II

Al poco tiempo de regresar a casa, Jintong cayó gravemente enfermo. Al principio se trataba solamente de una debilidad en los miembros y un dolor en las articulaciones, pero después sufrió ataques de vómitos y diarrea. Madre se gastó todo lo que había ahorrado a lo largo de los años juntando chatarra y vendiéndola en pagarle a diversos médicos procedentes de distintos lugares de Gaomi del Noreste, pero ninguna de las inyecciones que le pusieron ni de las medicinas que le recetaron hizo que mejorara. Un día de agosto, la cogió de la mano y le dijo:

—Madre, durante toda mi vida no te he dado más que problemas. Ahora que estoy a punto de morirme, ya no tendrás que sufrir más…

Ella le apretó la mano.

—¡Jintong, no te permito que hables así! Todavía eres joven. Yo ya estoy ciega de un ojo, pero todavía veo que vendrán buenas épocas más adelante. El sol brilla, las flores tienen un aroma celestial y nosotros tenemos que seguir avanzando hacia el futuro, hijo mío…

Dijo esto con toda la energía que pudo reunir, pero unas tristes lágrimas ya le habían salpicado la huesuda mano.

—Madre, habla todo lo que quieras, pero no servirá para nada —dijo Jintong—. La he vuelto a ver. Se había rellenado con yeso el agujero de bala de la sien y tenía en la mano un trozo de papel con su nombre y el mío escritos en él. Me dijo que había conseguido nuestro certificado de matrimonio y que esperaba que me casara con ella.

—Querida hija —dijo Madre, entre lágrimas, al espacio vacío que tenía ante ella—. Querida hija, no merecías la muerte. Lo sé, y para mí eres como mi propia hija. Jintong estuvo quince años en la cárcel por ti, y ya ha pagado completamente su deuda. Te pido que muestres un poco de compasión y que le perdones. De esa manera, esta vieja solitaria tendrá a alguien que la cuide. Tú eres una chica sensata. Como dice el refrán, la vida y la muerte son dos caminos distintos, y hay que tomar uno o el otro. Perdónale, hija querida. Esta mujer vieja y ciega te lo suplica de rodillas…

Mientras su madre rezaba, Jintong vio el cuerpo desnudo de Long Qingping en la ventana soleada. Sus pechos, que parecían de hierro, estaban cubiertos de orín. Ella se abrió de piernas desvergonzadamente y brotó un puñado de champiñones blancos y redondos. Pero cuando miró más detenidamente, Jintong se dio cuenta de que se trataba de un montón de redondeadas cabezas de bebés, no de champiñones, y todas ellas estaban unidas. Cada una de esas minúsculas cabezas tenía un rostro perfecto y estaba cubierta por un pelo amarillento y aterciopelado. Todas las caritas tenían la nariz alta, los ojos azules, los lóbulos de las orejas delgados como papel, como la piel de las alubias metidas en agua. Todos los niños le gritaban; su voz era suave y débil, pero clara como una campana. ¡Papá! ¡Papá! Aquellos gritos le llenaron de miedo el corazón, así que cerró los ojos. Los niños se soltaron y se lanzaron hacia él, aterrizando sobre su cara y su cuerpo. Le tiraron de las orejas, le metieron los dedos en la nariz y le arañaron la cara sin dejar de gritar: ¡Papá! Él cerró los ojos apretándolos con todas sus fuerzas, pero eso no impidió que siguiera viendo a Long Qingping frotándose los pechos oxidados con papel de lija, haciendo un ruido que le provocaba dolor en los oídos. Ella le miró fijamente con una expresión en la que se combinaban la melancolía y la rabia, y siguió frotándose los pechos hasta que parecía que se le habían vuelto de una madera brillante y recién barnizada que emitía un frío brillo que se concentraba alrededor de los pezones y, como un rayo helado, penetraba directamente hasta lo más hondo de su corazón. Jintong se estremeció y perdió el conocimiento.

Cuando se despertó, vio una vela encendida en el alféizar de la ventana y una lámpara de aceite colgada de la pared. Poco a poco, el rostro atormentado de Papagayo Han se materializó en medio de la parpadeante luz.

—¿Qué ha pasado, Pequeño Tío?

Su voz parecía venir desde muy lejos. Intentó contestarle, pero no pudo lograr que sus labios se movieran. Agotado, cerró los ojos para dejar de ver la luz de la vela.

