VIII
Cinco años más tarde, una mañana de invierno, Xiangdi estaba acostada, esperando a la muerte, pero de repente se levantó de la cama. La nariz se le había podrido, y de ella sólo quedaba un agujero negro, y estaba ciega de ambos ojos. Se le había caído prácticamente todo el pelo, y el que le quedaba formaba unos mechones de color oxidado, diseminados por su cuero cabelludo arrugado y reseco. Después de llegar a tientas hasta el armario, trepó en un taburete y bajó su antiguo laúd, cuya caja estaba toda deteriorada. Después salió al patio. La luz del sol le calentó el cuerpo a esta mujer cuya carne, en proceso de descomposición, olía a moho. Levantó la cabeza hacia el sol; lo miró sin verlo. Madre, que estaba en el patio haciendo una estera para el equipo de producción, se levantó.
—Xiangdi —le dijo, preocupada—, pobre hija mía, ¿qué haces aquí fuera?
Xiangdi se sentó apoyada en la base del muro, estirando las piernas llenas de escamas. Se le veía el vientre, pero hacía mucho tiempo que el recato no desempeñaba ningún papel en su vida, y ya no le molestaba el frío. Madre corrió al interior de la casa en busca de una manta y se la echó a Xiangdi sobre las piernas.
—Mi preciosa hija, toda tu vida, tú…
Le secó las pocas lágrimas que tal vez tuviera en los ojos y volvió a tejer esteras.
Los gritos de los niños de la escuela primaria sonaron muy cercanos: «¡Ataquemos, ataquemos, ataquemos a todos los enemigos de clase! ¡Llevemos a cabo la Gran Revolución Cultural Proletaria!». Sus roncos lemas iban en todas direcciones, por las calles y los senderos. Unos dibujos infantiles y unos lemas mal escritos pero intensos adornaban todas las paredes del barrio. Los habían pintado con tizas de colores.
Xiangdi dijo, en voz muy baja:
—Madre, me he acostado con diez mil hombres y he ganado un montón de dinero. Con ese dinero, compré oro y joyas suficientes como para que tengáis comida para el resto de vuestras vidas. —Acarició la caja del laúd, que el oficial de la comuna había aplastado, y dijo—: Estaba todo aquí, Madre. Mira esta perla; brilla incluso por la noche. Es un regalo que me hizo un cliente japonés. Si la coses a una gorra y te la pones por la noche, ilumina el camino como si fuera un farol… Este ojo de gato lo cambié por diez anillos y un rubí… Este par de pulseras de oro es un regalo de Viejo Maestro Xiong, con quien perdí la virginidad. —Uno a uno, fue quitando todos los preciosos recuerdos que había traído en el interior del laúd—. Ya no tienes por qué preocuparte, Madre. Ahora tienes todo esto. Solamente esta esmeralda es suficiente para comprar quinientos kilos de harina, y este collar vale, por lo menos, un burro… Madre, el día que me metí en el abismo en llamas de la prostitución, hice la promesa de que me encargaría de darles una buena vida a mis hermanas, ya que acostarse con un hombre no es diferente de acostarse con mil. Es para eso que he comerciado con mi cuerpo. He llevado este laúd conmigo allá donde he ido. Encargué que hicieran este relicario de la longevidad especialmente para Jintong. Asegúrate de que lo lleve siempre consigo… Madre, esconde todas estas cosas donde los ladrones no puedan encontrarlas, y no dejes que la Asociación de Campesinos Pobres te las quite… Lo que tienes aquí es el sudor y la sangre de tu hija… ¿Vas a esconderlas?
Ahora el rostro de Madre estaba empapado en lágrimas. Abrazó con fuerza el cuerpo sifilítico de Xiangdi y sollozó:
—Mi preciosa hija, me has roto el corazón… Con todo lo que hemos pasado, nadie ha sufrido tanto como mi Xiangdi…
Jintong acababa de volver de la calle; una pandilla de Guardias Rojos le había abierto la cabeza cuando él estaba barriendo. Se quedó de pie, bajo el árbol de parasol, escuchando la conmovedora historia de Cuarta Hermana. Los Guardias Rojos habían clavado una fila de letreros en la puerta de entrada al recinto donde estaba su casa, en los que se leían cosas como: Familia de traidores; Refugio de los Cuerpos de Restitución de la Tierra a sus Dueños; Casa de putas. Entonces, mientras oía a su hermana moribunda, tuvo ganas de cambiar la palabra «putas» por «hijas abnegadas» o «mártires». Hasta ese momento, había guardado las distancias con su hermana debido a su enfermedad. Ahora deseaba no haberlo hecho. Se acercó a ella, le cogió la mano, que estaba helada, y le dijo:
—Cuarta Hermana, gracias por el relicario… Ahora lo llevo encima.
El brillo de la felicidad iluminó los ojos ciegos de Cuarta Hermana.
