IX

Para satisfacer las demandas de los habitantes de Gaomi del Noreste, el juicio público contra Sima Ku se celebró en la plaza donde él y Babbitt habían proyectado su primera película al aire libre. En ese lugar, originalmente, se encontraba la era de su familia, pero ahora había allí una plataforma de tierra prensada que apenas se levantaba por encima del nivel del suelo. En aquel punto era donde Lu Liren había liderado a las masas en la campaña de la reforma agraria. Como preparación para la llegada de Sima Ku, los oficiales del distrito habían enviado al lugar una serie de milicianos armados la noche anterior, para que sacaran de la tierra un montón de arena con el que reconstruir la plataforma. Querían que fuera tan alta como los diques del Río de los Dragones, y que cavaran una trinchera que rodeara la plataforma por los cuatro costados. Después la llenarían de un agua aceitosa y gris. Cuando todo eso estuvo terminado, autorizaron el envío de una cantidad de dinero suficiente para comprar quinientos kilos de mijo, que después intercambiaron en un mercado que había a unos quince kilómetros de la aldea por dos carros llenos de telas muy bien tejidas de color amarillo dorado. Con ellas erigieron una inmensa tienda sobre la plataforma y después la cubrieron con hojas de papel de todos los colores en las que habían escrito un montón de consignas; algunas mostraban rabia, otras expresaban júbilo. La tela que sobró se extendió sobre la plataforma. A los lados sobraba un poco, que daba la impresión de formar cascadas de oro. El jefe del distrito, acompañado por el gobernador del condado, se acercó personalmente para inspeccionar el lugar donde iban a llevarse a cabo los interrogatorios. De pie sobre la elegante plataforma, que resultaba muy cómoda para los pies y que se parecía al escenario de una ópera, contemplaron las turbias aguas azules del Rio de los Dragones, que fluía hacia el Este. Un viento frío hacía que se les hincharan las mangas y las perneras de los pantalones hasta el punto de que parecían salchichas. El gobernador del condado se frotó la nariz enrojecida y se volvió para preguntarle en voz muy alta al jefe del distrito:

—¿Quién es el responsable de esta obra maestra?

Incapaz de decidir si el gobernador del condado lo decía sarcásticamente o estaba siendo elogioso, el jefe del distrito le respondió con ambigüedad:

—Yo participé en la planificación, pero él se hizo cargo del trabajo. —Señaló a un oficial del Comité de Propaganda del Distrito que estaba de pie, a un lado del escenario.

El gobernador del condado le echó una mirada al sonriente oficial y asintió con la cabeza. Después, bajando la voz un poco pero no lo suficiente como para que la gente que había a su espalda no lo oyera, dijo:

—¡Esto se parece más a una coronación que a un juicio público! El Inspector Yang llegó cojeando en ese momento e hizo una respetuosa reverencia ante el gobernador del condado, que lo caló inmediatamente y le dijo:

—El condado reconoce el excepcional servicio que has hecho al organizar la captura de Sima Ku. Pero en tus planes has incluido la tortura de los miembros de la familia Shangguan, cosa que ha sido censurada.

—Lo que cuenta es haber traído al demonio asesino de Sima Ku ante la justicia —contestó apasionadamente el Inspector Yang—, y para lograrlo habría dado mi pierna buena alegremente.

El juicio público se programó para la mañana del octavo día del duodécimo mes lunar. Los aldeanos, cubiertos por el frío resplandor de las estrellas del alba, bajo el helador semblante de la luna, comenzaron a afluir al lugar para tomar parte en la diversión. Cuando empezó a amanecer, la plaza estaba atestada de gente. Algunos estaban detrás de unas verjas que se habían levantado en la orilla del Río de los Dragones. En el momento en el que el sol apareció tímidamente, lanzando sus rayos sobre las cejas y las barbas cubiertas de escarcha de la gente, un vaho rosado les salía de la boca. Mucha gente había olvidado que era la mañana en la que, normalmente, se comían unos cuencos de gachas de arroz afrutadas, pero no los miembros de mi familia. Madre intentó contagiarnos su fingido entusiasmo, pero el llanto constante de Sima Liang nos tenía a todos de un humor de perros. Como una pequeña madre, Octava Hermana buscó a tientas una esponja que había encontrado entre la arena, a la orilla del río, y le secó sus copiosas lágrimas a Sima Liang. Lloraba sin hacer ni un solo ruido, cosa que era peor que si hubiera estado berreando a pleno pulmón. Primera Hermana se quedó cerca de Madre, que corría de un lado a otro muy ocupada, preguntándole una y otra vez:

—Madre, si muere, ¿se esperará que yo muera con él?

