IV

Para poder reclamarle miles de hectáreas de tierras de cultivo al Concejo de Gaomi del Noreste, todos los hombres y las mujeres jóvenes y no discapacitados de la aldea de Dalan fueron organizados en equipos en la Granja del Río de los Dragones, gestionada por la comunidad. El día en que se asignaron las tareas, el director me preguntó:

—¿Y tú en qué eres bueno?

En aquel momento yo tenía tanta hambre que me pitaban los oídos, por lo que no pude oírlo bien. Entonces abrió la boca, mostrando un diente de acero inoxidable que estaba justo en el centro, y me preguntó de nuevo, esta vez más fuerte:

—¿En qué eres bueno tú?

Yo acababa de distinguir a mi profesora, Huo Lina, que iba por la carretera cargando con un saco de estiércol, y por eso me acordé de que ella había dicho que yo tenía un talento natural para el ruso, así que dije:

—Hablo muy bien el ruso.

—¿El ruso? —dijo él, con un tono de voz despectivo, mientras su diente de acero inoxidable relucía bajo la luz del sol—. ¿Cómo de bien? —preguntó burlona y desdeñosamente—. ¿Suficientemente bien como para hacer de intérprete entre Kruschov y Mikoyan? ¿Podrías hacerte cargo de redactar un comunicado conjunto chino-soviético? Escucha, jovencito. Hay gente que ha estudiado en la Unión Soviética y que aquí se dedica a acarrear el estiércol. ¿Te crees que tu ruso es mejor que el de ellos?

Todos los jóvenes jornaleros que estaban esperando que se les asignara una tarea soltaron unas cuantas carcajadas a mi costa.

—Lo que te estoy preguntando es a qué te dedicas cuando estás en tu casa, qué es lo que sabes hacer mejor.

—En casa me ocupaba de una cabra. Eso es lo que mejor hacía.

—Muy bien —dijo el director despectivamente—. De acuerdo, eso es lo que tú sabes hacer bien. El ruso y el francés, el inglés y el italiano, todo eso no sirve para nada. —Garrapateó algo en una hoja de papel y me la entregó—. Dirígete a la brigada de animales. Dile a la Comandante Ma que te encargue algo.

Cuando me dirigía hacia allí, un viejo jornalero me dijo que la Comandante Ma Ruilian era la esposa del director de la granja, Li Du; dicho de otro modo, era la Primera Dama. Cuando me presenté para que me asignara una tarea, con una mochila y mi ropa de cama a la espalda, ella estaba en la granja de reproducción haciendo una demostración de cruza de animales. En el patio, atados, había varios animales hembra en periodo de ovulación: una vaca, una burra, una oveja, una cerda y una coneja doméstica. Había también cinco asistentes —dos hombres y tres mujeres— que iban vestidos con batas blancas y llevaban mascarillas cubriéndoles la boca y la nariz y guantes de goma en las manos y que sujetaban los utensilios necesarios para el proceso de inseminación. Estaban de pie, y parecían tropas de asalto preparadas para el combate. Ma Ruilian llevaba un corte de pelo de chico, y los rasgos de su cara eran toscos como los de una yegua. La forma de su cabeza era redonda y su tez muy morena; sus ojos, estrechos y alargados; su nariz, roja; sus labios, carnosos; su cuello, corto; su caja torácica, gruesa y sus pechos, redondeados y pesados como un par de montículos funerarios. «¡Mierda! —pensé para mis adentros—. ¿Cómo que Ma Ruilian? ¡Esa es Pandi! Debe haberse cambiado el nombre por la mala reputación que ha adquirido el apellido Shangguan». Y entonces, Li Du tenía que ser Lu Liren, que anteriormente se había llamado Jiang Liren y tal vez antes alguna otra cosa Liren. El hecho de que esta pareja con nombres cambiantes hubiera sido enviada ahí debía significar que habían caído en desgracia. Ella llevaba una camiseta de manga corta, de algodón, de diseño ruso, y un par de pantalones negros muy arrugados sobre unas zapatillas altas de deporte. Tenía un cigarrillo de la marca Salto Adelante y el humo verdoso dibujaba volutas entre sus dedos, semejantes a zanahorias. Le dio una calada al cigarrillo.

—¿Está aquí el periodista de la granja?

Un hombre de mediana edad, de rostro cetrino, que tenía puestas unas gafas de leer, llegó corriendo desde detrás de donde se amarraban los caballos, doblado por la cintura.

—Estoy aquí —dijo—. Aquí estoy.

Traía una pluma estilográfica apoyada sobre un cuaderno de notas abierto; estaba preparado para ponerse a escribir. La Comandante Ma se rio en voz alta y le dio unas palmaditas en el hombro con su mano regordeta.

—Veo que ha venido el mismísimo editor jefe.

—La unidad de la Comandante Ma siempre está donde está la noticia —dijo él—. No confiaría en nadie más para este trabajo.

—¡El viejo Yu, siempre tan riguroso con su trabajo! —dijo Ma Ruilian en tono halagador, y volvió a darle unas palmaditas en el hombro.

El editor palideció y escondió el cuello entre los hombros, como si tuviera miedo de coger frío. Más tarde me enteré de que este tipo, Yu Zheng, que editaba el boletín informativo de la localidad, había sido el director y editor del periódico del Comité Provincial del Partido hasta que lo habían destituido por derechista.

—Hoy voy a proporcionarte una noticia de portada —dijo Ma Ruilian, echándole una significativa mirada al educado Yu Zheng y dándole una profunda calada a su cigarrillo, ya convertido en colilla; casi se quema los labios.

Después se lo sacó de la boca, deshaciendo el papel y dejando que las pocas hebras de tabaco que quedaban volaran por el aire. Este pequeño truco que tenía era suficiente para frustrar a los que se dedicaban a buscar colillas en el suelo. Exhalando una última bocanada de humo, les preguntó a sus asistentes:

—¿Preparados?

Le contestaron alzando sus utensilios. Sonrojándose, se retorció las manos y dio unas palmadas, nerviosa. Después cogió una servilleta para secarse las manos; estaba sudando.