—¿De verdad? ¿No te hace sentir mal? No le cuentes a tu esposa de dónde lo sacaste… Déjame tocarlo… A ver si te va bien.
Durante los últimos momentos que Xiangdi pasó sobre la faz de la tierra, todas las pulgas que tenía abandonaron su cuerpo, intuyendo, supongo, que ya no tendrían más sangre que chupar.
Una sonrisa, una fea sonrisa, se dibujó en sus labios y dijo, con voz entrecortada:
—Mi laúd… Déjame tocar algo… para ti.
Rasgueó las cuerdas una o dos veces antes de que la mano se le quedara colgando, quieta, y la cabeza se le cayera a un lado.
Madre lloró solamente un instante. Después se levantó y dijo:
—Mi preciosa hija, ya has dejado de sufrir.
Dos días después de enterrar a Xiangdi, cuando todo estaba volviendo a la calma, un equipo de ocho derechistas de la Granja del Río de los Dragones trajo el cuerpo de Shangguan Pandi hasta la puerta.
Un hombre con un brazalete rojo, que lo distinguía como su jefe, llamó a la puerta.
—¡A ver, Shangguans, venid a recuperar vuestro cuerpo!
—Esa no es mi hija —le dijo la Madre al jefe.
El jefe, que era miembro de la unidad de los tractores, conocía a Jintong, por lo que le dio un trozo de papel.
—Esta es la carta de tu hermana. Siguiendo el espíritu del humanismo revolucionario, os la hemos traído a casa. No os podéis imaginar lo pesada que es. Estos derechistas han quedado extenuados por transportar su cuerpo.
Jintong asintió, excusándose ante los derechistas, y después desdobló el trozo de papel. Estaban escritas las siguientes palabras:
Soy Shangguan Pandi, no Ma Ruilian. Después de pasarme veinte años colaborando con la revolución, así es como he terminado. Cuando muera, suplico a las masas revolucionarias que lleven mi cuerpo a Dalan y se lo entreguen a mi madre, Shangguan Lu.
Jintong se acercó a la puerta sobre la cual habían traído el cuerpo, se agachó y quitó el papel blanco que le cubría el rostro. Pandi tenía los globos oculares hinchados, como a punto de salírsele de las cuencas, y la lengua afuera. Le volvió a tapar la cara rápidamente y se arrojó a los pies de los ocho derechistas, diciendo:
—Os lo suplico, por favor, llevadla al cementerio. Aquí no hay nadie que pueda hacerlo.
Entonces Madre empezó a gemir en voz muy alta.
Después de enterrar a su quinta hermana, Jintong iba caminando por la calle, arrastrando una pala, cuando fue detenido por una pandilla de Guardias Rojos. Le colocaron en la cabeza una gorra con unas orejas de burro hechas de papel, y él sacudió la cabeza; entonces la gorra se cayó al suelo y vio que le habían escrito su nombre encima, con una X roja tachándolo. La tinta roja y la tinta negra se habían corrido y mezclado, como si se tratara de sangre. Debajo de su nombre leyó las palabras «Necrófilo y Asesino». Cuando los Guardias Rojos comenzaron a pegarle en las nalgas con un palo, soltó un aullido, a pesar de que sus pantalones almohadillados impedían que le doliese demasiado. Uno de los Guardias Rojos cogió la gorra, le ordenó que se pusiera de cuclillas como Wu Dalang, el personaje de la ópera cómica, y le puso la gorra nuevamente en la cabeza, pero esta vez le dio unos golpes para que no se le cayera.
—¡Sujétala! —le ordenó un Guardia Rojo que tenía un aspecto temible—. ¡Si se te vuelve a caer, te vamos a partir las piernas!
Sujetándose la gorra con ambas manos, Jintong bajó la calle a trompicones. En la puerta de la Comuna Popular, vio una fila de gente; todos llevaban gorras con orejas de burro. Ahí estaba Sima Ting, con el vientre tan hinchado y tenso que la piel se le había vuelto casi transparente; el director de la escuela primaria; el instructor político de la escuela secundaria, además de cinco o seis oficiales de la comuna, que habían perdido su aire arrogante, y un buen puñado de gente a la que, en una ocasión, Lu Liren había obligado a ponerse de rodillas sobre la plataforma de tierra, enfrente de todo el mundo. Después Jintong vio a su madre. Al lado de ella estaba Papagayo Han, y junto a este se encontraba la Vieja Jin, la mujer que solamente tenía un pecho. Las palabras «Escorpión Madre, Shangguan Lu» estaban escritas en la gorra de Madre. Papagayo Han no llevaba gorra, pero la Vieja Jin sí, además de un viejo zapato que le habían colgado al cuello para señalar su indecencia. Acompañados por ruidosos tambores y gongs, los Guardias Rojos empezaron el desfile público de los Demonios-Bueyes y los Espíritus-Serpientes. Era el último día de mercado antes del Año Nuevo, y las calles estaban atestadas de gente que había salido a hacer compras. Los vendedores se apiñaban a ambos lados de la calle con montones de sandalias de paja, calabazas, hojas de ñame y otros artículos agrícolas que se vendían mucho. Todo el mundo iba vestido con abrigos almohadillados que brillaban tras un invierno lluvioso entre los humos grasientos. Muchos de los hombres más mayores llevaban los pantalones ceñidos con cinturones de cáñamo, y el aspecto general de la gente no era muy diferente del que tenía en el Festival de la Nieve, quince años atrás. La mitad de la gente que había asistido al Festival de la Nieve había muerto durante los tres años que había durado la hambruna, y los que habían sobrevivido ahora eran hombres y mujeres ya ancianos. Unos pocos de ellos todavía podían recordar lo gracioso y elegante que había estado el Príncipe de la Nieve de aquel último Festival, Shangguan Jintong. En aquella época nadie se hubiera podido imaginar que un día, años más tarde, se convertiría en un necrófilo y asesino.
