar completamente cocinado. Ahora eres tú el que tiene que decidir qué clase de banquete quieres darte.

Jintong se quedó mirando fijamente su único pecho, como si estuviera en trance, inspirando con avidez su perfume y el de la leche que contenía, sin prestar ninguna atención a los muslos que ella había dejado al descubierto para él. Fuera, en el patio, el encargado de la balanza gritó:

—Aquí hay un tipo que nos quiere vender esto, jefa —y levantó un grueso cable—. ¿Lo queremos?

Vieja Jin sacó la cabeza por la ventana.

—¿Por qué me molestas por algo así? —dijo, enfadada—. Adelante, cógelo. —Cerró la ventana de un golpe—. ¡Maldita sea! Compro cualquier cosa que me vendan. No deberías sorprendente tanto. Ocho de cada diez personas que tienen algo para vender son ladrones. Yo compro cualquier cosa que se use en la obra. Tengo barras para soldar, herramientas en sus envoltorios originales, varillas de acero. No rechazo nada. Lo compro toda al precio de chatarra y después me doy la vuelta y lo vendo como si fuera nuevo, y de ahí salen mis ganancias. Sé que todo esto desaparecerá en cualquier momento, y por eso empleo la mitad del dinero que gano en darles de comer a esos cabrones que hay ahí abajo y me gasto la otra mitad en lo que yo quiera. Te lo tengo que decir claramente: al menos la mitad de los hombres más listos y sofisticados de la zona han visitado mi cama. ¿Y sabes lo que significan para mí? —Jintong negó con la cabeza—. Durante toda mi vida —dijo ella, volviendo a darse unas palmaditas en el pecho—, esto ha sido lo que me ha proporcionado todo lo que yo quería. Todos esos estúpidos cuñados tuyos, desde Sima Ku hasta Sha Yueliang, alguna vez se quedaron dormidos con este pezón en la boca, pero ninguno de ellos ha significado nada para mí. ¡En toda mi vida el único que me ha hecho arder de pasión has sido tú, pequeño bastardo! Tu madre me contó que sólo has estado con una mujer una vez, y que se trataba de un cadáver, y que ella se imaginaba que eso era el origen de tus males. Entonces yo le dije que no se preocupara, que al menos para una cosa soy muy buena. «Dile a tu hijo que venga a verme —le dije—, y lo convertiré en un hombre de acero».

Vieja Jin se abrió seductoramente el albornoz. Debajo no llevaba nada. Las partes blancas de su cuerpo eran blancas como la nieve, y las partes negras, negras como el carbón. Con el rostro bañado por el sudor, Jintong se sentó débilmente en la moqueta.

Ella soltó una risita.

—Tienes miedo, ¿verdad? No hay nada que temer, hijo adoptivo. Los pechos quizá sean el tesoro de una mujer, pero hay tesoros todavía mejores. Si vas con prisa, no puedes comer un tofu humeante. Ponte de pie y déjame que solucione tus problemas.

Le arrastró hasta su dormitorio como si fuera un perro muerto. Las paredes resplandecían, llenas de colores. La cama, cerca de la ventana, estaba apoyada sobre una alfombra bien gruesa. Ella lo desvistió como si él fuera un niño pequeño y travieso. Al otro lado de la ventana, que iluminaba la luz del sol, el patio estaba lleno de hombres yendo de un lado para otro. Acordándose de los movimientos de Hombre-pájaro Han, Jintong se cubrió la entrepierna con las manos y se puso de cuclillas. Entonces vio su propio reflejo en un espejo que había en el vestidor y que iba desde el suelo hasta el techo; era tan repugnante que estuvo a punto de vomitar. Vieja Jin empezó a desternillarse de risa; sonaba muy joven, muy lasciva, con esa risa que salía volando por encima del patio como una paloma.

—Dios mío, ¿dónde has aprendido eso? No soy un tigre, ¿sabes? ¡No pienso arrancártela de un mordisco! —Entonces le dio un suave empujoncito con el pie—. ¡Levántate, es la hora de bañarse!

