XI

Las lágrimas me bañaban las mejillas, que se me habían hinchado de tanto abofetearme a mí mismo, pero la única reacción que logré de Wang Yinzhi fue un gesto de desdén. Esta mujer de sangre fría no dio ninguna señal de que tuviera la intención de perdonarme; lo que hizo fue juguetear con su llavero mientras contemplaba mi actuación.

—Yinzhi, como dice el refrán, un día de vida matrimonial significa cien días de sentimientos confusos. Te suplico que me des otra oportunidad.

—El problema es que nosotros no hemos tenido ni un día de vida matrimonial.

—¿Y qué me dices de aquella noche de marzo de 1991? Eso debería contar.

La observé mientras ella recordaba la noche del 7 de marzo de 1991. De repente su rostro se sonrojó, como si la hubiera humillado.

—¡No! —dijo indignada—. ¡Eso no cuenta! ¡Fue un acto indecente, un intento de violación!

Su caracterización me sorprendió y me indignó. Me pregunté cómo podía haberme preocupado por perder una mujer que era capaz de tratarme de esa manera. Shangguan Jintong, después de toda una vida de llantos y gimoteos, ¿no crees que ya es hora de que intentes cambiar? Que se quede con la tienda, que se quede con todo, pero yo quiero mi libertad.

—De acuerdo, entonces. ¿Cuándo presentamos la demanda de divorcio?

Ella sacó un trozo de papel.

—Firma esto y está hecho. Por supuesto —añadió—, como soy una persona decente y justa, te voy a dar treinta mil yuan. Firma aquí.

Firmé. Mientras me entregaba una libreta de ahorros a mi nombre, le pregunté:

—¿No es necesario que comparezca ante los tribunales?

—Ya me he ocupado de todo —dijo ella, tirándome los formularios de la solicitud de divorcio, que ya estaban completamente rellenos—. Eres libre —me dijo.

Ahora que había caído el telón de este drama, me sentí verdaderamente más libre y despreocupado de lo que nunca me había sentido. Antes de que llegara la noche, ya había vuelto a casa, con Madre.

Unos días antes de que muriera Madre, la alcaldesa de Dalan, Lu Shengli, fue hallada culpable de aceptar sobornos y condenada a muerte con un año de gracia. Geng Lianlian y Papagayo Han, que fueron hallados culpables de pagar sobornos, fueron encadenados y encerrados en una prisión. Su Plan Fénix había resultado ser una gigantesca patraña, y se concluyó que los préstamos millonarios que Lu Shengli, como alcaldesa, había concedido a la Reserva Ornitológica Oriental, se habían empleado, en su mayor parte, como sobornos. El resto lo habían despilfarrado. Los intereses de los préstamos nunca se recuperaron y, por supuesto, el dinero de los préstamos tampoco, pero los bancos no hicieron nada por miedo a que la reserva quedaría patas arriba. De hecho, ese miedo era compartido por toda la Municipalidad de Dalan. Con el tiempo, la fraudulenta reserva acabó cerrando sus puertas y perdió a todos los pájaros, la hierba silvestre cubrió las plumas y las deposiciones de pájaros que había por todo el recinto, y sus trabajadores tuvieron que buscarse otro empleo. Pero siguió existiendo en los libros de contabilidad de todos los bancos de la localidad, y los intereses siguieron creciendo.

Sha Zaohua, que estaba desaparecida desde hacía años, regresó de dondequiera que estuviese. Se había cuidado bien, y parecía una mujer de treinta y tantos años. Pero cuando fue a la pagoda a visitar a Madre, esta le dio la bienvenida con frialdad. Durante los días que siguieron a su llegada, estaba encaprichada con Sima Liang, que también había vuelto a la ciudad. Mostró una canica de cristal, que según ella representaba el amor que él sentía por ella, y un espejo, que pensaba regalarle. Dijo que se había reservado para él todos esos años. Pero en su ático de la Mansión Osmanthus, Sima Liang tenía demasiadas cosas en la cabeza como para que volviera a despertar su historia de amor con Zaohua. A pesar de todo, ella lo seguía a todas partes, cosa que a él le resultaba irritante.

—Querida prima —le bramó un día—, ¿qué te crees que estás haciendo? Te he ofrecido dinero, vestidos, joyas, pero no quieres nada de eso. ¿Qué es lo que quieres?

