VII

Caía la noche cuando Jintong entró en la casa. Había pasado un año desde la última vez que había estado ahí. El hijo de Laidi y Hombre-pájaro Han estaba en una cuna con un baldaquín que colgaba del árbol de parasol, asegurada por ambos lados. A pesar de que era moreno y muy delgado, era un niño mucho más saludable que la mayoría de los de su época.

—¿Tú quién eres? —le preguntó Jintong, bajándole un poco las sábanas. El pequeño parpadeó y miró a Jintong con curiosidad, clavándole sus ojos oscuros—. ¿No me reconoces? Soy tu tío.

—Abuela… Yao, yao.

El niño apenas hablaba. Tenía la barbilla llena de baba.

Jintong se sentó en la puerta a esperar a que saliera Madre. Era su primer viaje a casa desde que lo habían enviado a la granja, y le habían dicho que no tenía que volver si no quería. Cuando pensaba en todas esas hectáreas de mijo se ponía furioso, porque cuando se hiciera la cosecha, a los trabajadores de la granja se les iba a ofrecer una verdadera comida. Y fue entonces cuando a Jintong y a unos cuantos jóvenes más los habían apartado de la plantilla de trabajadores. Pero unos días después, esa rabia desapareció, porque justo cuando los derechistas se dirigían en sus rojas cosechadoras rusas a los campos para empezar a trabajar, una terrible granizada destrozó el mijo maduro, que acabó mezclándose con el barro.

El niñito no le hizo ningún caso mientras estuvo sentado en la puerta. Unos papagayos con las plumas de color verde esmeralda bajaron del árbol de parasol y volaron en círculos alrededor de la cuna. El niñito los siguió con sus brillantes ojos, mientras ellos revoloteaban a su alrededor sin ningún miedo. Algunos incluso se posaron en el borde de la cuna, y otros lo hicieron sobre sus hombros y lo picotearon en las orejas mientras él imitaba sus roncos chillidos.

Jintong se quedó sentado, aburrido, en la puerta, con los ojos cerrados. Se acordó del viaje en barca, a través del río, y de la expresión de sorpresa en el rostro del barquero, Huang Laowan. El Puente del Río de los Dragones había sido arrastrado por la corriente durante las inundaciones del año anterior, así que la Comuna Popular había puesto a funcionar un transbordador. Un joven soldado muy hablador, proveniente de algún lugar del sur del país, lo había acompañado en el trayecto de un lado del río al otro. El hombre agitó un telegrama delante de las narices de Huang Laowan y le metió prisa para que zarpara.

—Vámonos ya, tío. Mira lo que dice aquí: tengo que estar de regreso con mi unidad a mediodía. ¡Y en estos tiempos, una orden militar puede hacer que se tambalee una montaña!

Huang Laowan reaccionó ante las prisas del soldado con un silencio gélido. Encogiéndose de hombros, se apoyó en la proa del transbordador como un cormorán y se puso a observar los veloces movimientos del agua del río. Un rato después, una pareja de oficiales que volvían a la comuna de la ciudad se subieron a bordo y se instalaron en cada uno de los lados del transbordador.

—¡Vamos, viejo Huang, en marcha! —lo instó uno de ellos—. Tenemos que volver para participar en una reunión importante.

—Nos vamos en un minuto —dijo Huang con un tono de voz apagado—. La estoy esperando a ella.

La mujer subió a bordo de un salto. Llevaba un laúd. Se sentó justo enfrente de Jintong. Iba maquillada y tenía los labios pintados de rojo, pero no lo suficiente como para ocultar lo cetrina que era su tez. Los oficiales la miraron desvergonzadamente.

—¿De qué aldea eres? —le preguntó uno de ellos, poniendo un cierto tono de superioridad.

Ella levantó la cabeza y se quedó mirando al hombre. Sus ojos sombríos, que habían estado apuntando al suelo desde que se había subido al transbordador, adquirieron un brillo salvaje que denotaba hostilidad. A Jintong le dio un vuelco al corazón. La expresión que esta mujer cetrina tenía en los ojos le dio la sensación de que la hacía capaz de conquistar a cualquier hombre, al que ella escogiera, y de que nunca ningún hombre la conquistaría. La piel de su rostro estaba ligeramente flácida, y unas profundas arrugas le surcaban el cuello, pero Jintong se dio cuenta de que sus dedos eran finos y esbeltos y de que tenía las uñas esmaltadas, una señal clara de que no era ni de lejos tan mayor como su rostro y su cuello la hacían parecer. Con la mirada clavada en el oficial, abrazó el laúd con fuerza acercándoselo al pecho, como si fuera una niña.