—El esperma de caballo, ¿quién tiene el esperma de caballo? —preguntó en voz alta.

El asistente que tenía el esperma de caballo dio un paso adelante y dijo:

—Yo, lo tengo yo.

Sus palabras quedaron ahogadas por la mascarilla que llevaba tapándole la boca. Ma Ruilian señaló a la vaca.

—Dáselo a ella —dijo—, insemínala con el esperma de caballo.

El hombre dudó un instante; primero miró a Ma Ruilian y después a sus colegas asistentes, que estaban en fila detrás de él, como si estuviera a punto de decir algo.

—No te quedes ahí parado —dijo Ma Ruilian—. ¡Si quieres que esto funcione tienes que golpear cuando el hierro está candente!

Con una mirada traviesa, el asistente dijo:

—Sí, señora —y llevó el esperma de caballo hasta donde estaba atada la vaca.

Mientras su asistente le metía el utensilio para inseminar a la vaca, Ma Ruilian se quedó con la boca entreabierta, respirando pesadamente, como si le estuvieran introduciendo el instrumento a ella y no a la vaca. Pero inmediatamente después, dio una rápida serie de instrucciones. Ordenó que el esperma de toro envolviera al óvulo de la oveja y que el esperma de carnero se fundiera con el óvulo de la coneja. Bajo su dirección, el esperma de burro se le introdujo a la cerda y el esperma de cerdo fue inyectado en el útero de la burra.

El rostro del editor del boletín informativo de la granja no tenía ningún brillo; se quedó con la boca abierta, y era imposible saber si estaba a punto de echarse a llorar o a reír. Una de las asistentes, la que sujetaba el esperma de carnero, una mujer con las pestañas muy rizadas sobre unos ojos pequeños pero brillantes y negros en los que apenas se veía la parte blanca, se negó a ejecutar la orden de Ma Ruilian. Tiró su utensilio para inseminar en una bandeja de porcelana y se quitó los guantes y la mascarilla, dejando al descubierto el fino bigotito que tenía sobre el labio superior, una bonita nariz y una barbilla con una hermosa curva.

—¡Esto es una farsa! —dijo, muy enfadada.

—¿Cómo te atreves? —aulló Ma Ruilian dando una palmada y escrutando el rostro de la mujer—. A menos que me equivoque —dijo oscuramente—, eres una ultraderechista, y eso es lo que serás siempre, ¿verdad?

La mujer agachó débilmente la cabeza hasta rozar el pecho con la barbilla, como si esta fuera una hoja de hierba que se dobla por el peso de la escarcha.

—Sí, tienes razón —dijo—. Llevo toda la vida siendo ultraderechista. Pero, de todos modos, a mí me parece que son cuestiones que no tienen nada que ver; una es científica y la otra es política. Los asuntos políticos son veleidosos, se mueven por capricho, el negro se vuelve blanco y el blanco se vuelve negro. Pero la ciencia es constante.

—¡Cállate la boca! —Ma Ruilian gesticulaba y farfullaba como una máquina de vapor fuera de control—. ¡No te voy a dejar soltar tu veneno en mi granja de reproducción! ¿Quién eres tú para venir a hablar de política? ¿Sabes cómo se llama la política? ¿Sabes de qué se alimenta? ¡La política está en el corazón de todo el trabajo! La ciencia, aislada de la política, no es verdadera ciencia. En el diccionario del proletariado, la ciencia no trasciende a la política. La burguesía tiene su ciencia burguesa y el proletariado tiene su ciencia proletaria.

—¡Si la ciencia proletaria —contestó la mujer, asumiendo un enorme riesgo—, insiste en cruzar ovejas con conejos con la esperanza de crear una nueva especie animal, entonces, por lo que a mí respecta, eso que tú llamas ciencia proletaria no es más que un montón de mierda de perro!

—Qiao Qisha, ¿cómo puedes ser tan arrogante? —A Ma Ruilian los dientes le castañeteaban de furia—. Mira al cielo y mira después al suelo. Deberías intentar comprender la complejidad de las cosas. ¡Decir que la ciencia proletaria es mierda de perro te convierte en una reaccionaria radical! ¡Ese comentario, por sí solo, bastaría para que te metamos en la cárcel, o incluso para que te llevemos ante un pelotón de fusilamiento! Pero viendo lo joven y lo guapa que eres… —Shangguan Pandi, ahora llamada Ma Ruilian, suavizó el tono—. Voy a pasarlo por alto esta vez, pero espero que sigas adelante con tu trabajo en la granja de reproducción. Si te niegas, no me importa que seas la flor de la Facultad de Medicina o la hierba de la Facultad de Agricultura. ¡Puedo acabar con ese caballo de los cascos gigantes, así que no te creas que no puedo acabar contigo!

El editor del boletín informativo, un hombre bien intencionado, intervino:

—Pequeña Qiao, haz lo que dice la Comandante Ma. Después de todo, esto es un experimento científico. En el Distrito de Tianjin lograron injertar algodón en un árbol de parasol, y arroz en unas cañas. Lo leí en El Periódico Popular. Esta es una época en la que se derrumban las supersticiones y se libera el pensamiento, una época para hacer milagros. Si puedes engendrar una mula cruzando un burro con un caballo, ¿quién dice que no vas a poder crear una nueva especie animal cruzando una oveja con un conejo? Vamos, haz lo que te dice.

La flor de la Facultad de Medicina, la ultraderechista Qiao Qisha, sintió que se estaba poniendo roja; tenía la cara como una remolacha y unas lágrimas de indignación asomaron a sus ojos.

—¡No! —dijo obstinadamente—. ¡No pienso hacerlo! ¡Va en contra del sentido común!

—Estás comportándote como una tonta, pequeña Qiao —dijo el editor.

—Por supuesto que es tonta. ¡Si no, no sería ultraderechista! —disparó Ma Ruilian, ofendida ante lo mucho que se preocupaba el editor por Qiao Qisha.

El editor agachó la cabeza y se mordió la lengua.

Uno de los otros asistentes dio un paso adelante.

