III
Hombre-pájaro Han me impresionó terriblemente el día que se presentó en nuestra casa. Yo recordaba débilmente algo relacionado con un hada-pájaro, pero era solamente que había tenido unos asuntos románticos con el mudo; eso y un incidente que consistía en que el hada había saltado desde una montaña. Pero no recordaba nada de este extraño cuñado. Me aparté a un lado para dejarlo pasar justo en el momento en que Laidi, con una sábana blanca alrededor de la cintura y desnuda de ahí para arriba, salía corriendo al patio. El puño del mudo atravesó la cortina de papel, seguido por la mitad superior de su cuerpo. «¡Desnudaos! —dijo—, ¡desnudaos!». Laidi, llorando, tropezó y cayó. La sábana se le había manchado de rojo por la sangre que había abajo. Y así fue como apareció ante Hombre-pájaro Han: atormentada y medio desnuda, con la sangre goteándole por las piernas.
Entonces regresó Madre, seguida por Octava Hermana. Traían una cabra. No pareció muy sorprendida por la antiestética pinta de Primera Hermana, pero en cuanto vio a Hombre-pájaro Han cayó redonda al suelo. No fue hasta mucho más tarde que Madre me contó que se había dado cuenta, de inmediato, de que él había vuelto a reclamar lo que se le debía, y que nosotros tendríamos que devolverle, con intereses, todos los pájaros que nos habíamos comido hacía quince años antes de que él se viera obligado a escapar a Japón, donde había llevado una vida muy primitiva.
La llegada de Hombre-pájaro Han acabaría con la prosperidad y el estatus que habíamos logrado sacrificando a la hija mayor de Madre. Pero eso no impidió que preparara una suntuosa comida de bienvenida. Este extraño pájaro que había caído del cielo se sentó, como en trance, en nuestro patio, y se dedicó a observar las ocupaciones de Madre y de Laidi en la cocina. Conmovida por el maravilloso relato que hizo Hombre-pájaro sobre los quince años que había pasado escondido en Japón, Laidi se olvidó temporalmente de lo que sufría en manos del mudo, que se movía por el patio y le echaba miradas provocativas a Hombre-pájaro.
En la mesa, Hombre-pájaro manejaba los palillos con tanta torpeza que no fue capaz de coger ni un solo trozo de carne, así que Madre se los quitó y lo instó a comer con las manos. Él levantó la cabeza.
—¿Ella… mi… esposa?
Madre miró con odio al mudo, que estaba mordisqueando la cabeza de un pollo.
—Ella —contestó Madre—, se ha ido muy lejos.
Madre, con su amable forma de ser, no podía negarse a aceptar la petición de Hombre-pájaro de quedarse a vivir con nosotros, por no mencionar las exhortaciones del jefe del distrito y de la Administración Civil: «No tiene ningún otro sitio al que ir, y es nuestro deber satisfacer las necesidades de alguien que ha vuelto a nuestro encuentro desde el Infierno. Y no es sólo eso…». «No hace falta que me digas nada más —lo interrumpió Madre—. Pero manda a alguna gente para que nos ayude a prepararle la habitación lateral».
De esa manera, Hombre-pájaro Han se instaló en las dos habitaciones donde en otro tiempo había vivido el hada-pájaro. Madre bajó de las polvorientas vigas del techo el dibujo, marcado por los insectos, del hada-pájaro, y lo colgó en la pared que daba al Norte. Cuando el Hombre-pájaro vio el dibujo, dijo:
—Sé quién mató a mi esposa, y algún día de estos me vengaré.
