II
Shangguan Jintong sintió que se le aceleraba el corazón y que la sangre le subía a la cabeza; la mano con la que sostenía la foto le empezó a temblar de forma incontrolable. Los gruesos labios de Natasha se levantaban ligeramente mostrando unos dientes casi cegadores de tan blancos, y la cálida y delicada fragancia de las orquídeas pareció elevarse ante sus ojos mientras una dulce sensación hacía que le doliera la nariz. Contempló el rubísimo pelo que le caía sobre los sedosos hombros. Un vestido escotado y con cuello en forma de U, que seguro que había pertenecido a su madre o a una hermana mayor, le caía, muy suelto, desde sus pequeños y respingones pechos. Su largo cuello y su escote no dejaban nada a la imaginación. Por alguna misteriosa razón, de los ojos de él brotaron unas lágrimas, produciendo un efecto semejante a mirar a través de un cristal empañado. Mientras seguía disfrutando de esa visión casi directa de sus pechos, el dulce aroma de la leche penetró en su alma y se imaginó que oía una llamada procedente del lejano Norte. Estepas cubiertas de hierba hasta donde alcanzaba la vista, un denso bosque de melancólicos abedules, una pequeña cabaña en lo más profundo del bosque, abetos blanqueados por la nieve y el hielo… unas encantadoras escenas desfilaron ante sus ojos como una secuencia de fotografías. Y en medio de cada una de las imágenes se encontraba la joven Natasha, con un ramo de flores violetas entre los brazos. Jintong se tapó los ojos con las manos y lloró de alegría; las lágrimas se deslizaron hacia abajo resbalando a través de sus dedos.
Durante toda aquella noche, Jintong osciló entre el sueño y la vigilia mientras Natasha paseaba de un lado a otro delante de él con el dobladillo del vestido arrastrándole por el suelo. En su fluido ruso, él desnudó su corazón ante ella, pero la expresión de su rostro pasó de la felicidad al enfado, cosa que lo arrancó de las cumbres de la excitación y lo llevó hasta las profundidades de la desesperanza. Y sin embargo, una simple sonrisa hipnotizadora lo volvió a transportar a las alturas.
Al amanecer, el chico de la litera de abajo, un tipo llamado Zhao Fengnian que tenía dos hijos, se quejó:
—Shangguan Jintong, ya sé que hablas un ruso maravilloso, pero tienes que dejar que los demás duerman.
Tras dejar que la cautivadora imagen de Natasha se desvaneciera, y con un dolor de cabeza terrible, Jintong se disculpó cáusticamente ante Zhao Fengnian, que se dio cuenta de que tenía el rostro pálido y los labios llenos de ampollas.
—¿Estás enfermo?
Sufriendo, negó con la cabeza, y se sintió de repente como si sus pensamientos fueran en un coche que surcara un terreno montañoso y resbaladizo, donde existe el riesgo de perder súbitamente el control y despeñarse. En la base de la montaña, donde abunda la hierba, la hermosa Natasha se levanta el dobladillo de la falda y corre silenciosamente hacia él…
Cogió el poste de la litera y se puso a golpearlo con la cabeza una y otra vez.
Zhao Fengnian hizo llamar al instructor político, Xiao Jingang, que había formado parte de una brigada de trabajadores armados y era un hombre que provenía de un medio realmente proletario. Una vez había jurado que llevaría a la Profesora Huo ante un pelotón de fusilamiento por llevar faldas cortas, cosa que él consideraba una degeneración moral. Sus ojos sombríos, en un rostro que era duro como el acero, hicieron que Jintong sufriera un instantáneo escalofrío. La cabeza le dejó de dar vueltas y le pareció como si lo estuvieran sacando de unas arenas movedizas.
—¿Qué te pasa, Shangguan Jintong? —le preguntó severamente Xiao Jingang.
—¡Xiao Jingang, palurdo de cara aplastada, métete en tus asuntos!
Para que el hombre lo ayudara, con su severidad, a librarse de la imagen de Natasha, que lo tenía fuertemente aferrado, lo único que se le ocurrió fue hacer que se enfadara.
Xiao le dio un manotazo en un costado de la cabeza.
—¡Pequeño gilipollas! —lo insultó—. ¿Quién eres tú para hablarme de ese modo? ¡No permitiré que un mocoso enchufado de Huo Lina me trate así!
