I
El día del decimoctavo cumpleaños de Shangguan Jintong, Shangguan Pandi se llevó a Lu Shengli con ella. Jintong estaba sentado en el dique, contemplando melancólicamente cómo las gaviotas planeaban por encima del río. Sha Zaohua salió del bosque y le entregó su regalo de cumpleaños, un pequeño espejo. A la chica, que tenía la piel muy morena, ya le habían crecido unos bonitos pechos. Sus ojos oscuros, ligeramente bizcos, parecían guijarros en el fondo del río, y estaban llenos del brillo de la pasión.
—¿Por qué no lo guardas para dárselo a Sima Liang cuando vuelva? —dijo Jintong.
Ella se metió la mano en el bolsillo y sacó un espejo más grande.
—Este es para él.
—¿De dónde has sacado tantos espejos? —le preguntó Jintong, evidentemente sorprendido.
—Los robé de la cooperativa —dijo ella en voz baja—. He conocido a una maga ladrona en el Mercado de Wopu que me ha cogido de aprendiza. Cuando mi aprendizaje concluya, si necesitas algo, no tienes más que pedírmelo y yo lo robaré para dártelo. Mi profesora le robó el reloj a un tipo de la propaganda soviética quitándoselo de la muñeca, y además le sacó un diente de oro de la boca.
—Pero eso va contra la ley.
—Ella me dijo que los hurtos menores van contra la ley, pero no los robos de alto nivel. —Examinando entre sus manos los dedos de Jintong, le dijo—: Tienes unos dedos suaves y finos. Podrías ser un buen ladrón.
—No, yo no. Me falta valor. Pero Sima Liang sí que podría, tiene agallas y siempre está alerta. Él es tu hombre. Puedes enseñarle cuando vuelva.
Zaohua se guardó el espejo grande, diciendo:
—Liangzi, Liangzi, ¿cuándo vas a volver?
Sonaba como una mujer madura.
* * *
Sima Liang había desaparecido hacía cinco años. Enterramos a Sima Ku al día siguiente al que lo fusilaron, y Sima Liang partió aquella noche. El viento frío y húmedo del Noreste hacía que las jarras y los cazos desconchados que colgaban de la pared cantaran oscuramente. Nos sentamos sin hacer nada frente a un farol solitario, y cuando el viento apagó la llama, nos quedamos a oscuras. Nadie hablaba. Todos nos habíamos quedado impresionados por la escena que tuvo lugar en el entierro de Sima Ku. Como no teníamos ataúd, tuvimos que envolver su cuerpo en una esterilla de paja, como se envuelve un puerro en una tortita, muy apretado, y lo atamos con una cuerda. Una docena de personas, más o menos, ayudó a llevar su cuerpo hasta el cementerio público, donde cavamos un hoyo. Después nos quedamos de pie junto a la cabecera de la tumba, donde Sima Liang cayó de rodillas y se prosternó. Ni una lágrima le corrió por la cara, donde se dibujaban bonitas arrugas. Yo tenía ganas de decir algo para que mi querido amigo se sintiera mejor, pero no se me ocurrió nada. Cuando volvíamos a casa, me dijo en voz baja:
—Me voy a marchar, Pequeño Tío.
—¿Dónde? —le pregunté yo.
—No lo sé.
En el momento en que el viento apagó la llama del farol, creí ver una vaga y oscura figura saliendo silenciosamente por la puerta, y tuve la certeza de que Sima Liang se había marchado, aunque no oí ni un ruido. Se fue como si nada. Madre lo buscó metiendo un largo palo de bambú hasta el fondo en todos los pozos secos y los estanques profundos de la zona, pero yo sabía que estaba perdiendo el tiempo, puesto que Sima Liang no era de los que se suicidan. Después Madre mandó a gente a buscarlo por las aldeas vecinas, pero lo único que obtuvo fueron informaciones contradictorias. Una persona dijo que lo había visto en un circo ambulante, y otra dijo que había visto el cuerpo de un niño pequeño al lado de un lago, con el rostro picoteado por los buitres. Unos reclutas que acababan de volver del noreste dijeron que lo habían visto cerca de un puente sobre el Río Yalu. En aquella época la Guerra de Corea se estaba calentando, y la aviación militar norteamericana bombardeaba todos los días.