La extraordinaria historia de amor entre Primera Hermana y Hombre-pájaro Han fue como una amapola del pantano de la que se extrae el opio: tóxico pero salvajemente hermoso. Aquella tarde, el mudo se fue a la cooperativa a comprar algo de alcohol. Primera Hermana estaba limpiando su ropa interior debajo del melocotonero mientras Madre se quedó sentada en su kang haciendo un plumero con las plumas de un gallo. Entonces oyó un ruido procedente de la puerta y vio a Hombre-pájaro Han, que había vuelto a cazar pájaros, salir al patio sin hacer ruido con un precioso pajarito posado sobre un dedo. Se acercó al melocotonero y se quedó mirando el cuello de Laidi. El pajarito pio de una forma encantadora y le temblaron las plumas. El remolino de sus piadas tocó las finas cuerdas de la pasión de ella. Una sensación de remordimiento se asentó profundamente en el corazón de Madre. Aquel pájaro no era ni más ni menos que la encarnación del dolor y el sufrimiento del Hombre-pájaro Han. Observó cómo Laidi levantaba la cabeza y contemplaba el bonito pecho, de color rojo sangre, del ave, y sus ojos negros y conmovedores, del tamaño de semillas de sésamo. Madre vio que a Laidi se le encendían las mejillas y que los ojos se le llenaban de lágrimas, y se dio cuenta de que el apasionado canto del pájaro estaba levantando el telón que a ella tanto le preocupaba. Pero no tenía ninguna capacidad para detener lo que estaba sucediendo; sabía que cuando se agitaban los sentimientos de una chica Shangguan, ni una manada de caballos podía desviar el curso de los acontecimientos. Desesperada, cerró los ojos.
A Laidi el corazón le latía con fuerza; con las manos todavía llenas de jabón, se puso lentamente de pie, maravillada por el hecho de que un pájaro tan minúsculo, no más grande que una nuez, pudiera piar de una manera tan cautivadora. Y, mucho más importante, le parecía que le estaba enviando un mensaje misterioso, una tentación excitante pero aterradora semejante a una azucena de agua de color violeta que flota en un estanque bajo la luz de la luna. Luchó para resistir la tentación, y se levantó con la intención de meterse en casa, pero sus pies parecían haberse enraizado en el suelo y sus manos se dirigieron hacia el pájaro como si tuvieran voluntad propia. Hombre-pájaro hizo un leve movimiento de muñeca y el pajarito voló por el aire y se posó en la cabeza de Laidi, que sintió sus delicadas garras escarbándole el cabello. Las piadas penetraron en su cabeza. Miró fijamente a los ojos amables, ansiosos, paternales y bellos de Hombre-pájaro Han, y la envolvió la poderosa sensación de que la vida había sido injusta con ella. Él le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se dirigió a sus habitaciones. El minúsculo pajarito salió volando de la cabeza de Laidi para seguirlo al interior de la casa.
Ella se quedó ahí de pie, aturdida, y oyó a Madre que la llamaba desde el kang. Pero en lugar de volverse, rompió a llorar y, sin ninguna sensación de vergüenza, entró corriendo en la habitación lateral, donde Hombre-pájaro Han la esperaba con los brazos abiertos. Las lágrimas de ella le humedecieron el pecho. Él dejó que lo golpeara con los puños cerrados, e incluso le acarició los brazos y la espalda mientras ella le pegaba. Mientras tanto, el minúsculo pajarito se posó en la mesa del altar que había ante el dibujo, donde se puso a piar muy excitado. Unas pequeñas estrellas semejantes a gotas de sangre parecían brotarle del minúsculo pico.
Laidi se quitó la ropa tranquilamente y se señaló las cicatrices que tenía como resultado de los abusos del mudo.
—Mira esto, Hombre-pájaro Han —se quejó—. Mira esto. Mató a mi hermana y ahora intenta hacer lo mismo conmigo. Y lo va a conseguir. Me ha hecho envejecer.
Rompiendo de nuevo a llorar, se echó sobre la cama de él.