Los Demonios-Bueyes y los Espíritus-Serpientes caminaban inexpresivamente mientras los Guardias Rojos les golpeaban el trasero con estacas, de un modo más simbólico que real. El sonido de los gongs y los tambores hacía retumbar la tierra, y los lemas, proferidos a gritos, hacían que los tímpanos de todo el mundo vibraran con fuerza. Las masas de gente señalaban con el dedo y discutían animadamente. Mientras caminaban, Jintong sintió que alguien le pisaba el pie derecho, pero no hizo caso. Cuando sucedió por segunda vez, levantó la vista y vio que la Vieja Jin tenía los ojos clavados en él, a pesar de que iba con la cabeza agachada y el cabello amarillento le tapaba las orejas enrojecidas.
—Maldito Príncipe de la Nieve —la oyó decir—. ¡Todas las chicas estaban esperándote y tenías que hacerlo con un cadáver!
Él hizo como que no la había oído y siguió andando, con la mirada fija en los talones de la persona que iba delante.
—Ven a verme cuando todo esto termine —la oyó decir, y entonces se sintió muy confundido. Esa provocación inadecuada le pareció indignante.
Sima Ting, que iba cojeando junto a los demás, se tropezó con un ladrillo y cayó al suelo. Los Guardias Rojos le dieron algunas patadas, pero él no reaccionó, así que uno de los más bajitos empezó a saltar sobre su espalda. Todos oímos un ruido sordo, como el de un globo que explota, y vimos un chorrito de un líquido amarillo que le salía de la boca. Madre se arrodilló y le giró la cabeza para verle la cara. «¿Qué pasa, tío?». Sus ojos se abrieron un poco, lo justo para enseñar el blanco y, tras echarle esa última mirada a Madre, se cerraron para siempre. Los Guardias Rojos arrastraron su cuerpo hasta la acequia que había junto a la carretera y la procesión continuó.
Jintong distinguió una figura que se movía graciosamente entre la multitud y la reconoció de inmediato. Llevaba un abrigo de pana negra, una bufanda marrón y un antifaz, de una blancura cegadora, que le tapaba la boca y la nariz, de modo que lo único que se le veía eran los oscuros ojos y las pestañas. ¡Sha Zaohua! Estuvo a punto de gritar su nombre. Ella se había marchado después de que fusilaran a Primera Hermana; durante los siete años que habían transcurrido desde entonces, él había oído insistentemente un rumor sobre una ladrona que le había robado un pendiente a la Princesa Sihanouk, y siempre había sabido que sólo podía tratarse de Zaohua. A juzgar por su aspecto, parecía haberse convertido en una mujer joven pero madura. Entre todos los ciudadanos vestidos de negro que había en el mercado, destacaban los que llevaban bufandas y antifaces; eran los primeros jóvenes urbanos que habían sido enviados al campo, y Zaohua era la que tenía más pinta de urbanita de todos ellos. Estaba en el umbral del restaurante de la cooperativa mirando hacia donde se encontraba él. El sol cayó sobre su rostro y Jintong vio que sus ojos brillaban como un par de relucientes canicas. Tenía las manos metidas en los bolsillos de su abrigo. Llevaba un par de pantalones de pana azul, con un corte a la moda de la época; Jintong los vio fugazmente cuando ella avanzó hacia la puerta del almacén. Un anciano sin camisa salió del restaurante a todo correr y se metió en la procesión de Demonios-Bueyes y Espíritus-Serpientes; lo perseguían dos hombres que no eran de la aldea. El anciano tenía tanto frío que la piel se le había vuelto prácticamente negra. Llevaba los pantalones, blancos y toscamente almohadillados, subidos hasta el pecho. Intentando abrirse paso entre la multitud, se metió una tortita en la boca, y estuvo a punto de atragantarse con ella. Los dos hombres lo atraparon y entonces él rompió a llorar, llenando la comida que quedaba de mocos y saliva. «¡Tenía hambre! —sollozó—. ¡Hambre!». Los dos hombres hicieron una mueca de asco ante la visión de los húmedos y sucios restos de la tarta, que se le había caído al suelo. Uno de ellos la recogió con dos dedos y la observó detenidamente; le daba asco, pero pareció que pensaba que era una lástima tirarla. «No te la comas, hombre —le dijo alguien entre la multitud—. Ten piedad de él». El hombre tiró la tarta al suelo, a los pies del anciano, y bramó: «¡Vamos, cómetela, viejo cabrón, y espero que te atragantes con ella!». Entonces sacó un pañuelo para limpiarse los dedos y se marchó con su acompañante. El anciano recogió la tarta húmeda y pegajosa y se la llevó hasta un muro cercano, donde se apoyó para terminársela lentamente.
