VI
Durante la primavera de 1960, cuando la campiña se llenó de los cadáveres de las víctimas de la hambruna, algunos miembros de la unidad de derechistas de la Granja del Río de los Dragones quedaron convertidos en un rebaño de rumiantes que rastreaban el suelo en busca de algún vegetal con el que combatir el hambre. A cada persona le correspondían unos cuarenta gramos diarios de cereales, menos lo que sisaban el encargado del almacén, el gerente del comedor y otros individuos importantes. Lo que quedaba resultaba suficiente para llenar un cuenco de gachas con tan poca sustancia que uno podía verse reflejado en el líquido. En cualquier caso, eso no los liberaba de sus obligaciones en la reconstrucción de la granja. Además, con la ayuda de los soldados de la unidad de artillería local, sembraron mijo en unas cuantas hectáreas de tierra fangosa. Al abono se le añadió veneno para mantener a raya a los ladrones. Era tan potente que el suelo se llenó de cadáveres de grillos, gusanos y muchos otros insectos variados que el derechista Fang Huawen, que era un biólogo con bastante experiencia, nunca había visto. Los pájaros que se alimentaban de estos insectos caían al suelo, rígidos, y los bichos que acudían a devorar sus cuerpos pegaban un salto y morían antes de caer al suelo.
En primavera, cuando las plantas de mijo llegaban a la altura de las rodillas, ya había toda clase de vegetales listos para ser cosechados, y los derechistas, cuando salían al campo, se atiborraban de todo lo que podían encontrar mientras hacían su trabajo. Durante los periodos de descanso, se sentaban en las zanjas y regurgitaban las hojas que tenían en el estómago para volver a masticarlas y deshacerlas todo lo que pudieran. En las comisuras de sus labios se acumulaba una saliva verdosa. Sus rostros estaban tan hinchados que la piel se les había vuelto translúcida.
Menos de diez trabajadores de la granja se libraron de contraer hidropesía. El nuevo director, que se llamaba Pequeño Viejo Du, fue uno de ellos; el encargado del almacén del grano, Guo Zilan, también se libró; todo el mundo sabía que hurtaban forraje para caballos. El Agente Especial Wei Guoying tampoco la padeció, ya que por tener un perro lobo recibía una ración extra de carne. Otro hombre que se libró fue uno llamado Zhou Tianbao. En la infancia, se había volado tres dedos con una bomba casera, y unos años más tarde había perdido un ojo cuando su propio rifle se le había disparado en la cara. Había sido designado encargado de la seguridad de la granja, y dormía durante el día y hacía la ronda por toda la granja durante la noche, armado con una escopeta checa, sin dejarse ni un rincón por vigilar. Lo habían alojado en una pequeña cabaña hecha con chapas metálicas situada en una esquina de la chatarrería militar; de allí, por las noches, tarde, emanaba con mucha frecuencia un fragante olor a carne cocinada. Ese olor hacía que a la gente que estaba en la zona le resultara prácticamente imposible dormir. Una noche, Guo Wenhao se arrastró hasta la cabaña y estaba a punto de asomarse a la ventana cuando oyó el ruido sordo de la culata de un rifle golpeada contra el suelo.
—Maldito seas —juró Zhou Tianbao, y la luz de su ojo bueno atravesó la oscuridad—. ¡Un contrarrevolucionario! ¿Qué haces merodeando por aquí?
Zhou le incrustó el cañón de su arma en la espalda a Guo.
—¿Qué estás cocinando ahí dentro, Tianbao? —preguntó Guo maliciosamente—. ¿Por qué no me dejas probarlo?
—No creo que tengas agallas para probarlo —refunfuñó Zhou en voz baja.
—La única cosa de cuatro patas que no me comería es una mesa —dijo Guo—. Y la única cosa de dos patas que no me comería es una persona.
Zhou se rio.
—Lo que estoy cocinando es precisamente carne humana.
Al oír eso, Guo Wenhao dio media vuelta y salió corriendo.