Aquella fue la primera vez que Hombre-pájaro Han veía realmente un cuerpo de mujer. En su rostro se reflejó la sorpresa mientras pensaba en las mujeres, esos objetos sobrenaturales que, por su desgraciada experiencia vital, no había podido conocer. Era la cosa más hermosa que había visto nunca. Se emocionó tanto que se puso a llorar al contemplar sus largas piernas, sus caderas redondeadas, sus pechos, que estaban aplanados contra la ropa de cama, su fina cintura y la delicada, brillante piel, semejante al jade, de todo su cuerpo, más delicada aún que la de su rostro, a pesar de las cicatrices. Después de haberlos contenido durante quince tortuosos años, mientras se preocupaba por no volver a caer en manos de sus perseguidores, sus deseos de juventud se fueron inflamando lentamente. Sintió que le fallaban las rodillas y se arrodilló junto a Laidi y le cubrió las plantas de los pies de cálidos y trémulos besos.
Laidi sintió que unas chispas azules crepitaban en sus pies y comenzaban a subir hasta cubrirle todo el cuerpo. Su piel se tensó como un tambor, y después se relajó. Se dio la vuelta, se abrió de piernas, arqueó el cuerpo y le echó los brazos al cuello a Hombre-pájaro Han. Su boca experta atrajo hacia sí al virginal Hombre-pájaro. Después dejó de besarlo apasionadamente para decirle, casi sin aliento:
—¡Quiero que se pudra ese mudo cabrón, ese endemoniado muñón humano! ¡Quiero que los pájaros le arranquen los ojos a picotazos!
Para que no se oyeran los gritos de su pasión, Madre cerró la puerta fuertemente y salió al patio y se puso a golpear una olla muy deteriorada. En ese momento, los niños de la escuela se dedicaban a buscar por las calles toda clase de objetos metálicos usados para llevar a los hornos de fundir: ollas, espátulas, cucharones, pestillos de puertas, dedales e incluso anillas de las que llevan los bueyes en la nariz. Pero nuestra familia, por disfrutar del prestigio del héroe de guerra Sol Callado y del legendario Hombre-pájaro Han, quedó exenta de entregar utensilios. Madre esperó con impaciencia a que Hombre-pájaro y Laidi terminaran de hacer el amor. Debido a sus sentimientos de culpabilidad por los abusos que Laidi había sufrido en manos del mudo y a la simpatía que le tenía a Hombre-pájaro Han por lo mal que lo había pasado en el extranjero, además de la gratitud que sentía por todos los deliciosos pájaros que nos había proporcionado quince años atrás, por no mencionar el respetuoso recuerdo por su adorada Lingdi, asumió el papel de protectora de la ilícita relación que se estableció entre los dos amantes sin ser siquiera consciente de que lo hacía. A pesar de que podía anticipar las trágicas consecuencias que sin ninguna duda sobrevendrían, decidió hacer todo lo que pudiera para proteger su secreto y para, como mínimo, retrasar lo inevitable. Pero en cuanto un hombre como Hombre-pájaro Han se exponía a la pasión y el cariño de una mujer, no había fuerza sobre la Tierra que pudiera contenerlo. Era un hombre que había sobrevivido quince años en los bosques, como un animal salvaje; era un hombre que se había mantenido entre la vida y la muerte día tras día durante quince años, y desde su punto de vista un tipo como el mudo no valía más que una estaca de madera. Para Laidi, una mujer que había conocido a Sha Yueliang, a Sima Ku y a Sol Callado, tres hombres completamente distintos, una mujer que había sentido el calor de la batalla, que había tenido la experiencia de la prosperidad y la fama y que había llegado a la cima del delirio y del placer con Sima Ku y a las degradantes profundidades del abuso físico a manos de Sol Callado, Hombre-pájaro Han significaba la satisfacción absoluta. Su contacto, profundamente agradecido, le aportaba las gratificaciones de un amor paternal; su torpe inocencia en la cama le aportaba las gratificaciones de iniciarlo en el sexo; y su ansiedad por consumir la fruta prohibida y su pasión desenfrenada le aportaban las gratificaciones del sexo y las gratificaciones de vengarse del mudo. De este modo, cada uno de sus encuentros iba acompañado de lágrimas calientes y de sollozos. No había ni el más ligero rastro de lascivia; se trataba de la dignidad y la tragedia humanas. Cuando hacían el amor, sus corazones rebalsaban de palabras no dichas.