Sha Zaohua entraba y salía de la masa de gente. Un uniformado trabajador del sector del petróleo, que llevaba una gorra de piel de perro, se abrió paso hacia ellos de un modo muy llamativo. Tenía los ojos cubiertos de cicatrices y llevaba un cigarrillo en los labios. Avanzó, poniéndose de lado, a través de la multitud. Todo el mundo lo miraba con envidia, y cuanto más importante se sentía, más le brillaban los ojos. Jintong lo reconoció y quedó conmovido por su aspecto. Las ropas hacen al hombre; las monturas hacen al caballo. Un uniforme de trabajador y una gorra de piel de perro habían convertido al matón aldeano Fang Shixian en un hombre nuevo. Muy poca de la gente que se amontonaba ahí había visto alguna vez uno de esos bastos uniformes azules, bien gruesos por el abundante almohadillado que tenían —el algodón sobresalía entre las puntadas— y evidentemente muy calientes. Un jovenzuelo que parecía un mono oscuro y que tenía un pelo parecido al nido de una rata le pisaba los talones a Fang Shixian. Llevaba unos pantalones a rayas con un roto en la entrepierna por el que se le había salido un poco de algodón de relleno que parecía la cola de una oveja; llevaba también una chaqueta almohadillada cuyos botones hacía mucho tiempo que se habían caído, dejándole el vientre al aire libre. La gente que iba en la procesión se empujaba y achuchaba para conservar el calor. De repente, el jovenzuelo pegó un salto, le quitó a Fang la gorra de piel de perro de la cabeza, se la colocó en la suya y salió correteando entre la multitud como un perro astuto. Los gritos arreciaron y los empujones y los achuchones se multiplicaron. Fang Shixian levantó la mano y se tocó la cabeza; le llevó un momento darse cuenta de lo que había sucedido, y después él también comenzó a gritar y se lanzó en persecución del jovenzuelo, quien no corría particularmente rápido, como si estuviera esperando a su perseguidor. Fang lo siguió, maldiciendo todo el tiempo. No miraba la carretera que había ante él; tenía la mirada clavada en los rayos de sol que hacían brillar los pelos de perro de su gorra. Se iba chocando con la gente, que le devolvía los empujones y lo hacía girar sobre sí mismo. El episodio que se estaba desarrollando en la calle atrajo la atención de todo el mundo, incluso la de los pequeños generales de los Guardias Rojos, que dejaron de lado durante un momento la lucha de clases, abandonando su Demonios-Bueyes y sus Espíritus-Serpientes para abrirse paso a empellones a través de la gente y disfrutar del espectáculo. El jovenzuelo corrió hasta la puerta que había frente al molino de acero de la Comuna Popular, donde unas chicas vendían cacahuetes tostados, cosa que no estaba permitida; por eso tenían que estar siempre alerta, preparadas para salir huyendo en cualquier momento. A pesar de que ya estaba bien avanzado el invierno, de la superficie de un estanque cercano salía vapor, debido a todos los residuos líquidos, de un color rojizo, que le llegaban del molino. El jovenzuelo se quitó la gorra y la lanzó al estanque. La gente se quedó momentáneamente asombrada, pero pocos instantes después se pusieron a dar voces de nuevo, regodeándose, disfrutando y expresando su aprobación por lo que había hecho. La gorra se quedó flotando en el agua, negándose a hundirse bajo la superficie. Lo único que Fang Shixian pudo hacer fue acercarse hasta el borde del estanque y maldecir.
—¡Pequeño cabrón, ya verás cuando caigas en mis manos!
Pero para aquel entonces el pequeño cabrón estaba muy lejos, y Fang se limitó a caminar hacia un lado y otro, contemplando su gorra y parpadeando, lleno de furia. Las lágrimas le corrían por las mejillas.
—Vamos, joven, vete a casa y trae una pértiga de bambú. Así podrás sacarla —le gritó alguien.
—Si haces eso, hasta que regreses dará tiempo a que se hundan diez gorras de piel de perro —dijo otro.
Como si tuviera la intención de darle la razón, la gorra ya había comenzado a deslizarse hacia abajo de la superficie.