Miré el pequeño espejo que me había dado Zaohua. Esa fue la primera vez que pude contemplar bien mis propios rasgos. A los dieciocho años tenía una mata de pelo amarillo, unas orejas pálidas y carnosas, unas cejas del color del trigo maduro y unas pestañas amarillentas que proyectaban su sombra sobre unos ojos de un profundo color azul. Tenía la nariz alta, los labios rosados y la piel cubierta de un fino vello. En honor a la verdad, yo ya tenía una idea de cuál era mi aspecto, y me la había hecho mirando a Octava Hermana. Con una cierta tristeza, me vi forzado a admitir que Shangguan Shouxi definitivamente no era nuestro padre y que, fuera quien fuera, se parecía al hombre del que la gente a veces hablaba en voz muy baja. Éramos, me di cuenta, descendientes ilegítimos del clérigo sueco, el Pastor Malory; un par de bastardos. Un aterrador sentimiento de inferioridad me aguijoneó el corazón. Me teñí el pelo de negro y me oscurecí el rostro, pero no podía hacer nada con el color de mis ojos; tenía ganas de arrancármelos. Recordé historias que había oído sobre gente que se había suicidado tragando oro, así que rebusqué en el joyero de Laidi hasta que encontré un anillo de oro que databa de los tiempos de Sha Yueliang. Estirando el cuello, me lo tragué, y después me tumbé en el kang a esperar a la muerte. Mientras tanto, Octava Hermana estaba sentada al borde del kang enrollando hilo. Cuando Madre volvió del trabajo en la cooperativa y me vio ahí tirado, se quedó sin aliento de la sorpresa. Yo me imaginaba que ella se avergonzaría, pero lo que encontré fue una mirada de enfado que me aterrorizó. Me cogió por el pelo y de un tirón me hizo sentarme. Después me empezó a dar bofetadas, una tras otra, hasta que me sangraban las encías y me pitaban los oídos; me hizo ver las estrellas.
—Sí, el Pastor Malory era tu padre. ¿Y qué? Lávate la cara y el pelo, quítate eso que te has puesto, sal a la calle con la cabeza bien alta y exclama: «¡Mi padre fue el Pastor Malory, el sueco, y eso me convierte en un heredero de la realeza y en alguien muy superior a vosotros, tortugas!».
Mientras me decía eso y me seguía abofeteando, Octava Hermana continuaba sentada enrollando sus hilos en silencio, como si nada de esto tuviera que ver con ella.
Estuve sollozando durante todo el tiempo que pasé frente a la palangana lavándome la cara. El agua salía negra. Madre se quedó de pie a mi espalda, maldiciendo en voz baja, pero yo sabía que ya no era el blanco de sus insultos. Cuando terminé, cogió un poco de agua limpia con un cucharón y me la echó por encima de la cabeza. Justo entonces comenzó a llorar. El agua me resbaló por la nariz y por la barbilla y cayó en la palangana que había en el suelo, haciendo que el agua que había allí se aclarara lentamente. Cuando me estaba secando el pelo, Madre me dijo:
—En aquella época yo no podía hacer nada, hijo. Eres lo que eres, así que ponte en pie bien erguido y actúa como un hombre. Ya tienes dieciocho años; ya no eres un niño. Sima Ku tuvo sus defectos, un montón de ellos, pero vivió la vida como un hombre, y eso es algo que vale la pena imitar.
Yo asentí obedientemente, pero de repente me acordé del anillo de oro. Justo cuando estaba a punto de contarle lo que había hecho, Laidi entró corriendo en casa, sin aliento. Acababa de empezar a trabajar en la fábrica de cerillas del distrito y llevaba un delantal blanco en el que se veían las siguientes palabras impresas: Luz Estelar. Fábrica de Cerillas de Dalan.
—¡Madre! ¡Ha vuelto! —exclamó, muy nerviosa.
—¿Quién? —preguntó Madre.
—El mudo —dijo Primera Hermana.
Madre se secó las manos y miró el rostro demacrado de Primera Hermana.
—Me temo que es tu destino, Hija.