Huang Laowan se levantó y se dirigió a la popa, donde cogió una pértiga de bambú con la que empujó hasta sacar el transbordador del bajío, lo hizo dar vuelta y salir al río abierto, dejando una estela blanca a su paso. Avanzaba deslizándose sobre el agua como si fuera un enorme pez. Las golondrinas pasaban rozando la superficie. El frío hedor de las algas flotaba a su alrededor. Los pasajeros estaban ahí sentados, con aire taciturno, pero el oficial que se había dirigido a la mujer no podía soportar el silencio.

—¿Tú no eres el Shangguan que…?

Jintong reaccionó mirándolo con indiferencia. Sabía qué era lo que el hombre había dejado sin decir, por lo que le contestó de la forma a la que se había acostumbrado:

—Así es, soy Shangguan Jintong, el bastardo.

Lo directo de la respuesta y lo autodenigratorio de la actitud que la acompañaba crearon una situación extraña, ya que la arrogancia con que la gente se comporta con frecuencia en la esfera pública quedaba cuestionada y amenazada. Eso lo situaba fuera de juego, y su modo de volver a aparecer era recurriendo a la lucha de clases a través de una serie de claras insinuaciones. El oficial evitó cuidadosamente mirar a Jintong. Mantuvo la vista fija en la pértiga de bambú de Huang Laowan.

—Dicen que esos agentes secretos de los Estados Unidos y de Chiang Kai-shek proceden todos del Concejo de Gaomi del Noreste, que son hombres que en otro tiempo estuvieron al servicio de Sima Ku. Te lo digo yo: todos esos que tienen las manos manchadas con la sangre del pueblo fueron entrenados por un asesor americano. Huang Laowan, ¿puedes adivinar quién era ese asesor? ¿No? Me han dicho que lo has visto alguna vez. No es ningún otro que el tirano que unió su destino al de Sima Ku en el Condado de Gaomi del Noreste, el hombre que ponía las películas. ¡Babbitt! Y dicen que su apestosa y vieja mujer, Shangguan Niandi, incluso organizó un banquete para los agentes secretos, ¡y le dio a cada uno de ellos una suela de zapatilla hermosamente bordada!

La mujer del laúd miró furtivamente a Jintong; él sintió los ojos de ella, y vio que sus dedos se agitaban con nerviosismo junto a la caja de resonancia del instrumento.

El oficial de la comuna no había hecho más que empezar.

—Jovencito —dijo—, ahora vosotros, los soldados, tenéis la oportunidad de hacer algo por vuestro país. ¡Si algún día atrapas a uno de esos agentes secretos, te habrás ganado el respeto de tus compatriotas!

El joven soldado le dio un golpe al telegrama que llevaba.

—Ya sabía que estaba pasando algo gordo —dijo—, por eso aplacé mi boda y vuelvo a toda prisa a mi unidad.

Cuando el transbordador atracó en la orilla opuesta, el joven soldado fue el primero en bajarse de un salto. La mujer del laúd se entretuvo, como si quisiera hablar con Jintong.

—Ven con nosotros a la comuna —le dijo el oficial con severidad.

—¿Por qué? —dijo ella—. ¿Por qué habría de hacerlo?

Él le arrancó el laúd de las manos y lo sacudió. Algo repiqueteó en su interior. Se puso rojo de lo excitado que estaba, y la nariz, semejante a un gusano, le empezó a temblar.

—¡Un transmisor! —exclamó—. ¡O tal vez una pistola!

La mujer se acercó e intentó quitárselo, pero él se hizo a un lado y ella cerró las manos en el aire.

—¡Devuélvemelo! —exigió.

—¿Que te lo devuelva? —dijo él, con tono burlón—. ¿Qué hay escondido ahí dentro?

—Un objeto personal femenino.