—Desnúdate y ve a buscarla —dijo alguien más.
—¡El que la coja se la queda!
Sufriendo un repentino ataque de pánico, Fang se quitó el uniforme y se quedó solamente con un par de calzoncillos. Dio unos pasos en el agua, vacilantes al principio, y avanzó hasta que le llegaba por los hombros. Finalmente, en cualquier caso, consiguió recuperar la gorra. Pero cuando estaba en el agua y la atención de todo el mundo se dirigía a él, Jintong vio que el jovenzuelo surgió de la nada, cogió el uniforme de Fang y desapareció por una callejuela, una figura esbelta y ágil que se perdió de vista. Cuando Fang salió del estanque, con la gorra en la mano, lo único que le esperaba para darle la bienvenida era un par de zapatos y un par de calcetines agujereados.
—¿Dónde está mi ropa? —gritó, y sus gritos rápidamente se convirtieron en sollozos agonizantes. Cuando se dio cuenta de que le habían robado la ropa y que lo de la gorra había sido una artimaña, que había caído en la trampa de un profesional, gritó—: ¡Dios mío, me quiero morir!
Con la gorra todavía en la mano, saltó al estanque. Por todos lados se oyeron gritos que decían «¡salvadlo!», pero nadie tenía ninguna gana de desnudarse y de meterse en el agua tras él. Con el gélido viento que hacía y el suelo lleno de hielo, aunque el agua estuviera caliente, entrar sería mucho más fácil que salir. Por lo tanto, mientras Fang Shixian se revolcaba en el agua, la gente se limitaba a comentar el procedimiento del ladrón.
—¡Genial! —decían—. ¡Sencillamente genial!
¿Se había olvidado Madre de que estaba desfilando en público? Fuera cual fuera la respuesta, esta mujer de edad, que había criado a un montón de hijas y era la suegra de muchos jóvenes renombrados, tiró al suelo su gorra con orejas de burro y se plantó ante el estanque de un salto.
—¿Cómo podéis quedaros sin hacer nada mientras se ahoga un hombre? —recriminó a la gente.
Entonces le cogió una escoba a un vendedor ambulante que estaba instalado por ahí cerca, se fue a la orilla del estanque y gritó:
—Oye, sobrino Fang, ¿es que te has vuelto loco? ¡Rápido, agárrate a esta escoba y te sacaré de ahí!
La salobre agua, aparentemente, había hecho que Fang cambiara de opinión con respecto a acabar con todo, así que se agarró a la escoba y, como un pollo desplumado, logró salir del estanque. Tenía los labios amoratados y los ojos apenas se le movían. Tampoco podía hablar. Madre se quitó la chaqueta y se la pasó por los hombros, con lo que inmediatamente se convirtió en un personaje cómico. La gente no sabía si reírse o llorar.
—Ponte los zapatos, joven sobrino —le dijo Madre—, y luego vete a tu casa corriendo lo más rápido que puedas. Tienes que hacer ejercicio y sudar mucho si no quieres morir de un catarro.
Desgraciadamente para él, los dedos se le habían congelado y los tenía rígidos, por lo que no se podía poner los zapatos, así que algunas de las personas que estaban mirando, conmovidas por la amabilidad de Madre, lo ayudaron hasta que consiguieron ponerle los zapatos. Después lo levantaron y lo llevaron al trote. Las piernas, entumecidas, le arrastraban por el suelo.
Vestida sólo con una fina blusa, Madre se abrazó sus propios hombros para darse calor mientras contemplaba cómo se llevaban a rastras a Fang Shixian. Mucha gente le echaba miradas de admiración, pero Jintong no estaba entre ellos. Fang Shixian, al fin y al cabo, había sido el encargado de la unidad de seguridad de los granjeros el año anterior. Día tras día, cuando los miembros de la comuna se marchaban a casa, era él quien se ocupaba de registrarlos y de inspeccionar sus cestos. Un día, cuando recorría el camino de vuelta a casa, Madre se había encontrado un ñame en la carretera, lo había cogido y se lo había guardado en su cesto de paja. Fang Shixian lo había encontrado y la había acusado de robo. Cuando Madre negó que la acusación fuera cierta, el hijo de perra la había abofeteado, haciéndole sangrar la nariz. La sangre le había manchado la solapa de la camisa, la misma camisa blanca que tenía puesta ahora. ¡Un haragán como él, que iba pavoneándose por ahí sólo porque lo habían clasificado como campesino pobre! ¿Por qué no habría dejado que se ahogara? Sus sentimientos por ella, en aquel momento, se acercaron al asco.