—¡Deja de decir tonterías! —la abroncó Madre—. ¡No se esperaría eso de ti ni siquiera si estuvierais casados!

Cuando repitió la misma pregunta por décima o duodécima vez, Madre perdió la paciencia y le dijo significativamente:

—Laidi, ¿acaso a ti te importan las apariencias? Cuando te liaste con él, no fue nada más que un cuñado beneficiándose a su cuñada. Eso, para cualquiera, es un acto indecente.

Primera Hermana estaba atónita.

—Madre —le dijo—, has cambiado.

—Sí, he cambiado —dijo Madre—, pero sigo siendo la misma. Durante los últimos diez años, como mínimo, muchos miembros de la familia Shangguan han caído como tallos de cebolletas y otros han nacido para ocupar sus lugares. Allí donde hay vida, la muerte es inevitable. Morir es fácil; lo difícil es vivir. Y cuanto más difícil se vuelve, más fuerte es la voluntad de seguir viviendo. Y cuanto mayor es el miedo a la muerte, mayor es el esfuerzo que se hace por conservar la vida. Yo quiero seguir aquí el día que mis hijos y mis nietos lleguen a la cumbre, así que espero que todos os comportéis. ¡Hacedlo por mí!

Con los ojos humedecidos por las lágrimas, pero echando chispas, nos miró a todos, uno tras otro, y al fin se detuvo en mí, como si yo fuera el depositario de todas sus esperanzas. Eso me dio un miedo y una ansiedad increíbles, puesto que, con la única excepción de mi capacidad para memorizar las lecciones escolares y para cantar el Himno de la liberación de las mujeres, no se me ocurría ni una sola cosa en la que yo fuera especialmente bueno. Yo era un llorica. Tenía miedo hasta de mi propia sombra y era un alfeñique, una especie de oveja castrada.

—Preparaos —dijo Madre—. Vamos a despedirnos de él como se debe. Es un cabrón, pero también es un hombre digno de ser llamado así. En otro tiempo, aparecían hombres como él cada ocho o diez años, pero me temo que ahora estamos ante el último de su estirpe.

Nos quedamos, reunidos en familia, junto al dique del río, contemplando cómo la gente que nos rodeaba se escabullía. Nos echaron muchas miradas con el rabillo del ojo. Sima Liang intentó acercarse, pero Madre lo cogió por el brazo.

—Quédate aquí, Liang. Miraremos desde una cierta distancia. Si nos acercamos mucho, sólo conseguiremos que él tenga un motivo más de preocupación.

El Sol se levantaba cada vez más alto en el cielo mientras varios camiones Llenos de soldados armados y con la cabeza cubierta con cascos iban cruzando sigilosamente el Río de los Dragones y atravesando la brecha que había en el dique. Los hombres tenían el aspecto de quien se sabe enfrentado a un enemigo poderoso. Después de que los camiones se detuvieran al lado de la tienda, los soldados saltaron al suelo por parejas y se organizaron rápidamente para formar una muralla humana. Después, dos soldados descendieron de uno de los camiones y abrieron la puerta trasera. Entonces apareció Sima Ku con un par de relucientes esposas en las manos, custodiado por un escuadrón de soldados. Trastabilló cuando lo empujaron para que bajara, pero inmediatamente lo recogió un soldado alto y robusto que, evidentemente, había sido escogido para desempeñar esa tarea. Sima Ku, con las piernas hinchadas y cubiertas de una espesa sangre, avanzó tambaleándose junto a sus captores, dejando unas huellas malolientes en la tierra. Lo condujeron hasta la tienda, sobre la plataforma. Los testigos forasteros, que veían a Sima Ku por primera vez y se lo habían imaginado como un demonio asesino, medio hombre y medio bestia, un monstruo con colmillos y un rostro verdoso y feroz, comentaron más tarde que se habían sentido decepcionados al verlo en persona. Este hombre de mediana edad, con la cabeza rapada y unos ojos grandes y tristes, no tenía un aspecto amenazante en absoluto. Por el contrario, les dio la impresión de ser una persona sin ninguna malicia, cándido y de buen corazón, por lo que se preguntaron si la policía no se habría equivocado al arrestarlo.