El mudo, Sol Callado, entró andando en el patio delantero de nuestra casa. Había envejecido desde la última vez que lo habíamos visto. Su pelo canoso asomaba por debajo de la gorra militar que llevaba en la cabeza. Tenía los legañosos ojos más nublados que nunca. Su mandíbula se parecía a un arado oxidado. Llevaba un uniforme amarillo nuevo, con una túnica de cuello alto, abotonada por la garganta, y una hilera de brillantes medallas prendidas en la pechera. Sus brazos largos y poderosos terminaban en un par de relucientes guantes blancos. Apoyaba las manos sobre unos pequeños taburetes con ribetes de cuero. Iba sentado sobre una almohadilla de piel sintética que tenía adherida. Las amplias perneras de sus pantalones estaban dobladas y las llevaba atadas a la cintura; debajo de esta, se adivinaban dos muñones. Esa era la imagen que el mudo, que no habíamos visto en años, nos ofrecía ahora. Apoyándose con sus poderosos brazos sobre los pequeños taburetes, desplazó su cuerpo hacia adelante y se acercó a nosotros. La almohadilla que llevaba adherida a la cadera brillaba con un tono rojizo cuando le daba la luz.
Con cinco tambaleantes movimientos, se acercó a unos tres metros de nosotros; se quedó a una distancia suficiente como para no tener que levantar la cabeza para mirarnos a la cara. Me enjuagué el pelo y un montón de agua sucia salpicó y cayó al suelo, fluyendo hacia él. Apoyando las manos detrás de la espalda, retrocedió un poco, y entonces me di cuenta de que la estatura de las personas depende sobre todo de sus piernas. La mitad superior de Sol Callado parecía más gruesa, más robusta y más amenazante que nunca. A pesar de que había quedado reducido a un torso, seguía siendo increíblemente aterrador. Nos miró a los ojos, y un montón de emociones distintas afloró a su rostro moreno. Le tembló la mandíbula de un modo muy parecido al que lo hacía años atrás, y gruñó una y otra vez la misma palabra: «Desnudaos, desnudaos, desnudaos…». Dos hileras de lágrimas que parecían diamantes le brotaron en sus ojos ligeramente dorados y se deslizaron hacia abajo por sus mejillas.
Alzando las manos al aire, hizo una serie de gestos acompañando a las palabras «desnudaos, desnudaos, desnudaos», y entonces me di cuenta de que no lo habíamos visto desde que se había ido al noreste a investigar el paradero de sus hijos, Gran y Pequeño Mudo. Tapándose la cara con una toalla, Madre entró corriendo en la casa. Lloraba sin parar. El mudo comprendió al instante lo que le pasaba y dejó caer la cabeza sobre el pecho.
Madre volvió trayendo dos gorras manchadas de sangre; me las dio y me indicó que se las entregara. Olvidándome completamente del anillo de oro que me había tragado, me dirigí hacia él. Cuando estuve delante de él, se fijó en mi cuerpo, delgado como un raíl, y sacudió la cabeza tristemente. Yo primero me agaché, pero después cambié de idea y me puse de cuclillas ante él, le entregué las gorras y señalé hacia el Noreste. Vinieron a mi cabeza diversas imágenes de aquel lamentable viaje: el mudo llevándose a un soldado herido del frente cargándolo sobre su espalda y, mucho peor, la horripilante visión de los dos pequeños mudos muertos, yaciendo abandonados en un cráter producido por un proyectil. Cogió una de las gorras, se la llevó a la cara y la olisqueó profundamente, igual que un perro de caza olería a un asesino que se ha dado a la fuga o a un cadáver. Se colocó la gorra entre los muñones y me cogió la otra de las manos, olisqueándola de la misma manera antes de guardarla junto a su compañera. Después, sin preocuparse por si nos parecía bien, entró dando bandazos en la casa e inspeccionó todos los rincones de todas las habitaciones, desde los salones hasta el depósito de grano y la despensa. Después volvió a salir para echarle un vistazo a la edificación anexa que había en la esquina sudeste del recinto. Incluso metió la cabeza en el gallinero. Yo lo seguí a todas partes, cautivado por su forma ágil y única de desplazarse de un sitio a otro. En la habitación donde dormían Primera Hermana y Sha Zaohua, se sentó en el suelo, junto al kang, y agarró el borde con ambas manos. Fue una visión que me llenó de tristeza. Pero lo que ocurrió después demostró que yo me había equivocado al sentir lástima de él. Todavía aferrado al borde del kang, tiró de sí mismo hasta quedar suspendido en el aire; era un despliegue de fuerza que yo solamente había visto en los espectáculos de feria. Cuando su cabeza asomó por encima del borde, flexionó los brazos ruidosamente y se lanzó sobre el kang. Aterrizó de cualquier manera, pero sólo tardó un instante en sentarse bien.