En la puerta del matadero de la comuna, Jintong vio a Zaohua, de pie frente a un letrero rojo con un lema escrito en letras amarillas, y tuvo la certeza de que ella había tenido algo que ver con la desgracia de Fang Shixian. El jovenzuelo probablemente era su aprendiz. Si ella era capaz de robarle un anillo de diamantes del dedo a la Princesa Mónica, a pesar de las fuertes medidas de seguridad que la rodeaban en el Restaurante del Mar Amarillo, no podía estar interesada por el uniforme de un trabajador. No, aquello había sido una venganza contra el malvado que había abofeteado a su abuela. La imagen que Jintong tenía de Zaohua se transformó de manera inmediata. Tal como él lo veía, dedicarse al robo era una desgracia, y lo había sido desde épocas inmemoriales. Pero ahora consideraba que lo que había hecho Zaohua estaba bien. Ser un ladrón vulgar, por supuesto, no era nada honroso, pero alguien como Zaohua, una ladrona inmortal, merecía las más altas alabanzas. En su opinión, la familia Shangguan había levantado otra gloriosa bandera para que ondeara en el viento.
El pequeño jefe de los Guardias Rojos, que estaba enfadado por lo que había hecho Madre, cogió un megáfono a pilas, que era un objeto extraño en aquella época pero muy apropiado y necesario para las actividades revolucionarias y, en el estilo del que había sido jefe de la redistribución de la tierra del Concejo de Gaomi del Noreste décadas atrás, exclamó, con una voz enfermiza y temblorosa: «Revolucionarios, camaradas, Guardias Rojos, camaradas de armas, campesinos pobres inferiores e intermedios: no os dejéis confundir por la fingida amabilidad de la antigua contrarrevolucionaria Shangguan Lu, que está intentando distraernos de nuestros esfuerzos…».
Este jefe de los Guardias Rojos, Guo Pingen, era en realidad el hijo maltratado del excéntrico Guo Jingcheng, un hombre que le había roto una pierna a su mujer y después le había advertido que no llorara. Cuando la gente pasaba junto a su casa, solía oír ruidos de golpes y sollozos ahogados de mujer. Un tal Li Wannian, un hombre de buen corazón, una vez decidió intentar terminar con todo eso, pero en cuanto abrió la puerta recibió el impacto de una piedra que fue volando hacia él. Guo Pingen había heredado el carácter cruel y despiadado de su padre. Al comienzo de la Revolución Cultural, le había dado una patada terrible a un profesor que se llamaba Zhu Wen, destrozándole el hígado.
Cuando terminó su exhortación, se echó el megáfono a la espalda, se acercó a Madre y le dio una patada en la rodilla, en un lugar bien elegido. «¡Arrodíllate!», le ordenó. Soltando un alarido de dolor, Madre se hincó de rodillas. Después la agarró de una oreja y le ordenó: «¡Levántate!». Acababa de ponerse de pie cuando recibió otra patada que la mandó al suelo de nuevo. Entonces él apoyó un pie sobre su espalda. Administraba todas sus palizas de modo que le dieran un sentido concreto al conocido lema revolucionario «Golpea a todos los enemigos de clase hasta que caigan al suelo, y después súbete encima de ellos».
El fuego de la rabia comenzó a arder en el corazón de Jintong cuando vio a su madre recibiendo golpes; salió corriendo hacia Guo Pingen con los puños cerrados, pero fue detenido por una siniestra mirada de Guo. Vio dos profundas arrugas que iban desde la boca hasta la barbilla de este líder revolucionario, que era, también, poco más que un niño. Le daban un cierto aspecto de reptil prehistórico. Jintong relajó los puños, en un gesto instintivo. Le dio un vuelco el corazón y estaba a punto de preguntarle a Guo qué se creía que estaba haciendo cuando el joven Guardia Rojo levantó una mano; la pregunta de Jintong se convirtió en un lamento:
—Madre…
Entonces cayó de rodillas al lado de su madre, quien alzó la cabeza con dificultad y lo miró.
—¡Levántate, inútil hijo mío!
Jintong se puso en pie mientras Guo Pingen les hacía una señal a los Guardias Rojos para que con sus palos, sus gongs y sus tambores rodearan a los Demonios-Bueyes y a los Espíritus-Serpientes y recomenzaran el desfile por el mercado. Volvió a coger su megáfono para exhortar al público del mercado a que gritara los lemas con él; el efecto que en la gente tenía su voz, extrañamente alterada, era como si le estuviera dando veneno. Fruncían el ceño, pero nadie respondió a su llamada.
Mientras tanto, Jintong estaba ahí de pie, sumido en sus fantasías. Era un día soleado. Armado con la legendaria espada de la Fuente del Dragón, hizo que arrastrasen a Guo Pingen, Zhang Pingtuan, Fang el Ratonil, Perro Liu, Wu Wunyu, Wei Yangjiao y Guo Qiusheng al escenario. Allí, él los obligó a ponerse de rodillas y a mirar de frente la brillante punta de su espada.
—¡Vuelve ahí, pequeño bastardo! —ladró uno de los pequeños generales de los Guardias Rojos dándole un puñetazo a Jintong en el vientre—. ¡Ni se te ocurra pensar en escaparte!