El juicio se puso en marcha rápidamente. Comenzó con la lectura, por parte del magistrado, de la lista de los delitos de Sima Ku, y concluyó con el dictamen de la sentencia de muerte. Después, los soldados lo hicieron bajar de la plataforma. Cojeaba al caminar, por lo que los soldados tenían que sujetarlo de los brazos. La procesión se detuvo al borde del estanque, en el infame lugar destinado a las ejecuciones. Sima Ku se volvió para mirar hacia el dique. Tal vez nos viera, tal vez no.

—¡Papá! —le gritó Sima Liang, pero Madre le tapó inmediatamente la boca con la mano.

—Liang —le susurró al oído—, sé buen chico y haz lo que te digo. Sé cómo te sientes, pero es muy importante que no hagamos que tu papá se sienta peor de lo que ya se siente. Deja que se enfrente a este último desafío libre de preocupaciones.

Las palabras de Madre funcionaron como un conjuro mágico y transformaron a Sima Liang, que parecía un perro rabioso, en una dócil oveja.

Dos soldados con aspecto de forzudos cogieron a Sima Ku por los hombros y lo obligaron a darse la vuelta para que quedara de frente al estanque de las ejecuciones. La acumulación de agua de lluvia a lo largo de treinta años se asemejaba al aceite de limón. Desde ahí, la imagen de su rostro demacrado, con las mejillas llenas de cicatrices, le devolvió la mirada. Dándole la espalda al escuadrón de soldados, mirando hacia el estanque, vio las caras de innumerables mujeres reflejadas en el agua. Sus fragancias ascendían desde la superficie, y súbitamente se apoderó de él una sensación fuerte: la de su propia fragilidad. Unas turbulentas y emocionantes olas perturbaron la calma de su corazón. Liberándose de los soldados que lo tenían atrapado, se dio la vuelta, dándole un susto al director del Departamento Judicial de la Oficina de Seguridad del Condado, así como a los verdugos, que eran conocidos por su capacidad de matar sin ni siquiera pestañear.

—¡No dejaré que me disparéis por la espalda! —gritó estridentemente.

Al situarse frente a las pétreas miradas de sus verdugos, sintió punzadas de dolor procedentes de las cicatrices que tenía en las mejillas. Sima Ku, para quien la dignidad era tan importante, fue asaltado por los remordimientos cuando los acontecimientos del día anterior afloraron a su mente.

Cuando el representante legal le había hecho entrega del documento en el que se lo condenaba a ser ejecutado, Sima Ku lo había recibido lleno de alegría. El representante le había preguntado si tenía una última petición que hacer. Frotándose la perilla, él había dicho: «Me gustaría que un peluquero me afeitara la cabeza», a lo que el representante le había contestado: «Se lo transmitiré a mis superiores».

Llegó el peluquero, portando su pequeña maleta, y se acercó a la celda del condenado con evidente inquietud. Después de afeitarle la cabeza de un modo muy irregular, dirigió su cuchilla hacia la barba. Pero cuando había realizado la mitad del trabajo, le hizo un rasguño en la mejilla, arrancándole un chillido a la víctima. El peluquero se asustó tanto que se plantó en la puerta de la celda de un salto y buscó protección situándose entre los dos guardias armados.

—El pelo de este tipo es más espinoso que las cerdas de un puerco —dijo el peluquero, mostrándole a los guardias la cuchilla—. Me ha estropeado la cuchilla. Y su barba es todavía peor. Es como un cepillo de púas metálicas. Toda su fuerza debe estar concentrada en las raíces de su barba.

El peluquero recogió sus cosas y estaba a punto de marcharse cuando lo detuvo un insulto de Sima Ku:

—Tú, hijo de perra, ¿qué te crees que estás haciendo? ¿Quieres que vaya a encontrarme con mis antepasados con media cara afeitada?

