Al día siguiente, al mediodía, Pandi viajó desde la capital del condado. Estaba enfurecida, y tenía la intención de hacer que los oficiales del distrito pagaran por lo que habían hecho. Pero cuando salió de la oficina del jefe del distrito, quien vino a vernos con ella, ya se había calmado. No la habíamos visto en seis meses, y no teníamos ni idea de qué era lo que hacía en el cuartel general del condado. Había perdido mucho peso, pero las manchas de leche seca que tenía en la blusa indicaban que estaba amamantando. Nos quedamos mirándola fijamente.

—Pandi —le preguntó Madre—, ¿qué mal hemos hecho? Pandi levantó la vista hacia el jefe del distrito, que estaba mirando por la ventana. Los ojos se le llenaron de lágrimas y dijo:

—Madre… ten paciencia… confía en el gobierno… el gobierno nunca le haría daño a alguien inocente…

En el mismo momento en el que Pandi intentaba torpemente consolarnos, en el cementerio familiar del Erudito Ding, situado en el espeso bosquecillo de pinos que hay más allá del Lago del Caballo Blanco, Cui Fengxian, una viuda de la Aldea de la Boca de Arena, golpeaba rítmicamente la lápida que cubría la tumba del Erudito Ding, en la que estaban grabados unos comentarios sobre sus heroicas hazañas. Los sonidos que hacía se mezclaban con el du-du-du de un pájaro carpintero que hacía su trabajo en un árbol. Las blancas plumas de la cola de una urraca gris, semejantes a un abanico, avanzaban resbalando por el cielo, sobre las copas de los árboles. Después de aporrear encima de las inscripciones durante un buen rato, Cui Fengxian se sentó a esperar ante el altar. Tenía el rostro empolvado e iba bien vestida y con la ropa limpia. Una cesta de bambú tapada le colgaba del brazo, y todo ello le daba el aspecto de una joven recién casada que va de visita a la casa de sus padres. Sima Ku apareció desde detrás de la lápida, haciendo que ella saltara hacia atrás, aterrorizada.

—¡Maldito fantasma! —dijo ella—. Me has dado un susto de muerte.

—¿Desde cuándo una espíritu de zorro como tú tiene miedo de los fantasmas?

—Así que esas tenemos —dijo ella—, sigues tan mordaz como siempre.

—¿Qué quieres decir con «así que esas tenemos»? Todo es maravilloso, nunca me ha ido mejor. —Y añadió—: Esos aldeanos bastardos hijos de tortuga se creen que me van a capturar, ¿verdad? ¡Ja, ja, ja! ¡Soñar es gratis! —Le dio unos golpecitos al rifle automático que tenía apoyado sobre el pecho, a la Mauser alemana plateada que llevaba en el cinturón y a la pistola Browning que iba enfundada en su cartuchera—. Mi suegra quiere que me vaya de Gaomi del Noreste. ¿Por qué iba a hacerlo? Este es mi hogar, el sitio en el que están enterrados mis ancestros. Conozco íntimamente cada brizna de hierba, cada árbol, cada montaña, cada río. Aquí es donde yo disfruto, e incluso hay una maldita espíritu de zorro como tú, así que te lo tengo que preguntar: ¿Por qué iba a querer irme?

En los pantanosos cañaverales, una bandada de patos silvestres asustados levantó vuelo, y Cui Fengxian estiró el brazo y le tapó la boca con la mano a Sima Ku. Él le apartó la mano y dijo:

—No hay nada de lo que preocuparse. Más allá les he dado una lección a los del Octavo Ejército de Caminos. A esos patos los deben haber asustado los buitres.

Cui lo arrastró cementerio adentro y le dijo:

—Tengo una cosa importante que contarte.

Fueron andando entre los matorrales y las zarzas hasta llegar a un enorme panteón. «¡Ay!», gritó Cui Fengxian al pincharse un dedo con una zarza. Sima Ku se echó la ametralladora a la espalda y encendió un farol, y después se dio la vuelta y le cogió la mano.

—¿Te ha atravesado la piel? —le preguntó—. Déjame ver.

—Estoy bien —dijo ella, intentando soltarse.

Pero él ya se había metido el dedo de ella en la boca y lo chupaba con fuerza. Ella gimió.