Condujo a Jintong hasta el cuarto de baño, donde encendió la luz y le mostró una bañera rosa que había detrás de un panel de cristal esmerilado. Las paredes que la rodeaban estaban recubiertas de azulejos. También había una cómoda italiana de color café y un calentador de agua japonés.

—Todas estas cosas se las compré a chatarreros. En esta época, la mitad de los habitantes de Dalan se dedican a robar. Aquí no tengo agua corriente caliente, así que necesito calentar el agua para el baño. —Señaló a los cuatro calentadores de agua que había situados alrededor de la bañera—. Me paso la mitad del día en remojo, en la bañera. En la primera mitad de mi vida no me di ni un solo baño caliente, así que ahora me estoy poniendo al día. Pero tú lo has pasado peor que yo, hijo. No me imagino que en el campo de reforma mediante el trabajo os proporcionaran agua caliente para que os bañarais.

Mientras hablaba, fue encendiendo los cuatro calentadores, que comenzaron a verter agua caliente en la bañera. En muy poco tiempo la habitación estaba llena de vapor. Vieja Jin le empujó dentro de la bañera, pero él se estremeció y se salió de un salto. Ella lo volvió a empujar hasta dentro.

—Resiste un poco —dijo ella—. Se enfriará en un minuto.

Entonces él apretó los dientes mientras toda la sangre que tenía en el cuerpo pareció subírsele a la cabeza. Sintió un extraño picor por todas partes. No era realmente doloroso, y tampoco entumecedor; era algo a medio camino entre la ansiedad y la gloria. Se relajó y dejó que su cuerpo se deslizara débilmente debajo del agua mientras los cuatro chorros golpeaban su cuerpo con flechas de agua. A través del vapor vio cómo Vieja Jin se despojaba de su albornoz, entraba en la bañera como una gran cerda blanca y lo cubría con su cuerpo suave y reluciente. De repente el vapor olía a perfume. Cogiendo una pastilla de un aromático jabón de baño, ella le lavó la cabeza, la cara y el cuerpo, que quedó rápidamente cubierto de espuma. Él se rindió débilmente, y cuando el pezón de ella le rozó la piel, estuvo a punto de morir de éxtasis. La tierra y la mugre abandonaron su cuerpo mientras los dos se movían y se agitaban en la bañera. El pelo de Jintong y su corta barba quedaron limpios y bienolientes. Cualquier otro hombre se hubiera lanzado sobre ella, pero él se limitó a seguir ahí tumbado y a dejar que ella lo limpiara y pellizcara por todas partes.

Cuando salieron del baño, ella tiró por la ventana los harapos que él llevaba puestos desde el campo de reforma y le puso ropa interior limpia. Después lo ayudó a vestirse con un traje de Pierre Cardin que tenía guardado para la ocasión. Tras completar su atuendo con una corbata, con la que tuvo una momentánea lucha, le peinó el pelo, le puso un poco de gomina coreana, le recortó la barba y lo roció de colonia. Después lo condujo hasta el espejo del vestidor, donde un alto, guapo e imponente hombre chino vestido a la moda occidental le devolvió la mirada.

—¡Dios mío! —exclamó Vieja Jin—. ¡Pareces una estrella de cine!

Él se sonrojó y se dio la vuelta. Pero lo que había visto le había gustado. No era el Shangguan Jintong que había sobrevivido a base de huevos robados en la Granja del Río de los Dragones, y desde luego no era el Shangguan Jintong que había estado apacentando al ganado en el campo de reforma mediante el trabajo.

