I
Era la primera primavera de los años ochenta. Jintong, tras cumplir su condena, estaba sentado en un rincón apartado de la sala de espera de una estación de autobuses, sintiéndose avergonzado y confundido mientras esperaba el autobús que lo llevaría a Dalan, la capital del Concejo de Gaomi del Noreste.
Los quince largos años que habían pasado le parecían verdaderamente un mal sueño. Estuvo intentando recordar hasta que le empezó a doler la cabeza, pero lo único que logró conjurar fueron fragmentos de su memoria, todos ligados a una luz brillante que le aguijoneaba los ojos como pedazos de cristal incrustados en barro. Se acordó del primer momento en que le pusieron las esposas en las muñecas y del reflejo de luz que le abrasó los ojos justo antes de que la oscuridad lo envolviera y escuchara los gritos de su madre en la distancia: «¿Con qué derecho arrestáis a mi hijo? Mi hijo es un hombre bueno que nunca le ha hecho daño a nadie…». Y después se acordó de los días que pasó aterrorizado en el calabozo esperando que se dictara su sentencia, y de cómo cada noche, en la tenue luz de su celda, se había visto obligado a practicar sexo oral con el barbudo guardián… y se acordó del calor insoportable que azotaba el campo de trabajo, ese desierto de sal, y de la luz cegadora que allí había. Los guardianes llevaban gafas de sol, cosa que a los presos no se les permitía. En cualquier dirección que mirara, la luz salina, viciada, cegadora, arrancaba lágrimas de los ojos que estaban expuestos al aire salado… Después se acordó de algunas escenas recogiendo leña en el espantoso frío del invierno, cuando la luz del sol chisporroteaba sobre el suelo cubierto de nieve y refulgía en los cañones de las escopetas de los guardianes. El ensordecedor sonido de los disparos de escopeta lo hizo enderezarse, y entonces miró en dirección al sol y vio una figura deslumbrantemente oscura que se tambaleaba y caía al suelo. Después se enteró de que se trataba de un preso que había intentado escaparse, con el resultado de que uno de los guardianes le había pegado un tiro… Entonces sus pensamientos lo llevaron a un verano en el que los estallidos de los relámpagos del tamaño de pelotas de baloncesto habían iluminado el cielo, por encima de los campos. Aterrorizado, cayó de rodillas. «Padre Celestial —rezó—, perdóname. No he hecho nada malo. Por favor, no me lances un rayo… Déjame seguir viviendo… Déjame que sobreviva a mi condena y recupere la libertad… Quiero ver a mi madre una vez más…». El estallido de otro trueno hizo temblar el cielo, y cuando volvió en sí vio una cabra tirada a su lado, muerta por el impacto de un rayo. El olor de la carne quemada se cernía en el aire…
Fuera, justo antes del amanecer, el cielo seguía oscuro. La docena de bombillas que colgaban en la sala de espera no tenía más función que la decorativa; la poca luz que había en el interior procedía de un par de lámparas de pared de pocos vatios. Los diez bancos, más o menos, que había ahí estaban monopolizados por jóvenes muy a la moda que yacían roncando y hablando en sueños; uno de ellos tenía las rodillas dobladas y las piernas cruzadas y sus pantalones de pata de elefante parecían estar hechos de planchas metálicas. La brumosa luz del sol a primera hora de la mañana se fue filtrando gradualmente por la ventana e iluminando el lugar, y Jintong, a medida que examinaba la ropa de los durmientes que había a su alrededor, se dio cuenta de que había vuelto al mundo en una época nueva. A pesar de los escupitajos, de los mugrientos trozos de papel e incluso de las ocasionales manchas de orina, pudo ver que el suelo estaba construido con un magnífico mármol. Y a pesar de que las paredes servían para que descansaran un montón de moscas negras, gordas pero cansadas, se veía que el dibujo del papel que las cubría era brillante y atractivo. Para Jintong, que acababa de salir de una cabaña de adobe de un campo para reformar a la gente a través del trabajo, todo lo que había alrededor era fresco y nuevo, completamente extraño, y esto hacía que su desasosiego se volviera más profundo.