Sacó la mano del dobladillo de la chaqueta y se sentó con fuerza en el sofá, enfadado y frustrado. Entonces, sin darse cuenta, le dio un golpe con el pie a un florero que contenía una docena de rosas rojas y violáceas, más o menos, que quedaron acostadas sobre la mesa, que ahora estaba completamente empapada. Zaohua, que llevaba puesto un vestido negro casi transparente, se puso de rodillas sobre la alfombra mojada y miró fijamente a Sima Liang a la cara. Él no pudo evitar echarle una mirada con el rabillo del ojo. La cabeza de ella era pequeña y en su larguísimo cuello solamente unas pocas líneas estropeaban la perfecta textura de la piel. Debido a su vasta experiencia con mujeres, él sabía que el cuello era el único sitio que siempre, indefectiblemente, delataba la edad de una mujer. ¿Cómo podía ser que Zaohua, que ya había rebasado los cincuenta, hubiera conseguido evitar que su cuello se pareciera a un trozo de salchicha o a un pedazo de madera seca? Desde ahí, su mirada se desplazó a los huecos de debajo de los hombros y al escote que dejaba a la vista el cuello redondeado de su vestido, y se dio cuenta de que ninguna parte del cuerpo de ella parecía pertenecer a una mujer de cincuenta y tantos años. Más bien parecía una flor que se hubiera conservado en frío durante medio siglo, o una botella de algún magnífico licor que hubiera estado cincuenta años enterrado al pie de un granado. Una flor congelada está esperando que la cojan; una antigua botella de licor exige que se la beban. Sima Liang extendió un brazo y le tocó delicadamente la rodilla. Ella gimió y su rostro adoptó un color rojo brillante, como una radiante puesta de sol. Lanzándose sobre él, le pasó los brazos por alrededor del cuello y le metió la cara en su ardiente seno, frotándose los pechos contra él una y otra vez hasta que una sustancia aceitosa empezó a salirle de la nariz y las lágrimas asomaron a sus ojos.

—Sima Liang, te he esperado durante más de treinta años.

—No me digas eso —dijo él—. Treinta años. ¿Sabes que eso me convierte en culpable de un montón de cosas?

—Soy virgen.

—¿Ladrona y virgen? ¡Si eso es verdad, me voy a tirar por la ventana!

Zaohua empezó a llorar, dolida por su comentario. Pero entonces, cuando la rabia se apoderó de ella, se lanzó a sus pies de un salto, se quitó el vestido y se tumbó en la alfombra delante de él.

—Sima Liang, ven, haz tú de juez. ¡Si no soy virgen, seré yo la que se tire por la ventana!

Antes de salir de la habitación, Sima Liang miró a la madura virgen y le dijo con mucha labia:

—En fin, que me lleven los demonios. Eres virgen.

Más allá del sarcasmo, dos lágrimas brotaron de sus ojos. Por su parte, Zaohua, que seguía tumbada sobre la alfombra, levantaba la vista para mirarlo y tenía los ojos húmedos por la alegría y el enamoramiento.

Cuando Sima Liang regresó a la habitación, Zaohua estaba sentada en el alféizar de la ventana, completamente desnuda. Era evidente que lo estaba esperando.

—Bueno, ¿soy o no soy virgen? —dijo con frialdad.

—Prima —le contestó Sima Liang—, olvídate del acto. Piensa que me he pasado casi toda la vida rodeado de mujeres. Además, si yo me quisiera casar contigo, ¿qué me importaría que fueras virgen o no?

Zaohua contestó con un chillido que hizo que Sima Liang comenzara a notar un sudor frío. Una mirada azul, semejante a un gas venenoso, surgió de sus ojos. Él saltó hacia ella en el mismo momento en que ella se echaba hacia atrás. Lo último que él vio fueron los talones enrojecidos de los desnudos pies de ella dirigiéndose hacia abajo.

Soltando un suspiro, Sima Liang se volvió hacia mí, que entraba a toda prisa en la habitación para ver qué pasaba; ese chillido me había helado la sangre.

—¿Has visto eso, Pequeño Tío? Si me tiro por la ventana tras ella, no seré un digno hijo de Sima Ku. Pero lo mismo pasará si no me tiro. ¿Qué debo hacer?

Yo abrí la boca para decir algo, pero no pude articular ni una palabra.

Cogiendo un paraguas que alguna mujer se había olvidado en su ático, me dijo:

—Pequeño Tío, si me muero, ocúpate de mi cuerpo. Y si no, viviré para siempre.

Abrió el paraguas y gritando «¡mierda!» a pleno pulmón se lanzó por la ventana y cayó como una fruta madura.

Prácticamente cegado por el pánico, asomé la mitad superior de mi cuerpo por la ventana y aullé:

—Sima Liang… Sima Liang…

Pero él estaba demasiado ocupado cayendo como para prestarme atención. La gente que había abajo estiraba el cuello para presenciar el espectáculo, sin hacerle caso al cuerpo de Sha Zaohua, que estaba espachurrada como un perro muerto sobre el cemento, enfrente de ellos. Todos vieron cómo Sima Liang bajaba en paracaídas, atravesaba la copa de un plátano y caía sobre un grupo de acebos, tan bien podados como el bigote de Stalin. El impacto hizo que salieran unas oleadas de algo que parecía fango verde. La gente se empezaba a amontonar alrededor de los árboles cuando apareció Sima Liang como si nada hubiera sucedido, dándose unas palmaditas en el trasero para quitarse la suciedad de los pantalones y saludando al gentío. Tenía la cara de todos los colores, como las vidrieras de la iglesia a la que íbamos cuando éramos niños. «Sima Liang», le grité yo, lloriqueando. Él se abrió paso a empujones entre la gente, fue andando hasta la entrada del edificio y llamó a un taxi amarillo. Abrió la puerta y se metió dentro de un salto antes de que el portero, vestido con un uniforme violeta, pudiera reaccionar. El taxi aceleró y se alejó dejando atrás una estela de humo negro. Después dio la vuelta a una esquina y se metió entre el tráfico. Se había ido.