—Te doy mi palabra —oyó decir a Papagayo Han—. No se va a morir. No hace mucho tiempo que leí un libro de adivinación del futuro; Pequeño Tío tiene el rostro de alguien que encontrará la riqueza y la buena fortuna, alguien que va a vivir una larga vida.

—Papagayo —dijo Madre—, nunca en mi vida he suplicado nada, pero ahora te suplico a ti.

—Abuela, cuando me hablas así parece como si me estuvieras maldiciendo.

—Tú conoces un montón de gente, y por eso te pido que consigas un carro y te lleves a tu tío al hospital del condado.

—Eso no es necesario, abuela. Las instalaciones de nuestra ciudad son tan buenas como las de las ciudades grandes. Los doctores locales son mejores que los que hay en el hospital del condado. Dado que el Doctor Leng ya lo ha visto, no hace ninguna falta ir a ningún otro lugar. Se graduó el primero de su clase en la Facultad de Medicina de la Unión, y después estudió en el extranjero. Si dice que no hay ningún tratamiento para esto, es que no hay ningún tratamiento.

Con expresión de desánimo, Madre le dijo:

—Papagayo, no necesitamos tu labia. Deberías irte. Si llegas tarde a tu casa, tendrás que vértelas con esa esposa que tienes.

—Antes o después me voy a liberar de esas cadenas. Toma, abuela, coge estos veinte yuan y compra algo de comer que le guste a Pequeño Tío.

—Guárdate tu dinero —le dijo ella—. Vete ya. A tu Pequeño Tío no le apetece comer nada.

—Tal vez a él no, pero tú necesitas comer algo. Tú me criaste hasta que me convertí en un hombre, abuela. Sufrimos la opresión del gobierno y éramos tan pobres que apenas conseguimos sobrevivir. Después de que se llevaran a Pequeño Tío, me colgaste a tu espalda y te pusiste a mendigar, llamando a la puerta de las casas de todo Gaomi del Noreste. Cuando pienso en las cosas que tuviste que hacer es como si una daga me atravesara el corazón, y no puedo evitar ponerme a llorar. Eramos los últimos de los últimos. Si no hubiera sido así, jamás habría aceptado casarme con esa bruja. ¿No sabes que es así, abuela? Pero esta época infernal está a punto de acabarse. He pedido un préstamo para mi Reserva Ornitológica Oriental, y el alcalde ha aprobado que me lo concedan. Si esto funciona, será gracias a mi prima, Lu Shengli. Ella es la gerente del Banco de la Industria y el Comercio de Dalan. Es joven y talentosa, y se hace lo que ella dice. Abuela, no te preocupes. Iré a hablar con ella. Si ella no nos ayuda con la enfermedad de Pequeño Tío, ¿quién lo va a hacer? Ella es otra miembro de esta familia a la que tú criaste hasta que se hizo mayor. Sí, iré a hablar con ella. Se ha hecho toda una reputación. Tiene un coche con chófer, y come como una reina: palomas con sus dos patas, tortugas con sus cuatro patas, cangrejos con sus ocho patas, camarones redondeados, cohombros de mar llenos de espinas, escorpiones venenosos y huevos de cocodrilos no venenosos. A esa prima mía ya no le interesa la carne de pato ni de pollo ni de cerdo ni de perro. Sé que a lo mejor suena un poco mal, pero el collar de oro que lleva es tan grueso como una correa de perro. Lleva anillos de platino y de diamantes en los dedos y una pulsera de jade en la muñeca. Las monturas de sus gafas son de oro y tienen lentes de cristal natural, y todos sus modelos están hechos por diseñadores italianos, y sus perfumes franceses tienen un aroma que puedes recordar durante el resto de tu vida…

—¡Papagayo, coge tu dinero y vete! —le interrumpió Madre—. Y no vayas a hablar con ella. La familia Shangguan no necesita tener parientes ricos de esa clase.

—Ahí te equivocas, abuela. Podría llevar a Pequeño Tío al hospital en carro, pero para conseguir cualquier cosa, hoy en día, hacen falta contactos. La diferencia en el trato que le dan a un paciente que lleve yo y a un paciente que lleve mi prima es como la que hay entre la noche y el día.