—¿Un objeto personal femenino? Ven conmigo a la comuna, señora ciudadana.

Una mirada feroz se dibujó en el demacrado rostro de la mujer.

—Te he pedido amablemente que me lo devuelvas, hijo. Puedes golpear la montaña para asustar a los tigres todo lo que quieras. Ya he visto esta manera de robar, a plena luz del día, un montón de veces. La gente que vive de los demás no me resulta nada novedosa.

—¿A qué te dedicas? —preguntó el oficial, comenzando a perder la confianza.

—Eso no es asunto tuyo. ¡Ahora devuélveme mi laúd!

—No estoy autorizado para hacerlo —dijo él—. Me gustaría que vinieras conmigo a la comuna.

—¡Le robas a la gente a plena luz del día! ¡Eres peor que los japoneses!

El oficial se dio la vuelta y salió en dirección al cuartel general de la comuna, el recinto que en otros tiempos había pertenecido a la familia Sima.

—¡Ladrón! —gritó la mujer, y salió corriendo detrás de él—. ¡Matón, sanguijuela asquerosa!

Sintiendo que esta mujer tenía que tener algo que ver con la familia Shangguan, Jintong repasó mentalmente el destino de todas sus hermanas. Laidi estaba muerta, al igual que Zhaodi, Lingdi y Qiudi. Y aunque no había visto el cadáver de Niandi, sabía que ella también estaba muerta. Pandi se había cambiado el nombre y ahora era Ma Ruilian, y a pesar de que todavía estaba viva, era como si ya se hubiera muerto. Así que sólo quedaban Xiangdi y Yunü. Los dientes de la mujer estaban amarillentos y tenía la cabeza bien grande. Las comisuras de los labios le apuntaban hacia abajo cuando le gritaba al oficial, y una luz verde surgía de sus ojos, como si fuera una gata defendiendo a sus crías. Tenía que tratarse de Xiangdi, la que se había vendido. Cuarta Hermana, que se había sacrificado por la familia hasta tal punto. ¿Qué tendría escondido en el interior del laúd?

Jintong estaba cavilando sobre el misterio del laúd cuando Madre, que para entonces era poco más que piel y huesos, entró en la casa a toda prisa. Cuando oyó que ella echaba el cerrojo de la puerta, levantó la vista justo a tiempo para verla entrar apresuradamente desde la habitación lateral. Entonces él la llamó y al mismo tiempo rompió a llorar, como un niño pequeño del que han abusado. Aparentemente sorprendida de verlo, ella no logró decir ni una palabra. Por el contrario, se tapó la boca con las manos, se dio la vuelta y salió al patio corriendo. Fue directamente hacia el albaricoque, junto al cual estaba el pilón de madera lleno de agua; ahí cayó de rodillas, se aferró al borde con ambas manos, estiró el cuello, abrió la boca y vomitó. Un montón de alubias, todavía secas, salió a borbotones, cosa que hizo que el agua del pilón salpicara hacia todos lados. Cuando recuperó el aliento, levantó la cabeza para mirar a su hijo y se le llenaron los ojos de lágrimas. Intentó decir algo antes de agacharse de nuevo y ponerse a vomitar un poco más. Jintong se quedó mirando la aterradora imagen de su madre con el cuello estirado, los hombros hundidos y el cuerpo sufriendo unos fuertes espasmos que provenían de sus zonas más profundas. Cuando se le pasaron las arcadas, metió la mano en el agua y pescó las alubias secas con una expresión de satisfacción en el rostro. Finalmente, se puso de pie, se acercó a su hijo que era alto pero débil y le dio un abrazo.

—¿Por qué no volviste a casa antes? —le preguntó con un tono de cierto reproche—. Son sólo tres kilómetros. —Antes que él pudiera contestarle, continuó—: Poco después de que te marcharas, encontré un trabajo manejando el molino de la comuna, el que está en el recinto de la familia Sima. Rompieron el molino de viento, así que ahora hay que hacerlo girar manualmente. Du Wendou fue el que me consiguió el trabajo. Me pagan un cuarto de kilo de batatas por día. Si no fuera por ese trabajo, ya no estaría aquí para darte la bienvenida. Y tampoco estaría Papagayo.