La noticia de que Zhou Tianbao comía carne humana se extendió rápidamente, haciendo que todo el mundo entrara en pánico. La gente dormía con un ojo abierto, aterrorizada ante la idea de que Zhou iría a buscarlos para prepararse su próxima comida. Con la intención de acallar el rumor, Pequeño Viejo Du convocó una reunión para anunciar que había estado investigando el asunto y había descubierto que lo que Zhou Tianbao cocinaba y comía eran ratas que encontraba en tanques abandonados. Entonces le dijo a todo el mundo, y especialmente a los derechistas, que dejaran de comportarse como apestosos intelectuales y que aprendieran de Zhou Tianbao y se abrieran a nuevas fuentes de alimentos de modo que pudieran ahorrar grano, incluso durante las épocas de vacas flacas, para enviárselo a las gentes de otras partes del mundo que estaban peor que nosotros. Wang Siyuan, un licenciado por la Facultad de Agricultura, propuso que cultiváramos champiñones empleando la madera podrida para hacerlos crecer. Pequeño Viejo Du le dijo que le parecía bien y que se pusiera en marcha. Dos semanas más tarde, el plan de los champiñones hizo que se envenenaran más de cien personas. Algunas no padecieron más que un episodio de vómito y diarrea, pero otros sufrieron una locura transitoria y no se les entendía nada de lo que decían, como si estuvieran hablando en un idioma desconocido. La sección de seguridad pensó que se trataba de un acto de sabotaje, pero el departamento de sanidad lo atribuyó a una intoxicación alimentaria. Como consecuencia de todo esto, Pequeño Viejo Du fue censurado y el derechista Wang Siyuan fue catalogado como ultraderechista. La mayor parte de las víctimas pudieron ser atendidas a tiempo y rápidamente estuvieron fuera de peligro. Huo Lina, por el contrario, no pudo salvarse. Después de su muerte, circuló el rumor de que había estado liada con un hombre que trabajaba en la cocina al que todo el mundo llamaba Zhang Cara de Viruela y que gracias a eso conseguía raciones de comida mayores que las de los demás. Alguien dijo que un domingo por la noche, durante la proyección de la película, los había visto deslizándose en la oscuridad hacia una zona de hierbas altas.
La muerte de Huo Lina afectó a Jintong de una manera especialmente dura. Además, no podía creerse que alguien de buena familia, que había sido educada en Rusia, se entregara a un ser tan feo y basto como Zhang Cara de Viruela a cambio de un poco más de sopa. Lo que le sucedió más adelante a Qiao Qisha le demostraría que se equivocaba. Y es que cuando una mujer está tan subalimentada que sus pechos se le aplanan y deja de tener el periodo, el respeto que siente por sí misma y la castidad la abandonan. El pobre Jintong iba a ser testigo del incidente completo, desde el principio hasta el final.
Durante la primavera llegaron a la granja unos bueyes para arar la tierra. Antes de que pasara mucho tiempo, descubrieron que no había suficientes hembras como para cruzarlos, por lo que castraron a cuatro toros con el propósito de que engordaran y sirvieran de alimento. Ma Ruilian todavía estaba a cargo de la unidad de animales domésticos, pero disfrutaba de un poder considerablemente menor desde que Li Du había muerto. Por eso, cuando Deng Jiarong se marchó con los ocho testículos, lo único que pudo hacer ella fue quedarse mirándole la espalda. Cuando se le hizo la boca agua al detectar el aroma de los testículos asándose en la parrilla de Deng Jiarong, en la planta de reproducción, le dijo a Chen San que fuera y le trajera algunos. Deng exigió, a cambio, una cierta cantidad de forraje para caballos, a lo que Ma Ruilian accedió de mal humor; finalmente intercambiaron medio kilo de tortas de alubias secas por uno de los testículos.
