VI
En la iglesia se organizó una clase abierta al público. En cuanto los alumnos llegaban a la puerta, rompían a llorar, como si estuvieran cumpliendo órdenes. El ruido que hacían cientos de alumnos —la Escuela Primaria de Dalan se había convertido, para entonces, en la más importante de todo el Concejo de Gaomi del Noreste— llorando todos a la vez atronaba desde un extremo de la calle al otro. El recién llegado director se subió a los escalones de piedra y exclamó, con un acento muy marcado: «¡Silencio, niños, silencio!». Entonces se sacó del bolsillo un pañuelo gris y con él se secó los ojos primero y después se sonó fuertemente la nariz.
Cuando los alumnos dejaron de llorar, siguieron a sus profesores en fila de a uno, entraron en la iglesia y se alinearon sobre un gran cuadrado que había dibujado con tiza en el suelo. Las paredes estaban llenas de dibujos de todos los colores, con diversas explicaciones escritas debajo.
Cuatro mujeres se situaron en las esquinas con un puntero en la mano.
La primera era nuestra profesora de música, Ji Qiongzhi, que había sido castigada por pegarle a un alumno. Tenía la cara de un color amarillo ceroso y era evidente que estaba bastante deprimida. Sus ojos, que en otro tiempo habían sido radiantes, ahora estaban fríos y faltos de vitalidad. El nuevo jefe del distrito, con un rifle colgado al hombro, estaba de pie en el púlpito del Pastor Malory mientras Ji señalaba los dibujos que había a su espalda y leía las descripciones que los acompañaban.
La primera docena de dibujos, más o menos, describía el entorno natural del Concejo de Gaomi del Noreste, su historia y la situación en la que se encontraba la sociedad antes de la Liberación. Después vino el dibujo de un nido de serpientes venenosas con rojas lenguas bífidas. Sobre cada una de las cabezas de las serpientes había un nombre escrito; sobre una de las cabezas más grandes estaba el nombre del padre de Sima Ku y Sima Ting.
—Bajo la cruel opresión de estas serpientes chupasangres —dijo Ji Qiongzhi monótonamente—, los habitantes del Concejo de Gaomi del Noreste se vieron atrapados en un abismo de sufrimiento, y vivieron en peores condiciones que las bestias de carga.
Entonces señaló el dibujo de una anciana que tenía un rostro semejante al de un camello. La mujer portaba una canasta vieja y deteriorada y un cuenco para pedir limosna; una monicaca esquelética iba agarrándola por el dobladillo de la chaqueta. Unas hojas negras, con unas líneas quebradas que indicaban que caían desde la esquina superior izquierda del dibujo, mostraban el frío que hacía.
—Una cantidad innumerable de gente tuvo que abandonar sus hogares y dedicarse a mendigar, para ser atacados por los perros de los terratenientes, que les dejaban las piernas desgarradas y ensangrentadas.