Durante el desayuno, cuando estaba sentado mirando su cuenco de gachas de maíz, a Jintong se le revolvió el estómago, y se dio cuenta de que su terrible aversión a toda comida que no fuera leche materna se había vuelto a apoderar de él. Entonces cogió el cuenco y, empleando los restos de lucidez que quedaban en su mente turbia, se obligó a empezar a beberse las gachas. Pero en cuanto vio el líquido, un par de pechos vivarachos parecieron surgir del cuenco, que se le cayó de las manos y se hizo añicos contra el suelo. Las gachas calientes le salpicaron las piernas, pero no sintió nada.
Sus compañeros de clase, asustados, lo arrastraron inmediatamente a la enfermería, donde la enfermera de la escuela le limpió las piernas y le frotó las quemaduras con un ungüento, y después les dijo a sus compañeros que se lo volvieran a llevar al dormitorio.
Una vez allí, rompió la fotografía de Natasha y arrojó los trozos al río que pasaba por detrás de la escuela. Entonces observó cómo Natasha, hecha trizas, se alejaba corriente abajo y llegaba a un remolino, donde sus trozos volvieron a unirse y, como si fuera una sirena desnuda, se quedó flotando en la superficie. Su pelo, rizado y húmedo, le caía hasta las caderas.
Sus compañeros de clase, que lo habían seguido hasta el río, vieron que abría los brazos y se sumergía en el agua después de gritar algo. Algunos de ellos salieron corriendo hacia la orilla del río, y otros volvieron a toda prisa a la escuela en busca de ayuda. Hundiéndose bajo la superficie del agua, Jintong vio a Natasha nadando como un pez entre las algas. Intentó llamarla, pero se le llenó la boca de agua y su grito quedó ahogado.
Cuando Jintong abrió los ojos, estaba acostado sobre el kang de Madre. Intentó incorporarse, pero Madre lo sujetó y le metió en la boca la tetina de una botella llena de leche de cabra. Débilmente se acordó de que la vieja cabra había muerto hacía mucho tiempo. ¿De dónde habría salido esa leche? Ya que no lograba que su testaruda mente se pusiera a funcionar, cerró los ojos, agotado. Madre y Primera Hermana hablaban de un exorcismo, pero el débil sonido de sus voces parecía provenir de una botella lejana.
—Debe estar poseído —dijo Madre.
—¿Poseído? —preguntó Primera Hermana—. ¿Por quién?
—Creo que es un espíritu de zorro maligno.
—¿Podría tratarse de esa viuda? —preguntó Primera Hermana—. Adoraba a un hada-zorro cuando estaba viva.
—Tienes razón —le contestó Madre—. No debería haber venido a buscar a Jintong… Apenas hemos tenido la oportunidad de disfrutar unos días felices…
—Madre —dijo Primera Hermana—, estos días, que tú llamas felices, han sido una tortura para mí. Ese medio hombre mío me va a aplastar hasta matarme… es como un perro, pero como un perro inútil. Madre, no me eches la culpa si hago algo.
—¿Por qué te iba a echar la culpa? —dijo Madre.
Jintong estuvo metido en la cama durante dos días, y su mente se fue aclarando poco a poco. La imagen de Natasha seguía flotando ante sus ojos. Cuando se lavaba, el lloroso rostro de ella se le aparecía en el lavabo. Cuando se miraba en el espejo, ella estaba ahí para devolverle la sonrisa. Cada vez que cerraba los ojos, escuchaba el sonido de su respiración. Incluso podía sentir su pelo suave acariciándole la cara y sus cálidos dedos recorriéndole el cuerpo. Su madre, asustada ante su errática conducta, lo seguía a todas partes, retorciéndose las manos con nerviosismo y lloriqueando como una niña pequeña. Su propio rostro demacrado le miraba desde el agua del depósito, y le sostenía la mirada.
—¡Está ahí dentro!
—¿Quién está ahí dentro? —le preguntó su madre.
—¡Natasha! Y está triste.
Ella observó cómo su hijo metía la mano en el depósito de agua. Ahí dentro no había nada más que agua, pero su hijo, muy excitado, murmuraba palabras que ella no podía comprender, así que se lo llevó de allí y le puso la tapa al depósito. Pero Jintong cayó de rodillas frente a una palangana y comenzó a hablar en un idioma extraño al espíritu que habitaba en el agua. En cuanto su madre tiró el agua de la palangana, Jintong apretó los labios contra la ventana, como si quisiera besar su propio reflejo.