Ahora, sentado en la cama de Primera Hermana, parecía el cabeza de familia o un auténtico líder, y yo, de pie junto a la cabecera de la cama, me sentí como un visitante no deseado en un dormitorio ajeno.
Primera Hermana estaba en la habitación de Madre. La oí llorar.
—Échalo de aquí, Madre —dijo entre lágrimas—. No lo quise ni cuando tenía piernas. Ahora, que no es más que medio hombre, lo quiero todavía menos.
—Es muy fácil invitar a una deidad a que forme parte de la vida de uno, niña, pero es muy difícil conseguir que se vaya.
—¿Y quién lo ha invitado?
—Yo me equivoqué cuando lo hice —dijo Madre—. Te entregué a él hace dieciséis años, y ahora ha llegado la hora de nuestro justo castigo.
Madre le alcanzó al mudo un cuenco lleno de agua caliente. Él exteriorizó una cierta emoción al cogerlo y vaciarlo de un trago.
—Estaba segura de que habrías muerto —dijo Madre—. Me sorprende que sigas vivo. Yo fracasé en mi intento de proteger a los niños, y mi dolor por ello es más grande que el tuyo. Vosotros erais sus padres, pero yo era su cuidadora. Parece que has servido bien al gobierno, y espero que ahora te cuiden bien. Hace dieciséis años, arreglé vuestra boda siguiendo nuestras costumbres feudales. Pero en la sociedad nueva la gente ya no se casa así. Tú eres un destacado representante del gobierno, y nosotros somos una familia de viudas y huérfanos. Deberías dejarnos vivir lo mejor que podamos. Además, en realidad Laidi nunca se casó contigo. Eso fue cosa de mi tercera hija. Te lo suplico, déjanos en paz. Que el gobierno se ocupe de ti como te mereces.
Sin hacerle ningún caso a Madre, el mudo atravesó la cortina de papel con un dedo y miró el patio a través del agujero. Mientras tanto, Primera Hermana había encontrado un par de tenazas que databan de la época de su abuela y entró en la habitación blandiéndolas con ambas manos.
—¡Tú, bastardo mudo! —gruñó—. ¡Tú, pedazo de muñón humano, sal de nuestra casa!
Se lanzó contra él con las tenazas, pero él se limitó a extender la mano y las atrapó en el aire. Ella lo intentó con todas sus fuerzas pero no logró que las soltara. En medio de aquella desesperadamente desigual competición de fuerzas, una sonrisa petulante se dibujó en el rostro del mudo. Débilmente, Primera Hermana soltó las tenazas y se cubrió la cara con las manos.
—Mudo —le dijo entre lágrimas—, no sé lo que has pensado, pero sea lo que sea, olvídalo. Me casaría con un cerdo antes que contigo.
Desde la calle llegó un estallido de platillos seguido por los gritos de un grupo de gente. Lo encabezaba el jefe del distrito. Atravesaron la puerta del patio de nuestra casa. Eran una docena, más o menos, de cuadros del partido, y un puñado de niños de la escuela que portaban ramos de flores. El jefe del distrito entró en la casa, se inclinó por la cintura y felicitó a Madre en voz alta.
—¿Por qué? —le preguntó Madre con frialdad.
—Por la bendición del Cielo, tía —le dijo él—. Deja que me explique.
Fuera, en el patio, los niños agitaban las flores en el aire y gritaban: «¡Enhorabuena! ¡Grandes honores y enhorabuena de todo corazón!».
