VII

Me sacaron a rastras de la escuela. En la calle se había congregado una multitud; estaba claro que me esperaban a mí. Dos milicianos con la cara mugrienta se me acercaron y me ataron con un trozo de cuerda que era suficientemente largo como para que me diera una docena de vueltas al cuerpo, o más, y todavía sobró un poco para que uno de los guardias armados la cogiera y fuera tirando de mí. El otro hombre venía detrás, empujándome suavemente con la boca del cañón de su rifle. Toda la gente que nos cruzamos por el camino se me quedaba mirando, boquiabierta. Después, desde la otra punta de la calle, otro grupo de personas atadas se acercó hasta donde estaba yo. Venían tambaleándose. Eran mi madre, mi primera hermana, Sima Liang y Sha Zaohua. Shangguan Yunü y Lu Shengli, que no iban atadas, intentaban abrazarse a Madre todo el tiempo, y todo el tiempo uno de los corpulentos milicianos las empujaba a un lado. Nos encontramos en el cuartel general del distrito —la Casa Solariega de la Felicidad—, donde nos limitamos a intercambiar miradas. Yo no tenía nada que decir, y estoy seguro de que a ellos les pasaba lo mismo.

Escoltados por los milicianos, atravesamos varios patios hasta llegar a la última habitación, la que quedaba más al sur, y ahí nos amontonamos todos. La ventana del muro que daba al Sur era un enorme agujero. Su celosía y sus persianas de papel estaban destrozadas, como para ofrecer las actividades del interior del edificio al escrutinio público. Distinguí a Sima Ting, encogido en un rincón, con el rostro pálido. Le faltaban los dientes de delante. Nos echó una mirada llena de tristeza. Detrás de la ventana se encontraba el último pequeño jardín, rodeado por un alto muro, una parte del cual había sido atravesado como para abrir una puerta especial. Los guardias patrullaban la zona. Los uniformes se les hinchaban debido al viento del Sur que soplaba desde los campos.

Aquella noche, el oficial del distrito colgó cuatro lámparas de gas del techo de la habitación, e hizo que llevaran una mesa y seis sillas. También trajo látigos de cuero, estacas, varas de ratán, cable de acero, cuerdas, un cubo y una escoba. Además de todo esto, instaló un dispositivo ensangrentado para degollar a los cerdos, un cuchillo de carnicero, un pequeño cuchillo para desollar animales, unos ganchos de hierro para colgar la carne y un cubo para guardar la sangre. Todo lo necesario para montar un matadero.

Escoltado por un escuadrón de milicianos, el Inspector Yang entró en la habitación. Su pierna ortopédica crujía a cada paso que daba. Tenía los carrillos caídos y unas lorzas de grasa debajo de las axilas que le hacían separar los brazos del cuerpo, como un yugo que le colgara del cuello. Se sentó detrás de la mesa y, ociosa y tranquilamente, comenzó a prepararlo todo para interrogarnos. Primero se sacó del bolsillo trasero una Mauser de color azul brillante, la amartilló y la dejó sobre la mesa. Entonces le dijo a uno de los milicianos que le trajera un megáfono, que depositó junto a la pistola. Después trajo una petaca de tabaco y una pipa, que depositó junto al megáfono. Por último, se agachó, se quitó la pierna ortopédica —con el zapato y el calcetín puestos— y la colocó en una de las esquinas de la mesa. La pierna se veía de un color rosa que daba miedo bajo la brillante luz de la lámpara, y tenía una serie de cicatrices negras en la pantorrilla. Tanto el zapato como el calcetín estaban muy desgastados. Quedó sobre la mesa como si fuera uno de los leales guardaespaldas del Inspector Yang.

Otros oficiales del distrito se sentaron sombríamente a ambos lados del Inspector Yang, con las plumas en la mano, delante de unos cuadernos de notas. Los milicianos apoyaron sus rifles contra la pared, se arremangaron y cogieron látigos y estacas. Como si fueran guardias del yamen, formaron dos filas, una enfrente de la otra, respirando pesadamente.

Lu Shengli, que se había entregado voluntariamente, aferraba la pierna de Madre y lloraba. De las puntas de las largas pestañas de Octava Hermana también colgaban algunas lágrimas, aunque ella sonreía. Era cautivadora incluso en las circunstancias más difíciles, y comencé a sentirme culpable por haberla privado de los pechos de Madre cuando éramos pequeños. Madre miraba inexpresiva y fijamente a las lámparas.