El trabajo que le encargaron a Jintong consistía en pasear a los bueyes, por la noche, para impedir que se tumbaran y se les abrieran las heridas. Un anochecer, cuando estaba completamente oscuro, se dirigió a la acequia de irrigación de la zona este de la granja. Allí condujo a los animales a un bosquecillo de sauces, donde los ató a los árboles. Ya llevaba cinco noches seguidas paseándolos y le pesaban tanto las piernas como si las tuviera llenas de plomo. Se sentó en el suelo, apoyándose en uno de los árboles, sintiendo los párpados cada vez más pesados. Estaba a punto de quedarse dormido cuando le llegó a la nariz el aroma dulce y fresco de unos rollitos recién cocidos y todavía calientes. Su espíritu se conmovió y se le abrieron los ojos como platos. Entonces vio al cocinero Zhang Cara de Viruela caminando hacia atrás con un rollito hecho al vapor insertado en un pincho; lo movía en el aire como si fuera un cebo. Y eso es lo que era exactamente. A un metro de distancia Qiao Qisha, la flor de la Facultad de Medicina, lo seguía con la vista clavada fija y ávidamente en el rollito. La débil luz del sol poniente le dibujaba un halo alrededor de su cara regordeta y parecía recubrirla con sangre de perro. Ella caminaba con dificultad, jadeando y extendiendo la mano para intentar coger el rollito. En más de una ocasión estuvo a punto de tocarlo, pero Zhang Cara de Viruela daba un tirón y lo alejaba de su alcance, sonriendo maliciosamente. Ella gimoteaba como un cachorrito maltratado. Pero cada vez que estaba a punto de rendirse, frustrada, el aroma del rollito la volvía a atraer; era como si la pusiera en trance. Qiao Qisha, que, cuando todo el mundo recibía ciento cincuenta gramos de cereales, se podía permitir negarse a inseminar a una coneja con esperma de carnero, había perdido la fe en la política y en la ciencia ahora que la ración se había reducido a treinta gramos por día. El instinto animal la empujaba hacia el rollito al vapor, y no tenía ninguna importancia quién lo estuviera sujetando. Lo siguió hasta lo más profundo del bosquecillo de sauces. Aquella mañana, Jintong había dedicado su tiempo de descanso a ayudar a Chen San a segar el heno, por lo que había recibido ochenta gramos de tarta de alubias secas. Eso le dio suficiente energía como para poder controlarse y resistir la tentación de unirse al desfile del rollito. Más adelante se demostraría que durante la hambruna de 1969, Zhang intercambió comida por sexo con casi todas las derechistas de la granja. Qiao Qisha era la última que le quedaba. La más joven, más hermosa y más obstinada de todas las mujeres derechistas no le resultó más difícil de conquistar que las demás. Bajo los rayos del sol poniente, de un color rojo sangre, Jintong contempló la violación de su séptima hermana.
Lo que para la granja había sido una inundación catastrófica, para los sauces resultó una época maravillosa. Unas raíces aéreas y rojizas brotaban con profusión de los troncos negros, como las antenas de las criaturas oceánicas, y sangraban cuando se partían. Estos enormes doseles parecían mujeres locas, enfurecidas, con los pelos al viento. De todas las ramas habían brotado unas hojas tiernas, suaves, flexibles, acuosas, que habitualmente eran de un ligero color amarillo pero ahora habían adoptado tonalidades rosadas. Jintong tenía la sensación de que tanto las ramas como las hojas debían ser verdaderamente exquisitas, y mientras contemplaba lo que sucedía ante sus ojos, se llenó la boca de ramitas y hojas de sauce.
Finalmente, Zhang Cara de Viruela tiró el rollito al suelo. Qiao Qisha se lanzó a toda prisa a cogerlo y se lo metió en la boca incluso antes de incorporarse. Zhang Cara de Viruela se colocó detrás de ella, le levantó la falda, le bajó las mugrientas bragas rojas hasta los tobillos y, con gran habilidad, le separó las piernas. Después de hacerlo, sacó su miembro, que no se había visto afectado por la hambruna de 1960, y se lo introdujo. Como un perro que roba un trozo de comida, ella se obligó a soportar el dolor de su ataque por detrás mientras engullía el alimento. Siguió haciendo el movimiento de tragar incluso cuando ya se lo hubo terminado todo. El dolor que sentía en la entrepierna no era nada comparado con el placer que le reportaba la comida. Por lo tanto, mientras Zhang Cara de Viruela continuaba moviéndose vigorosamente detrás de ella, enloquecido, haciendo que su cuerpo temblara y se estremeciera, ella no dejó en ningún momento de comer. Las lágrimas le humedecieron los ojos, pero fue una reacción física porque se había atragantado con el rollito, totalmente al margen de cualquier sentimiento. Quizá, cuando hubo terminado de engullir la comida, se diera cuenta del dolor que sentía en la espalda, porque cuando se enderezó se dio la vuelta para mirar hacia atrás. El rollito estaba seco y le había resultado difícil de ingerir y le había hecho daño en la garganta, por lo que estiró el cuello hacia adelante como si fuera un pato. Zhang Cara de Viruela todavía estaba dentro de ella, y la cogió de la cintura con un brazo mientras, con la mano que le había quedado libre, se sacó otro rollito medio espachurrado del bolsillo y lo arrojó al suelo, enfrente de ella. Ella avanzó un paso y volvió a agacharse. Él seguía pegado a su cuerpo, con una mano apoyada en su cadera mientras la empujaba hacia abajo, con la otra, por el hombro. Esta vez, mientras se comía el rollito, le dejó libertad incondicional para hacer lo que quisiera, sin interferir en absoluto.