—Tía —dijo el jefe del distrito—, hemos estado revisando los documentos de la reforma agraria y hemos llegado a la conclusión de que fuisteis erróneamente clasificados como campesinos de nivel medio-alto. El declive de vuestra situación familiar y todos los problemas que habéis tenido os convierten en campesinos pobres, y así os hemos re-clasificado. Esta es la primera parte de las alegres noticias. También hemos estudiado algunos documentos procedentes de la época de la masacre japonesa de 1939 y hemos llegado a la conclusión de que tu suegra y tu marido desempeñaron un papel importante en la resistencia a los invasores japoneses, por lo que deberían ser honrados con el título de mártires. Merecen recuperar su estatus original, y tu familia merece disfrutar de los honores de ser descendientes de la revolución. Esa es la segunda parte de las alegres noticias. En consonancia con estas reparaciones y rehabilitaciones, la escuela de la aldea ha decidido aceptar a Shangguan Jintong como alumno. Para compensar el tiempo que ha perdido, le será asignado un tutor, y tu nieta Sha Zaohua también tendrá la oportunidad de recibir una educación. En este momento, la compañía de teatro del condado acepta estudiantes, y haremos todo lo que esté en nuestra mano para que ella sea una de los que cojan. Esta es la tercera parte de las alegres noticias. La cuarta parte de las alegres noticias, por supuesto, es que el héroe de primera clase del movimiento voluntario de resistencia, tu yerno, Sol Callado, ha regresado a casa cubierto de gloria. La quinta parte de las alegres noticias es que el hospital para veteranos convalecientes ha dado el paso sin precedentes de aceptar a tu hija Shangguan Laidi como enfermera de primer nivel. Recibirá un salario mensual, pero no tendrá que aparecer por el hospital. La sexta parte de las alegres noticias es verdaderamente alegre, y consiste en la celebración del reencuentro entre el héroe de la resistencia y su esposa, de la que estaba separado. El gobierno del distrito organizará la ceremonia. ¡Tía, como abuela revolucionaria que eres, vas a disfrutar de seis alegres acontecimientos!
Madre se quedó ahí quieta, con los ojos como platos y la boca abierta, como si le hubiera caído un rayo. El cuenco que tenía en la mano se hizo trizas contra el suelo.
Mientras tanto, el jefe del distrito señaló a uno de los oficiales, que se separó del grupo de escolares y se acercó, seguido por una joven que llevaba un ramo de flores. El oficial le entregó un sobre blanco al jefe del distrito.
—El certificado de descendiente de un mártir —le susurró.
El jefe del distrito lo cogió y se lo ofreció a Madre con ambas manos.
—Tía, este es el certificado de mártir.
A Madre le temblaron las manos al cogerlo. La joven dio un paso adelante, se puso frente a Madre y le apoyó un ramo de flores blancas en la parte interior del codo. Después el oficial le entregó un sobre rojo al jefe del distrito.
—Certificado de empleo —le dijo.
El jefe del distrito cogió el sobre y se lo ofreció a Primera Hermana.
—Este es tu certificado de empleo —le dijo.
Primera Hermana se quedó quieta, con las manos todas manchadas de hollín detrás de la espalda, por lo que el jefe del distrito extendió una mano, le cogió un brazo y le puso el sobre rojo en la mano.
—Te lo mereces —le dijo.
La joven le colocó a Primera Hermana un ramo de flores rojas bajo el brazo. A continuación el oficial le entregó al jefe del distrito un sobre amarillo.
—Notificación de matriculación en la escuela —dijo.
El jefe del distrito me ofreció el sobre.
—Pequeño Hermano —me dijo—, tu futuro promete ser brillante, así que debes estudiar mucho.
Cuando la joven me dio un ramo de flores amarillas, me di cuenta de que sus ojos transmitían un extraordinario afecto. El delicado perfume de las doradas flores me recordó al anillo de oro que todavía tenía en el estómago. ¡Si hubiera sabido que iba a pasar todo esto, no me lo habría tragado! El oficial le entregó un sobre violeta al jefe del distrito.
—La compañía de teatro.
El jefe del distrito, con el sobre en la mano, buscó con la mirada a Sha Zaohua, que apareció dando un saltito desde el otro lado de la puerta y lo cogió. Él le estrechó la mano.