Finalmente el sol del amanecer iluminó la hedionda sala de espera y los pasajeros comenzaron a moverse. Un joven con la cara llena de granos y el pelo todo despeinado se incorporó en su banco, se rascó los pies y los dedos gordos, cerró los ojos mientras sacaba un cigarrillo con filtro muy espachurrado y se lo encendió con un mechero de plástico. Tras darle una profunda calada, carraspeó y escupió un montón de flema en el suelo. Después metió lentamente los pies en los zapatos y pisoteó la viscosidad que había echado. Se volvió hacia la mujer que estaba tumbada a su lado y le dio unas palmaditas en la espalda. Ella gimió seductoramente mientras se desperezaba. «El autobús ya está aquí», dijo él, en un tono de voz más alto de lo necesario. Ella se incorporó con lentitud, se frotó los ojos con las manos enrojecidas y bostezó grandiosamente. Cuando por fin se dio cuenta de que su acompañante la había engañado, le dio unos cuantos puñetazos en broma y bostezó una vez más antes de volver a estirarse sobre el banco. Jintong estudió la cara regordeta de la joven, su nariz pequeña y grasienta y la blanca y arrugada piel de su vientre, que asomaba por debajo de su camiseta rosa. Con un gesto impertinente, el hombre deslizó la mano izquierda, en la que llevaba un reloj digital, por debajo de la blusa de ella y le acarició el pecho plano, despertando en Jintong un sentimiento que hacía mucho tiempo que había quedado atrás y que le mordió el corazón como un gusano de seda que se da un banquete de hojas de morera. Por primera vez, al menos aparentemente, se le ocurrió esta idea: ¡Dios mío, tengo cuarenta y dos años! Un hombre de mediana edad que nunca tuvo la oportunidad de crecer. Las muestras de afecto del joven hicieron que a este observador secreto se le pusieran rojas las mejillas; entonces miró en otra dirección. La implacable naturaleza del paso del tiempo tendió una capa de profunda tristeza sobre su estado de ánimo, ya de por sí sombrío, y sus pensamientos se dispararon salvajemente. He vivido en el mundo cuarenta y dos años, y ¿qué es lo que he conseguido? El pasado es como un camino lleno de neblina que conduce a las profundidades de un desierto; a su espalda, uno solamente puede ver unos pocos pasos, y delante nada más que niebla. Ya ha pasado más de la mitad de mi vida. Mi pasado está completamente desprovisto de gloria, mi pasado es sórdido, me da asco incluso a mí. La segunda mitad de mi vida comenzó el día que me dejaron en libertad. ¿Qué es lo que me espera?
En ese momento vio un mural hecho con cristales y porcelana en la pared de enfrente de la sala de espera: un musculoso hombre, tapado con una hoja de higuera, abrazaba a una mujer que tenía los pechos descubiertos y llevaba una larga coleta. Las miradas de vehemente deseo que distinguió en las caras de la joven pareja —medio humana, medio inmortal— hicieron que sintiera un triste vacío en su corazón. Había experimentado esa sensación antes, infinidad de veces, recostado en el suelo, en el campo de reforma mediante el trabajo del Mar Amarillo, y mirando el vasto cielo azul. Cuando su rebaño de ovejas pastaba a lo lejos, Jintong solía mirar al cielo, sin alejarse mucho de la fila de banderas rojas que señalaba el límite de la zona donde podían estar los reclusos, patrullada por guardianes montados y armados que iban siempre acompañados por perros mestizos, vástagos de los perros militares que habían pertenecido a los antiguos soldados y de los chuchos locales, que interrumpían sus perezosas rondas poniéndose a ladrarles inútilmente a las espumosas olas del mar que rompían justo al otro lado del dique.
Durante la decimocuarta primavera de su reclusión, conoció a uno de los hombres que había sido encarcelado por intentar asesinar a su mujer, un tipo con gafas llamado Zhao Jiading. Era un hombre educado; había sido profesor en una Facultad de Derecho y Ciencias Políticas antes de que lo arrestaran. Sin ahorrarse ni un solo detalle, le relató a Jintong cómo había planeado envenenar a su esposa. Su plan, perfectamente organizado, era una obra de arte, y pese a ello su mujer había sobrevivido. Jintong le correspondió contándole detalladamente su caso. Cuando terminó, Zhao dijo, emocionado:
—Hermosa historia, es pura poesía. Lástima que nuestras leyes no toleren la poesía. Bueno, si en su momento yo hubiera… No, olvídalo. ¡Es una estupidez! Te han impuesto una condena demasiado dura. Pero en fin, ya has cumplido catorce de tus quince años, así que ahora no tiene sentido lamentarse por ello.
Cuando el director del campo de reforma a través del trabajo proclamó que ya había llegado el momento de que recuperara la libertad y que podía irse a casa, lo que sintió fue que le dejaban abandonado. Con lágrimas en los ojos, suplicó:
—¿No puedo quedarme aquí el resto de mi vida, señor?
El oficial que le había dado la noticia lo miró con incredulidad y sacudió la cabeza.
—¿Y por qué ibas a querer hacer eso?
—Porque no sé cómo voy a sobrevivir ahí afuera. Soy un inútil, soy peor que un inútil. El oficial le ofreció un cigarrillo y le dio fuego.
—Vamos —le dijo, dándole una palmadita en el hombro—, el mundo de ahí afuera es mejor que el de aquí.
Como nunca había aprendido a fumar, le dio una profunda calada al cigarrillo y casi se muere de asfixia. Las lágrimas le salían de los ojos a borbotones.
Una mujer con cara de sueño, vestida con un uniforme azul y un sombrero, pasó a su lado, barriendo indolentemente las colillas y las mondas de frutas que había en el suelo. La expresión de su rostro mostraba cuánto odiaba su trabajo. Se dedicaba a empujar suavemente a la gente que dormía en el suelo con el pie o con la escoba. «¡Arriba! —les gritaba—, ¡levántate!», mientras pasaba la escoba por los charcos llenos de pis y lo empujaba hacia ellos. Sus gritos y sus empujones los obligaban a sentarse o a ponerse de pie. Los que se ponían de pie se estiraban, bostezando, y los que se quedaban sentados en el suelo acababan recibiendo algún impacto de su recogedor o de su escoba, y entonces también tenían que levantarse de un salto.