La fantasía de Jintong le había llenado los ojos de lágrimas, pero el puño en el estómago lo trajo de vuelta a la realidad, que le pareció peor que nunca. El camino que se abría ante él estaba cubierto de una niebla impenetrable, pero en ese momento se produjo una disputa entre la facción de Guoping y el Regimiento Rebelde del Mono de Oro, bajo el liderazgo de Wu Yunyu, y lo que había comenzado como una batalla dialéctica pronto condujo a los empujones y, finalmente, a la guerra.
Wu Yunyu empezó con una patada, que Guo respondió con un puñetazo. Después arremetieron el uno contra el otro. Guo le quitó a Wu la gorra, que era algo muy preciado para él, y le arañó la cabeza sarnosa hasta sacarle sangre. Wu le metió los dedos a Guo en la boca y tiró con todas sus fuerzas, haciéndole una raja junto a la comisura de los labios. En cuanto las facciones de los Guardias Rojos se dieron cuenta de lo que estaba pasando, la cosa se convirtió en una guerra de pandillas y en un abrir y cerrar de ojos las estacas surcaban el aire y los ladrillos volaban de un lado para el otro; los participantes en la pelea, llenos de sangre, estaban decididos a luchar hasta la muerte. El subordinado de Wu Yunyu, Wei Yangjiao, apuñaló a dos de los combatientes en el vientre con la punta de acero de su lanza, adornada con borlas rojas. De las heridas rezumaba la sangre y una materia pegajosa y grisácea. Guo Pingen y Wu Yunyu retrocedieron para poder dirigir a sus tropas durante el combate. En aquel momento, Jintong vio a la joven con la cara tapada por un velo, en quien había reconocido a Zaohua, pasando al lado de Guo Pingen. Pareció que le cepillaba la cara con la mano al pasar, pero al cabo de un momento él soltó un fuerte lamento agonizante y Jintong vio que le había aparecido un tajo en el rostro, como si le hubiera salido una segunda boca. La sangre salía de la herida a borbotones; era una visión terrorífica. Se dio la vuelta y salió corriendo en dirección a la clínica de la comuna. En aquel momento eso era lo único que le importaba. Al ver que la batalla se había vuelto mortal y que podrían acabar cubiertos de sangre, los vendedores ambulantes empaquetaron sus cosas y desaparecieron por las múltiples callejuelas adyacentes.
Uno de los dos combatientes con heridas en el vientre murió de camino a la clínica, y al otro le hizo falta una transfusión de sangre para quedar fuera de peligro. La sangre procedía de las venas de los Demonios-Bueyes y los Espíritus-Serpientes. Cuando recibió el alta de la clínica, en ninguna unidad de los Guardias Rojos quisieron saber nada de él, ya que su sangre de campesino pobre ya no era pura; ahora, la sangre de los enemigos de clase —los terratenientes, los campesinos ricos y los contrarrevolucionarios históricos— corría por sus venas. Según Wu Yunyu, Wang Jinzhi se había convertido en un enemigo de clase, como un árbol frutal al que le hubieran hecho un injerto, y poseía los cinco males. El pobre Wang había sido miembro de la combativa unidad de propaganda de la Facción del Viento y el Trueno. Incapaz de soportar la soledad, decidió formar su propia facción, el Equipo de Lucha del Unicornio, y dotarlo de un sello, una bandera y unos brazaletes oficiales. Incluso les pidió a los encargados del sistema de comunicación con el público de la comuna que le dejaran cinco minutos de su tiempo de emisión en antena. Él mismo elegía los temas y las noticias que daba, y se dedicaba a contar desde los progresos de la facción del Unicornio hasta anécdotas históricas relacionadas con Dalan, cotilleos interesantes, escándalos sexuales, asuntos de interés general, etcétera. El programa se emitía tres veces por día, por la mañana, a mediodía y por la noche. Antes de que comenzaran las emisiones, los representantes de las distintas facciones se sentaban, por orden, en un banco, esperando su turno. El Unicornio recibió el último espacio del día, así que cuando pasaban sus cinco minutos ponían La Internacional y así concluía la programación de la jornada.