—Lo haré yo, Comandante Ma. Meter esperma de un carnero en una coneja no es nada. Ni siquiera me importaría que me ordenara inyectar el esperma del Director Li Du en el útero de una cerda.

El resto de los asistentes rompió a reír, y el editor del boletín informativo disimuló su risa haciendo como si estuviera tosiendo.

—¡Deng Jiarong, pedazo de cabrón! —lo insultó Ma Ruilian, enfurecida—. ¡Esta vez te has pasado!

Deng se quitó la mascarilla, dejando al descubierto su insolente rostro caballuno. Desdeñosa y audazmente, dijo:

—Comandante Ma, yo no soy de derechas y nunca lo he sido. En mi familia somos tres generaciones de mineros, tan rojos y honrados como el que más, así que no intente intimidarme como ha hecho con la pequeña Qiao.

Entonces se dio la vuelta y se marchó; Ma Ruilian tuvo que desahogarse con Qiao Qisha.

—¿Vas a hacerlo o no? Si te niegas, te retiraré los cupones de cereales durante lo que queda de mes.

Qiao Qisha se contuvo y se contuvo hasta que ya no pudo contenerse más. Las lágrimas le empezaron a caer poco a poco por las mejillas y después se puso a llorar abiertamente. Cogió el utensilio para la inseminación sin ponerse los guantes, se acercó tambaleándose hasta la coneja —un animal negro, atado con un trozo de cuerda roja— y la sujetó para que no intentara escaparse.

En aquel momento, Pandi, ahora llamada Ma Ruilian, se percató de mi presencia.

—¿Y tú qué haces aquí? —me preguntó con frialdad.

Yo le entregué la nota que me había escrito el director administrativo de la granja. Ella la leyó.

—Vete a la granja de los pollos —me dijo—. Allí les hace falta una persona más.

Después me dio la espalda y le dijo al editor del boletín informativo:

—Viejo Yu, vete a escribir tu noticia. Puedes obviar las partes innecesarias.

Él le hizo una reverencia.

—Te traeré las galeradas para que las corrijas —le dijo.

Después se volvió hacia Qiao Qisha.

—En consonancia con tus deseos, Qiao Qisha, quedas apartada del módulo de reproducción. Coge tus cosas y preséntate en la granja de los pollos. —Finalmente, se volvió de nuevo hacia mí—. ¿Qué estás esperando?

—No sé dónde está la granja de los pollos —le dije.

Ella miró el reloj.

—Ahora voy hacia allá. Puedes venir conmigo.

Se detuvo cuando el muro encalado de la granja de los pollos apareció ante nuestros ojos. Íbamos por un sendero embarrado que llevaba a la granja de los pollos a través de un vertedero de chatarra. La pequeña acequia que había junto al sendero estaba roja por el óxido, y la zona, rodeada por una valla, estaba llena de hierbas que cubrían las huellas de los tanques desguazados, cuyos oxidados cañones apuntaban hacia el cielo azul. Unas tiernas enredaderas florecidas de campanillas envolvían la mitad que quedaba de una pesada pieza de artillería. Una libélula descansaba sobre la boca de un cañón antiaéreo. Varias ratas correteaban entrando y saliendo de la torreta desde donde se manejaba el cañón. Los gorriones habían construido un nido en uno de los cañones para criar allí a sus polluelos, y los alimentaban con insectos de color verde esmeralda. Una niña pequeña con un lazo en el pelo estaba sentada, aburrida, sobre la ennegrecida rueda de una cureña, y se dedicaba a observar a unos niñitos que golpeaban los mandos de uno de los tanques con piedras. Ma Ruilian, que se había quedado unos instantes contemplando la desolación del vertedero de chatarra, se volvió hacia mí. Ya no era la comandante que daba órdenes a todo el mundo en el módulo de reproducción, y me preguntó:

—¿Cómo están todos en casa?

Yo me di la vuelta y miré fijamente el cañón antiaéreo y las campanillas que brotaban como pequeñas mariposas, intentando ocultar mi enfado. ¿Qué clase de pregunta era esa, viniendo de alguien que se había ido y se había cambiado el nombre?

—Hubo una época en la que parecía que ibas a tener un futuro brillantísimo —me dijo—. Estábamos muy contentos contigo. Pero Laidi lo estropeó todo. Por supuesto, no fue sólo culpa suya. La estupidez de Madre también…

—Si no quieres nada más de mí —le dije—, iré a presentarme a la granja de los pollos.

—¡Vaya, veo que has desarrollado todo un carácter desde la última vez que te vi! —dijo ella—. Eso está muy bien, me da esperanzas. Ahora que nuestro Jintong ya ha cumplido los veinte, es hora de subirse la bragueta y abandonar el pezón.

Yo me eché a la espalda la ropa de cama que llevaba y me dirigí hacia la granja de los pollos.

—¡Espera un momento! Hay algo que tienes que comprender. Las cosas no nos han ido nada bien en estos últimos años. Cada vez que abrimos la boca, la gente nos acusa de tener inclinaciones derechistas. No hemos tenido opción.

Se sacó del bolsillo un trozo de papel y metió la mano en una bolsita que llevaba colgada del cuello en busca de algo para escribir. Tras garrapatear unas palabras, me entregó el papelito y me dijo:

—Pregunta por la Directora Long y dale esto.

Yo lo cogí.

—¿Hay algo más? Si es así, quiero que me lo digas.

Ella dudó un momento y después me dijo:

—¿Tienes idea de lo difícil que ha sido para el viejo Lu y para mí llegar a estar donde estamos ahora? Por favor, no nos causes ningún problema. Te ayudaré en lo que pueda en privado, pero en público…

—No lo digas. Cuando decidiste cambiarte el nombre, terminaste tu relación con la familia Shangguan. Ya no eres mi hermana, así que no me cuentes eso de «te ayudaré en lo que pueda en privado».

—¡Magnífico! La próxima vez que veas a Madre, dile que Lu Shengli está muy bien.