Y en cuanto lo hacían, ella barría el periódico sobre el que se habían acostado y se lo llevaba con el recogedor. Jintong, que estaba acurrucado en un rincón, no logró librarse de sus diatribas. «¡Apártate! —le ordenó—. ¿Es que estás ciego?». Empleando la actitud vigilante que había desarrollado durante los quince años que había estado en el campo, se echó a un lado de un salto y vio cómo ella señalaba, enfadada, a su bolsa de viaje de lona. «¿De quién es eso? —bramó—. ¡Quítalo de ahí!». Él recogió la bolsa que contenía todas sus propiedades y no la volvió a dejar en el suelo hasta que ella hubo pasado la escoba por esa zona una o dos veces. Después, volvió a sentarse.
En el suelo, enfrente de él, había un montón de basura. La mujer echó el contenido de su recogedor en el montón y después se dio la vuelta y se marchó. Todas las moscas que estaban instaladas en la basura y que ella molestó zumbaron unos instantes en el aire antes de volver a posarse. Jintong levantó la mirada y vio una serie de puertas a lo largo de la pared donde estaban aparcados los autobuses. Encima de cada una de ellas había un cartel con un número de ruta y un destino. La gente hacía cola detrás de algunas de las vallas metálicas, esperando que les picaran sus billetes. Cuando localizó la puerta que daba al autobús número 831, con destino Dalan y la Granja del Río de los Dragones, una docena de personas, más o menos, ya estaba haciendo cola. Algunos fumaban, otros charlaban y aún otros estaban sentados, en silencio, sobre su equipaje. Al observar su billete con atención, se dio cuenta de que la hora de embarque era a las 7:30, pero el reloj de la pared indicaba que ya eran las 8:10. Sintió cómo le atravesaba el pánico mientras se preguntaba si su autobús ya habría abandonado la estación. Con su bolsa de viaje hecha jirones en la mano, se apresuró a ponerse a la cola, detrás de un hombre de rostro inexpresivo que llevaba una bolsa de cuero negro, y le echó una mirada furtiva a la gente que guardaba cola delante de él. Por algún motivo todos le resultaban familiares, pero no era capaz de recordar el nombre de ninguno de ellos. A su vez, ellos parecían observarlo; algunos tenían pinta de estar sorprendidos, y otros de sentir simplemente curiosidad. Ahora no sabía qué hacer. Deseaba ver una cara amiga, una cara que perteneciera a su hogar, pero tenía miedo de que lo reconocieran, y sintió que las palmas de la mano se le ponían pegajosas.
—Camarada —le dijo, tartamudeando, al hombre que iba delante de él—, ¿este es el autobús que va a Dalan?
El hombre le miró de arriba a abajo del mismo modo que hacían los oficiales del campo, cosa que lo puso ansioso como una hormiga en una sartén caliente. En su interior Jintong se veía a sí mismo como un camello en medio de un rebaño de ovejas, un bicho raro; y si él tenía esa imagen, ¡cuál no tendrían los demás! La noche anterior, cuando se había contemplado en el espejo empañado que había en la pared de un mugriento baño público, lo que le había devuelto la mirada era una cabeza exageradamente grande cubierta de un finísimo pelo que no era ni rojo ni amarillo. Tenía la cara llena de manchas, como la piel de un sapo, y surcada por profundas arrugas. Su nariz era de color rojo brillante, como si alguien se la hubiera pellizcado, y una barba de tres días crecía alrededor de sus labios regordetes. Al darse cuenta de que los ojos del hombre le estaban escrutando, se sintió envilecido, degradado y sucio. El sudor de las palmas de sus manos ya le había humedecido los dedos. El hombre respondió a su pregunta limitándose a señalar con la boca hacia el letrero rojo del cartel que había sobre la puerta.
Entonces apareció un carrito de cuatro ruedas empujado por una mujer gorda vestida con un uniforme blanco.
—Rollitos rellenos —ofreció con una voz aguda e infantil—. ¡Rollitos de cerdo caliente y cebolletas, recién sacados del horno!
Su rostro, enrojecido y grasiento, tenía un brillo saludable. En el pelo se había hecho la permanente y tenía infinidad de ricitos, como los que las pequeñas ovejas australianas que Jintong había pastoreado tenían en el lomo. Sus manos parecían rollitos recién sacados del horno, y sus dedos rechonchos eran como salchichas.
—¿Cuánto cuesta medio kilo? —le preguntó un tipo que llevaba una chaqueta con cremallera.
—No los vendo al peso —dijo ella.
—Bueno, pues ¿cuánto cuesta uno?
—Veinticinco fen.
—Deme diez.
Ella quitó la tela que los cubría, que alguna vez había sido blanca pero ahora estaba casi completamente negra, cogió un trozo de un periódico que colgaba a uno de los lados del carrito y cogió diez rollitos con unas pinzas. El cliente sacó un fajo de billetes y se puso a buscar alguno pequeño para pagarle; en ese momento, todas las miradas de la gente se dirigieron a sus manos.