En esa época, en la que no había radionovelas ni programas de música, el espacio de cinco minutos del Unicornio servía de entretenimiento para los ciudadanos del Concejo de Gaomi del Noreste. Mientras alimentaban a sus cerdos, estaban sentados a la mesa o descansaban tumbados en la cama, la gente levantaba las orejas, llena de expectativas. Una noche, el locutor del Unicornio dijo: «Campesinos pobres de nivel bajo y medio, camaradas de armas de la Revolución, según fuentes bien informadas, la persona que en una ocasión atacó al antiguo dirigente de la Facción del Viento y el Trueno, Guo Pingen, haciéndole un profundo tajo en la cara, fue la infame ladrona Sha Zaohua. La ladrona Sha es la hija del traidor Sha Yueliang, quien campó por sus respetos durante años en el Concejo de Gaomi del Noreste, y de Shangguan Laidi, quien asesinó a un servidor público y fue ejecutada por su delito. En su juventud, la ladrona Sha conoció a un extraño hombre en la Montaña del Sudeste de Lao, quien le enseñó artes marciales. Es capaz de volar sobre los aleros y de trepar por las paredes, y es una maestra prestidigitadora capaz de vaciar un bolsillo o de hacerse con un bolso en las mismas narices de su dueño, que nunca se dará cuenta de lo que ha pasado. Según mis fuentes, dignas de todo crédito, la ladrona Sha llegó subrepticiamente al Concejo de Gaomi del Noreste hace tres meses y ya ha establecido contactos en cada una de sus aldeas y en cada uno de sus caseríos. Mediante el uso de la intimidación y la coerción, ha reclutado a un amplio número de subordinados que la mantienen informada de todo lo que sucede y funcionan como un pequeño ejército de espías. El jovenzuelo que le quitó la gorra de piel de perro al campesino pobre Fang Shixian en el mercado de Dalan era uno de los cómplices de la ladrona Sha. La ladrona Sha ha ejercido su malévolo oficio en grandes ciudades. Tiene muchos alias, pero el que se oye con más frecuencia es Golondrina Sha. El objetivo de su furtivo retorno a Gaomi del Norte es vengar las muertes de su padre y de su madre, y el tajo que le hizo a Guo Pingen en la mejilla sería el primer paso de todas las represalias de clase que está dispuesta a tomar. Se espera que en los próximos días haya incidentes incluso más crueles y terribles. Se ha informado de que una de las herramientas que emplea es una moneda de bronce que colocó en una vía de tren cuando iba a pasar una locomotora. Es más fina que el papel, y tan afilada que puede cortar un pelo por la mitad. Cuando corta piel, la herida tarda diez minutos en comenzar a sangrar y la víctima no siente ningún dolor hasta que han pasado veinte. La ladrona Sha esconde esta arma entre los dedos; con un movimiento tan veloz que pasa desapercibido, puede cortarle la arteria carótida a un hombre, causándole la muerte de forma instantánea. Las habilidades de la ladrona Sha no tienen parangón. Cuando estaba estudiando con su maestro, introducía diez monedas en un cazo lleno de aceite hirviendo y después metía los dedos desnudos y las iba sacando, una tras otra, sin quemarse ni un poco. Sus movimientos son tan rápidos y tan precisos que apenas se pueden ver. Camaradas de armas de la Revolución, campesinos pobres de nivel bajo y medio, los enemigos que empleaban pistolas han sido eliminados, pero los que emplean monedas siguen entre nosotros, y es seguro que nos van a combatir con diez veces más mentiras y cien veces más frenesí». ¡Se acabó el tiempo, se acabó el tiempo! Eso es lo que los oyentes escucharon, repentinamente, en la emisora pública. «Ya casi he terminado, ya casi he terminado». No, eso ha sido todo. ¡El Unicornio no puede continuar mientras suena La Internacional! «¿No podríamos continuar un poquito más?». Pero la melodía de La Internacional empezó a sonar de forma abrupta.
A la mañana siguiente, a través de la misma emisora pública, el programa del Regimiento Rebelde del Mono de Oro rechazó con todo lujo de detalles la leyenda de Sha Zaohua propagada por el Unicornio y después le atribuyó a esta facción todos los delitos. Las organizaciones de masas emitieron una declaración conjunta retirándole al Unicornio sus privilegios de emisión y ordenándoles a los dirigentes de esta facción que la desmantelaran en menos de cuarenta y ocho horas y que destruyeran el sello oficial y todos los materiales de propaganda.
A pesar de que el Regimiento Rebelde del Mono de Oro desmintió la existencia de una super ladrona llamada Sha Zaohua, le ordenaron a una serie de agentes secretos y centinelas que observaran a la familia Shangguan. No fue hasta la primavera siguiente, durante el Festival de Qingming, cuando una furgoneta de la policía del Departamento de Seguridad del Condado vino a llevarse a Jintong, que Wu Yunyu, quien para entonces había ascendido a la posición de presidente del Comité Revolucionario de Dalan, liberó de sus tareas a los agentes y a los centinelas, que simulaban ser reparadores de woks, afiladores de cuchillos y zapateros.
Cuando estaban vaciando y limpiando la Granja del Río de los Dragones, se descubrió un diario que había escrito Qiao Qisha. En él había dejado un detallado testimonio de la ilícita relación que habían tenido Shangguan Jintong y Long Qingping. El resultado de esto fue que el Departamento de Seguridad del Condado hizo arrestar a Jintong acusado de asesinato y necrofilia y, antes incluso de que comenzara la investigación, lo condenó a quince años de prisión, que tendría que comenzar a cumplir en un campo de reforma mediante el trabajo que estaba a la orilla del Mar Amarillo.