—Así es como ha sido siempre —dijo Madre—. Que tu tío muera o sobreviva está en manos del destino. Si la fortuna lo acompaña, vivirá. Si no, ni siquiera los milagrosos cuidados de los doctores Hua Tuo y Bian Que, en el caso de que volvieran a la Tierra, podrían salvarle. Ahora vete y no me hagas enfadar.

Papagayo tenía más cosas que decir, pero Madre golpeó la punta de su bastón contra el suelo, muy enfadada, y le dijo:

—Papagayo, por favor, haz lo que te digo. ¡Coge tu dinero y vete!

Papagayo se marchó. Jintong, que todavía estaba en una especie de duermevela, oyó a Madre sollozando fuera de la casa. El viento nocturno hacía susurrar la hierba seca de la pagoda. Un poco más tarde, la oyó trajinando en la cocina, de donde emanaba un olor a plantas medicinales que llegaba hasta su habitación. Le dio la sensación de que su cerebro se había encogido hasta transformarse en una mera lámina, y el aroma de las plantas medicinales se abría paso hasta esa lámina como a través de un tamiz. Ah, ese sabor dulce es del sujo, el sabor amargo es de la hierba que hace que el alma regrese, el sabor ácido es del trébol, el sabor salado es del diente de león, el sabor picante es del arrancamoños siberiano. Dulce, amargo, ácido, salado y picante, los cinco sabores; también hay algo de verdolaga, de pinelia, de lobelia china, de corteza de morera, piel de peonia y melocotón desecado. Aparentemente, Madre había conseguido casi todas las distintas plantas medicinales disponibles en Gaomi del Noreste y las estaba cociendo en una gran olla. La mezcla de aromas, que combinaban olor a vida y olor a tierra, fue penetrando en su cerebro como si fluyera por una poderosa cañería, limpiando la suciedad, arrastrándola y abriendo su mente. Jintong pensó en el exuberante y verde césped que había fuera, en los campos abiertos cubiertos de flores y en las grullas que surcaban los pantanos. Un grupo de dorados crisantemos silvestres atraía a las abejas, cargadas de polen. Oyó la pesada respiración de la tierra y el sonido de las semillas cayendo al suelo.

Madre entró en la habitación y lo bañó empleando algodón empapado en la mezcla de plantas medicinales. Se dio cuenta de que él estaba avergonzado.

—Hijo —le dijo—, aunque vivas hasta los cien años, para mí siempre serás un niño pequeño.

Lo limpió de la cabeza a los pies, incluyendo la suciedad que tenía entre los dedos de los pies. El viento del atardecer entraba en la habitación y el aroma del brebaje de hierbas se volvía cada vez más intenso. Jintong nunca se había sentido tan fresco ni tan limpio como en aquel momento. Entonces oyó a Madre sollozando y murmurando algo junto a la casa, al lado de un muro de botellas de licor vacías. Se puso a dormir y, por primera vez, no se despertó sobresaltado por una pesadilla. Durmió hasta el amanecer. Cuando abrió los ojos, por la mañana, la nariz se le llenó de olor a leche fresca. Era una leche distinta de la de Madre y de la de cabra, que él había probado, e intentó determinar cuál era su origen. Le vino a la cabeza la sensación que había tenido hacía muchos años, cuando, siendo el Príncipe de la Nieve, había tenido que bendecir a un montón de mujeres acariciándoles los pechos. Lo que más añoranza le produjo era el último pecho que había acariciado aquel día, el de la propietaria de la tienda de aceite de sésamo, Vieja Jin, la mujer con un solo pecho.

Madre se puso muy contenta cuando vio que se estaba recuperando.

—¿Qué te apetece comer, hijo? —le preguntó—. Te haré lo que quieras. He ido a la ciudad y le he pedido prestado algo de dinero a Vieja Jin. Un día de estos va a venir con un carrito y se va a llevar todas estas botellas, como pago.

—Vieja Jin… —El corazón de Jintong se puso a latir con fuerza—. ¿Qué tal está?

Con su único ojo bueno —aunque un tanto defectuoso— le echó una mirada a su hijo, sorprendida al ver lo nervioso que se había puesto, y soltó un suspiro, exasperada.