Sin prestarle más atención, me puse a andar, siguiendo la valla oxidada y simbólica que tenía agujeros lo suficientemente grandes como para que se colara una vaca a pastar entre aquellos vestigios de la guerra. Me dirigía hacia el muro blanco de la granja de los pollos y estaba muy satisfecho de cómo me había comportado. Sentía como si hubiera ganado una batalla decisiva. Id al infierno, Ma Ruilian y Li Du, e id al infierno todos los cañones oxidados semejantes a un puñado de tortugas que sacan la cabeza del caparazón. Todos vosotros, chasis de morteros, escudos contra proyectiles de artillería, alas de bombarderos, id todos al infierno. Rodeé unas plantas imponentes y me encontré al borde de un campo cubierto por una especie de red de pesca, entre dos filas de edificios con tejados de color rojo. En su interior había cientos de pollos blancos que se movían constantemente de una manera perezosa. Un gallo grande y solitario con una cresta roja y brillante estaba posado en lo alto, como un rey que vigilara a su harén, cacareando con fuerza. El cloqueo de las gallinas podía volver loco a cualquiera.

Le di la notita que me había escrito Ma Ruilian a una mujer que sólo tenía un brazo, la Directora Long. Echándole un simple vistazo a su fría cara me di cuenta de que no se trataba de una mujer corriente.

—Llegas en el momento justo, jovencito —me dijo, después de leer la nota—. Estas son tus obligaciones: por la mañana tienes que rastrillar las deposiciones de los pollos, recogerlas y llevarlas a la granja de los cerdos. Después tienes que ir a la planta de procesamiento de los alimentos y traer la comida para pollos que necesitemos. Por la tarde, tú y Qiao Qisha, que llegará muy pronto, llevaréis la producción de huevos del día a la oficina de administración de la granja, y desde ahí iréis al depósito de grano y traeréis la comida para pollos refinada para el día siguiente. ¿Entendido?

—Entendido —le contesté, mirando fijamente a la manga vacía.

Adoptó un aire despectivo cuando se dio cuenta de dónde miraba yo.

—Aquí solamente hay dos normas. La primera es no dormirse en el trabajo y la segunda es no robar comida.

La luna iluminó todo el cielo aquella noche. Yo me acosté en unas cajas de cartón aplastadas en el almacén del dormitorio de los pollos, y descubrí lo difícil que era conciliar el sueño entre el suave murmullo de las gallinas. Estaba al lado del dormitorio de las mujeres, que alojaba a una docena, más o menos, de cuidadoras de pollos. Sus ronquidos me llegaban atravesando la delgada pared junto al ruido de alguien que hablaba en sueños. Una triste luz lunar se colaba por la ventana y las fisuras de la puerta, iluminando las palabras que había escritas en las cajas:

VACUNA PARA LA GRIPE AVIAR

MANTÉNGASE EN UN LUGAR SECO

Y ALEJADO DE LA LUZ

FRÁGIL, NO APILAR

ESTE LADO VA ARRIBA

Lentamente, la luz de la luna fue deslizándose por el suelo hasta que empecé a oír el rugido de los tractores marca El Este es rojo que trajinaban por los campos, al comienzo del verano, conducidos por los miembros del turno nocturno del destacamento de tractores para el cultivo de las tierras vírgenes. El día anterior, Madre me había acompañado ante el jefe de la aldea, llevando en brazos al bebé que habían dejado Hombre-pájaro Han y Laidi.

—Jintong —me dijo—, acuérdate de que cuanto más exigente sea el trabajo, más duro te hará y mejor te preparará para la lucha por la vida. El Pastor Malory solía decir que él había leído la Biblia de cabo a rabo y que en eso se resumía todo. No te preocupes por mí. Tu madre es como un gusano; puedo vivir allá donde haya un poco de tierra sucia.

—Madre —le dije yo—, voy a comer con moderación y así podré enviarte lo que me sobre.

—No quiero que hagas eso —me dijo ella—. Si mis hijos comen todo lo que necesitan, para mí es suficiente.

Cuando llegamos a la orilla del Río de los Dragones, le dije:

—Madre, Zaohua se ha convertido en una experta en…

—Jintong —me dijo ella, con un deje de frustración en la voz—, durante todos estos años, ni una sola chica de la familia Shangguan ha seguido los consejos de nadie.

En algún momento, en medio de la noche, se oyó un gran alboroto proveniente de donde estaban los pollos. Me puse en pie de un salto y pegué la cara a la ventana. Entonces vi un montón de pollos bullendo bajo la red, que estaba hecha jirones, como olas coronadas de espuma. Un zorro verdoso saltaba entre ellos bajo la acuosa luz de la luna, como un ondulante lazo de satén de color verde. Dando la voz de alarma, las mujeres de la habitación de al lado se apresuraron a salir, medio desvestidas. A la cabeza de ellas iba la Comandante Long con su único brazo, armada con una pistola negra. El zorro llevaba una gallina bien gorda entre sus fauces, y correteaba junto a la base del muro. Las patas de la gallina arañaban el suelo. La Comandante Long disparó; vimos una llamarada que salió del cañón de su pistola. El zorro se detuvo y dejó caer la gallina al suelo. «¡Le has dado!», gritó una de las mujeres. Pero los brillantes ojos del zorro escrutaron los rostros de las mujeres. Su cara alargada tenía un halo a la luz de la luna, y adoptó una expresión de desdén. Las mujeres quedaron asombradas ante aquella mueca burlona, y la Comandante Long dejó caer el brazo junto a su cuerpo, pero rápidamente se armó de valor y disparó de nuevo. Esta vez ni se acercó; de hecho, impactó en el suelo y levantó un poco de tierra al lado de donde estaban las mujeres. Sin mayor preocupación, el zorro volvió a coger la gallina y se deslizó despreocupadamente entre los barrotes metálicos del cercado. Las mujeres contemplaron su partida como si estuvieran en trance. Como una bocanada de humo verde, el zorro desapareció entre los vestigios de la guerra que había en el vertedero de chatarra, donde las hierbas alcanzaban una gran altura y los fuegos fatuos proliferaban: se trataba de un paraíso para un zorro.