Las lágrimas brillaron en la cara de su madre. Jintong vio a Natasha bailando en esas lágrimas, saltando de una a otra.
—¡Ahí está! —dijo, con una expresión de estupidez en el rostro, señalando la cara de su madre—. Natasha, no te vayas.
—¿Dónde está?
—En tus lágrimas.
Madre se secó las lágrimas a toda prisa.
—¡Ahora ha pegado un salto y se te ha metido en los ojos! —gritó Jintong.
Finalmente, su madre comprendió. Natasha aparecía en cualquier parte donde hubiera un reflejo. Entonces tapó todos los recipientes que contenían agua, enterró los espejos, cubrió las ventanas con un papel negro y no le dejaba a su hijo mirarla a los ojos.
Pero Jintong veía a Natasha tomar forma en la oscuridad. Había pasado de un estado en el que intentaba todo cuanto fuera posible para evitar a Natasha a otro en el que la perseguía frenéticamente. Ella, por su parte, había pasado de un estado en el que estaba en todos lados a otro en el que se escondía en cualquier lugar. Gritando «escúchame, Natasha», él se dirigió corriendo hacia un rincón oscuro. Ella se metió arrastrándose en una ratonera que había debajo de un armario. Él acercó su cara al agujero e intentó meterse detrás de ella. En su imaginación, lo consiguió, y la siguió por un serpenteante pasadizo, gritándole: «No te escapes de mí, Natasha. ¿Por qué me haces esto?». Natasha salió arrastrándose por otro agujero y desapareció.
Él la buscó por todas partes, y al final la descubrió pegada a la pared; se había estirado hasta volverse fina como una hoja de papel. Él corrió hacia allí y empezó a palpar la pared con ambas manos, como si le estuviera acariciando la cara. Agachándose por la cintura, Natasha se escurrió entre sus brazos y fue gateando hasta la chimenea de la cocina; muy pronto tuvo toda la cara cubierta de hollín. Él se puso de rodillas al pie de la cocina y extendió una mano para quitarle el hollín de la cara, pero no salía. Por el contrario, él se llenó de hollín la suya.
Sin saber qué más hacer, Madre cayó de rodillas, se prosternó y decidió convocar al gran exorcista, el Mago Ma, que hacía años que no ponía en práctica sus conocimientos.
El espiritista llegó vestido con una larga túnica negra y con el pelo suelto, colgándole hasta la altura de los hombros. Venía descalzo; tenía ambos pies manchados de color rojo brillante. En una mano llevaba una espada hecha de madera de melocotonero, y murmuraba cosas que nadie podía comprender. En cuanto lo vio, Jintong se acordó de todas las extrañas historias que había oído sobre el hombre en cuestión y, como si se hubiera tragado una cucharada de vinagre, sintió un estremecimiento. En su mente confusa se abrió un hueco y la imagen de Natasha se desvaneció, al menos por el momento. El mago tenía un rostro de color violáceo oscuro y unos ojos saltones que le daban un aspecto salvaje. Tosió y escupió una flema; fue parecido a ver a un pollo soltar una de sus húmedas deposiciones. Blandiendo en el aire su espada de madera, realizó un extraño baile. Se cansó rápido y se situó, de pie, al lado de la palangana; diciendo un conjuro, escupió dentro. Después, cogiendo la espada con ambas manos, se puso a revolver el agua, que poco a poco se fue volviendo roja. Esto fue seguido por otro baile. Cuando volvió a cansarse se dedicó a revolver el agua de nuevo, hasta que adquirió el color de la sangre fresca. Tirando su espada, se sentó en el suelo, respirando pesadamente. Arrastró a Jintong a su lado y le dijo:
—Mira en la palangana y dime qué es lo que ves.
Jintong percibió un dulce olor a hierbas cuando clavó la mirada en la superficie del agua, semejante a un espejo; se quedó asombrado al ver la cara que lo miraba fijamente. ¿Cómo podía ser que Jintong, tan lleno de vida, se hubiera convertido en un joven ojeroso, lleno de arrugas y sumamente feo?
—¿Qué ves? —insistió el mago.
La cara ensangrentada de Natasha brotó muy lentamente de la palangana y se fundió con la suya; Natasha se deslizó fuera de su vestido y señaló una herida ensangrentada que tenía en el pecho.
—Shangguan Jintong —le dijo—, ¿cómo puedes ser tan despiadado?
—¡Natasha! —le dijo Jintong, estremeciéndose y metiendo la cara en el agua.