Vieja Jin lo condujo hasta un sofá que había al pie de la cama y le ofreció un cigarrillo, que él rechazó. Temerosamente, aceptó el té que ella le alcanzó. Ella se reclinó sobre el edredón doblado que había sobre el lecho, estiró las piernas con naturalidad y se tapó con el albornoz mientras fumaba ociosamente un cigarrillo que se había encendido, exhalando anillos de humo. Durante el baño se le habían ido los polvos del rostro, y se le veían algunas arrugas y unas pocas pecas oscuras, y cuando cerraba los ojos para que no le entrara el humo se le formaban patas de gallo.

—Nunca en mi vida he visto un hombre más inocente —dijo, mirándolo de reojo—. ¿Es que soy una bruja vieja y fea?

Incapaz de aguantar la mirada penetrante que le echaba ella con los ojos entrecerrados, Jintong bajó la cabeza y se apoyó las manos en las rodillas.

—No —le dijo—, no eres vieja y no eres fea. Eres la mujer más hermosa del mundo.

—Pensaba que tu madre me había mentido —dijo ella, y sonaba un tanto desmoralizada—. Pero ya veo que lo que me dijo era cierto, hasta el último detalle. —Apagó el cigarrillo en un cenicero y se incorporó—. El incidente con aquella mujer… ¿realmente pasó eso?

Él estiró el cuello; no estaba acostumbrado a llevar ni el cuello almidonado ni la corbata, y se sentía constreñido. Tenía la cara toda sudorosa. Se empezó a frotar las rodillas y se dio cuenta de que estaba a punto de ponerse a llorar.

—No te preocupes —le dijo ella—. Preguntaba por preguntar. Eres un pequeño idiota.

Al mediodía, una docena de hombres, más o menos, se les sumó para almorzar. Todos iban vestidos con trajes occidentales y zapatos de cuero. Cogiéndolo de la mano, ella les presentó a Jintong a sus invitados.

—Este es mi hijo adoptivo. Parece una estrella de cine, ¿no creéis?

Los hombres le miraron con sus ojos inteligentes. Uno de ellos, un hombre que llevaba el pelo peinado hacia atrás y tenía un Rolex de oro en la muñeca con la correa intencionalmente suelta, dijo con un guiño lascivo:

—¡Vieja Jin, eres una vaca vieja dándose un banquete en unos pastos nuevos y tiernos!

Jintong se acordó de que Vieja Jin le había presentado a ese hombre de mediana edad diciéndole que era el presidente de alguna comisión.

—¡Que le den a tu madre! —dijo Vieja Jin—. Este hijo mío es el Niño de Oro sentado a los pies de la Reina Madre de Occidente, y es un caballero en todos los sentidos. No como vosotros, perros cachondos. A vosotros os atraen las mujeres como a los mosquitos les atrae la sangre. Os lanzáis a hincarles los dientes aunque os aplasten de un manotazo.

—Vieja Jin —saltó un hombre calvo—, tú eres la única a la que queremos hincarle el diente. —La parte inferior de los carrillos se le movía cuando hablaba, tanto que con mucha frecuencia tenía que ponerse las manos en las mejillas para evitar que la boca le temblara y se le deformara—. ¡Qué carne tan sabrosa!

—Vieja Jin, le estás copiando una página al libro de la Emperatriz Wu —dijo un fornido joven con el pelo ondulado y los ojos como un pececito de colores—. ¡Te has hecho con un niño bien guapo!

—Todos vosotros tenéis vuestras segundas y terceras esposas, pero yo no puedo… —Vieja Jin se detuvo—. Callaros esas bocazas sucias. Si no os andáis con cuidado, me encargaré de que todo el mundo se entere de todos vuestros secretos.

Un hombre con las cejas muy pobladas y las mejillas hundidas levantó su copa de vino y se acercó a Jintong.

—Hermano mayor Shangguan Jintong, por ti y por tu liberación del campo.

Ahora que su secreto había sido descubierto, Jintong tuvo ganas de meterse a cuatro patas debajo de la mesa.

—¡Le tendieron una trampa para incriminarle! —gritó Vieja Jin, muy indignada—. Jintong es un hombre honrado que nunca haría lo que le imputaron.