El Inspector Yang rellenó su pipa y pasó una cerilla por encima de la áspera superficie de la mesa. Se encendió con un chasquido. Juntó ruidosamente los labios aspirando de la pipa para que el tabaco comenzara a arder. Después tiró la cerilla y tapó la cazoleta de la pipa con el pulgar antes de volver a aspirar profundamente, haciendo mucho ruido, mientras echaba el blanco humo por la nariz. Después quitó las cenizas dándole un golpe a la cazoleta contra la pata del taburete en el que estaba sentado. Tras dejar la pipa sobre la mesa, cogió el megáfono y se lo llevó a la boca de manera que el extremo abierto apuntaba hacia la gente que había al otro lado de la ventana.

—Shangguan Lu, Shangguan Laidi, Shangguan Jintong, Sima Liang, Sha Zaohua —dijo con voz grave—. ¿Sabéis por qué os hemos traído aquí?

Todos nos volvimos para mirar a Madre, que todavía tenía los ojos clavados en la lámpara. Tenía la cara tan hinchada que la piel estaba casi transparente. Movió los labios una vez o dos, pero no dijo nada. Se limitó a sacudir la cabeza.

El Inspector Yang dijo:

—Sacudir la cabeza no es forma de contestar a mi pregunta. Basándonos en los testimonios de la gente y en la exhaustiva investigación que han llevado a cabo las autoridades, hemos conseguido una amplia serie de pruebas. Durante un largo periodo de tiempo, la familia Shangguan, bajo la supervisión de Shangguan Lu, ocultó el paradero del contrarrevolucionario más importante del Concejo de Gaomi del Noreste, un hombre que ha hecho correr una incalculable cantidad de sangre, Sima Ku, el enemigo público. Además, hace muy poco, uno de los miembros de la familia estropeó el salón de actos de la escuela y llenó la pizarra de la iglesia de eslóganes reaccionarios. Solamente por estos delitos podríamos fusilar a toda vuestra familia. Pero siguiendo nuestra política actual, estamos dispuestos a daros otra oportunidad, una última oportunidad para que podáis salvar la vida. Queremos que nos reveléis el escondite secreto del malvado bandido Sima Ku, para poder traer a ese lobo feroz ante la justicia sin demora. En segundo lugar, queremos que confeséis haber estropeado el salón de actos de la escuela y haber escrito los eslóganes reaccionarios, a pesar de que ya sabemos quién es el culpable de ello. Esperamos que seáis completamente honestos, y como contrapartida seremos muy indulgentes. ¿Comprendéis lo que digo?

Respondimos con silencio.

El Inspector Yang levantó la pistola y la golpeó contra la mesa, sin apenas apartarse de la boca el megáfono, que seguía apuntando a la ventana.

—Shangguan Lu —bramó—, ¿has oído lo que he dicho?

Con voz tranquila, Madre dijo:

—Esto es una trampa para incriminarnos.

—Una trampa para incriminarnos —dijimos los demás, haciéndole eco.

—¿Una trampa para incriminaros, decís? No es nuestra costumbre incriminar a la gente inocente, pero tampoco lo es dejar que los culpables campen por sus respetos. Colgadlos a todos.

Nos resistimos y gritamos, pero lo único que conseguimos fue retrasar un poco lo que era inevitable. Nos ataron las manos a la espalda y nos colgaron de las vigas de la casa de Sima Ku. Madre colgaba de la viga que había más hacia el sur, seguida de Shangguan Laidi, Sima Liang y yo. Sha Zaohua estaba detrás de mí. Me dolían los brazos, pero eso era soportable. El dolor que sentía en las articulaciones de los hombros, por el contrario, era espantoso. La cabeza nos quedaba colgando hacia adelante, con el cuello estirado al máximo. Era imposible mantener las piernas rectas, era imposible no estirar el empeine y era imposible evitar que los dedos gordos de los pies apuntaran directamente hacia el suelo. Yo no podía dejar de gimotear, pero Sima Liang no hacía ni un ruido. Shangguan Laidi se lamentaba, pero Sha Zaohua guardaba silencio. El peso de Madre hacía que su cuerda se tensara como un cable. Ella fue la primera en empezar a sudar, y la que más sudaba. Un vapor casi incoloro le salía del despeinado cabello. Shengli y Yunü la agarraron por las piernas y la movían hacia adelante y hacia atrás, así que los milicianos las apartaron a un lado empujándolas como a un par de pollitos recién nacidos. Ellas volvieron a toda prisa y fueron apartadas de nuevo.

—Inspector Yang —dijeron los hombres—, ¿quiere que colguemos también a estas dos?

—¡No! —dijo el Inspector Yang con firmeza—. Haremos todo como está mandado.

Sin querer, Shengli le quitó a Madre uno de los zapatos. El sudor se deslizó por su cuerpo hasta la punta del dedo gordo, y desde ahí cayó al suelo como si se tratara de lluvia.