—Eres un maldito vampiro.

Sima Ku soltó el dedo, cubrió la boca de ella con la suya y le aferró los pechos con sus grandes y toscas manos. Ella se retorció apasionadamente y dejó que su cesta cayera al suelo. Unos huevos de color marrón salieron rodando por el suelo de ladrillo. Sima Ku la levantó y la tumbó sobre la gran cubierta de la cripta…

Sima Ku yacía desnudo sobre la cubierta de la cripta, con los ojos medio cerrados, lamiéndose las puntas de su sucio y amarillento bigote, que no había recortado en mucho tiempo. Cui Fengxian le estaba masajeando los grandes nudillos de una mano con sus suaves dedos. Súbitamente, apoyó su ardiente rostro contra el huesudo torso de él, que olía como un animal salvaje, y comenzó a morderlo.

—Eres un demonio —le dijo, con un toque de desesperanza en la voz—. Nunca vienes a verme cuando las cosas te van bien, pero en cuanto te encuentras en problemas, vienes y me envuelves con tus tentáculos… Sé bien que cualquier mujer que se líe contigo va a pasarlo mal, pero no puedo controlarme. Tú agitas tu cola y yo corro detrás de ti como si fuera una perra… Dime, demonio, ¿qué poder maligno tienes para hacer que las mujeres te sigan, incluso cuando saben que las estás conduciendo al Averno, y que se metan sin dudarlo, con los ojos bien abiertos?

Sima Ku sonrió a pesar de que el comentario de ella lo había puesto triste. Le cogió la mano y se la apretó contra su pecho, de modo que ella sintió la fuerza de los latidos de su corazón.

—Tienes que confiar en esto, en mi corazón, en la sinceridad de mi corazón. Yo les entrego el corazón a las mujeres.

Cui Fengxian sacudió la cabeza.

—Sólo tienes un corazón. ¿Cómo puedes dárselo a diferentes mujeres al mismo tiempo?

—Aunque se lo dé a muchas, sigue siendo sincero. Y también esto lo es —dijo, soltando una carcajada libidinosa mientras su mano se deslizaba hacia abajo por su cuerpo.

Cui Fengxian le dio un pellizco en los labios.

—¿Qué voy a hacer con un monstruo como tú? ¡Incluso cuando te persiguen hasta el punto que tienes que dormir en tu tumba, encuentras tiempo para hacer tonterías y juguetear!

Con una risotada, Sima Ku dijo:

—Cuanto más lo intentan, más me apetece jugar. Las mujeres son auténticos tesoros, tesoros entre los tesoros. Son lo más precioso que hay.

Volvió a tocarle los pechos.

—Oye, lascivo —dijo ella—, ya basta. Ha pasado algo en tu casa.

—¿Qué? —preguntó él sin dejar de acariciarla.

—Se los han llevado a todos y los tienen encerrados. Tienen a tu suegra, a tus cuñadas la mayor y la menor, a tu hijo, a tu pequeño cuñado, a las hijas de tus cuñadas la mayor y la quinta y a tu hermano mayor. Los han encerrado en la casa de la familia. Por la noche, los cuelgan de las vigas y los azotan con látigos y les pegan con estacas… Se me rompe el corazón. No creo que puedan soportarlo más que un día más.

Las manos de Sima Ku quedaron petrificadas frente al pecho de Cui Fengxian. Bajó de la cripta de un salto, cogió su rifle automático y se agachó para salir del panteón. Cui Fengxian lo abrazó y le suplicó:

—No vayas. Estás buscando que te maten.

Cuando se calmó, se sentó junto a un ataúd y engulló uno de los huevos duros. La luz del sol se filtraba entre las zarzas y caía sobre su mejilla hinchada y sobre las canas que tenía en las sienes. La yema del huevo se le quedó en la garganta. Tosió y la cara se le empezó a poner morada. Cui Fengxian le dio unas palmadas en la espalda y un masaje en el cuello hasta que la comida por fin le bajó por el gaznate. La pobre tenía la cara bañada en sudor.

—¡Me has dado un susto de muerte! —dijo, jadeando, mientras dos grandes lágrimas caían sobre la mejilla de Sima Ku y rodaban hacia abajo.