El puntero de Ji Qiongzhi se desplazó al siguiente dibujo. Una puerta negra, de dos hojas, ligeramente entreabierta. Sobre la puerta colgaba una placa de madera dorada en la que había escritas cinco palabras: Casa Solariega de la Felicidad. Una pequeña cabeza, cubierta con una gorra adornada con una borla roja, asomaba por la abertura de la puerta. Evidentemente, se trata del hijo mimado de un tiránico terrateniente. Lo que me pareció raro fue la manera en la que el artista había dibujado a este mocoso: con sus mejillas rosadas y sus ojitos brillantes, lo que debería haber sido una imagen repugnante era en realidad algo muy atractivo. Un inmenso perro amarillo tenía los dientes hundidos en la pierna de un niño pequeño. Llegados a este punto, una de las niñas empezó a sollozar. Era una alumna en la escuela de la Aldea de la Colina de Arena, una «chica» de diecisiete o dieciocho años que iba a segundo. Todos los demás estudiantes se dieron la vuelta para mirarla, pues tenían curiosidad por saber por qué lloraba. Uno de ellos levantó el brazo y gritó una consigna, interrumpiendo el relato de Ji Qiongzhi. Ella, a pesar de todo, siguió con el puntero en la mano y esperó pacientemente, con una sonrisa en el rostro. El que había gritado la consigna, entonces, comenzó a gemir aterrorizado, aunque ni una sola lágrima brotó de sus ojos inyectados en sangre. Miré a mi alrededor; todos los alumnos estaban llorando. Las olas de sonido ascendían y caían. El director, que estaba de pie donde todo el mundo podía verlo, se había tapado la cara con el pañuelo y se estaba dando golpes en el pecho con el puño. Unas brillantes gotas de baba caían por la cara pecosa del chico que había a mi lado, Zhang Zhongguang, que también se estaba dando golpes en el pecho, primero con una mano, luego con la otra, quizá porque estaba enfadado, quizá porque estaba triste. Su familia había recibido la categoría de granjeros arrendatarios, a los que no se podía desalojar, pero antes de la Liberación Nacional yo había visto muchas veces a este hijo de un granjero arrendatario en el mercado de Dalan acompañando a su padre, que se dedicaba al juego y las apuestas. El chico solía estar comiendo un trozo de cabeza de cerdo a la barbacoa envuelto en una hoja de loto fresca. Al final siempre acababa con las mejillas, e incluso la frente, cubiertas de grasa de cerdo. Ahora tenía la barbilla llena de baba procedente de esa boca abierta que había consumido tanto cerdo grasiento. A mi derecha había una chica corpulenta que tenía un dedo de más en cada mano, junto al pulgar, un dedo tierno, amarillento, semejante al capullo de una flor. Creo que su nombre era Du Zhengzheng, pero todos la llamábamos Seis-Seis Du. Ahora se tapaba el rostro con las manos mientras sus sollozos sonaban como el zureo de las palomas, y aquellos pequeños y encantadores dedos de más se agitaban sobre su cara como las colas enroscadas de los lechoncitos. De entre sus dedos surgieron dos sombríos rayos de luz. Por supuesto, vi muchos más estudiantes cuyos rostros estaban humedecidos por las lágrimas que eran reales y tan preciosas que nadie quería secárselas. Yo, por el contrario, no pude derramar ni una; ni siquiera podía imaginarme cómo esos pocos dibujos mal hechos podían partirle el corazón a los alumnos de ese modo. En cualquier caso, yo no quería que se me notara, puesto que me había dado cuenta de que la siniestra mirada de Seis-Seis Du se había posado sobre mi cara, y yo sabía que le caía fatal. Íbamos a la misma clase y compartíamos banco, y una tarde, cuando estábamos ahí sentados recitando la lección a la luz de una lámpara, me había tocado el muslo a hurtadillas con uno de sus dedos de más, sin dejar de recitar. Yo me había puesto en pie de un salto, presa del pánico, interrumpiendo la clase, y cuando la profesora me pegó un grito, yo solté lo que había pasado. Fue una estupidez, sin duda, ya que se supone que a los chicos les gustan estos contactos con las chicas. E incluso si a uno no le gustan, no tiene por qué hacer tanto lío. Pero yo no me di cuenta de eso hasta muchos años más tarde, y cuando al fin lo hice, sacudí la cabeza, preguntándome por qué no había… Pero en aquel momento, esos dedos parecidos a orugas me dieron una mezcla de miedo y asco. Cuando la acusé, ella quiso que la tierra la tragara de la vergüenza que le dio; por suerte, era una clase vespertina, y las tenues lámparas que había delante de cada alumno solamente daban un halo de luz del tamaño de una sandía. Agachó la cabeza y entre todas las miradas obscenas que le estaban clavando los fisgones que había a su alrededor, balbuceó: «Fue sin querer. Estaba intentando cogerle la goma…». Como un completo idiota, yo dije: «Mentira, lo hizo aposta. Me dio un pellizco». «¡Shangguan Jintong, cállate!».