A la mañana siguiente, noté que me pesaban mucho los párpados cuando iba tirando de un carrito cargado hasta los topes de deposiciones de pollo, llevándolas hacia la granja de los cerdos. Cuando di vuelta a la esquina del vertedero de chatarra, oí un grito a mi espalda. Me giré y vi a la derechista Qiao Qisha que corría con brío hacia mí.

—La directora me envió a ayudarte —dijo con indiferencia.

—Tú empuja desde atrás —le dije yo—, y yo tiro.

Las dos ruedas del pesado carrito se atascaban constantemente en la tierra húmeda de la estrecha carretera, y cada vez que eso pasaba yo tenía que darme la vuelta y tirar hacia arriba con todas mis fuerzas, arqueando tanto la espalda que casi daba con el suelo. Al mismo tiempo, ella empujaba todo lo que podía. Cuando lográbamos liberar las ruedas, me echaba un vistazo antes de que yo me diera la vuelta de nuevo. La visión de sus ojos de color negro azabache, el delicado vello sobre su labio superior, su hermosa nariz y la bonita curva de su barbilla, así como la expresión de su cara, que rebosaba sentidos ocultos, me recordaron al zorro que había visto en el gallinero. Esas miradas iluminaron un rincón oculto de mi cerebro.

La granja de los cerdos estaba a un par de kilómetros de la de los pollos, y el camino pasaba junto a un pozo lleno de fertilizantes para uso de la unidad de plantas y jardines. Mi profesora, Huo Lina, pasó a nuestro lado transportando un saco lleno de abono; su delgada cintura sufría bajo el peso de su carga, tanto que parecía que estaba a punto de quebrarse en dos. En la granja de los cerdos, entregamos las deposiciones de pollo que llevábamos a la encargada, Ji Qiongzhi, mi antigua profesora de música, que echó el viscoso y maloliente producto en los comederos de los cerdos.

Uno de los miembros del equipo de procesamiento de alimentos era un tipo atlético que era capaz de alcanzar los dos metros, en salto de altura, empleando una técnica moderna. Por supuesto, era derechista. Se mostró muy preocupado por Qiao Qisha y fue extremadamente simpático conmigo; era uno de esos derechistas alegres, no como esos que están todo el día con el ceño fruncido. Llevaba una toalla anudada al cuello y un par de gafas, y trabajaba alegremente con el pulverizador, que llenaba el aire de polvo. El jefe de este equipo era otro caso especial, un hombre analfabeto que se llamaba Guo Wenhao que se inventaba unas letrillas que se cantaban en toda la granja. En el primer viaje que hicimos, transportando un forraje basto hecho de batatas, nos deleitó con una de sus letrillas:

«Había una vez la jefa de una granja, Ma Ruilian, que tenía una novedosa vocación. Se dedicaba a llevar a cabo experimentos en la planta de reproducción, cruzando ovejas y conejos con gran emoción. Enfadó a su asistente, Qiao Qisha, y le dio un golpe en su panzón. Un caballo y un burro engendran una mula, pero una oveja conejo sería una nueva creación. Si una oveja se puede casar con un conejo, un verraco puede emplear a Ma Ruilian para la gestación. Muy enfadada, se lo contó a Li Du y le expresó su insatisfacción. El tolerante Director Li le recomendó un poco de meditación. Estos derechistas —le dijo— no han entendido la reconversión. La Pequeña Qiao fue a la Facultad de Medicina, Yu Zheng emplea el boletín informativo para hacer su obra de creación, Ma Ming estudió en América, esa extraña nación, y el diccionario de Zhang Jie no necesita ninguna aclaración. Incluso el derechista Wang Meizan, cuya cabeza es ajena a toda sensación, es un gran atleta, motivo de celebración…».

—¡Eh, vosotros, derechistas! —gritó Guo Wenhao.

Wang Meizan juntó las piernas.

—¡Ey! —le contestó—. Cargad a la niña Qiao de forraje.

Wang le contestó:

—Ya va, Jefe Guo.

Wang Meizan llenó nuestro carrito de forraje mientras Guo Wenhao me preguntó, imponiéndose al rugido del pulverizador:

—¿Eres un Shangguan?

—Sí —le dije—, soy el pequeño bastardo de la familia Shangguan.

—Un bastardo puede convertirse en un gran hombre. Vosotros, los Shangguan, sois una familia increíble: Sha Yueliang, Sima Ku, Hombre-pájaro Han, Sol Callado, Babbitt. Sois realmente especiales…

Cuando volvíamos con los alimentos a la granja de los pollos, Qiao Qisha me espetó:

—¿Cómo te llamas?

—Shangguan Jintong. ¿Por qué me lo preguntas?

—Por nada —me dijo—. Trabajamos juntos, así que bien podríamos saber cómo nos llamamos. ¿Cuántas hermanas tienes?

—Ocho. No, siete.

—¿Y qué pasó con la octava?

—Es una traidora —le contesté, molesto—. Eso es todo lo que necesitas saber.

Todas las noches el mismo zorro venía a acosar a los pollos, y una de cada dos veces se llevaba una gallina. Las noches en que no robaba una gallina no era porque no pudiera sino porque no quería. Sus actividades nocturnas eran de dos tipos: había noches en que tenía hambre y otras en que simplemente quería molestar. Esto sacaba de quicio a las cuidadoras de los pollos y hacía que no pudieran dormir. La Comandante Long le disparó al menos veinte balas al zorro, pero nunca le rozó ni un pelo.

—Ese zorro es un demonio, sin ninguna duda —dijo una de las mujeres—. Habrá hecho un encantamiento que lo protege de las balas.

—¡Tonterías! —dijo una mujer alta, apodada Mula Salvaje, expresando su radical desacuerdo—. Un zorro sarnoso no puede convertirse en un demonio.

—Si eso es cierto, ¿cómo puede ser que la Comandante Long, que era una magnífica tiradora en la milicia, fallara una y otra vez? —le preguntó la otra mujer.