El mudo, con una botella de alcohol colgada del cuello, avanzó tambaleándose por la calle llena de gente. Se había levantado el polvo, pues un grupo de trabajadores empujaba unos carros llenos de minerales de hierro del Este hacia el Oeste mientras otros grupos empujaban carros del mismo color del Oeste al Este. Mezclándose con ambas pandillas, el mudo iba dando pequeños saltitos hacia adelante; para él era un gran salto adelante[7]. Todos los trabajadores miraban con respeto la brillante medalla que llevaba prendida al pecho y se detenían para dejarlo pasar, cosa que para él era enormemente satisfactoria. A pesar de que no les llegaba a los demás hombres más que a la altura de los muslos, era el más animoso y lleno de vida de todos. Desde aquel momento, pasaba la gran mayoría de las horas de luz en la calle. Solía ir desplazándose a saltitos desde el extremo este de la calle hasta el extremo oeste, ahí se refrescaba dándole unos cuantos tragos a su botella y después volvía dando saltitos por el mismo camino. Y mientras él se dedicaba a su gran salto adelante, Laidi y Hombre-pájaro Han llevaban a cabo su gran salto adelante en el suelo o en la cama. El mudo acababa cubierto de polvo y de suciedad; sus pequeños taburetes ya se habían desgastado unos tres centímetros, y la esterilla de goma que llevaba en la espalda se había roto y tenía un agujero. Todos los árboles que había en la aldea se habían cortado para servir como leña en los hornos instalados en los patios traseros de las casas. Una capa de humo se cernía sobre los campos. Yo me había unido a los cuerpos de erradicación de gorriones, que marchaban portando unas pértigas de bambú con tiras de tela roja, acompañados por el sonido de los gongs y se dedicaban a perseguir a los gorriones de una aldea a otra, evitando que encontraran comida y que se posaran, de modo que acababan cayendo al suelo de la calle exhaustos y hambrientos. Varios estímulos me habían curado el mal de amores, y también había superado mi obsesión con la leche de Madre y mi repulsión a la comida. Pero mi prestigio había caído en picado. Mi profesora de ruso, Huo Lina, a quien estaba consagrado, había sido declarada una derechista y la habían enviado a la granja de reforma a través del trabajo que había junto al Río de los Dragones, a tres kilómetros de Dalan. Vi al mudo por la calle y él me vio a mí, pero nos limitamos a saludarnos con el brazo y seguimos nuestro camino.
La escandalosa temporada de celebraciones en el Concejo de Gaomi del Noreste, durante la cual las llamas encendían el cielo, llegó a su término muy rápidamente, dando paso a una nueva y sombría etapa. Una lluviosa mañana de otoño, doce camiones cargados de piezas de artillería aparecieron haciendo un gran estruendo por la pequeña carretera que llegaba a Dalan desde el Sudeste. Cuando entraron en la aldea, el mudo avanzaba tambaleándose por el suelo mojado, completamente solo. Durante los últimos días había saltado tanto que se había quedado exhausto, y ahora se desplazaba con indiferencia. Sus ojos tenían una expresión apática, sin vida, y debido a todo el alcohol que tomaba, se le había hinchado el torso. La llegada de la compañía de artillería lo revigorizó. De una forma que, por lo visto, fue inadecuada, se dirigió al medio de la calle para bloquear el convoy. Los soldados se quedaron quietos un momento, pestañeando, bajo la lluvia, mirando al extraño medio hombre que había en medio de la calle. Un oficial que llevaba una pistola colgando de la cintura saltó de la cabina de uno de los camiones y lo insultó, muy enfadado: «¿Estás cansado de vivir, imbécil de mierda?». De una manera increíble teniendo en cuenta que la calle estaba resbaladiza, él estaba mutilado y las ruedas del camión eran muy altas, el mudo había avanzado a saltos por la calle quedando fuera de la vista del conductor, que sólo había visto una ráfaga de color marrón frente al camión y había pegado un frenazo sin tiempo para evitar que el parachoques tocara la amplia frente del mudo. Aunque el golpe no le hizo una herida, hizo que le saliera un gran cardenal de color violeta. El oficial no había terminado de insultarlo cuando vio la mirada de halcón del mudo y sintió que le daba un vuelco al corazón. Justo en aquel momento, sus ojos se posaron en la medalla que el mudo llevaba prendida en su uniforme hecho jirones. Juntando los pies, le hizo una profunda reverencia y gritó: «¡Mis excusas, señor! ¡Por favor, perdóneme!».