Así que además de que la profesora de música y literatura, Ji Qiongzhi, me mandara callar, había logrado convertir a Du Zhengzheng en mi enemiga. Al día siguiente me encontré una lagartija muerta en la bolsa que llevaba a la escuela, y me imaginé que había sido ella quien la metió ahí. Y, pese a todo, ahora, mientras recordaba estos sombríos acontecimientos, era el único que tenía la cara seca, sin lágrimas ni babas. Eso podía traerme graves problemas.
Si Du Zhengzheng aprovechaba esta oportunidad para vengarse… Ni siquiera quería pensarlo. Así que me tapé la cara con las manos y, abriendo mucho la boca, empecé a hacer ruidos como si estuviera llorando. Pero no lloré, simplemente no pude.
Ji Qiongzhi alzó la voz para ahogar el sonido del llanto.
—La reaccionaria clase de los terratenientes vivía una vida de lujuria y excesos. ¡Sima Ku, por ejemplo, tenía cuatro esposas!
Golpeó el puntero con impaciencia contra uno de los dibujos, que era un retrato de Sima Ku pero con cabeza de lobo y cuerpo de oso; tenía los largos y peludos brazos sobre cuatro atractivas y demoníacas mujeres. Las dos que estaban a la izquierda tenían cabeza de serpiente. Las dos de la derecha tenían unas tupidas colas amarillas. Detrás de ellas había una pandilla de pequeños demonios, que obviamente eran los hijos de Sima Ku. Entre ellos tenía que estar Sima Liang, el héroe de mi infancia. ¿Pero cuál de ellos era? ¿El gato, con orejas triangulares a ambos lados de la frente? ¿O la rata, la que tenía un hocico puntiagudo y llevaba una chaqueta roja y sacaba las garras por el extremo de las mangas? Sentí que la fría mirada de Du Zhengzheng me recorría de arriba a abajo.
—La cuarta esposa de Sima Ku, Shangguan Zhaodi —dijo Ji Qiongzhi en voz alta pero sin ninguna pasión, señalando al dibujo de una mujer con una larga cola de zorro—, se alimentaba de toda clase de delicias de tierra y de mar. Lo único que le quedaba por comer era la delicada piel amarillenta que los gallos tienen en las patas, por lo que un montón de gallos de Sima fueron sacrificados para satisfacer sus extravagantes deseos.
¡Eso es mentira! ¿Cuándo se había comido mi hermana la piel amarilla de la pata de un gallo? Ni siquiera comía pollo. ¡Y nunca se habían sacrificado los gallos de Sima! Las calumnias que estaban contando de mi segunda hermana me llenaron de enfado y de una sensación de traición. Y unas lágrimas provocadas por un sentimiento complejo asomaron a mis ojos. Me las sequé lo más rápido que pude, pero no dejaban de brotar.
Cuando hubo terminado de adoctrinarnos, Ji Qiongzhi se hizo a un lado, respirando pesadamente, exhausta. Entonces ocupó su lugar una mujer que acababa de llegar, enviada por el gobierno del condado: la Profesora Cai. Tenía unas cejas muy finas sobre unos tersos párpados, y una voz clara y melódica. Los ojos se le llenaron de lágrimas incluso antes de comenzar a hablar. El trozo de la lección que iba a dar ella tenía un tema que provocaba mucha rabia: Los monstruosos crímenes de los Cuerpos de Restitución de la Tierra a sus Dueños. Cai llevó a cabo su tarea escrupulosamente, señalando los encabezamientos de todos los dibujos y leyéndolos en voz alta, como si se tratara de una clase de vocabulario. El primero de los dibujos representaba una luna creciente parcialmente escondida detrás de unos negros nubarrones en el ángulo superior derecho. En la esquina superior izquierda había unas hojas negras que dejaban unas líneas oscuras a su paso. Pero esta ilustración era del viento del otoño, no del invierno. Debajo de las nubes negras y la luna creciente, sacudidas por los helados vientos otoñales, estaba el cabecilla de todas las fuerzas del mal de Gaomi del Noreste, Sima Ku, vestido con un abrigo militar y una bandolera, con la boca abierta, enseñando los colmillos y con unas gotas de sangre cayéndole de la lengua, que le colgaba como a un perro. En la garra que asomaba por la manga izquierda, Sima Ku tenía un cuchillo ensangrentado, y en la de la derecha un cuchillo; unas llamas muy mal dibujadas salían del cañón, pues acababa de disparar unas cuantas balas. No llevaba pantalones. El abrigo militar le colgaba hasta el comienzo de su peluda cola de zorro. Un grupo de bestias salvajes y horrendas le pisaba los talones. Uno de ellos tenía el cuello completamente estirado; se trataba de una cobra que escupía un veneno de color rojo.