—Creo que lo hace aposta. Se trata de un zorro macho, después de todo —dijo con procacidad Mula Salvaje—. Quizá un visitante verde y guapo se mete en su cama a altas horas de la noche, cuando todo está en calma.

La Comandante Long se quedó de pie, bajo la red hecha jirones, escuchando en silencio la conversación de las mujeres, toqueteando su pistola, aparentemente perdida en sus propios pensamientos. Las carcajadas libertinas la sacaron de sus meditaciones. Dándole unos golpecitos a su gorra gris con el cañón de la pistola, se metió en el gallinero, bordeando la zona donde las gallinas ponían, y se plantó enfrente de Mula Salvaje, que estaba recogiendo huevos.

—¿Qué es lo que acabas de decir? —le preguntó, enfadada.

—Yo no he dicho nada —le contestó tranquilamente Mula Salvaje, con un huevo marrón sobre la palma de la mano.

—¡Te he oído! —dijo la Comandante Long, enfurecida, golpeando la alambrada con la pistola.

—¿Y qué es lo que has oído exactamente? —le preguntó provocativamente Mula Salvaje.

El rostro de la Comandante Long adquirió el color del huevo que tenía Mula Salvaje en la mano.

—¡Esto no te lo perdonaré jamás! —farfulló rabiosa, dándose la vuelta para marcharse. Estaba realmente enfurecida.

Mula Salvaje se quedó mirándole la espalda y le dijo:

—¡Si una tiene un corazón puro, ni siquiera el diablo la puede asustar! No dejes que su aspecto serio te engañe, zorro. Arde en deseos, desde luego. La otra noche, ¿crees que no lo vi con mis propios ojos?

—Mula Salvaje —la aconsejó una de las mujeres, más prudente—, ya basta. ¿Cómo haces para sacar esa energía de los ciento cincuenta gramos de fideos que te dan de comer?

—¿Ciento cincuenta gramos de fideos? ¡Que se vayan a la mierda, ella y sus ciento cincuenta gramos de fideos!

Se sacó un alfiler del pelo, hizo un agujero a ambos lados del huevo que tenía en la mano y lo chupó rápidamente hasta dejarlo seco. Después lo dejó con los otros. Aparentemente estaba lleno.

—Si alguien quiere denunciarme, que lo haga. Mi padre me ha encontrado marido en el noreste, así que me marcho de aquí el mes que viene. Allí hay suficientes patatas como para formar montañas. ¿Tú, por ejemplo, estás pensando en denunciarme? —le preguntó a Jintong, que se encontraba amontonando las deposiciones de los pollos con una pala, junto a la ventana—. Sería típico que lo hiciera alguien como tú, un gallito perfumado. Eres justo de la clase de gente a la que nuestra jefa sin brazo suele tratar con favoritismo. ¡Una vieja vaca como ella, con esos dientes podridos, tiene que pastar en hierbas tiernas!

Jintong quedó totalmente ofuscado por este ataque verbal. Levantando la pala frente a sí, dijo:

—¿Quieres un poco de esta mierda de pollo?

Aquella tarde, cuando pasaron junto al pozo lleno de fertilizantes de la unidad de plantas con su carga, cuatro cajones llenos de huevos, Qiao Qisha le pidió a Jintong que se detuviera. Él fue frenando lentamente y bajó las manijas del carrito hasta que las apoyó en el suelo.

—¿Has visto eso? —le preguntó Qiao Qisha cuando él se dio la vuelta—. Todas roban huevos, incluso la Comandante Long. ¿Has visto a esa Mula Salvaje? Está en plena forma. Esas mujeres comen mucho más de lo que necesitan.

—Pero estos huevos ya han sido pesados —dijo Jintong—. ¿Tenemos que pasar hambre mientras transportamos un montón de huevos? Yo estoy a punto de desfallecer de hambre.

Cogiendo dos huevos, se metió en el recinto vallado y desapareció detrás de dos tanques. Unos instantes más tarde, regresó con lo que parecían dos huevos llenos y los volvió a poner en su sitio.

—Qiao Qisha —dijo Jintong, preocupado—, eso es como un gato que intenta tapar su propia mierda. Cuando pesen estos cajones en la granja se darán cuenta de lo que ha pasado.

Ella soltó una carcajada.

—¿Te crees que soy idiota? —le dijo, cogiendo otros dos huevos y acercándose a él—. Ven conmigo —le dijo.

Jintong la siguió al interior del recinto, donde un polen blancuzco flotaba por encima de unos altos tallos de artemisa, llenando el aire de una fragancia embriagadora. Ella se puso de cuclillas junto a un tanque y extrajo algo envuelto en papel de un hueco que había entre la banda neumática del tractor y la rueda. El lugar donde escondía el producto de sus delitos. Ahí había un minúsculo taladro, una aguja hipodérmica, un trozo de tela cubierta de goma y teñida del color de una berenjena y un par de pequeñas tijeras. Taladró uno de los huevos para hacer un minúsculo orificio, y después metió por él la aguja hipodérmica y, lentamente, extrajo el contenido.

—Abre la boca —dijo, y la vació en la garganta de Jintong, convirtiéndolo en cómplice.

Cuando terminó, sacó agua de un casco de acero dado la vuelta que había en el suelo, junto al tanque, y la empleó para rellenar la cáscara del huevo. Finalmente, cortó un pequeño trozo de tela y tapó el orificio. Lo hizo todo con gran eficiencia.

—¿Esto es lo que os enseñan en la Facultad de Medicina? —preguntó Jintong.

—Exactamente —dijo ella—. ¡Cómo robar huevos!

Cuando pesaron los huevos, incluso habían ganado unos veinticinco gramos.

El tema del robo de huevos se acabó de forma abrupta un par de semanas más tarde. Las lluvias de mitad del verano marcaron el comienzo de la temporada de muda de las gallinas, y la producción de huevos descendió considerablemente. Un día se detuvieron en el lugar de siempre con su carga de un cajón y medio de huevos y entraron en el recinto a través de la valla mojada. Los capullos de artemisa estaban repletos de semillas, y una niebla húmeda se cernía sobre los vestigios de la guerra. Los restos oxidados emanaban un olor espeso, semejante al de la sangre. Sobre una de las ruedas de un tanque descansaba una rana. La imagen de su piel verde y pegajosa provocaba en Jintong una sensación de incomodidad. Cuando Qiao Qisha le echó el chorrito de huevo en la boca, le dio una repentina náusea. Llevándose la mano a la garganta, le dijo:

—Este huevo sabe a podrido, y está frío.