—¡Los campesinos de Gaomi del Noreste se lo han montado bien estos últimos dos años! —dijo con envidia un hombre que llevaba un maletín de cuero negro.
Chaqueta con Cremallera dejó de devorar un rollito durante unos instantes y le contestó:
—¿Esa cara que pones es de avidez, viejo Huang? Si es así, vete a casa, rompe ese cuenco de arroz de hierro que tienes y vente conmigo a vender pescado.
—¿Qué tiene de especial el dinero? —dijo Maletín de Cuero—. A mí me parece que es como un tigre que baja de las montañas, y no me apetece nada que me muerda.
—¿Y por qué te preocupas por cosas como esa? —le dijo Chaqueta con Cremallera—. Los perros muerden a la gente, los gatos también, e incluso los conejos, si se asustan. Pero nunca he oído decir que el dinero mordiera a nadie.
—Eres demasiado joven para comprenderlo —dijo Maletín de Cuero.
—No empieces con ese rollo de tío anciano y sabio, viejo Huang. Y deja de abofetearte la cara para que se te hinchen las mejillas. Fue el jefe de tu concejo el que proclamó que los campesinos tenían derecho a meterse en negocios y hacerse todo lo ricos que pudieran.
—No te dejes llevar de esa manera, jovencito —dijo Maletín de Cuero—. El Partido Comunista no olvidará su propia historia, así que te recomiendo que tengas cuidado.
—¿Cuidado con qué?
—Con una segunda serie de reformas agrarias —dijo enfáticamente Maletín de Cuero.
—Adelante, llevad a cabo vuestra reforma —le contestó Chaqueta con Cremallera—. Todo lo que gano me lo gasto en mí mismo, en comer, en beber y en pasármelo bien, ya que la verdadera reforma es imposible. ¡No me verás llevando la vida que llevaba el tonto de mi anciano abuelo! Trabajó como un perro, deseando no tener que comer ni que cagar para poder ahorrar lo suficiente como para comprarse unas pocas hectáreas de tierra improductiva. Después llegó la reforma agraria y ¡chas!, lo clasificaron como terrateniente, lo llevaron al puente y vuestra gente le pegó un balazo en la cabeza. Bueno, yo no soy mi abuelo. Yo no pienso ahorrar nada de dinero, me lo voy a comer todo. Y después, cuando se lleve a cabo vuestra segunda serie de reformas agrarias, seguiré siendo un auténtico campesino pobre.
—¿Hace cuánto le quitaron a tu padre la etiqueta de terrateniente, Jin Zhuzi? —preguntó Maletín de Cuero—. ¡Y aquí estás tú, fanfarroneando!
—Huang —dijo Chaqueta con Cremallera—, eres como un sapo que intenta detener un carromato: te sobrestimas. ¡Vete a casa y ahórcate! ¿Te crees que puedes inmiscuirte en las políticas gubernamentales? Lo dudo mucho.
Justo en ese momento, un pordiosero vestido con un abrigo hecho jirones y atado con un cable de electricidad de color rojo se acercó a ellos; llevaba en la mano un cuenco todo descascarillado en el que había una docena de monedas, más o menos, y unos pocos billetes inmundos. Con la mano temblorosa, le acercó el cuenco a Maletín de Cuero.
—Hermano mayor, ¿tienes algo para mí? ¿Me puedes dar algo para comprar un rollito relleno?
El hombre retrocedió.
—¡Apártate de mí! —le dijo, muy enfadado—. Ni siquiera he terminado de desayunar.
El pordiosero le echó una mirada a Jintong, y este notó la expresión de desprecio en sus ojos. Se dio la vuelta para ver a quién más le podía mendigar. La depresión de Jintong se agravó. ¡Incluso un pordiosero te rehúye, Jintong! El pordiosero se dirigió al tipo de la chaqueta con cremallera.
—Hermano mayor, apiádate de mí con unas pocas monedas, o quizá con un rollito relleno…
—¿Cómo está clasificada tu familia? —le preguntó Chaqueta con Cremallera.
—Campesinos pobres —contestó el pordiosero tras una breve pausa—. Desde hace ocho generaciones.
Chaqueta con Cremallera soltó una carcajada.
—¡Ir al rescate de los campesinos pobres es mi especialidad!
Entonces metió en el cuenco los dos rollitos rellenos que le quedaban, envueltos en el periódico grasiento. El pordiosero se metió ansiosamente uno en la boca, y el periódico grasiento se le quedó pegado a la barbilla.
De repente se armó un alboroto en la sala de espera. Una docena, más o menos, de revisores vestidos con uniformes y gorras azules, evidentemente hastiados, surgió de su oficina con perforadoras para los billetes. El frío brillo de sus ojos mostraba su asco por los pasajeros que estaban esperando. Tras ellos, un montón de gente se arremolinaba empujándose unos a otros, tratando de abrirse paso hacia las puertas de embarque. Un hombre con un megáfono a pilas se colocó en el pasillo y bramó:
—¡Pónganse a la cola! ¡Formen colas! No vamos a empezar a picar los billetes hasta que no hayan formado unas colas bien ordenadas. Todos los empleados, que escuchen bien: ¡Hasta que no formen colas, no picamos los billetes!