Los hombres empezaron a susurrar entre ellos. Después se levantaron y, uno tras otro, brindaron por Jintong. Como él nunca había bebido alcohol, no hizo falta mucho para que la cabeza le empezara a dar vueltas. Los rostros de los hombres adquirieron el aspecto de girasoles bamboleándose en el viento, y tuvo la desconcertante sensación de que tenía que aclarar algo con esta gente. Levantó su copa y dijo:

—Yo lo hice… con ella, pero su cuerpo todavía estaba caliente… sus ojos todavía estaban abiertos… y sonrió…

—¡Bueno, eso sí que es un hombre de verdad! —oyó decir a uno de los girasoles, cosa que le hizo sentirse mejor justo antes de caer boca abajo sobre la comida que había en la mesa.

Cuando despertó, se dio cuenta de que estaba completamente desnudo en la cama de Vieja Jin. Ella estaba ahí, a su lado, también desnuda, apoyada en el edredón, con un vaso de vino en la mano, viendo un vídeo. Era la primera vez en su vida que Jintong veía una televisión en color; en el campo había visto la tele un ratito en un aparato en blanco y negro, que ya era bastante sorprendente, pero las imágenes en color hacían que desconfiara de sus propios ojos. Sobre todo porque un hombre y una mujer desnudos estaban retozando ahí mismo, en la pantalla. Un sentimiento de culpa hizo que agachara la cabeza. Entonces oyó a Vieja Jin soltar una risita.

—Ya puedes dejar de disimular, hijo. Levanta la cabeza y mira bien. Te hace falta ver cómo lo hace la gente.

Jintong levantó la cabeza y echó un par de miradas furtivas. Un escalofrío le recorrió la médula.

Vieja Jin se inclinó y apagó el vídeo. Unos puntitos blancos aparecieron en la pantalla hasta que ella apagó la televisión. Cuando encendió la lámpara de la mesita de luz, las paredes se iluminaron en un tono amarillo suave. Las cortinas de color azul pálido caían desde la ventana hasta la cama como en una cascada. Vieja Jin sonrió y se puso a provocarlo con los pies.

Jintong tenía la garganta seca como un pozo abandonado; la mitad superior de su cuerpo estaba caliente como si estuviera en ascuas, y la mitad inferior era como un charco de agua estancada. Tenía la vista clavada en el redondeado pecho de ella, que le colgaba hasta el ombligo y se combaba ligeramente hacia la izquierda. Sus labios se entreabrieron y él se acercó a ella para metérselo en la boca, pero Vieja Jin lo apartó, haciendo que se moviera provocativamente. Irritado por su rechazo, él la cogió por los suaves hombros para intentar que se diera la vuelta. Ella se giró hacia él; su pecho apareció ante la vista como un cisne silvestre asustado, pero inmediatamente se movió y quedó oculto. No pasó mucho tiempo antes de que se vieran metidos en un combate, en el que uno luchaba por encontrar el pecho y la otra por apartarlo de él. Así estuvieron hasta quedar agotados. Finalmente, Vieja Jin, demasiado exhausta como para seguir impidiéndoselo, aceptó que él apoyara la cabeza en su seno y, sin pensar en otra cosa, se metiera el pezón en la boca con tanta fuerza que fue un milagro que no se tragara el pecho entero. Una vez se hubo rendido y hubo entregado el pezón, toda su voluntad de lucha desapareció. Gimiendo de placer, se puso a acariciarle el pelo con los dedos mientras él se dedicaba a mamarle el pecho hasta vaciárselo.

Después de hacerlo, Jintong se durmió como un bebé. Vieja Jin, ardiendo de pasión, probó todos los trucos que sabía para despertar al hombre-niño, pero él siguió roncando.

A la mañana siguiente, ella se despertó soltando un lánguido bostezo y miró a Jintong. La niñera le trajo a su hijo para que le diera de comer y entonces Jintong vio al bebé, que todavía no había cumplido ni un mes, mirándole con ojos rebosantes de odio.