—Este es Chang Xilu, un granjero rico y reaccionario de la Aldea de la Colina de Arena —dijo la Profesora Cai, señalando la cabeza de la cobra—. Y este otro —dijo, mientras su puntero se apoyaba sobre un perro salvaje—, es Du Jinyuan, el despótico terrateniente de la misma aldea.
Du Jinyuan llevaba un palo con púas (que goteaba sangre, por supuesto). A su lado estaba Hu Rikui, un mercenario de la Colina de la Familia Wang. Temía un aspecto más o menos humano, pero su rostro era alargado y fino, parecido al de una mula. El granjero rico y reaccionario Ma Qinyun, del Caserío del Condado Dos, era un oso grande y torpe. Todos juntos formaban un grupo de bestias salvajes con cara de asesinos que se lanzaban al asalto del Concejo de Gaomi del Noreste bajo el liderazgo de Sima Ku.
—Los Cuerpos de Restitución de la Tierra a sus Dueños empezaron una frenética guerra clasista y en cuestión de solamente diez días, empleando todos los medios que tenían al alcance, incluidos los más crueles, asesinaron a 1388 personas.
Cai tocó unas imágenes que representaban a los terratenientes miembros de dichos cuerpos cometiendo brutales asesinatos, uno tras otro, con lo que arrancó lamentos de dolor de los alumnos. Era como un diccionario a gran escala de impactantes métodos de tortura, que combinaba textos con vividas ilustraciones. En los primeros dibujos se veían algunos métodos de ejecución tradicionales: decapitaciones, pelotones de fusilamiento, y cosas semejantes. Pero después, gradualmente, las escenas se volvían más creativas:
—Esto que veis aquí son enterramientos —dijo la Profesora Cai—. Como su nombre indica, la víctima es enterrada viva.
Docenas de hombres con el rostro muy pálido estaban de pie, en el fondo de una gran fosa. Sima Ku estaba al borde de la fosa, dando instrucciones a una pandilla de miembros de los cuerpos de restitución, que echaban tierra dentro.
—Según el testimonio de una mujer que sobrevivió, la anciana Señora Guo —dijo la profesora, y leyó el texto que había debajo de la ilustración:
«Los bandidos de los cuerpos de restitución se cansaron de hacer el trabajo, y obligaron a los cuadros revolucionarios y a los civiles comunes a cavar sus propias fosas y a enterrarse unos a otros. Cuando la tierra les llegaba al pecho, las víctimas empezaban a tener dificultades para respirar. Sentían como si el pecho les estuviese a punto de explotar. La sangre se les subía rápidamente a la cabeza. Cuando llegaban a ese punto, los bandidos de los cuerpos de restitución disparaban sus armas contra las cabezas de sus víctimas, haciendo que la sangre y los sesos dieran saltos por el aire de hasta un metro de altura».