Fue entonces cuando Jintong se enteró de que el hijo de Hombre-pájaro Han se llamaba Papagayo. Seguía en la cuna, berreando a todo volumen.

—Ve a cogerlo y yo voy a haceros la comida a los dos.

Madre enjuagó las alubias secas que había sacado del pilón y las metió en un gran cuenco, que quedó casi lleno. Percibiendo una expresión de sorpresa en el rostro de Jintong, le dijo:

—Es lo que hay que hacer, hijo. No te burles de mí. He hecho muchas cosas malas a lo largo de mi vida, pero esta es la primera vez que robo algo.

Él apoyó la cabeza sobre el hombro de su madre y le dijo con tristeza:

—No digas eso, Madre. Eso no es robar. E incluso si lo fuera, hay cosas que son mucho peores que robar.

Madre sacó un mortero para ajos de debajo de la cocina y lo empleó para machacar las alubias. Después añadió un poco de agua fría para hacer una pasta.

—Vamos, hijo, cómetelo —le dijo, pasándole el cuenco—. No me atrevo a encender el fuego porque vendrían a ver qué es lo que estoy cocinando, y eso no debe suceder.

—¿Cómo se te ocurrió hacer esto? —le preguntó Jintong tristemente mientras observaba su cabeza cana y ligeramente temblorosa.

—Al principio me las escondía en los calcetines, pero me pillaron y me hicieron sentir peor que un perro. Después todo el mundo empezó a comer alubias. Una vez que estaba moliendo alubias me metí algunas en la boca. Cuando volvía a casa, sentía un peso en el estómago, tan fuerte que apenas podía caminar. Sabía que mi vida corría peligro y me asusté. Entonces me metí un palillo en la garganta y las vomité en el patio. Estaba lloviendo, así que las dejé ahí. A la mañana siguiente vi que, por la lluvia, se habían vuelto blancas, y Papagayo estaba a cuatro patas comiéndoselas. Me dijo que tenían un sabor muy dulce y me preguntó qué eran. Aunque ya era grande, nunca había visto una alubia. Me metió algunas en la boca y eran dulces y pegajosas. Una delicia. Cuando se acabaron, Papagayo me pidió más, y entonces fue cuando se me ocurrió. Al principio necesitaba meterme un palillo para provocarme los vómitos… oh, qué sensación… pero ahora ya me he acostumbrado y lo único que tengo que hacer es agachar la cabeza… el estómago de tu madre se ha convertido en un depósito de grano… pero me temo que la de hoy ha sido la última vez. Todas las mujeres con las que trabajo en el molino estaban haciendo lo mismo, y el encargado se ha dado cuenta de que siempre falta un montón de comida, y nos ha amenazado con ponernos una mordaza…

Después se pusieron a hablar de las experiencias que había tenido Jintong en la granja durante el año anterior, y le contó todo a Madre, incluyendo su relación sexual con Long Qongping, la muerte de Qiudi y de Lu Liren y que Pandi se había cambiado el nombre.

Madre se quedó sentada, en silencio, hasta que la luna apareció sigilosamente por el cielo del Este y arrojó su luz en el patio y a través de la ventana.

—No hiciste nada malo, hijo —le dijo ella finalmente—. El alma de esa joven, Long, encontró la paz, y a partir de ahora la consideraremos parte de la familia. Espera a que la situación mejore un poco y traeremos a casa sus restos y los de tu séptima hermana.

Madre cogió en brazos a Papagayo, que tenía tanto sueño que se tambaleaba hacia adelante y hacia atrás, y lo llevó a la cama.

—En una época había tantos Shangguan que éramos como un rebaño de ovejas. Ahora ya quedamos muy pocos.

Jintong se obligó a preguntar:

—¿Y qué pasa con Octava Hermana?

Soltando un suspiro, ella lo miró, avergonzada. Daba la impresión de que le estaba pidiendo que la perdonara.