—Se ha convertido en la «reina de la basura» de toda la zona. Se ha comprado un coche y tiene cincuenta empleados que se dedican a fundir el plástico y la goma usados. Económicamente le va muy bien, pero su marido es un inútil. Jin tiene muy mala reputación, pero no me quedaba más remedio que ir a verla. Es tan generosa como siempre ha sido. Ya ha rebasado los cincuenta y, cosa bien rara, incluso ha tenido un hijo…

Como si le hubieran dado una bofetada en plena cara, Jintong se incorporó bruscamente, como alguien que hubiera visto el rostro piadoso, de color rojo brillante, de Dios. Se le ocurrió una idea que lo puso contento: Después de todo, mis sentimientos eran adecuados. Estaba seguro de que el pecho de un solo ojo de Vieja Jin apuntaba hacia su habitación y que los pechos lijados de Long Qingping se batían en retirada.

—Madre —le espetó, no sin algo de vergüenza—, ¿puedes salir un momento antes de que llegue?

Madre se quedó un momento en blanco, sin comprender nada, pero recuperó la compostura y le dijo:

—Hijo, has logrado ahuyentar al demonio de la muerte, así que haré cualquier cosa que me pidas. Me voy.

Jintong se tumbó boca arriba, muy excitado, y rápidamente quedó inmerso en aquel aroma que daba la vida, que provenía de su memoria, no del exterior, y le envolvía por completo. Cerró los ojos y vio el rostro redondeado y suave de ella. Tenía los ojos tan oscuros como siempre, húmedos y seductores, y cada uno de sus movimientos parecía destinado a robarles el alma a los hombres. Se movía con rapidez, como una cometa, y su pecho, que el tiempo no había arañado, se movía debajo de su camisa de algodón, como si estuviera intentando escaparse. Muy lentamente, el aroma espiritual que brotaba de su corazón y el aroma material que brotaba del pecho de Vieja Jin se unieron, como una pareja de mariposas en celo. Se tocaron y se fundieron en uno rápidamente. Él abrió los ojos y ahí, de pie junto a su cama, estaba Vieja Jin, exactamente igual que él se la había imaginado.

—Pequeño hermano —le dijo ella muy emocionada, agachándose y cogiendo la crispada mano de él entre las suyas, con los oscuros ojos rebosantes de lágrimas—, mi querido pequeño hermano, ¿qué te pasa?

La ternura femenina le derritió el corazón. Arqueando el cuello como un perrito recién nacido que todavía tiene que abrir los ojos, le mordisqueó el pecho con sus labios febriles. Sin dudar ni un instante, ella se levantó la camisa y acercó su pecho rebosante, redondo como un melón, hacia el rostro de él. Su boca buscó el pezón; el pezón buscó su boca. Cuando los labios de Jintong la envolvieron temblando y ella entró temblando en su boca, ambos estaban calientes, a punto de hervir, y gemían enloquecidos. Unos poderosos chorros de leche dulce y caliente impactaron contra las membranas de su boca y convergieron en la abertura de su garganta, por donde se dirigieron hacia abajo, hacia un estómago que últimamente había rechazado todo lo que había recibido. Al mismo tiempo, ella sintió que el morboso encaprichamiento por el que una vez había sido un precioso niño pequeño, y que había estado alimentando durante décadas, abandonaba su cuerpo junto a la leche…

Él mamó de su pecho hasta vaciárselo y después, como un bebé, se quedó dormido con el pezón en la boca. Ella le acarició el rostro tiernamente y, con mucha delicadeza, retiró el pezón. La boca de él tembló un instante y después ella vio cómo el color volvía a su cara cetrina. Madre estaba de pie, al lado de la puerta, contemplándolos con tristeza. Pero lo que Jin percibió en la cara ajada de la anciana no fue ni desaprobación ni celos; se parecía, más bien, a la autodesaprobación y a la gratitud. Vieja Jin se volvió a meter el pecho debajo de la camisa y le dijo decididamente:

—Quería hacerlo, tía. Es algo que he querido hacer toda la vida. Él y yo tuvimos un vínculo en una vida anterior.

—Siendo así —le dijo Madre—, no te daré las gracias.

Vieja Jin sacó un fajo de billetes.

—Vieja tía, el otro día calculé mal. Esa pila de botellas que hay ahí atrás vale más de lo que te di.

—Cuñada —dijo Madre—, no creo que el Hermano Fang vaya a ponerse contento cuando se entere.

—Si tiene una botella cerca, está contento. Yo estoy horriblemente ocupada estos días, y sólo puedo venir una vez al día. Cuando yo no esté por aquí, dale algo ligero y acuoso.