El rostro de la Profesora Cai, que se sentía un tanto mareada, estaba blanco como una sábana. Los gemidos de los alumnos hacían temblar las vigas, pero yo tenía los ojos completamente secos. Según las fechas que aparecían debajo de los dibujos, cuando Sima Ku lideraba los cuerpos de restitución y cometían salvajes asesinatos en el Concejo de Gaomi del Noreste, yo me encontraba con Madre y con algunos cuadros revolucionarios y otros activistas en unos refugios situados a lo largo de la orilla noreste del río. Sima Ku, Sima Ku, ¿era realmente tan cruel? La Profesora Cai apoyó la cabeza contra el dibujo de los enterramientos de gente viva. Un pequeño miembro de los cuerpos de restitución estaba levantando una pala llena de tierra por encima de su cabeza, y parecía como si estuviera a punto de enterrarla. Unas translúcidas gotas de sudor le corrían por el rostro. Empezó a resbalarse, apoyada en la pared, hasta que cayó al suelo, arrastrando la ilustración con ella. Quedó sentada en el suelo, con la espalda contra la pared y el dibujo tapándole la cara. Un polvillo gris, procedente de la pared, se depositó lentamente sobre el papel blanco.
El rumbo que tomaron los acontecimientos hizo que los estudiantes dejaran de gemir. Varios oficiales del distrito llegaron corriendo y se llevaron a la Profesora Cai por la puerta. El jefe del distrito, un hombre de mediana edad que tenía unos rasgos muy comunes y el rostro repleto de lunares, dejó la mano apoyada en la culata de madera del rifle que llevaba colgado a la espalda y dijo con voz severa:
—Estudiantes, camaradas, ahora vamos a invitar a la pobre y anciana campesina de la Aldea de la Colina de Arena, la Señora Guo, para que nos cuente su experiencia personal. ¡Que pase la Señora Guo!
Todos nos volvimos y miramos hacia la pequeña y maltrecha puerta que conducía de la iglesia a lo que había sido la residencia del Pastor Malory. Silencio, silencio, un silencio súbitamente roto por un interminable gemido que llegó hasta la iglesia desde el patio que había al frente. Dos oficiales abrieron la puerta empujándola con la espalda y entraron, ayudando a la Señora Guo, una anciana con el pelo canoso que se tapaba la boca con la manga y sollozaba lastimeramente. Todo el mundo, en la iglesia, se unió a su explosión de lágrimas durante no menos cinco minutos, hasta que al fin ella se secó las lágrimas, se sacudió la manga y dijo:
—No lloréis, niños. Las lágrimas no pueden hacer revivir a los muertos. Nosotros tenemos que seguir viviendo.
Los alumnos dejaron de llorar y la observaron. En mi opinión, lo que dijo era muy simple, pero tenía un significado profundo. En cierto modo, dio la impresión de ser una persona reservada cuando preguntó, de una forma un tanto confusa:
—¿Qué se supone que debo decir? No hay ninguna necesidad de hablar del pasado.
Se dio la vuelta como si se fuera a ir, pero fue detenida por la directora de la Liga de Mujeres de la Colina de Arena, Gao Hongying, que corrió hacia ella y le dijo:
—Vieja Tía, habíamos quedado en que nos ibas a hablar, ¿no es verdad? Ahora no puedes echarte atrás.
Gao estaba visiblemente disgustada. El jefe de distrito dijo cordialmente:
—Vieja Tía, cuéntales cómo los miembros de los Cuerpos de Restitución de la Tierra a sus Dueños enterraban a la gente viva. Tenemos que educar a nuestros jóvenes de manera que el pasado no caiga en el olvido. Como dijo el Camarada Lenin, «olvidar el pasado es una forma de traición».