Incluso cuando ya tenía veinte años, Yunü era como una niña pequeña, una asustadiza y pudorosa niña pequeña. Siempre había sido como una crisálida que había pasado la vida metida dentro de un capullo, sin querer causarle ningún problema a su familia. Durante los lúgubres y lluviosos meses del verano, escuchaba melancólicamente el ruido que hacía Madre en el patio cuando se ponía a vomitar. Los truenos retumbaban a lo lejos, el viento agitaba las hojas de los árboles y se cernía en el aire el olor a quemado de los relámpagos chisporroteando, pero ningún sonido era lo suficientemente fuerte como para tapar los ruidos que hacía Madre, que le daban arcadas, así como ningún olor podía disimular el hedor procedente de sus vómitos. El ruido que hacían las alubias al caer al agua penetraba en el alma de la chica. Por un lado deseaba que se acabara, pero por otro quería que continuara para siempre. Le daba asco el olor de los jugos y la sangre del estómago de Madre, pero al mismo tiempo se sentía agradecida. Cuando Madre machacaba las alubias con el mortero, ella sentía como si fuera su corazón lo que estaba aplastando. Y cuando Madre le alcanzaba el cuenco de alubias, con su olor tosco, frío y pegajoso, unas lágrimas calientes asomaban a sus ojos ciegos y la encantadora boca que tenía temblaba con cada cucharada de aquel viscoso puré. Pero nunca verbalizó la inmensa sensación de gratitud que sentía en su interior.

El año anterior, la mañana del séptimo día del séptimo mes, cuando Madre estaba a punto de marcharse al molino, Yunü le había espetado:

—¿Qué aspecto tienes, Madre? —Extendiendo hacia ella sus delicadas manos, le había dicho—: Déjame tocarte la cara, por favor.

Madre suspiró y dijo:

—Pequeña niña boba, con lo mal que están las cosas, ¿es eso lo único que deseas?

Acercó su rostro a las manos de Octava Hermana y dejó que la acariciara con sus suaves dedos, que tenían un olor húmedo y fresco.

—Ve a lavarte las manos, Yunü. Hay agua en el pilón.

Cuando Madre se hubo marchado, Octava Hermana salió de la cama. Oyó a Papagayo cantando feliz en su cuna; su voz se confundía con los gorjeos de los pájaros, con el sonido de los caracoles reptando y soltando su baba sobre la corteza de los árboles y con el ruido que hacían las golondrinas al construir un nido en el alero del tejado de la casa. Olisqueando el aire, siguió el aroma del agua limpia hasta llegar al pilón. Se agachó enfrente de él. Su encantadora cara se reflejaba en el agua, de la misma manera que la imagen de Natasha se había encontrado con los ojos de Jintong, pero ella no podía verse. No había mucha gente que le hubiera visto la cara a esta chica Shangguan. Tenía la nariz alta, la piel clara, el pelo suave y amarillento y un cuello largo y delgado, semejante al de un cisne. Cuando sintió el agua fría en la punta de la nariz, y después en los labios, sumergió el rostro en ella. El agua le entró por la nariz, cosa que la devolvió a la realidad, y entonces sacó la cabeza de abajo del agua. Tenía un zumbido en los oídos, y la nariz le dolía y se le había hinchado. En cuanto se golpeó un poco las orejas con las manos para que saliera el agua, oyó el gorjeo de los papagayos en los árboles y el llanto de Papagayo Han, que llamaba a su octava tía. Fue caminando hasta el árbol, y allí extendió una mano y le acarició la naricita mocosa. Después, sin decir una palabra, salió del recinto del patio, encontrando la puerta a tientas.

Madre le secó las lágrimas con el dorso de la mano.

—Tu octava hermana se marchó porque pensaba que era una carga —dijo en voz baja—. A tu octava hermana nos la envió su padre, el Rey Dragón. Pero se le acabó el tiempo, y ahora ha regresado al Océano del Este para seguir viviendo en forma de Princesa Dragón…

Jintong quería consolar a su madre, pero no encontró las palabras para hacerlo, así que se limitó a toser para disimular el dolor que sentía en el corazón.

Justo en ese momento, alguien llamó a la puerta. Madre tembló brevemente antes de esconder el mortero y decirle a Jintong:

—Abre la puerta. Vete a ver quién es.

Jintong abrió la puerta. Era la mujer del transbordador. Estaba de pie, en el umbral de la casa, con su laúd en brazos.

—¿Eres Jintong? —le preguntó con su minúscula voz, parecida a la de un mosquito.

Shangguan Xiangdi había vuelto a casa.