—Tú, condenado —le contestó el peluquero—. Tu barba está demasiado dura, y estás concentrando toda tu fuerza ahí.

Sin saber si reírse o echarse a llorar, Sima Ku le dijo:

—No le eches la culpa al retrete si no puedes cagar. No tengo ni idea de a qué te refieres cuando dices que concentro toda mi fuerza en no sé qué sitio.

—Estás gruñendo todo el tiempo. Si eso no es concentrar tu fuerza, ¿qué es? —le contestó el peluquero astutamente—. No estoy sordo, ¿sabes?

—¡Cabrón! —le dijo Sima Ku—. Estoy gruñendo por el daño que me haces.

Uno de los guardias le dijo al peluquero:

—Tienes trabajo, así que cállate ya y termina de afeitarlo.

—No puedo —dijo él—. Buscad a un maestro peluquero.

Sima Ku suspiró y dijo:

—Mierda. ¿Dónde habéis encontrado a esta basura? Quitadme las esposas, chicos, y me afeitaré yo mismo.

—¡De ninguna manera! —dijo uno de los guardias—. Si esto es una estratagema para atacarnos y escapar, o para suicidarte, será responsabilidad nuestra.

—¡Que le den a tu vieja! —bramó Sima Ku—. Quiero ver a la persona que esté al mando —añadió, golpeando ruidosamente las esposas contra los barrotes de la ventana.

Una oficial de seguridad llegó corriendo.

—Sima Ku, ¿qué te crees que estás haciendo? —le preguntó.

—Mírame la cara —dijo Sima—. Me ha afeitado media cara y luego ha parado diciendo que mi barba es demasiado dura. ¿A ti te parece comprensible?

—No —dijo ella, dándole una palmada en el hombro al peluquero—. ¿Por qué no terminas de afeitarlo?

—Su barba es demasiado dura. Y está todo el tiempo concentrando su fuerza en las raíces…

—¡Que le den a todos tus antepasados! ¡Deja ya esa tontería sobre la fuerza que concentro!

El peluquero levantó y mostró su cuchilla estropeada en defensa de su argumento.

—¿Por qué no actúas como un hombre, amiga? —le dijo Sima Ku a la oficial—. Quítame las esposas y yo mismo me afeitaré. Es el último favor que pido en mi vida.

La oficial, que había participado en la captura de Sima, dudó durante unos momentos antes de volverse hacia uno de los guardias y decirle:

—Quítaselas.

Con mucha aprensión, el guardia hizo lo que le habían dicho y después se apartó, de un salto, de la zona de peligro. Sima Ku se frotó las muñecas hinchadas y estiró un brazo con la palma de la mano hacia arriba. Entonces la oficial le quitó la cuchilla al barbero y se la depositó sobre la mano a Sima, quien la cogió y clavó su mirada en los oscuros ojos de ella, semejantes a uvas, que coronaban unas pobladas pestañas.

—¿No tienes miedo de que te ataque, o de que huya, o de que me quite la vida?

—Si lo hicieras —dijo ella sonriendo—, no serías Sima Ku.

Soltando un suspiro, Sima dijo:

—¡Nunca soñé que sería una mujer quien me entendiera de verdad!

Ella sonrió con sorna.

Sima se quedó mirando los labios rojos y duros de la mujer, y después dejó caer la mirada hasta su pecho, que se arqueaba hacia arriba por debajo de su uniforme de color caqui.

—Tienes unos bonitos pechos, hermanita —le dijo.

Ella apretó los dientes, muy enfadada, y dijo:

—¿Eso es lo único en lo que puedes pensar el día de antes de tu muerte?

—Hermanita —le contestó Sima con voz sombría—, me he follado a un montón de mujeres en mi vida, y lo único de lo que me arrepiento es de no haberme follado nunca a una comunista.

Ella se puso furiosa y le dio una bofetada tan fuerte y tan sonora que un poco de polvo se desprendió de las vigas. Él sonrió picaramente y le dijo:

—Tengo una joven cuñada que es comunista. Sus convicciones políticas son tan firmes como sus hermosos pechos…

Sonrojándose, la oficial escupió a Sima a la cara y le dijo, gruñendo en voz baja:

—¡Andate con cuidado, chucho sarnoso, o te voy a cortar las pelotas!