—Bueno, puesto que incluso el Camarada Lenin quiere que hable, eso es lo que haré. —La Señora Guo suspiró—. Aquella noche había luna llena, y estaba tan brillante que podría haber bordado bajo su luz. No hay muchas noches como esa. Cuando era pequeña, un señor mayor me contó que se acordaba de que había habido una luna blanca como aquella durante la época de la Rebelión Taiping. No podía dormir, estaba preocupada, tenía la sensación de que iba a suceder algo malo, así que me levanté para ir a pedirle prestado un patrón para hacer zapatos a la madre de Fusheng, en la Calle Oeste y, ya que estaba, comentarle a Fusheng que necesitaba encontrar una esposa para un sobrino mío que ya estaba en edad de casarse. Cuando salía por la puerta, vi a Pequeño León, que llevaba una espada grande y brillante, con la madre y la esposa de Jincai, y sus dos hijos. El mayor sólo tenía unos siete u ocho años, y la pequeña, una niña, apenas dos. El chico iba caminando junto a su abuela, asustado, llorando. La esposa de Jincai llevaba en brazos a la pequeña, que también lloraba asustada. Jincai tenía una herida hecha con una espada, un corte grande, profundo y ensangrentado en el hombro. Al fijarme, casi me muero del susto. Tres tipos con aspecto malvado, que a mí me sonaban de algo y que también estaban armados con espadas, iban andando detrás de Pequeño León. Intenté esconderme para que no me vieran, pero ya era tarde; ese bastardo de Pequeño León me había visto. Resulta que la madre de Pequeño León y yo somos medio primas, por lo que él dijo:
—¿No es mi tía esa que está ahí?
—Pequeño León —le dije yo—, ¿cuándo has vuelto?
Él me contestó:
—Anoche.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.
—Nada —me dijo—. Buscar un lugar para que duerma esta familia.
No me sonó nada bien, así que le dije:
—Son nuestros vecinos, León, aunque las cosas se pongan feas.
—No hay ningún problema, ni siquiera entre mi padre y ellos —me dijo él—. De hecho, mi padre y el suyo son hermanos de sangre. Pero él colgó a mi padre de un árbol y le pidió dinero.
—No sabía lo que hacía —dijo la madre de Jincai—. Perdónalo, hazlo por la generación anterior. Me pondré de rodillas y me prosternaré ante ti.
—Madre —dijo Jincai—, no supliques.
—Jincai, estás empezando a hablar como un hombre —le dijo Pequeño León—. No me extraña que te hayan hecho jefe de la milicia.
—No vas a durar más que unos días —dijo Jincai.
—Tienes razón —dijo Pequeño León—, me imagino que duraré diez días, o un par de semanas. Pero me basta con esta noche para ocuparme de ti y de tu familia.
Yo intenté aprovecharme de mi edad para convencerlo, y le dije:
—Deja que se vayan, Pequeño León. Si no los dejas, ya no serás más mi sobrino.
Pero él se limitó a mirarme fijamente y me dijo:
—¿Quién demonios es tu sobrino? ¡No me vengas ahora con parentescos! Esa vez que aplasté a uno de tus pollitos sin querer, me abriste la cabeza con un palo.
—León, ¿qué clase de persona eres? —Él se dio la vuelta y les preguntó a los hombres que iban con él—: Chicos, ¿a cuántos hemos matado hoy?
Uno de ellos le dijo:
—Contando con esta familia, exactamente noventa y nueve.
—Tú, mujer anciana, eres una tía tan lejana que tendrás que sacrificarte para que pueda llegar a un número redondo.
Cuando oí eso, se me puso el pelo de punta. ¡Ese bastardo estaba hablando de matarme! Me metí en la casa corriendo, pero en realidad no podía escapar de ellos. Para Pequeño León, la familia no significaba nada. Cuando pensaba que su mujer tenía una aventura, metió una granada entre las cenizas del fogón, pero su madre se levantó muy temprano y se puso a limpiar el fogón y fue ella quien se encontró con la granada. Yo me había olvidado de aquel incidente y ahora iba a pagarlo caro, y todo por ser tan bocazas. Nos llevaron a Jincai y a su familia y a mí hasta la Aldea de la Colina de Arena, donde uno de ellos empezó a cavar una gran fosa. No le llevó mucho tiempo, puesto que el suelo era muy arenoso. La luna brillaba tanto que veíamos todo lo que había en el suelo —briznas de hierba, flores, hormigas, babosas— como si fuera de día. Pequeño León se acercó al borde del foso para echar un vistazo.