A pesar de todo, la gente se arremolinó en torno a los encargados de picar los billetes. Los niños comenzaron a llorar y una mujer muy morena de cara, que tenía un niño pequeño en los brazos, una bebita a la espalda y un par de gallos en la mano maldijo en voz alta a un hombre que la estaba empujando. Sin hacerle ningún caso, él levantó una caja de cartón llena de bombillas por encima de su cabeza y siguió intentando abrirse paso hacia adelante. La mujer le dio un golpe en la espalda, pero él se limitó a darse la vuelta para mirarla.
A Jintong lo empujaron tanto hacia atrás que acabó el último de la fila. Reuniendo el poco valor que le quedaba, aferró fuertemente su bolsa y se lanzó hacia adelante, pero en cuanto acababa de empezar a avanzar, un codo huesudo se le clavó en el pecho; viendo las estrellas y soltando un gemido, se desplomó contra el suelo.
—¡Pónganse a la cola! ¡Formen colas! —bramaba el hombre del megáfono una y otra vez—. ¡Hasta que no formen colas, no picamos los billetes!
La encargada de picar los billetes del autobús con destino Dalan, una chica que tenía todos los dientes torcidos, se abrió paso entre la gente con la ayuda de su sujetapapeles y de su perforadora. Llevaba la gorra ladeada, por lo que su pelo negro caía hacia abajo formando cascadas. Muy enfadada, se puso a dar patadas al suelo mientras gritaba:
—Vamos, apártense. Si no, van a recibir un montón de pisotones.
Entonces se volvió, enfurecida, a su oficina. En ese momento, las dos manecillas del reloj se juntaron en el número 9.
La pasión de la gente se enfrió en cuanto la encargada de picar los billetes se declaró en huelga. Jintong se quedó al margen de la gente, regodeándose en secreto por el rumbo que habían tomado los acontecimientos. Sentía cierta simpatía por la encargada de picar los billetes, pues la veía como una protectora de los débiles. Para entonces, las demás puertas ya se habían abierto y los pasajeros intentaban abrirse paso a empujones por el estrecho pasillo que quedaba entre dos barricadas, como una vía fluvial obligada a circular entre bancos de arena.
Un hombre joven, musculoso, bien vestido y de estatura media se acercó portando una caja en la que había un par de extraños papagayos blancos. Sus ojos, de color negro azabache, le llamaron la atención a Jintong, y los papagayos blancos enjaulados le recordaron a los papagayos que volaban haciendo círculos por encima del hijo de Hombre-pájaro Han y Laidi, decenios atrás, durante su primer viaje a casa desde la Granja del Río de los Dragones. ¿Sería él? A medida que Jintong lo observaba minuciosamente, la fría pasión de Laidi y la resuelta inocencia de Hombre-pájaro Han empezaron a asomarse a la cara del hombre. Jintong, sorprendido, soltó un suspiro. ¡Qué grande está! El niñito moreno que él había conocido en la cuna se había convertido en un hombre. Ese pensamiento hizo que tomara conciencia de su propia edad, e inmediatamente se sintió un hombre en decadencia y se dio cuenta de que ya no estaba en la flor de la vida. Una inmensa apatía y una fuerte sensación de vacío lo invadieron, y se vio a sí mismo como una hoja de hierba seca y mustia, cuyas raíces se hunden en una tierra estéril, que ha nacido en silencio, ha crecido en silencio y ahora está muriendo en silencio.
El joven de los papagayos se acercó a la puerta donde picaban los billetes para echar un vistazo. Varios de los pasajeros le saludaron, y él les respondió de forma chulesca antes de bajar la vista para mirar el reloj.
—Papagayo Han —gritó alguien entre el gentío—. Tú tienes buenos contactos y se te da muy bien hablarle a la gente. Ve a decirle a esa joven que vuelva.
—No os ha querido picar los billetes porque yo no había llegado.
—¡Deja de fanfarronear! Te creeremos cuando consigas que venga.
—Bueno, ahora poneos todos en fila. ¡Y dejad de empujaros! ¿Para qué empujáis? ¡Poneos en fila! ¡He dicho que os pongáis en fila!
Los organizó, medio en broma, obligándolos a formar una cola ordenada que llegaba hasta los bancos de la sala de espera.
—Si veo que alguien da un empujón o se sale de la cola, bueno, voy a coger a su madre y… ¿me habéis entendido? —Hizo un gesto obsceno—. Además, todo el mundo va a poder subirse, antes o después. Y si alguien no cabe dentro, se podrá montar arriba, donde va el equipaje, a disfrutar del aire fresco y de las magníficas vistas. A mí no me importaría ir sentado ahí arriba. Bueno, ahora esperad aquí mientras yo voy a buscar a esa chica.
Cumplió su palabra; ella salió de la oficina, todavía enfadada pero con Papagayo Han a su lado acribillándola con su labia.