Sima Ting gritó, con una voz llena de tristeza y de rabia, sacando a Sima Ku de sus angustiosos pensamientos. Miró y vio a un escuadrón de milicianos arrastrando a su hermano mayor hacia la multitud de espectadores. «¡Soy inocente! ¡Inocente! ¡He prestado un buen servicio! ¡Rompí relaciones con mi hermano hace mucho tiempo!». Nadie hizo ningún caso a las llorosas súplicas de Sima Ting. Sima Ku suspiró y un sentimiento de culpa se apoderó poco a poco de su corazón. Cuando todo iba bien, el tipo había sido un hermano bueno y leal, aunque a veces no se pudiera confiar en lo que decía.

Sima Ting tenía las piernas como de goma, hasta el punto que no podía mantenerse de pie. Un oficial de la aldea le preguntó:

—Dime, Sima Ting, ¿dónde está escondido el tesoro de la Casa Solariega de la Felicidad? ¡Si no me lo dices, correrás la misma suerte que él!

—No hay ningún tesoro escondido. Durante la reforma agraria ya cavaron hasta una profundidad de un metro y no encontraron nada —se defendió el desgraciado hermano de Sima Ku.

Este sonrió y dijo:

—¡Deja de refunfuñar, Hermano Mayor!

—¡Es todo por tu culpa, cabrón! —protestó Sima Ting. Sima Ku se limitó a sacudir la cabeza y a sonreír con amargura.

—¡Basta ya de tonterías! —los reprendió el oficial de la aldea, con la mano apoyada en la culata de su pistola—. ¡Llevaos a ese hombre! ¿Es que no tenéis educación? —Mientras se llevaban de allí a Sima Ting, el oficial añadió—: Pensábamos que esta sería una buena ocasión para sonsacarle algo.

El oficial que estaba al mando de la ejecución levantó una banderita roja y exclamó en voz alta:

—Preparados…

Los hombres que formaban el pelotón de fusilamiento levantaron sus armas, esperando la orden. Una sonrisa helada se dibujó en el rostro de Sima Ku, que miraba fijamente las negras bocas de los rifles que lo apuntaban. Un resplandor rojizo se elevó por encima del dique, y el olor de las mujeres invadió el cielo y la tierra. Sima Ku gritó:

—¡Las mujeres son una cosa maravillosa!

El sordo crepitar de los disparos le abrió la cabeza a Sima Ku como si fuera un melón maduro. La sangre y los sesos saltaron en todas direcciones. Su cuerpo se quedó momentáneamente rígido y después se precipitó hacia adelante. En aquel momento, como en la escena culminante de una obra de teatro que se produce justo antes de que caiga el telón, la viuda Cui Fengxian, de la Aldea de la Boca de Arena, vestida con una chaqueta de satén rojo y unos pantalones de satén verde, y con el pelo adornado con un ramillete de sedosas flores de color amarillo dorado, llegó volando desde lo alto del dique y se tumbó en el suelo al lado de Sima Ku. Yo supuse que empezaría a llorar junto al cadáver, pero no lo hizo. Tal vez la imagen del cráneo destrozado de Sima Ku hizo que se quedara sin un ápice de valor. Sacó de su cinturilla un par de tijeras; yo pensé que se las iba a clavar en el pecho para acompañar a Sima Ku en la muerte. Pero no lo hizo. Ante los ojos de todo el mundo, le clavó las tijeras a Sima Ku en su pecho muerto. Después se tapó la cara, rompió el silencio con breves chillidos de dolor y se marchó tambaleándose lo más rápido que pudo.

La multitud de espectadores se quedó ahí de pie. Parecían estacas de madera. Las últimas palabras de Sima Ku, decididamente poco elegantes, se habían abierto paso hasta lo más profundo de sus corazones, produciéndoles un leve cosquilleo pícaro mientras se retiraban del lugar. ¿Son realmente las mujeres una cosa maravillosa? Tal vez lo sean. Sí, definitivamente las mujeres son una cosa maravillosa, pero dicho esto, hay que añadir que en realidad no son «una cosa».