Entonces oyó que el mago les decía a Madre y a Laidi:
—Ya está bien. Podéis llevarlo de nuevo a su habitación.
Jintong se puso en pie de un salto y se lanzó contra el mago de la montaña. Era la primera vez en su vida en que atacaba a alguien. ¡Qué valor hace falta para atacar a alguien que se relaciona con fantasmas y demonios! Y todo por Natasha. Le cogió al mago la perilla canosa con la mano izquierda y tiró con todas sus fuerzas, haciendo que al hombre se le estirara la boca hasta adoptar la forma de un óvalo negro. Una saliva que olía de una manera repugnante le resbaló por la mano. Protegiéndose el pecho herido con una mano, Natasha se sentó sobre la lengua del mago y miró a Jintong con admiración. Espoleado por aquella mirada, él tiró de la perilla aún más fuerte, empleando ahora las dos manos. El cuerpo del mago se dobló dolorosamente hasta que se parecía a la Esfinge del manual de geografía. Moviéndose con torpeza, golpeó a Jintong en la pierna con su espada de madera. Pero Jintong no sintió ningún dolor, gracias a Natasha, e incluso si lo hubiera sentido, no habría soltado a su presa, porque Natasha estaba dentro de la boca de ese hombre. La idea de lo que ocurriría si le soltaba la barbilla lo hizo estremecerse. El mago masticaría a Natasha hasta convertirla en papilla y después se la tragaría y ella descendería por su aparato digestivo. ¡Los intestinos del mago eran algo asqueroso! ¡Date prisa, Natasha, sal de ahí!, le gritó ansiosamente. Pero ella se quedó sentada sobre la lengua del mago, como si estuviera sorda. La perilla del hombre estaba cada vez más resbalosa, porque la sangre procedente del pecho de Natasha le había empapado los bigotes. Él seguía tirando con ambas manos, y la sangre de ella le manchaba los dedos. El mago tiró su espada, extendió ambas manos, cogió a Jintong por las orejas y tiró con todas sus fuerzas. A Jintong se le abrió mucho la boca y oyó los chillidos de Madre y de Primera Hermana, pero nada iba a hacer que le soltara la perilla al mago. Los dos combatientes daban vueltas en círculos por el patio, seguidos por Madre y Primera Hermana, hasta que Jintong se tropezó con algo que había en el suelo. Entonces dejó de tirar durante un instante que fue aprovechado por el mago para morderle una de las manos. Tenía la sensación de que le iban a arrancar las orejas de los lados de la cabeza, y le habían mordido el dorso de la mano hasta los huesos. Dio un alarido de dolor, pero ese dolor no era nada comparado con el que sentía en el corazón. Todo se volvió borroso. Frenéticamente, pensó en Natasha. El mago se la había tragado y ahora ella estaba dentro de su estómago, deshaciéndose en sus jugos digestivos. Las pinchudas paredes de su estómago la estaban desmigajando sin piedad. La imagen borrosa que había ante él se oscureció hasta que todo estaba negro, como el vientre de una sepia.
Sol Callado, que había salido a comprar una botella, entró en el patio. Gracias a su mirada perspicaz y a su rica experiencia de soldado, se dio cuenta inmediatamente de lo que estaba pasando. Con toda la calma del mundo, dejó la botella junto a la base de la pared de la habitación lateral. «¡Jintong tiene problemas! —gritó Madre—. ¡Sálvalo!». Sol Callado se situó sin ningún esfuerzo detrás del mago, levantó los dos pequeños taburetes y los dejó caer simultáneamente sobre sus pantorrillas. El hombre cayó al suelo como una piedra. Los taburetes de Sol Callado se alzaron en el aire por segunda vez y volvieron a impactar sobre los brazos del caído, que le soltó las orejas a Jintong. Los taburetes de Sol golpearon violentamente las orejas del mago; este abrió la boca y le soltó la mano a Jintong antes de caer rodando al suelo. Apretó los dientes y extendió la mano para coger su espada. Sol Callado rugió; el hombre se estremeció. Para entonces, Jintong, que había empezado a gemir, hizo un esfuerzo por recomponerse y cargar de nuevo contra el mago, decidido a abrirle el vientre en canal y rescatar a Natasha. Pero Madre y Primera Hermana lo atenazaron entre sus brazos y lo sujetaron. El mago huyó de Sol Callado, que estaba agazapado como un tigre, listo para saltar.