Esta satisfactoria reacción le subió la moral al mudo. Se echó a un lado de la carretera para dejar que pasara el convoy. Los soldados lo saludaban desde los camiones que iban pasando lentamente, y él les devolvía el saludo tocándose la visera de la gorra con la punta de los dedos. Los camiones dejaban la carretera destrozada a su paso. Soplaba un viento del Noroeste, seguía cayendo la lluvia y la carretera estaba medio oculta en la neblina helada. Unos pocos gorriones que habían sobrevivido se deslizaban entre la lluvia, mientras algunos perros empapados, quietos debajo de una propaganda que había al lado del camino, habían quedado cautivados por la visión de los movimientos del mudo.
El paso de la compañía de artilleros marcó el fin de la temporada de celebraciones. El mudo se retiró a casa, abatido. Como solía, golpeó la puerta con uno de sus pequeños taburetes. La puerta se abrió sola, haciendo un fuerte crujido. Había vivido en un mundo de silencio durante tanto tiempo que Hombre-pájaro Han y Laidi habían logrado ocultarle su adulterio. Durante meses, había pasado la mayor parte de las horas de luz en la calle, cerca de los hornos de fundir, y después se había arrastrado a casa a dormir como un perro muerto. Y cuando llegaba la mañana siguiente, ya estaba de nuevo en la puerta, sin tiempo para dedicárselo a Laidi.
La recuperación del oído por parte del mudo bien se pudo atribuir a su encuentro con el camión que topó contra él. El toque en su frente debió haber aflojado lo que fuera que le taponaba las orejas. El crujido de la puerta lo sorprendió, y después oyó el repiquetear de la lluvia sobre las hojas y los ronquidos que soltaba su suegra mientras dormía; se había olvidado de cerrar la puerta. Pero le que lo impactó más profundamente fueron los gemidos de dolor y de placer procedentes de la habitación de Laidi.
Olisqueando el aire como un sabueso, detectó el húmedo olor del cuerpo de ella y se dirigió, tambaleándose, hacia la habitación que daba al Este. La lluvia se había filtrado a través de su almohadilla de goma, empapándole la espalda, y sentía unas dolorosas punzadas alrededor del ano.
Imprudentemente, habían dejado la puerta abierta; en el interior ardía una vela. En el dibujo, los ojos del hada-pájaro brillaban con frialdad. Con su primera mirada distinguió las largas, peludas y envidiablemente fuertes piernas de Hombre-pájaro Han. Las nalgas de Hombre-pájaro se movían hacia arriba y hacia abajo. Debajo de él, Laidi arqueaba la cadera hacia arriba. Sus pechos se agitaban en todas las direcciones. Su alborotado pelo negro se movía sobre la almohada de Hombre-pájaro Han. Ella se agarraba fuertemente a las sábanas. Los intensos gemidos que tanto le habían excitado provenían de la masa de pelo negro. La escena estaba iluminada como por una explosiva llama verde. El mudo aulló como si fuera un animal herido y lanzó uno de sus taburetes, que voló hasta el hombro de Hombre-pájaro, rebotó en la pared y cayó junto al rostro de Laidi. Después arrojó el otro taburete; este impactó sobre el trasero de Hombre-pájaro, que se volvió y fulminó con la mirada al mudo, que estaba calado hasta los huesos y temblaba de frío y sonreía con aire de suficiencia. Laidi se estiró y se quedó donde estaba, aplastada contra la cama, jadeando, y cogió la manta para taparse. «Nos has descubierto, mudo cabrón, ¿y qué?». Se sentó e insultó al mudo, que se impulsó sobre sus manos, como una rana. Atravesó el umbral de un salto, y de otro se plantó a los pies de Hombre-pájaro Han. Arremetió con la cabeza. Las manos de Hombre-pájaro volaron hacia sus ingles para proteger el órgano que sólo hacía unos momentos estaba llevando a cabo una actuación magistral. Con un chillido, se dobló en dos mientras unas gotas de sudor amarillo le resbalaban por la cara. El mudo embistió de nuevo, esta vez con más fuerza, atrapando a Hombre-pájaro por los hombros con sus poderosos brazos, semejantes a los tentáculos de un pulpo. Al mismo tiempo, le envolvió la garganta con sus callosas manos, las trampas de hierro en las que se concentraba toda su fuerza. Hombre-pájaro cayó al suelo, con la boca abierta en una mueca de terror y los ojos dándole vueltas y a punto de salírsele de las órbitas.