—Hacedlo un poco más hondo —dijo—. Jincai es grande como una mula, el cabrón.
El hombre continuó cavando. La arena húmeda volaba de un lado a otro. Pequeño León le preguntó a Jincai:
—¿Tienes algo que decir?
—León —dijo Jincai—, no voy a suplicarte nada. Maté a tu padre, pero si no lo hubiera hecho yo, lo habría hecho algún otro.
—Mi padre era un hombre austero que vendía mariscos con el tuyo. Ahorró algo de dinero y se compró unos acres de terreno. Desgraciadamente para tu padre, alguien le robó el dinero. Dime, ¿cuál fue el delito de mi padre?
—¡Compró tierras, ese fue su delito!
—Jincai, dime la verdad. ¿A quién no le gustaría tener un terreno? ¿Qué me dices de tu padre, por ejemplo? ¿O de ti?
—A mí no me lo preguntes —dijo Jincai—. No puedo contestar esa pregunta. ¿El hoyo ya es suficientemente profundo?
El hombre que cavaba dijo que sí. Sin decir ni una palabra, Jincai se metió dentro de un salto. Solamente su cabeza asomaba por encima del nivel del suelo.
—León —dijo—, quiero gritar una cosa.
—Adelante —dijo León—. Hemos sido amigos desde que éramos niños e íbamos con el culo al aire, así que te mereces un trato especial. Adelante, grita lo que quieras.
Jincai pensó un momento y después levantó el brazo izquierdo y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Larga vida al Partido Comunista! ¡Larga vida al Partido Comunista! ¡Larga vida al Partido Comunista!
Fueron solamente tres gritos.
—¿Eso es todo? —dijo Pequeño León.
—Eso es todo.
—Vamos —dijo León—, grita un poco más. Tienes una buena voz.
—No —dijo Jincai—. Eso es todo. Con tres veces es suficiente.
Pequeño León le dio un ligero codazo a la madre de Jincai.
—Muy bien —le dijo—. Ahora vas tú, tía.
La madre de Jincai cayó de rodillas y tocó el suelo con la frente, pero Pequeño León se limitó a cogerle la pala de las manos al otro hombre y la usó para empujarla al interior de la fosa. El otro hombre empujó a la esposa y a los hijos de Jincai. Los niños berreaban. Su madre también.
—¡Parad ya! —les ordenó Jincai—. Cerrad la boca y no me hagáis pasar vergüenza.
Su esposa y sus hijos dejaron de llorar. Entonces uno de los hombres me señaló y dijo:
—¿Y qué hacemos con esta, jefe? ¿También la metemos dentro?
Antes de que Pequeño León pudiera contestar, Jincai gritó:
—Pequeño León, dijiste que esta fosa era para mi familia. No quiero ningún extraño aquí abajo.
—No te preocupes, Jincai —dijo Pequeño León—. Te comprendo perfectamente. Con esta anciana vamos a…
Se volvió hacia donde estaban los demás.
—Chicos, ya sé que estáis cansados, pero cavad otro hoyo para enterrarla a ella.
Los hombres se dividieron en dos grupos, uno para cavar una fosa para mí y el otro para rellenar la fosa donde estaba Jincai con su familia. La hija de Jincai empezó a llorar.
—Mamá, me está entrando arena en los ojos.
Entonces la esposa de Jincai le tapó la cabeza a la niña con las amplias mangas de su blusa. El hijo de Jincai intentó esforzadamente trepar por la pared de la fosa para escapar, pero le dieron un golpe con una pala que lo mandó de nuevo al fondo. El niño empezó a berrear. La madre de Jincai, por su parte, se sentó en el suelo y rápidamente quedó enterrada bajo la arena. Jadeaba por la falta de aire.