Muy poco a poco Jintong fue recuperando el equilibrio, pero no el apetito. Entonces Madre fue a ver al jefe del distrito, que inmediatamente envió a alguien a comprar leche de cabra. Jintong pasaba la mayor parte del tiempo acostado en la cama, y sólo ocasionalmente se levantaba a estirar las piernas. Sus ojos estaban más apagados que nunca. Cada vez que se acordaba de la pobre Natasha y de su pecho sangrante, las lágrimas le rodaban por las mejillas. No tenía ninguna gana de hablar, y sólo rompía su silencio de vez en cuando para murmurar algo en voz baja; pero en cuanto alguien se le acercaba, se quedaba callado.
Una brumosa mañana, mientras estaba mirando al techo acostado en la cama, cuando apenas se le habían secado las lágrimas por el pecho herido de Natasha, sintió que se le tapaba la nariz y se le ablandaba el cerebro. Necesitaba volver a dormirse inmediatamente. De pronto, un aullido estridente y sobrecogedor salió de la habitación de Laidi y el mudo, erizándole el vello y quitándole las ganas de dormir. Levantó las orejas para enterarse de lo que estaba pasando, pero sólo escuchó un zumbido en los tímpanos. Estaba a punto de cerrar los ojos cuando sonó otro estridente aullido, esta vez aún más largo y más aterrador. Llevado por la curiosidad, se deslizó fuera de la cama y se acercó, caminando de puntillas, a la puerta de la habitación que daba al Este para echar un vistazo a través de una fisura que había. Sol Callado, completamente desnudo, era una enorme araña negra que se abrazaba a la delgada y suave cintura de Laidi. Tenía los protuberantes labios cubiertos de baba mientras le chupaba a Laidi un pezón primero y después el otro. Ella tenía el cuello estirado a lo largo de la cama, y su rostro, boca arriba, estaba blanco como las hojas exteriores de un repollo. Sus pechos redondos, los mismos que Jintong había visto cuando ella se había tumbado en el abrevadero de la mula hacía muchos años, eran como amarillentos rollitos hechos al vapor que yacían esponjosamente sobre sus costillas. Tenía sangre en la punta de los pezones y marcas de mordiscos en el pecho y en la parte superior de los brazos. Sol Callado había convertido el cuerpo de Laidi, que en otro tiempo había sido tan hermoso y suave, en algo parecido a un pescado sin escamas. Sus largas piernas desnudas estaban extendidas sobre la cama.
Cuando Jintong comenzó a sollozar, Sol Callado cogió una botella que había junto a la cabecera de la cama y la lanzó contra la puerta; Jintong salió corriendo al patio, donde cogió un ladrillo y lo tiró contra la ventana.
—¡Mudo! —le gritó—. ¡Vas a tener una muerte horrible!
Apenas había pronunciado estas palabras cuando lo venció el agotamiento. La imagen de Natasha flotó un instante ante sus ojos y se desvaneció rápidamente como una bocanada de humo.
El poderoso puño del mudo atravesó la ventana. Jintong retrocedió aterrorizado hasta el árbol de parasol, desde donde vio cómo el puño volvió a meterse en la habitación y un chorro de pis amarillo salió por el agujero y cayó en un cubo que había bajo la ventana, colocado ahí para eso. Apretando los dientes, muy enfadado, Jintong se dirigió a la habitación lateral, donde una extraña figura se le acercó. El extraño caminaba agachado, arrastrando sus largos brazos tras él. Debajo de la cabeza afeitada y de las cejas canosas y pobladas, sus grandes ojos negros, rodeados por unas finas arrugas, eran tan intimidantes que era difícil mirarlos fijamente. Unos cardenales morados —algunos grandes y otros pequeños— le cubrían el rostro, y tenía las orejas llenas de cicatrices y hechas jirones, con quemaduras en algunas partes y signos de congelación en otras; parecían las orejas secas y arrugadas de un mono. Llevaba una túnica gris, de cuello alto, que no le quedaba bien y que apestaba a naftalina. A ambos lados de su cuerpo colgaban unas manos huesudas, con las uñas todas rotas, que se agitaban de manera incontrolable.
—¿A quién buscas? —dijo Jintong con una expresión de asco en la voz, asumiendo que se trataría de uno de los camaradas de armas del mudo.
El hombre hizo una respetuosa reverencia y le contestó, con lengua de trapo, articulando las palabras con torpeza:
—Casa… Shangguan Lingdi… soy… Hombre-pájaro… Han…