Laidi salió de su estado de pánico, cogió el pequeño taburete que había quedado al lado de su almohada y salió de la cama de un salto, desnuda. En cuanto sus pies tocaron el suelo, atacó al mudo golpeándole los brazos con el taburete, pero fue como si estuviera golpeando el tronco de un árbol, así que decidió ir a por su cabeza. Se oyó un ruido sordo, como si estuviera golpeando un melón maduro. Después dejó caer el taburete y cogió el pesado pasador de la puerta; le dio unas vueltas por el aire y lo hizo impactar contra la cabeza del mudo, que soltó un quejido pero se mantuvo en pie. Cuando Laidi le golpeó por segunda vez, el mudo soltó la garganta de Hombre-pájaro, se tambaleó un momento y cayó de cabeza contra el suelo. Hombre-pájaro se desplomó encima de él.
El ruido que salía de la habitación de al lado despertó a Madre, que corrió hasta la puerta; cuando llegó, todo había terminado, y el resultado era lamentablemente obvio. Vio a Laidi, desnuda, ligeramente apoyada contra la puerta, y después vio cómo dejaba caer el pasador manchado de sangre y salía al exterior y se ponía a caminar bajo el aguacero, como si estuviera en trance. La lluvia resbalaba por su cuerpo y sus feos pies chapoteaban en los charcos llenos de barro que había en el suelo del patio. Llegó hasta el pilón y ahí se puso de cuclillas y se lavó las manos.
Madre se acercó y, a rastras, quitó a Hombre-pájaro de encima del mudo. Después, pasándole el hombro por debajo del brazo, lo ayudó a subir a la cama. Con una cierta sensación de asco, lo tapó con la manta. Le escuchó gemir, cosa que significaba que el héroe legendario no corría peligro de morir. Entonces volvió hacia donde estaba el mudo y, al levantarlo como si fuera un saco de arroz, se dio cuenta de que tenía dos chorritos de un líquido oscuro saliéndole por la nariz. Le puso el dedo debajo de la nariz para detectar algún signo de vida, pero dejó caer la mano; el cadáver del mudo, todavía caliente, estaba sentado, muy recto, y ya nunca más volvería a inclinarse.
Después de limpiarse en la pared la sangre que se le había quedado en el dedo, Madre volvió a su habitación, muy confundida, y se acostó vestida. Diversos episodios de la vida del mudo le llegaron a la memoria, y cuando se acordó del mudo y sus hermanos sentados en el muro, creyéndose los reyes del mundo, soltó una fuerte carcajada. Fuera, en el patio, Laidi se frotaba incansablemente las manos, una y otra vez, mientras un charco de espuma de jabón se iba formando a sus pies. Aquella tarde, Hombre-pájaro salió al patio, con una mano en la garganta y la otra en las ingles, y levantó a Laidi del suelo. El cuerpo de ella se había quedado frío como el hielo. Laidi le abrazó por el cuello y empezó a reírse tontamente.