Bajo los cuidados de Vieja Jin, Jintong recuperó la salud rápidamente. Como una serpiente durante la época de la muda, se despojó de una capa de piel muerta. Durante dos meses enteros, el único alimento que ingirió se lo dio Vieja Jin. En las frecuentes ocasiones en que le sonaban las tripas de hambre, bastaba con que pensara en la comida común y corriente para que los intestinos se le cerraran dolorosamente. El ceño de su madre, que se había relajado cuando él se había librado de la muerte, empezó a fruncirse de nuevo. Cada mañana, él se ponía frente al muro de botellas que había junto a la casa, mientras el viento soplaba en los cuellos de las botellas, como un niño que espera a su madre o una mujer que espera a su amante, con la mirada ansiosamente fija en la carretera que venía de la nueva y bulliciosa ciudad, atravesando el campo abierto, hacia donde estaba él, lleno de impaciencia.

Un día, Jintong estuvo esperando a Vieja Jin desde el amanecer hasta el crepúsculo, pero ella no apareció. Él se quedó de pie hasta que se le entumecieron las piernas y se le empezó a nublar la vista. Entonces se sentó, apoyado en el pequeño muro de botellas silbantes. Cuando el Sol se puso, esa música sonaba muy melancólica e hizo que su sensación de abandono se hiciera más profunda. Las lágrimas rodaron, inadvertidas, por sus mejillas.

Apoyándose en su bastón, Madre se quedó mirándolo burlonamente bajo un cielo cada vez más oscuro; en su expresión se combinaban la pena por las desgracias que le pasaban a su hijo y el enfado por su incapacidad para superarlas. Lo observó durante un rato, sin decir ni una palabra, y después se dio la vuelta y volvió a entrar en la casa, acompañada por el sonido que hacía el bastón contra el suelo.

A la mañana siguiente, Jintong cogió la hoz de la familia y una canasta y se fue andando hasta la zanja más cercana. De desayuno se había comido un par de batatas blandas, con los ojos muy abiertos, como si le estuvieran arrancando la piel a tiras. Ahora le dolía muchísimo el estómago y tenía un sabor ácido en la garganta. Mientras, guiándose por el olfato, se dirigió hacia el lugar del que provenía la delicada fragancia de la menta salvaje, y tuvo que hacer un esfuerzo para no vomitar. Se había acordado de que en la sección de adquisiciones de la cooperativa estaban dispuestos a comprar menta. Por supuesto, la única razón para recoger menta no era ganar algo de dinero extra. Mucho más importante era que pensaba que podría ayudarlo a combatir su adicción a la leche de Vieja Jin. Las plantas crecían desde la mitad de la ladera hasta el borde del agua, y su olor era revitalizante. Jintong se dio cuenta de que incluso veía mejor. Respiraba profundamente, con el deseo de llenarse los pulmones con el aroma de la menta. Después comenzó a cortar las plantas, empleando las técnicas que había ido perfeccionando a lo largo de los quince años que estuvo en el campo de reforma mediante el trabajo, y en poco tiempo había dejado un reguero de tallos cortados de menta, con su savia blanca y sus delgados filamentos.

Cuando bajaba por la ladera, descubrió un agujero del tamaño de un cuenco de arroz. Su terror inicial rápidamente se convirtió en excitación, puesto que se le ocurrió que debía ser la madriguera de un conejo. Regalarle a Madre un conejo silvestre serviría para alegrarle un poco la vida. Comenzó a meter en el agujero el mango de su hoz, y a agitarlo. Algo se movía ahí dentro, lo oyó, cosa que significaba que el agujero estaba habitado. Entonces se sentó, aferrando con fuerza su hoz, y se quedó esperando. El conejo asomó la cabeza por el agujero, poco a poco, hasta que mostró su aterciopelado morro. Jintong intentó darle con la hoz, pero el conejo escondió la cabeza justo a tiempo. La vez siguiente, en cambio, sintió cómo la hoz penetraba profundamente en la cabeza del conejo; tirando de ella hacia atrás, apareció el resto del animal, todavía agitándose, y cayó ante sus pies. La punta de la hoz se le había clavado al conejo en el ojo; de ahí salía un hilo de sangre que corría por la brillante hoja del arma. Los pequeños ojos del conejo, que parecían de marfil, apenas eran ahora unas minúsculas rendijas. De repente, Jintong sintió un escalofrío que le recorría todo el cuerpo. Entonces tiró la hoz al suelo, subió como pudo hasta lo alto de la ladera y se puso a mirar a su alrededor como un niño que tuviera serios problemas y necesitara ayuda.