—Dentro de un par de días, tendrás suerte si eres capaz de conseguir huevos podridos y fríos. Esto se nos acaba.

—Sí —dijo Jintong—, las gallinas están a punto de mudar.

—Qué tonto eres —le dijo ella—, me pregunto si no intuyes nada sobre mí.

—¿Sobre ti? —dijo Jintong, negando con la cabeza—. ¿Y qué iba a intuir?

—Nada, olvídate de lo que te he dicho. Ya tienes bastante con lo que pasa con tu familia, y yo sólo complicaría las cosas aún más.

—No sé de qué estás hablando —dijo Jintong—. Todo esto me parece muy confuso.

—¿Por qué no me has preguntado nada sobre mis orígenes? —le dijo ella.

—No estoy pensando en casarme contigo, así que ¿por qué iba a hacerlo?

Ella se quedó de piedra unos instantes, y luego sonrió.

—Así habla un verdadero Shangguan, siempre con algún sentido oculto. ¿Quién dice que tengas que casarte conmigo para preguntarme por mis orígenes?

—Mi profesora, Huo Lina, dijo una vez que es de muy mala educación preguntarle a una chica por sus orígenes.

—¿Te refieres a la que transporta el abono?

—Habla ruso maravillosamente —dijo Jintong.

Con un gesto de desdén, Qisha dijo:

—He oído que tú eras su alumno favorito.

—Supongo que sí.

Con la intención de fardar, pavoneándose, Qisha soltó un largo monólogo en perfecto ruso, claramente mucho más complejo de lo que Jintong podía comprender.

—¿Te has enterado de algo?

—Creo que era un cuento popular muy triste sobre una niña pequeña…

—¿Eso es todo lo que puede decir el alumno favorito de Huo Lina? Un gato con tres patas, un tigre de papel, un farol que apenas da luz, una funda de almohada vacía —dijo ella.

Después recogió los cuatro huevos que había rellenado y emprendió el camino de regreso.

—Yo estudié con ella menos de seis meses. —Jintong se defendió—: Esperas demasiado de mí.

—No tengo tiempo para esperar nada de ti —le contestó ella.

Las húmedas plantas de artemisa le habían rozado la blusa, que se le había pegado a los pechos, que estaban bien redondeados debido a los sesenta y ocho huevos que se había comido y que contrastaban fuertemente con su flaca figura. Un sentimiento de ternura y de melancolía invadió a Jintong, mientras una sensación de familiaridad con esta hermosa derechista se instalaba en su cabeza, penetrando como un ejército de hormigas. De manera instintiva, estiró un brazo para tocarla, pero justo en ese momento ella se agachó y pasó ágilmente a través de la valla de alambre. Unos instantes más tarde, oyeron el sonido de una carcajada burlona de la Comandante Long al otro lado de la valla.

La Comandante Long estuvo manoseando uno de los huevos rellenos, dándole vueltas una y otra vez. Jintong le miraba fijamente la mano; le temblaban las rodillas. Qiao Qisha, por su parte, miraba altaneramente a los cañones que apuntaban hacia el cielo, que parecían estar disparando alaridos silenciosos. Una fina lluvia le dejaba gotas translúcidas en la frente que después caían deslizándose por los costados de su nariz. Jintong vio en sus ojos la mirada de despectiva tranquilidad que era tan común entre las chicas Shangguan cuando se enfrentaban a una situación adversa. En aquel momento, se dio cuenta de cuáles eran los orígenes de ella y, al mismo tiempo, comprendió por qué le había hecho tantas preguntas sobre su familia durante los meses que habían pasado trabajando juntos.

—¡Un genio! —dijo burlonamente la Comandante Long—. Enhorabuena por tu formación.

Después, sin previo aviso, le lanzó el huevo relleno a Qiao Qisha, alcanzándola en plena frente. La cáscara se rompió, a Qisha le tembló la cabeza y se le quedó toda la cara manchada de agua sucia.

—Seguidme al cuartel general de la granja —dijo la Comandante Long—. Allí recibiréis el castigo que os merecéis.

—Shangguan Jintong no tiene nada que ver con esto —dijo Qisha—. Él solamente es culpable de no delatarme, igual que yo no he delatado a las demás, que no sólo roban y se comen los huevos sino también las gallinas.

Dos días más tarde, Qiao Qisha perdió el derecho a recibir su ración de cereales durante medio mes, y fue enviada a la unidad de plantas para que se dedicara al transporte de abono, trabajando con Huo Lina. Ahí, las dos hablantes de ruso fueron vistas con mucha frecuencia blandiendo sus palas llenas de abono, una frente a la otra, y maldiciendo en ruso. Jintong conservó su puesto en la granja de los pollos, donde menos de la mitad de las gallinas ponedoras había sobrevivido. La docena de mujeres, más o menos, que trabajaban allí, fueron enviadas a trabajar en el campo durante el turno de noche, con lo que solamente la Comandante Long y Jintong quedaron encargados de cuidar a las gallinas que habían sobrevivido a la época de muda en aquella granja en la que, poco tiempo atrás, había habido tanta actividad. En cuanto al zorro, continuó sus incursiones. La lucha contra este maleante se convirtió en la principal tarea de la Comandante Long y de Jintong.