Él se puso en pie de un salto; casi se golpea la cabeza contra el techo del panteón. Unas llamaradas de odio parecieron brotarle de los ojos.

—¡Hijos de perra, os voy a arrancar la piel!

—Por favor, no vayas —le suplicó Cui Fengxian abrazándolo de nuevo—. Yang el lisiado te ha preparado una trampa. Incluso una vieja mujer de pelo largo como yo puede darse cuenta de lo que está intentando. Usa la cabeza. Si irrumpes allá tú solo, caerás directamente en su trampa.

—¿Y entonces qué debo hacer?

—Sigue el consejo de tu suegra y vete lo más lejos de aquí que puedas. Yo iré contigo, si no soy una carga, aunque se me deshagan las plantas de los pies.

Sima Ku la cogió de la mano y le dijo con gran emotividad:

—Soy un hombre muy afortunado por haber conocido a tantas mujeres buenas. Todas han querido dármelo todo y entregarse a mí en cuerpo y alma. ¿Qué más puede pedirle un hombre a esta vida? Pero ya no puedo causarte ningún daño más. Ahora vete, Fengxian, y no vengas a buscarme nunca más. No te pongas triste cuando te enteres de que he muerto. He tenido una buena vida…

Con lágrimas en los ojos, ella asintió y se quitó un peine hecho de cuerno de buey de la cabeza y se lo pasó amorosamente a Sima Ku por el pelo. Lo tenía enmarañado y salpicado de canas. Al peinarlo, salieron trozos de hierba, caparazones rotos de caracoles y pequeños insectos. Le dio un húmedo beso en la frente y le dijo, con voz tranquila: «Te esperaré». Después recogió su cesta y salió del panteón arrastrándose. Abriéndose paso entre las zarzas, abandonó el cementerio. Sima Ku se quedó ahí sentado sin moverse hasta mucho después de que ella se hubiera marchado, con los ojos fijos en las zarzas iluminadas por el sol, que se balanceaban con delicadeza.

A la mañana siguiente, Sima Ku se arrastró fuera del panteón, dejando dentro sus armas, y fue dando un paseo hasta el Lago del Caballo Blanco, donde se dio un baño. Después, como quien se va de excursión a contemplar la naturaleza, dio una vuelta alrededor del lago, observándolo todo, entablando conversaciones con unos pájaros que había posados sobre las cañas y echando carreras con los conejos que corrían al lado del sendero. Caminó por los bordes de esas zonas pantanosas, deteniéndose a cada rato para recoger florecillas silvestres rojas y blancas; después se las acercaba a la nariz para aspirar su fragancia. Más tarde recorrió ampliamente los pastos, desde donde vio, a lo lejos, la Montaña del Buey Reclinado, que parecía dorada por los rayos del sol que se ponía. Cuando pasaba por el puente que cruza el Río del Agua Negra, dio unos cuantos brincos, como si quisiera comprobar si era sólido. El puente se balanceó y crujió. Sintiéndose como un niño travieso, se abrió los pantalones y expuso su desnudez; entonces miró hacia abajo y le gustó lo que vio. Dejó caer un torrente de humeante orina al río. Cuando esta impactaba sobre la superficie del agua, salpicando fuerte y rítmicamente, aulló: «Ah, ah, ah ya ya». El sonido de su voz se expandió por todas partes antes de regresar a él. A la orilla del río, un pequeño pastorcillo bizco hacía restallar su látigo. Eso atrajo la atención de Sima Ku. Miró al niño y este lo miró a su vez. Ambos sostuvieron la mirada hasta que comenzaron a reírse.

—Sé quién eres, niño —le dijo Sima Ku, soltando una risita—. ¡Tus piernas son de madera de peral, tus brazos son de madera de albaricoque y tu madre y yo hicimos tu pequeño pito con un pedazo de barro!

Enfadado por este comentario, el niño lo maldijo:

—¡Que le den a tu vieja!