—Estudia mucho, chica —le dijo—, y conviértete en una gran actriz.
La joven le entregó a Zaohua un ramo de flores violetas. Cuando ella las cogió, una medalla brillante cayó al suelo. El jefe del distrito se agachó a recogerla. Tras leer lo que había escrito en ella, se la entregó al mudo, que estaba sentado en el kang. Yo sentí una repentina y alegre excitación cuando el mudo se la prendió en el pecho. Evidentemente, ahora nuestra familia contaba con un ladrón de primera clase. Por último, el jefe del distrito recibió el único sobre que quedaba —uno de color azul— del oficial y dijo:
—Camarada Sol Callado, este es un certificado de tu boda con Shangguan Laidi. El distrito se ha ocupado de todos los detalles. Lo único que tenéis que hacer es poner ahí vuestras huellas dactilares un día de estos.
La joven extendió la mano y le entregó al mudo un ramo de flores azules.
—Tía —dijo el jefe del distrito—, ¿tienes algo que decir? No seas tímida. ¡Todos somos una gran familia feliz!
Madre miró con preocupación a Primera Hermana, que se había quedado quieta, sujetando su ramo de flores rojas. Uno de los lados de la boca le temblaba hasta la altura de la oreja. Del rabillo del ojo le brotaron algunas lágrimas brillantes que cayeron sobre sus flores, como rocío, cubriendo sus pétalos.
—En la nueva sociedad —dijo Madre, tentativamente—, deberíamos escuchar la opinión de nuestros hijos…
—Shangguan Laidi —dijo el jefe del distrito—, ¿tienes algo que decir?
Primera Hermana nos miró y suspiró.
—Supongo que es mi destino.
—¡Magnífico! —dijo el jefe del distrito—. ¡Ordenaré que venga alguna gente a preparar la casa para que podamos celebrar la ceremonia mañana!
La noche antes de que Shangguan Laidi se casara formalmente con el mudo, expulsé el anillo de oro.
* * *
La docena de doctores, más o menos, que había en el hospital del condado, se organizaron en una unidad médica que, bajo la dirección de un especialista procedente de la Unión Soviética, logró por fin desengancharme de mi dieta láctea y curarme de mi aversión a la comida normal empleando las teorías de Pavlov. Liberado de ese pesado yugo, me incorporé a la escuela. Comencé a estudiar y, antes de que pasara mucho tiempo, me había convertido en el alumno más aventajado del primer curso de la Escuela Intermedia de Dalan. Aquella fue la época más gloriosa de toda mi vida. Pertenecía a la familia más revolucionaria de la zona, era más listo que nadie, tenía un aspecto físico envidiable y una cara que hacía que todas las chicas bajaran la mirada, avergonzadas, y gozaba de un apetito voraz. En la cafetería de la escuela, solía zamparme un enorme trozo de pan de maíz y una gorda cebolla verde mientras charlaba y reía con los otros chicos. Cuando llevaba seis meses en la escuela, ya me habían adelantado dos cursos y me había convertido en el delegado de tercero de la clase de ruso. Me admitieron en la Liga Juvenil sin tener que solicitarlo, y en muy poco tiempo me eligieron miembro de la rama joven del comité de propaganda, cuya principal función era cantar canciones populares rusas en ruso. Tenía una voz fuerte, rica como la leche y potente como una gorda cebolla verde, que invariablemente apagaba las voces de los que cantaban junto a mí. En resumen, fui la estrella más brillante de la Escuela Intermedia de Dalan durante la segunda mitad de los años 50, y el alumno favorito de la Profesora Huo, una hermosa mujer que había servido como intérprete de los expertos rusos que visitaban el país. Ella solía alabarme delante de los demás estudiantes, diciendo que tenía un don para los idiomas. Para ayudarme a mejorar mi conocimiento del ruso, me consiguió una amiga con la que cartearme. Se trataba de una chica que estaba en el noveno curso en una ciudad soviética y que era la hija de un experto soviético que había trabajado en China. Se llamaba Natasha. Intercambiamos fotos. Me miraba con una ligera expresión de sorpresa en los ojos. Tenía unas pestañas exuberantes y rizadas.