—Querida tiíta, no vale la pena enfadarse con gente de esta calaña. Son la escoria de la sociedad, son gamberros y zorrillas, los melones contrahechos y las peras ácidas, los gatos muertos y los perros podridos, la pasta de gambas en mal estado. Eso es lo que son todos estos. Si te pones a pelear con ellos, lo único que consigues es rebajarte a su nivel. O, todavía peor, el enfado puede hacerte engordar un montón, y al pobre tío eso no le gustaría nada, ¿verdad?
—¡Cállate ya, papagayo asqueroso! —le dijo ella, dándole un golpe en el hombro con su perforadora de billetes—. ¡Nunca vas a pasar por mudo! ¿eh?
Papagayo Han hizo una mueca.
—Tía —le dijo—, tengo un par de hermosos pájaros para ti. Sólo tienes que decirme cuándo quieres que te los traiga.
—¡Qué manera de hablar! ¡Eres como una tetera sin fondo! ¿Dices que tienes unos pájaros hermosos? ¡Ja! ¡Llevas prometiéndomelos como un año, y todavía no he visto ni una pluma!
—Esta vez lo digo en serio. Te voy a enseñar un pájaro de verdad, para variar.
—Si tuvieras corazón, dejarías de hablar tanto de esos hermosos pájaros y me regalarías esta pareja de papagayos blancos.
—No puedo darte estos —dijo—. Estos son para cruzarlos. Acaban de llegar de Australia. Pero si lo que quieres son papagayos blancos, el año que viene te daré una pareja. ¡Te lo prometo, y si no lo hago, no soy tu Papagayo Han!
Cuando se abrió la estrecha puerta, la gente inmediatamente intentó meterse como pudo. Papagayo Han, con la jaula en la mano, se quedó al lado de la encargada de picar los billetes.
—Ya lo ves, tía —dijo—. ¿Cómo se puede discutir que los chinos son gente de calidad inferior? Lo único que saben hacer es darse empujones, a pesar de que con eso solamente consiguen que las cosas vayan más despacio.
—Lo único que puede producir vuestro Concejo de Gaomi del Noreste son bandidos y salteadores de caminos. Sois un puñado de salvajes —dijo ella.
—No es buena idea intentar coger todos los peces del río con una sola red, tía. Aquí hay alguna buena gente. Por ejemplo, fíjate en…
Se detuvo a mitad de la frase cuando vio a Shangguan Jintong avanzando tímidamente hacia él desde el final de la cola.
—Si no me equivoco —le dijo—, tú eres mi pequeño tío.
Tímidamente, Jintong le contestó:
—Yo… Yo también te he reconocido.
Papagayo Han le cogió la mano a Jintong y se la estrechó con entusiasmo.
—Has vuelto, Pequeño Tío —le dijo—. Por fin. La abuela ha llorado hasta casi quedarse ciega pensando en ti.
Para entonces el autobús estaba tan lleno que había gente que sacaba medio cuerpo por la ventana. Papagayo Han dio la vuelta al autobús y subió por la escalera hasta el portaequipajes, donde retiró la red protectora y ató fuertemente la jaula con sus papagayos. Después extendió la mano hacia abajo para coger la bolsa de viaje de Jintong. No sin algo de miedo, este subió detrás de su bolsa hasta el portaequipajes. Papagayo Han lo cubrió con la red protectora.
—Pequeño Tío —le dijo—, agárrate fuerte a los hierros. Bueno, en realidad no creo que sea necesario. Este autobús es más lento que una cerda vieja.
El conductor, con un cigarrillo colgándole de los labios y una taza de té en la mano, se acercó perezosamente al autobús.
—¡Papagayo! —le gritó—. ¡Eres realmente un hombre-pájaro! Pero no me eches la culpa si te caes de ahí y la palmas en medio de la carretera.
Papagayo Han le lanzó un paquete de cigarrillos al conductor, que lo atrapó en el aire, se fijó en la marca y se lo metió en el bolsillo.
—Ni siquiera el anciano del cielo podría tratar con alguien como tú —le dijo.
—Tú limítate a conducir el autobús, abuelo —dijo Papagayo Han—. Y haznos un favor a todos: ¡Que no se te estropee tan a menudo!
El conductor tiró de la puerta y la cerró a su espalda, sacó la cabeza por la ventana y dijo:
—Uno de estos días, este autobús destartalado se va a caer en pedazos. Yo soy el único que sabe arreglarlo. Si cambiarais al conductor, ni siquiera podría sacarlo de la estación.
El autobús se deslizaba lentamente sobre la carretera de grava que llevaba al Concejo de Gaomi del Noreste. Se cruzaron con muchos vehículos, incluyendo algunos tractores, que venían en dirección contraria y que pasaban con mucho cuidado al lado del autobús, que se movía con gran lentitud. Sus ruedas levantaban tanto polvo y lanzaban tanta gravilla por el aire que Jintong no se atrevía a abrir los ojos.
—Pequeño Tío, la gente dice que te trataron muy mal cuando te encerraron —dijo Papagayo Han, mirando a Jintong a los ojos.
—Supongo que se puede decir eso —dijo suavemente Jintong—. O se puede decir que fue lo que me merecía.
Papagayo le ofreció un cigarrillo. Él no lo cogió. Entonces Papagayo lo volvió a meter en el paquete y, empatizando con él, le echó un vistazo a sus manos ásperas y callosas.