Jintong mascaba con ferocidad las ramitas y las hojas de sauce; estas eran una exquisitez que, por algún motivo, había pasado inadvertida hasta entonces. Al principio, su sabor era dulce, pero cuando las tragó se dio cuenta de que la dulzura inicial era rápidamente reemplazada por una amargura nauseabunda que las hacía imposibles de tragar. Esta era la razón por la que la gente no las comía. Siguió mascando y los ojos se le humedecieron. A través de la neblina provocada por las lágrimas vio que el drama que había tenido lugar ante sus ojos había concluido y que Zhang Cara de Viruela había abandonado la escena, dejando a Qiao Qisha ahí, de pie, mirando a su alrededor como si no supiera quién era. Después ella también se marchó, golpeándose la cabeza contra las ramas más bajas de los sauces.
Abrazándose a uno de los árboles, Jintong, agotado, apoyó la frente contra la corteza.
La larga primavera estaba a punto de acabarse; el mijo ya estaba maduro, cosa que indicaba que los días de la hambruna estaban llegando a su fin. Con el fin de asegurarse de que los trabajadores tuvieran la energía necesaria para recoger la cosecha de mijo, las autoridades enviaron un cargamento de tartas de alubias a la granja. Había suficiente para darle unos cien gramos a cada uno. Pero del mismo modo que Huo Lina había muerto por comer champiñones, el organismo de Qiao Qisha no podría tolerar toda esa comida extra y ella moriría también.
Estaba en la cola, con toda la gente que aguardaba el turno para recibir su ración. Los encargados de repartir la comida eran Zhang Cara de Viruela y uno de los cocineros. Sujetando un cuenco para arroz, ella estaba en la cola justo delante de Jintong. El vio cómo Zhang Cara de Viruela le guiñaba un ojo a su séptima hermana mientras le servía su ración, pero ella estaba demasiado absorta en el aroma de la comida como para hacerle caso. Estallaron unas protestas por las pequeñas disparidades que había en el reparto, y Jintong tuvo la sensación, vaga pero dolorosa, de que Qisha iba a obtener más de lo que le correspondía. Había llegado la orden de que cada ración de cien gramos tenía que durar dos días, pero todo el mundo se llevaba lo que le tocaba a su casa y se comía hasta la última migaja. Aquella noche hubo un flujo constante de gente que corría al pozo en busca de agua. La comida se les había hinchado en el estómago, y Jintong pudo disfrutar del placer casi olvidado de sentirse lleno. Eructaba y se tiraba pedos constantemente, y el olor de las tartas de alubias surgía por ambas vías. A la mañana siguiente, a la puerta del baño se había formado una cola; las tartas de alubias habían causado estragos en el organismo de la gente, que había estado pasando hambre demasiado tiempo.
Nadie sabía cuánto había comido Qiao Qisha, nadie excepto Zhang Cara de Viruela, que no decía nada. Y Jintong no tenía ninguna gana de manchar la reputación de su séptima hermana. Se había dado cuenta de que el vientre de ella estaba protuberante, como una cuba de agua. Más tarde o más temprano, pensó él, todos ellos morirían, ya fuera de inanición o por comer en exceso, así que ¿por qué preocuparse?
La causa de su muerte estaba clara, así que no hizo falta emprender ninguna investigación. Y puesto que su cadáver no se iba a conservar mucho tiempo debido al calor del verano, llegó la orden de que la enterraran de inmediato. No hubo ataúd ni, por supuesto, ninguna clase de ceremonia. A algunas de las derechistas se les ocurrió vestirla con la ropa más bonita que tenía, pero la imagen de su vientre grotescamente hinchado y las nauseabundas burbujas de espuma que se le habían formado en los labios les dio tanto asco que abandonaron la idea. Finalmente, algunos de los derechistas varones consiguieron en la unidad de los tractores un trozo de lona hecha jirones, la envolvieron en ella y cerraron los extremos con alambre. Después la subieron a un carro y la transportaron a una zona de césped que estaba al lado de la chatarrería de vestigios de la guerra, donde cavaron un hoyo y la enterraron junto a Huo Lina y enfrente del esqueleto de Long Qingping, al que le faltaba el cráneo, ya que el examinador médico se lo había llevado.