Una noche de verano, cuando unos oscuros nubarrones engulleron a la luna, el zorro regresó. En el momento en que se dirigía a la puerta con una gallina sin plumas en las fauces, avanzando con aire arrogante, la Comandante Long hizo sus dos disparos habituales, que se habían convertido en una especie de ceremonia de despedida. Entre el embriagador aroma de la pólvora, ambos se quedaron mirándose a la cara. El croar de las ranas y los graznidos de las aves llegaron con el viento, desde los campos lejanos, mientras la luna se abría paso entre las nubes y lubricaba los cuerpos de los dos combatientes con su luz. Jintong oyó a la Comandante Long soltar un gruñido, y cuando la miró se dio cuenta de que su rostro se había alargado y vuelto aterrador. El brillo de sus dientes era de una blancura temible. Y aún había más: una cola peluda hinchaba la parte trasera de sus pantalones como si llevara un globo inflado. ¡La Comandante Long era un zorro! Entonces, en su cabeza se hizo la luz, una luz horripilante: ella era una zorra, la pareja del zorro ladrón, y por eso siempre fallaba cuando le disparaba. El visitante verde que Mula Salvaje había dicho que entraba con frecuencia en su dormitorio bajo la brumosa luz de la luna era aquel zorro transfigurado. Un nocivo olor a zorro saturaba el ambiente. Se quedó boquiabierto cuando la vio venir hacia él, con la pistola humeante todavía en la mano. Tirando el palo que llevaba, Jintong salió corriendo hacia su dormitorio, soltando alaridos, y en cuanto hubo entrado apoyó el hombro contra la puerta, para impedirle el paso. Entonces oyó cómo ella entraba en la habitación de al lado. Estaba sola. La luz de la luna daba contra la pared, que se mantenía en pie gracias a unos listones de madera que tenía clavados. Ella empezó a arañar la pared con sus garras, murmurando algo en voz baja. Sin previo aviso, dio un golpe que abrió un agujero en la pared y entró en la habitación de él, completamente desnuda. Había recuperado su forma humana. Sólo una horrible cicatriz, semejante a la abertura de una bolsa de arpillera cuando se encuentra fuertemente cerrada, ocupaba el lugar en el que anteriormente había estado su brazo. Sus pechos sobresalían, duros y pesados, como los pesos de una balanza. Cayó de rodillas a los pies de Jintong y le abrazó las piernas con su único brazo. Sollozando como una anciana llorona, le dijo:

—¡Shangguan Jintong, apiádate de una mujer desgraciada!

Jintong luchó por librarse de su abrazo, pero ella levantó la mano y lo atrapó por el cinturón, y tiró tan fuerte que se lo quitó y le bajó los pantalones. Cuando él se agachó para subírselos, ella lo aferró del cuello con el brazo y de la cintura con las piernas. Gracias a esa extraña llave, ella se las apañó para desvestirlo. Cuando lo hubo conseguido, le dio un golpecito en la sien; los ojos le empezaron a girar en sus órbitas y cayó al suelo, rígido como se queda un pez fuera del agua. La Comandante Long le mordisqueó cada centímetro del cuerpo, pero no fue capaz de liberarlo del terror que lo tenía atenazado. Enfurecida por su fracaso, corrió de nuevo a la habitación de al lado, cogió la pistola, se colocó el cañón entre las piernas y metió dos balas en la recámara. Después, apuntando el arma al bajo vientre de él, le dijo:

—Tienes dos posibilidades: o haces que se levante, o le pego un tiro.

El brillo de sus ojos le bastó a Jintong para saber que hablaba en serio. Esos pechos, duros como el hierro, no dejaban de bambolearse. Una vez más, Jintong observó cómo su rostro se alargaba y le crecía una peluda cola por detrás, lentamente, hasta tocar el suelo.

Durante los siguientes días, en los que lloviznó constantemente, la Comandante Long hizo todo lo que pudo para convertir a Jintong en un hombre; recurrió tanto a darle aliento como a amenazarlo, pero al final fracasó; para entonces, ya escupía sangre. En los últimos momentos, antes de apuntarse a sí misma con la pistola, se limpió la sangre que tenía en la barbilla y dijo con tristeza: «Long Qingping, ah, Long Qingping, tienes treinta y nueve años y sigues siendo virgen. Todo el mundo sabe que eres una heroína, pero nadie se da cuenta de que también eres una mujer, y de que has desperdiciado tu vida…». Tosió y se encogió de hombros. Su rostro moreno palideció y, dando un largo grito, escupió un montón de sangre, cosa que le dio un asco terrible a Jintong, que se quedó con la espalda pegada a la puerta. Las lágrimas caían rodando por la cara de Long Qingping; con una mirada de resentimiento, se acercó a él a gatas, levantó la pistola y se apoyó el cañón en la sien. Hasta entonces, Jintong no había comprendido la fuerza de seducción de un cuerpo de mujer. Ella levantó el codo, dejando ver el fino vello que tenía bajo el brazo, y se sentó sobre sus talones mientras una nube de humo dorado estallaba ante los ojos de Jintong. La zona fría de entre sus piernas se hinchó súbitamente, llena de sangre caliente. La inconsolable Long Qingping apretó el gatillo —si, en aquel momento, hubiera mirado hacia atrás, la tragedia se habría evitado— y Jintong vio una nube de humo ocre en el pelo de su sien mientras sonó un seco disparo de pistola. El cuerpo de la mujer se agitó brevemente antes de desplomarse sobre el suelo. Jintong corrió a su lado y le dio la vuelta a toda prisa; entonces quedó expuesto el agujero negro que se había hecho en la sien, rodeado por unas minúsculas partículas de pólvora. Un montón de oscura sangre le salía del interior de la oreja y le corría por los dedos a Jintong. Los ojos de Long Qingping habían quedado abiertos, y todavía expresaban su sufrimiento. La piel de su pecho se movía como se mueven las ondas sobre la superficie de un estanque.

Jintong la cogió entre sus brazos, presa del remordimiento, y cumplió el último deseo de ella mientras se le iba la vida. Finalmente, se apartó de encima de ella, completamente agotado. Las chispas de luz que quedaban en los ojos de la mujer se apagaron cuando se le cerraron los párpados. Una cortina grisácea se instaló en medio de su cabeza mientras miraba aquel cuerpo, ya sin vida. Fuera caía una lluvia torrencial, una grisura cegadora que penetraba en la habitación y se tragaba los cuerpos de ambos.