—Debe haber sido terrible —le dijo, mirándolo nuevamente a la cara.
—No es para tanto cuando uno se acostumbra.
—Han cambiado un montón de cosas en estos últimos quince años —dijo Papagayo—. La Comuna Popular se desmanteló y se parceló la tierra. Después se montaron granjas privadas. De ese modo, todo el mundo tiene comida sobre la mesa y ropas en el armario. Las viejas casas se destruyeron; se puso en marcha un programa de unificación. La abuela no se llevaba nada bien con esa maldita vieja que tengo por esposa, así que se mudó a la pagoda de tres dormitorios que pertenecía al viejo taoísta, Men Shengwu. Ahora que has vuelto, ya no estará sola.
—¿Y cómo… Cómo se encuentra?
—Físicamente está muy bien —dijo Papagayo—, salvo de la vista. Pero todavía puede cuidarse sola. No voy a ocultarte nada, Pequeño Tío. Yo soy un calzonazos. Mi esposa, maldita sea, viene de una familia de gamberros proletarios y no tiene ni la menor idea de lo que son las obligaciones filiales. Se mudó a la casa y la abuela se fue inmediatamente. A lo mejor la conoces; es la hija de Viejo Geng, que vendía pasta de gambas, y de esa mujer serpiente… No es una mujer, es una serpiente endemoniada y tentadora. Yo estoy dedicando toda mi energía a ganar dinero, y en cuanto consiga ahorrar cincuenta mil… ¡La voy a echar a patadas!
El autobús se detuvo en la cabeza del Puente del Río de los Dragones, donde se bajaron todos los pasajeros, incluido Jintong, con la ayuda de Papagayo Han. Lo primero que atrajo su mirada fueron una fila de casas nuevas, construidas en la orilla norte del río, y un puente de cemento que no estaba lejos del antiguo, que era de piedra. Los vendedores de frutas, cigarrillos, golosinas y cosas semejantes habían instalado sus puestos cerca de la cabeza del puente. Papagayo Han le señaló unos edificios que había en la orilla norte.
—El gobierno del concejo cambió sus oficinas y la escuela de lugar, y el recinto que antiguamente pertenecía a la familia Sima ha sido tomado por Gran Diente de Oro —el hijo de Wu Yunyu, un gilipollas—, que instaló ahí una fábrica de píldoras anticonceptivas y junto a ella produce ilegalmente licores y matarratas. El tipo no hace absolutamente nada por los demás. Olfatea el aire —le dijo, levantando una mano—. ¿A qué te huele?
Jintong vio una alta chimenea hecha de placas metálicas que se elevaba por encima del recinto de la familia Sima; vomitaba unas grandes nubes de humo verdoso. Esa era la fuente del olor que había en el aire, que revolvía el estómago.
—Me alegro de que la abuela se haya mudado de aquí —dijo Papagayo Han—. Todo ese humo la habría asfixiado. En esta época, el lema es: «Ocho inmortales atraviesan el mar, y cada uno demuestra sus habilidades personales». Ya no se habla de clases ni de lucha. Lo único que le importa a la gente ahora es el dinero. Yo tengo cien hectáreas de tierras en la Colina de Arena, y mucha ambición. He montado una granja para criar aves exóticas. Me he dado un plazo de diez años para traer todas las aves exóticas del mundo aquí, al Concejo de Gaomi del Noreste. Para entonces, habré ahorrado suficiente dinero como para poder tener influencias. Entonces, empleando el dinero y las influencias, lo primero que voy a hacer es erigir un par de estatuas de mis padres en la Colina de Arena…
Estaba tan entusiasmado con sus planes para el futuro que los ojos se le encendieron y brillaban con un fuerte tono azul y echó su escuálido pecho hacia adelante, como una paloma henchida de orgullo. Jintong se dio cuenta de que cuando no estaban vendiendo algo, los encargados de los puestos que había junto a la cabeza del puente se dedicaban a observarlos a él y a Papagayo Han, que no dejaba de gesticular ni un instante. Entonces volvió su sentimiento de inferioridad; además, se arrepentía de no haber ido a ver a Wei Jinzhi, el sucio barbero del campo de reforma mediante el trabajo, para que lo afeitara y le cortara el pelo antes de marcharse.
Papagayo Han se sacó unos cuantos billetes del bolsillo y se los puso en la mano a Jintong.
—No es mucho, Pequeño Tío, pero acabo de empezar y las cosas todavía no me van del todo bien. Además, la vieja de mi esposa todavía me controla estrictamente el dinero que gasto. No me atrevería a tratar a la abuela como se merece ni aunque pudiera. Cuando me cuidaba, estuvo a punto de toser sangre. No podía haberle resultado más duro, y eso es algo que yo no olvidaré ni cuando sea viejo y se me caigan los dientes. Pienso ayudarla a que esté bien cuando lleve a cabo mis planes.
Jintong le devolvió los billetes a Papagayo Han.
—Papagayo —le dijo—, no puedo aceptarlo.
—¿Es que te parece poco?
Su comentario hizo que Jintong se sintiera avergonzado.
—No, no es eso…
Papagayo volvió a ponerle los billetes a Jintong en su mano sudorosa.