—Ahora no —le dijo Vieja Jin a la niñera, frotándose el pecho—. Vete a comprarle una botella de leche en la lechería.

Cuando la niñera se hubo ido discretamente, Vieja Jin lo insultó:

—Jintong, bastardo, has chupado tan fuerte que me has hecho sangre.

Él sonrió como pidiendo disculpas y se quedó mirando la mano que tapaba su tesoro. El demonio del deseo volvió a aparecer, y él empezó a acercarse, pero esta vez ella se puso de pie y se llevó el pecho a la habitación de al lado.

Aquella noche, Vieja Jin se puso un grueso abrigo almohadillado sobre un sujetador de lona hecho especialmente para ella. Se ciñó la cintura con un ancho cinturón con tachuelas metálicas de los que usan los maestros de artes marciales. Se había abrochado los botones del abrigo hasta las caderas. Algunos trozos de algodón asomaban por la abertura. De cintura para abajo iba desnuda a excepción, curiosamente, de un par de zapatos rojos de tacón. En cuanto Jintong vio cómo iba vestida, sintió que se encendía un fuego en su interior. Se excitó de una manera inmediata e impresionante: tenía una erección tan grande que le golpeaba contra la panza. Ella se disponía a inclinarse como un animal en celo, pero Jintong, demasiado rebosante de deseo como para esperar, la tiró sobre la alfombra y, como un tigre que se abalanza sobre su presa, la tomó allí mismo y en aquel instante.

Dos días más tarde, Vieja Jin presentó a sus empleados al nuevo director general, Shangguan Jintong. Iba vestido con un traje italiano, hecho a mano, con una corbata de seda Lacrosse y un abrigo de sarga de color camello. Remataba su conjunto una boina francesa, que llevaba un poco ladeada. Estaba ahí de pie, con los brazos en jarras, como un gallo que acaba de bajarse de la espalda de una gallina: agotado pero altanero, dándole la cara al variopinto grupo de trabajadores de la empresa de Vieja Jin. Hizo un breve discurso, para el que se inspiró, tanto en lo que al lenguaje como en lo que a los gestos respecta, en la forma en que los guardianes del campo de reforma mediante el trabajo se dirigían a los reclusos, y vio, en los ojos de los empleados, una mezcla de envidia y odio.

Con Vieja Jin como guía, Jintong visitó todos y cada uno de los rincones de Dalan, donde le presentaron a gente que tenía relaciones comerciales —directas o indirectas— con la planta de reciclaje y con los diversos puntos de venta. Comenzó a fumar cigarrillos importados y a beber licores importados, aprendió todos los secretos del mah-jongg y se hizo un maestro en las artes de organizar recepciones, dar sobornos y evadir impuestos; en una ocasión, incluso cogió la delicada mano de una joven camarera en el restaurante de la Posada de los Dragones Reunidos; ella se aturulló y se le cayó el vaso que tenía en la mano, que se hizo añicos. Él sacó un fajo de billetes y se los metió en el bolsillo de su uniforme blanco.

—Aquí hay una cosita para ti —le dijo.

Ella le dio las gracias con voz insinuante y coqueta.

Noche tras noche, como un granjero que nunca se cansara, cultivaba las fértiles tierras de Vieja Jin. A ella su inexperiencia y su torpeza le proporcionaban un placer especial y una clase de excitación nueva; sus gritos despertaban frecuentemente a los exhaustos trabajadores que dormían en sus chozas.

Una noche, un hombre que sólo tenía un ojo entró en el dormitorio de Vieja Jin con la cabeza erguida. Al verlo, Jintong se estremeció y empujó a Vieja Jin hacia el costado de la cama antes de apresurarse a taparse con la manta. Había reconocido al hombre a la primera; se trataba de Fang Jin, quien en una época había estado a cargo de la brigada de producción de la Comuna Popular y era el marido legal de Vieja Jin.