Este insulto vil hizo que a Sima Ku se le agitara el corazón. Los ojos se le humedecieron y suspiró profundamente. El pastor volvió a hacer restallar el látigo para que sus cabras se dirigieran hacia el sol poniente. Su sombra se alargó mientras comenzó a cantar, con su voz aguda e infantil: «En 1937, los japoneses vinieron a las llanuras. Primero tomaron el Puente de Marco Polo, y después el Paso de Shanhai. Construyeron unas vías de tren que llegaban hasta nuestra ciudad, Jinan. Después, los japoneses dispararon sus cañones, pero el soldado del Octavo Ejército de Caminos amartilló su rifle, apuntó y… pang, un oficial japonés cayó, estirando las piernas mientras su alma emprendía el vuelo…». Antes de que la canción se terminara, unas lágrimas calientes brotaron de los ojos de Sima Ku. Tapándose la ardiente cara con las manos, se sentó de cuclillas sobre el puente de piedra…

Después se lavó en el río el rostro surcado por las lágrimas, sacudió su ropa para quitarle toda la tierra que tenía encima y comenzó a caminar lentamente siguiendo la acequia, que estaba llena de flores de colores estridentes. A medida que iba anocheciendo, los graznidos de los pájaros se volvían más lóbregos y escalofriantes. La variedad de colores que había en el cielo formaba una gigantesca mancha. Los aromas de las flores que había por todos lados, algunos muy fuertes y otros sutiles, embriagaban a Sima Ku; simultáneamente, los olores de las hierbas, a veces amargos y a veces picantes, lo sacaban de su embriaguez. Tanto el Cielo como el Infierno parecían muy remotos, la eternidad parecía transcurrir en un abrir y cerrar de ojos, y estos pensamientos lo llenaban de una profunda angustia. Las langostas desovaban sobre el sendero gris que había junto a la acequia, y parecían cubrirlo por completo: frotaban sus blandos abdómenes contra el duro y embarrado suelo mientras mantenían levantada la parte superior del cuerpo; era una escena de sufrimiento y de dolor al mismo tiempo. Mientras observaba cómo se ondulaban sus abdómenes largos e inconexos, se acordó de su infancia y de su primer amor, una jovencita de piel clara con las cejas depiladas que era la amante de su padre, Sima Weng. Cuánto le habría gustado frotar su cartilaginosa nariz contra sus pechos…

La aldea estaba ahí mismo, un poco más adelante. El humo de las cocinas subía dibujando volutas por el aire, y el olor de los humanos se hacía cada vez más pesado. Se agachó para coger un crisantemo silvestre y aspirar su fragancia con la intención de quitarse de la cabeza todas esas imágenes del pasado y de abandonar sus fantasiosos pensamientos. Después decidió dirigirse a una brecha que habían abierto recientemente en el muro sur del hogar de su familia. Un miliciano que estaba escondido en el agujero salió de un salto, amartilló su rifle y gritó:

—¡Alto! ¡No des ni un paso más!

—Esta es mi casa —contestó Sima Ku con frialdad.

El guardia se quedó atónito durante unos instantes. Después pegó un tiro al aire y gritó salvajemente:

—¡Es Sima Ku! ¡Sima Ku está aquí!

Sima Ku miró cómo el miliciano salió corriendo, arrastrando su rifle tras él, y murmuró:

—¿Por qué corre? ¡Qué cosa!

Volvió a inhalar el aroma de la flor amarilla y tarareó la cancioncilla antijaponesa que había cantado el pastor. Estaba decidido a hacer una entrada digna. Pero el primer paso que dio fue en falso, y cayó dentro de un hoyo que habían cavado enfrente de la brecha, precisamente para atraparlo a él. Un escuadrón de policías del condado que estaba haciendo guardia noche y día en el terreno que había detrás del muro apareció inmediatamente, saliendo de su escondite. Los agujeros negros de docenas de cañones de rifles apuntaban a Sima Ku, que estaba atrapado y que se había cortado los pies con unos tallos de bambú afilados.

—¿Qué creéis que estáis haciendo? —les dijo, despectivamente, atravesado por el dolor—. He venido a entregarme. ¿Para qué construís una trampa para jabalís salvajes para atraparme?

El investigador jefe se agachó, ayudó a Sima Ku a salir del agujero y le puso unas esposas.

—¡Liberad a los miembros de la familia Shangguan! —bramó—. ¡Estoy aquí para responder por lo que he hecho!