Un poco más tarde, un joven oficial militar con los labios de color rosa y los dientes de un blanco centelleante, acompañado por el secretario del jefe del distrito, entró en el patio llevando una palangana cubierta con un papel rojo. Llamaron a voces, y como nadie les contestó, entraron directamente hasta la habitación de Madre.
—Tía —le dijo el secretario—, este es el Comandante Song, de la compañía de artillería pesada. Ha venido a rendir tributo al Camarada Sol Callado.
—Le ruego que acepte mis disculpas, tía —dijo el Comandante Song, muy avergonzado—. Uno de nuestros camiones estuvo a punto de llevarse por delante al Camarada Sol, y le hizo un chichón en la frente.
Madre se sentó en la cama, dando un respingo.
—¿Qué has dicho?
—La carretera estaba muy resbaladiza —dijo el Comandante Song—, y el parachoques de uno de nuestros camiones le golpeó en la cabeza.
—Y cuando volvió a casa —dijo Madre, soltando algunas lágrimas—, gimió un rato y después murió.
El joven comandante de la compañía se puso pálido. Estaba a punto de llorar cuando dijo:
—Tía, frenamos inmediatamente, pero la carretera estaba muy resbaladiza…
Cuando el experto médico llegó a examinar el cuerpo, Laidi, muy elegantemente vestida y cargada con un paquete, dijo:
—Madre, me voy. Aceptaré las cosas como son, pero no puedo dejar que estos soldados carguen con la culpa.
—Ve a informar a las autoridades —dijo Madre—. La norma siempre ha sido que una mujer embarazada tiene que dar a luz antes de…
—Sí, lo entiendo. De hecho, nunca en mi vida he entendido nada con tanta claridad.
—Yo me ocuparé de cuidar a tu hijo.
—Esa es mi única preocupación, Madre.
Entonces se dirigió a la habitación lateral, donde informó:
—No hay ninguna necesidad de que investiguen. Yo lo golpeé con uno de sus taburetes y después lo maté con el pasador de una puerta. Estaba estrangulando a Hombre-pájaro Han cuando lo hice.
Hombre-pájaro entró en el patio. Traía un montón de pájaros muertos.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó—. Ahora hay medio hombre menos en el mundo, un poco de basura menos, y soy yo quien lo ha matado.
La policía esposó a Laidi y a Hombre-pájaro Han y los arrestaron.
Cinco meses más tarde, una policía le trajo a Madre un bebito esquelético como un gato enfermo y le contó que Laidi sería fusilada al día siguiente. La familia tenía derecho a reclamar el cuerpo, pero si decidíamos no hacerlo, sería enviado al hospital para que lo diseccionaran. La policía también informó a Madre de que Hombre-pájaro Han había sido condenado a cadena perpetua y pronto comenzaría a cumplir su pena en El Cuenco de Tarim, en la Región Autónoma de Uighur, lejos de Gaomi del Noreste. Se permitía a la familia visitarlo por última vez.
Para entonces, yo había sido expulsado de la escuela por destruir los árboles del campus, mientras que Zaohua había sido expulsada de la compañía de teatro por robar.
—Vamos a reclamar su cuerpo —dijo Madre.
—No veo por qué —dijo Zaohua.
—Cometió un delito capital y se merece un balazo, pero no fue un acto abyecto.
Más de diez mil personas acudieron a presenciar la ejecución de Shangguan Laidi. Un camión trajo a la prisionera y condenada al lugar donde se cumpliría la sentencia, en el Puente de los Pesares. Hombre-pájaro Han iba en el camión con ella. Para evitar cualquier posible arrebato de última hora, los encargados de la ejecución les habían tapado la boca a los dos.
Poco después del fusilamiento de Laidi, la familia recibió la noticia de la muerte de Hombre-pájaro Han. De camino a la prisión, se las había apañado para escapar y había muerto bajo las ruedas del tren.