—Entonces es que menosprecias a tu sobrino, por inútil, ¿verdad?
—Viendo en lo que me he convertido yo, no tengo derecho a menospreciar a nadie. Tú eres especial, eres mil veces mejor que tu tío, que es un incapaz absoluto…
—Pequeño Tío —dijo Papagayo—, la gente no te comprende. La familia Shangguan está formada por dragones y fénix, que dan origen a tigres y panteras. Es una pena que los tiempos no nos hayan sido favorables, que hayamos tenido que vivir a contracorriente. Mírate, Pequeño Tío; tienes la misma cara que Genghis Khan. Ya llegará tu momento. Pero primero tienes que irte a casa y disfrutar de poder pasar unos cuantos días junto a la abuela. Después ven a verme a la Reserva Oriental de los Pájaros.
Papagayo fue y le compró a uno de los vendedores un puñado de plátanos y una docena de naranjas. Las metió en una bolsa de nailon, se la entregó a Jintong y le dijo que se la llevara a la abuela. Se despidieron sobre el nuevo puente. Cuando Jintong miró hacia abajo, para contemplar el agua brillante, sintió que empezaba a dolerle la nariz. Encontró entonces un lugar aislado y dejó la bolsa en el suelo y se dirigió a la orilla del río, donde se lavó la cara. La tenía llena de tierra y mugre. Tiene razón, pensaba. Ya que estoy en casa, tengo que apretar los dientes y hacer algo memorable; por la familia Shangguan, por Madre y por mí mismo.
Haciendo un gran esfuerzo de memoria, logró encontrar el camino hasta el antiguo hogar familiar, donde tantos acontecimientos emocionantes habían tenido lugar. Pero lo que encontró fue una vasta extensión de terreno, un descampado donde un bulldozer estaba derribando los últimos restos del muro que había rodeado la casa. Entonces volvió a acordarse de lo que le había dicho Papagayo cuando iban en lo alto del autobús: los tres condados de Gaomi, Pingdu y Jiaozhou habían cedido una porción de terreno para construir una nueva ciudad, cuyo centro sería Dalan. El lugar en el que estaba, por lo tanto, pronto se habría convertido en una próspera ciudad, y en el lugar donde había estado su casa iba a levantarse, según estaba planeado, un alto edificio de siete plantas que alojaría las oficinas del Gobierno Metropolitano de Dalan.
Las calles ya se habían ensanchado; las habían pavimentado con grava sobre arcilla y a sus lados habían cavado unas profundas zanjas en las que unos obreros estaban ocupados enterrando unas gruesas cañerías de agua. La iglesia estaba completamente arrasada y sobre la casa de la familia Sima se cernía un enorme cartel en el que se podía leer Gran Compañía Farmacéutica China. Una flota de viejos y destartalados camiones estaba aparcada en lo que en otros tiempos habían sido los terrenos de la iglesia. Todas las piedras del molino de la familia Sima estaban tiradas, aquí y allá, medio enterradas en el barro, y en el lugar donde se había alzado el molino ahora se estaba construyendo un edificio circular. Entre el estruendo producido por una hormigonera y el penetrante olor del alquitrán caliente, pasó junto a un montón de peritos y de obreros; casi todos ellos se habían emborrachado bebiendo cerveza. Finalmente, salió de la inmensa obra que una vez había sido su aldea y tomó el sendero de tierra que llevaba al puente de piedra para cruzar al otro lado del Río del Agua Negra.
Mientras cruzaba el puente hacia la orilla sur del río, divisó la majestuosa pagoda de siete pisos en lo alto de la colina. El Sol se estaba poniendo y sus rayos de un rojo encendido parecían a punto de prenderle fuego a los ladrillos y de convertir los trozos de paja que había entre ellos en cenizas. Una bandada de palomas voló en círculo alrededor de la estructura. Una única columna de humo blanco emergía desde la cocina de la cabaña que había en la parte frontal. En los campos reinaba un silencio sepulcral, roto solamente por el estruendo que hacían las máquinas pesadas en las diversas obras. Jintong sintió como si le hubieran vaciado la cabeza hasta secársela, pero unas lágrimas calientes se deslizaron por su rostro hasta las comisuras de sus labios.
A pesar de que el corazón estaba a punto de salírsele del pecho, se obligó a seguir avanzando hacia la pagoda sagrada. Mucho antes de llegar, vio una figura de pelo canoso de pie, enfrente de la pagoda, apoyada en un bastón fabricado con el mango de un viejo paraguas, observando cómo él se acercaba. Sentía tanto cansancio en las piernas que dar cada paso le costaba un esfuerzo enorme. Las lágrimas seguían fluyendo sin interrupción. Como la paja del edificio, el cabello blanco de Madre parecía estar en llamas. Con un grito ahogado, Jintong cayó de rodillas y apretó el rostro contra las rodillas de ella, deformadas por toda una vida de trabajo físico. Se sintió como si estuviera en el fondo del océano, donde los sonidos, los colores y las formas dejan de existir. De algún profundo lugar de su memoria le llegó el olor de la leche de Madre, inundando todos sus sentidos.