Yo solté un gran suspiro, como si me estuviera despertando de una pesadilla. Era un día radiante, soleado, embriagador y perezoso, de esos que parecen estar cargados de esperanza pero en realidad ocultan un montón de trampas. La luz del sol refulgía en la pagoda de siete pisos, en las afueras de la ciudad, donde vivía Madre.

—Hijo —dijo Madre débilmente—, llévame a la iglesia. Será la última vez…

Con mi madre, casi ciega, cargada a la espalda, caminé durante cinco horas por la calle que pasaba por detrás de la residencia de la Opera de Pekín y llegaba más allá del arroyo contaminado que fluía junto a la planta de tintes químicos. Finalmente encontré la iglesia, que había sido restaurada recientemente. Enclavada en medio de un fila de casas achaparradas, era una construcción sencilla y tenía aspecto de estar ligeramente abandonada; ya no tenía nada que ver con el lugar imponente que había sido en tiempos. El frente de la iglesia y los dos lados del camino estaban atestados de bicicletas adornadas con lazos de todos los colores. Sentada en la entrada había una anciana cuyo aspecto era una mezcla de taquillera y espía de las actividades secretas que podían estar teniendo lugar en el interior. Nos hizo un gesto amistoso con la cabeza y nos dejó pasar. El patio estaba completamente lleno de gente, y dentro de la iglesia había incluso más. Todos ellos escuchaban con atención el sermón que les estaba soltando un anciano pastor lleno de arrugas, que tendía a arrastrar las palabras. Tenía las arrugadas manos juntas sobre el púlpito, iluminadas por un rayo de sol. Entre los parroquianos había personas mayores y niños pequeños, pero la gran mayoría consistía en niñas y mujeres jóvenes, todas sentadas en los bancos, tomando notas en las biblias abiertas que tenían apoyadas en las rodillas. Una anciana que reconoció a Madre nos dejó un lugar contra la pared, debajo de una vieja acacia llena de flores blancas semejantes a gigantescos copos de nieve. La atmósfera era sofocante. Un altavoz pegado al tronco del árbol hacía llegar las palabras del pastor a todos los que estaban ahí congregados. Era difícil decir si los crujidos y las interferencias eran producto de la antigüedad del altavoz o de la del pastor. Nos sentamos en silencio y lo escuchamos hablar monótona e interminablemente, exhortando a los parroquianos a llevar una vida pura y a transitar el camino del bien.

Cuando concluyó el sermón, la multitud, con lágrimas en los ojos, cantó Amén a coro. Después se escucharon los sones de un órgano de tubos que había a un lado y que tocaba un himno final que conocían todos los fieles. Los que eran capaces de cantar, lo hicieron, y en voz alta. Los que no lo eran, tararearon la melodía lo mejor que pudieron. Así concluyó el servicio. Algunos de los parroquianos se pusieron de pie y se estiraron, y otros se quedaron sentados, hablando en voz baja entre ellos.

Madre se sentó en el banco con las manos apoyadas en las rodillas y los ojos cerrados, como si se hubiera quedado dormida. No corría ni un soplo de aire, pero de repente las flores blancas cayeron del árbol encima de nosotros, como si alguien hubiera desconectado la corriente de fuerza magnética que las mantenía unidas a las ramas. Su aroma se expandió por el patio mientras un montón de ellas le caía a Madre en el pelo, en el cuello, en los lóbulos de las orejas, en las manos, en los hombros y a su alrededor, en el suelo.

¡Amén!

El viejo pastor, habiendo concluido su sermón, se dirigió a la puerta de la iglesia y, apoyándose en el marco de la puerta, contempló el maravilloso espectáculo floral que había ante sus ojos. Tenía un mechón de pelo rojo y despeinado, los ojos de un color azul profundo, la nariz rojiza y una fuerte barba amarillenta. Unas fundas de metal le cubrían algunos dientes. Sorprendido por la visión, me puse en pie. ¿Sería este el padre legendario que nunca conocí? La anciana que conocía a Madre se acercó cojeando, con sus pies vendados, para presentarnos.

—Este es el Pastor Malory, el hijo mayor de nuestro antiguo pastor. Ha venido desde Lanzhou para hacerse cargo de la iglesia. Este es Shangguan Jintong, el hijo de Shangguan Lu, que es parroquiana desde hace mucho tiempo.

En realidad sus presentaciones eran innecesarias, porque antes de que pronunciara nuestros nombres, Dios ya nos había revelado a cada uno el origen del otro. Este hombre, el hijo bastardo del Pastor Malory y de una mujer musulmana, que era medio hermano mío, me estrechó con firmeza entre sus brazos peludos y, con los ojos llenos de lágrimas, me dijo:

—¡Te he estado esperando desde hace mucho tiempo, hermano!