Madre ya estaba ahí, justo a su lado.

—¿Qué estás haciendo, Jintong? —le preguntó con una voz quebrada por la edad.

—Madre —dijo él, desesperado—, he matado a un conejo… Ay, pobrecito… ¿Qué es lo que he hecho? ¿Por qué he tenido que matarlo?

—Jintong —le dijo Madre con una severidad en la voz que nunca había empleado con él—, tienes cuarenta y dos años ¡y te comportas como un mariquita! No te he querido decir nada estos últimos días, pero ya no puedo aguantarme más. Sabes que no voy a estar aquí contigo siempre. Cuando yo me haya ido, tendrás que cargar con las responsabilidades familiares y seguir adelante con tu vida. No puedes continuar así.

Mirándose las manos con asco, Jintong se limpió la sangre del conejo con un poco de tierra. La cara le ardía debido a las críticas de Madre; no estaba nada contento.

—Tendrás que salir al mundo y hacer algo. No tiene por qué ser nada grandioso.

—¿Y qué puedo hacer, Madre? —dijo él, desanimado.

—Esto es lo que puedes hacer. Sé un hombre y coge ese conejo y baja con él hasta el Río del Agua Negra. Desóllalo, quítale las entrañas, límpialo y después tráelo a casa y cocínalo para tu madre. No he probado la carne desde hace seis meses, por lo menos. A lo mejor te cuesta desollarlo y quitarle las entrañas al conejo, y te sientes cruel. Pero ¿no es igualmente cruel que un hombre adulto tenga que estar mamando del pecho de una mujer? Que nunca se te olvide que la leche de una mujer es su alma, y chuparla hasta secarla es diez veces más cruel que matar a un conejo. Si piensas esto, serás capaz de hacerlo y eso te proporcionará un sentimiento satisfactorio. Matar a un animal no debe traer remordimientos al cazador por acabar con una vida, sino darle placer. Y eso es porque sabe que los millones de animales y de pájaros que hay en el mundo fueron creados por Jehová para satisfacer las necesidades humanas. Los seres humanos son la cúspide de la vida; la gente representa el alma de la tierra.

Jintong asintió vigorosamente y sintió que algo duro se le instalaba poco a poco en el pecho. Le dio la sensación de que su corazón, que hasta entonces parecía haber estado flotando en agua, estaba empezando a hundirse.

—¿Sabes por qué Vieja Jin dejó de venir?

Jintong miró a Madre a la cara.

—Fuiste tú…

—¡Sí, fui yo! Fui a hablar con ella. No podía quedarme sin hacer nada mientras mi hijo se echaba a perder.

—Tú… ¿Cómo has podido hacer eso?

Ella continuó, sin hacerle caso:

—Le dije que si realmente ama a mi hijo, que se acueste con él, pero que yo no iba a permitir que siguieras mamando de su pecho.

—¡Su leche me salvó la vida! —gritó Jintong estridentemente—. ¡Si no hubiera sido por su leche, yo ahora estaría muerto, pudriéndome, sirviendo de alimento para los gusanos!

—Eso ya lo sé. ¿Te crees que me voy a olvidar alguna vez de que te ha salvado la vida? —dijo, dando un golpe en el suelo con su bastón—. Todos estos años he estado actuando como una idiota, pero al fin he comprendido que es mejor dejar que un niño muera que permitir que se convierta en una criatura inútil e incapaz de alejar la boca de un pezón de mujer.

—¿Y qué dijo ella? —preguntó él, lleno de ansiedad.

—Es una buena mujer. Me dijo que me fuera a casa y te dijera que siempre habrá una almohada para ti en la cama de Vieja Jin.

—Pero es una mujer casada… —Jintong se había puesto pálido.

Madre le lanzó un desafío con la voz temblorosa y a punto de enloquecer.

—Si no demuestras que tienes agallas, es que no eres hijo mío. Vete a verla. No necesito un hijo que se niega a crecer. Lo que quiero es a alguien como Sima Ku, o como Hombre-pájaro Han, un hijo que no tenga miedo de causarme problemas, si eso es lo que hay que hacer. ¡Quiero un hombre que orine de pie!