Vieja Jin se sentó sobre la cama con las piernas cruzadas.

—¿No te acabo de dar mil yuan? —le preguntó, con un tono de voz que mostraba cierta irritación.

Fang Jin se sentó en el sofá de cuero italiano que había enfrente de la cama, donde tuvo un acceso de tos; entonces escupió un pegote de flema sobre la hermosa alfombra persa que había a sus pies. La mirada de odio que le echó con su ojo bueno era suficientemente ardiente como para encender un cigarrillo.

—Esta vez no he venido en busca de dinero —dijo él.

—¿Y entonces qué es lo que quieres? —le preguntó ella, airada.

—¡Vuestras vidas!

Fang sacó un cuchillo de debajo de su chaqueta y, con una agilidad sorprendente para su edad, se puso en pie de un salto sobre el sillón y se lanzó a la cama.

Con un chillido de terror, Jintong rodó hasta el extremo más alejado de la cama y se envolvió en la manta. Estaba tan petrificado que no podía ni moverse. Entonces vio, aterrorizado, el frío brillo del cuchillo que Fang Jin apretaba contra su pecho.

Como un pez que da coletazos en el suelo, Vieja Jin se situó entre Fang Jin y Jintong, de modo que la punta del cuchillo ahora apuntaba a su pecho.

—¡Si no eres el hijo ilegítimo de una primera esposa, me apuñalarás a mí primero! —dijo fríamente.

Apretando los dientes, Fang Jin le dijo:

—Puta, puta asquerosa…

A pesar de la violencia de sus palabras, la mano que sujetaba el cuchillo comenzó a temblar.

—No soy ninguna puta —dijo Vieja Jin—. El sexo es la forma en que una puta se gana la vida, pero yo en realidad pago por ello. ¡Soy una mujer rica que ha abierto un burdel para disfrutarlo ella misma!

El rostro desolado de Fang Jin se agitó como el océano cuando hay olas. Algunos mocos líquidos le colgaban de los finos bigotillos de rata que tenía, y le caían hasta la barbilla.

—¡Te voy a matar! —dijo con voz estridente y trató de clavarle el cuchillo a Vieja Jin en el pecho, pero ella esquivó el golpe rodando hacia un lado y el arma se clavó en la cama.

De una patada, logró echar a Fang Jin de la cama. Hizo restallar, como si fuera un látigo, su cinturón de artes marciales, se deshizo de su cortísima bata, se quitó el sujetador de lona y lanzó los zapatos por el aire, y después se dio unas lascivas palmadas en el vientre; el sonido a hueco asustó tanto a Jintong que casi se sale de su propia piel.

—A ver, viejo ataúd —le gritó—. ¿Puedes hacerlo? Sube aquí si puedes hacerlo. ¡Y si no, vete de una puta vez!

Para cuando logró levantarse, medio encorvado, Fang Jin estaba sollozando como un bebé. Con los ojos clavados en la pálida piel de Vieja Jin, que no dejaba de moverse, se empezó a dar puñetazos en el pecho y a lamentarse, desesperado:

—Puta, eres una puta, un día de estos os voy a matar a los dos…

Después, salió corriendo.

La paz volvió a la habitación. El estruendo de una sierra eléctrica llegó desde el taller de carpintería, mezclándose con el silbido de un tren que entraba en la estación. En aquel momento, Jintong escuchó el lóbrego sonido del viento que silbaba a través de las botellas de licor vacías de su hogar. Vieja Jin se despatarró delante de él, y él se fijó en su único pecho, extendido en toda su fealdad sobre su cuerpo; el oscuro pezón parecía un cohombro de mar seco.

Ella lo miró con frialdad.

—¿Puedes hacerlo así? —le dijo—. No, no puedes, ya lo sé. Shangguan Jintong, eres una mierda de perro que no se queda pegada a la pared, eres un gato muerto que no puede subirse al árbol. ¡Quiero que te vayas de aquí cagando leches, como ha hecho Fang Jin!