—¿Ya estáis dispuestos a hablar? —nos preguntó el Inspector Yang—. Confesad y os bajaré de ahí inmediatamente.

Haciendo un esfuerzo para levantar la cabeza y recuperar el aliento, Madre dijo casi sin voz:

—Suelta a los niños… Yo soy la que te interesa a ti…

—¡Los haremos hablar! —dijo él, dirigiéndose a la ventana—. ¡Pegadles, pegadles con fuerza!

Los milicianos cogieron los látigos y las estacas y, dando unos gritos aterradores, comenzaron a golpearnos sistemáticamente. Yo me estremecía de dolor, al igual que Primera Hermana y que Madre. Sha Zaohua reaccionó con absoluto silencio, probablemente porque se desmayó. En cuanto al Inspector Yang y a los oficiales del distrito, estuvieron todo el tiempo pegando puñetazos en la mesa e insultándonos a gritos. Algunos de los milicianos arrastraron a Sima Ting hasta el dispositivo para degollar cerdos mientras le pegaban en el trasero con una vara metálica. Con cada uno de los golpes, él soltaba un grito agónico. «¡Segundo Hermano, hijo de perra, ven aquí y confiesa tus delitos! No podéis pegarme así, no después de todo lo que he hecho…». Uno de los milicianos descargaba su estaca una y otra vez, sin decir ni una palabra, como si estuviera golpeando un trozo de carne podrida. Uno de los oficiales golpeó una cantimplora de cuero con su látigo mientras otro azotaba una bolsa de arpillera con el suyo. Los gritos y los fuertes crujidos, algunos reales y otros no, llenaban la habitación. Los ruidos se mezclaban confusamente. Los látigos y las estacas bailaban bajo la brillante luz de las lámparas de gas.

Cuando pasó aproximadamente el tiempo que dura una clase, soltaron la cuerda que estaba atada a la celosía y Madre se precipitó al suelo. Después soltaron la siguiente, y Primera Hermana se precipitó al suelo. Los demás las seguimos uno a uno. Un miliciano trajo un cubo lleno de agua y nos echó agua fría en la cara con un cucharón, haciendo que recuperáramos el sentido inmediatamente. Me dolía cada una de las articulaciones del cuerpo.

—¡Lo de esta noche sólo ha sido una advertencia! —bramó el Inspector Yang—. Quiero que os lo penséis muy bien. ¿Estáis dispuestos a hablar o no? Si habláis, os perdonaremos todos vuestros delitos. Si no, lo peor todavía no ha llegado.

Cogió su pierna ortopédica, guardó la pipa y metió la pistola en su funda; después les ordenó a los milicianos que nos vigilaran bien antes de darse la vuelta y salir cojeando por la puerta acompañado por sus guardaespaldas, chirriando a cada paso.

Los milicianos cerraron la puerta con pestillo y se apoyaron en la pared, agachados, a fumar. Se dejaron los rifles apoyados sobre el pecho. Nosotros nos acurrucamos alrededor de Madre, sollozando e incapaces de decir ni una sola palabra. Ella nos acarició la cabeza con sus manos hinchadas. Sima Ting gemía de dolor.

—Oídme —dijo uno de los milicianos—, decidle lo que quiere oír. El Inspector Yang puede hacer confesar a una estatua de piedra. Vuestros cuerpos son de carne y hueso. ¿Cuántos días os creéis que aguantarán? Con mucha suerte, llegaréis a pasado mañana.

Uno de los otros dijo:

—Si Sima Ku es el hombre que dicen que es, debería entregarse. Durante esta época puede esconderse en las tierras de cultivo, protegerse tras esa cortina verde. Pero en cuanto llegue el invierno, quedará al descubierto. Tu yerno es un tigre muy extraño. A finales del mes pasado, un escuadrón de la policía lo tenía rodeado en un cañaveral junto al Lago del Caballo Blanco, pero se les escapó y consiguió matar a siete u ocho de sus perseguidores con una sola ráfaga de ametralladora. Y además, el jefe del escuadrón resultó herido en la pierna.

Los milicianos parecían estar insinuando algo. Yo no estaba seguro de qué se trataba. Pero habían dejado caer algunas noticias sobre Sima Ku. Después de dejarse ver junto al horno de ladrillos, había desaparecido como un guijarro en medio del océano. Le habíamos dicho que se fuera volando muy alto, muy lejos, pero se había quedado cerca de Gaomi del Noreste, sembrando el caos y buscándonos problemas. El Lago del Caballo Blanco estaba al sur del Caserío del Condado Dos, a unos cuatro o cinco kilómetros de Dalan.