—¡Partido Comunista, ah, Partido Comunista! —gruñó—. ¡Por tu culpa estamos muriendo nosotras, las mujeres!
—¡Así que por fin lo has entendido, ahora, que estás a punto de morir! —dijo Pequeño León—. Jincai, lo único que tienes que hacer es gritar: «Abajo el Partido Comunista» tres veces y le perdonaré la vida a un miembro de tu familia. De ese modo, habrá alguien que visite tu tumba en el futuro.
Tanto la madre como la esposa de Jincai le rogaron que lo hiciera:
—¡Dilo, Jincai, dilo de una vez!
Con la cara tapada casi completamente por la arena, Jincai levantó la mirada con orgullo.
—¡No, no lo diré!
—De acuerdo, tienes agallas —dijo Pequeño León lleno de admiración, y le cogió la pala a uno de sus hombres, la hundió en la arena y echó una palada más a la fosa.
La madre de Jincai ya no se movía. La arena le llegaba a su mujer por el cuello. Ya había enterrado a su hija y casi le cubría del todo la cabeza a su hijo, que levantaba los brazos y seguía esforzándose por salir de ahí. A su esposa le salía sangre negra de la nariz y las orejas. Del agujero negro en que se había convertido su boca se escaparon las palabras «qué sufrimiento, ay, qué sufrimiento». Pequeño León hizo una pausa en su trabajo y le dijo a Jincai:
—Bueno, ¿qué me dices ahora?
Jadeando como un buey, Jincai, que tenía la cabeza hinchada como una cesta, le contestó:
—Ni hablar, Pequeño León.
—Como fuimos amigos cuando éramos pequeños —dijo Pequeño León—, te daré una oportunidad más. Lo único que tienes que hacer es gritar: «Larga vida al Partido Nacionalista» y te sacaré de ahí.
Con los ojos muy abiertos, y mirándolo fijamente, Jincai balbuceó:
—Larga vida al Partido Comunista…
Enfurecido, Pequeño León comenzó a echar arena en la fosa otra vez. La esposa y los hijos de Jincai quedaron enterrados muy pronto, pero todavía se notaban movimientos justo debajo de la superficie, lo que indicaba que aún no estaban muertos del todo. De repente, nos impactó ver la cabeza hinchada de Jincai elevarse de un modo terrorífico. Ya no podía hablar y le salía sangre de la nariz y de los ojos. Las venas de la frente se le habían hinchado hasta tener el tamaño de gusanos de seda. Entonces Pequeño León empezó a saltar para apisonar bien la tierra. Después, se sentó en cuclillas delante de la cabeza de Jincai.
—Bueno, ¿qué me dices ahora? —le preguntó.
Jincai ya no podía contestarle. Pequeño León le dio unos golpecitos en la cabeza con el dedo y le dijo:
—A ver, chicos, ¿queréis probar los sesos humanos?
—¿Quién va a querer comer eso? —dijeron—. Me da ganas de vomitar.
—Hay gente que los ha comido —dijo Pequeño León—. El Jefe de Destacamento Chen, por ejemplo. Me dijo que si se le pone un poco de salsa de soja y unas tiras de jengibre, sabe como el tofu en gelatina.
El hombre que estaba cavando el otro pozo salió de él y dijo:
—¡Ya está listo, señor!
Pequeño León se acercó a echar un vistazo.
—Ven aquí, tía lejana, y dime qué opinas de esta cripta que te he hecho.
—León —dije yo—, León, ten un poco de compasión y perdónale la vida a esta anciana.
—¿Y para qué quiere vivir alguien tan viejo como tú? Si te dejo ir, tendré que encontrar a alguien que ocupe tu lugar, puesto que necesito llegar a cien para hacer un número redondo.
Entonces yo le dije:
—En ese caso, acaba conmigo con tu espada. ¡Ser enterrada viva es demasiado horrible!
Lo único que me dijo ese hijo de perra engendrado por una tortuga fue:
—La vida es constante sufrimiento. Pero cuando mueras, irás directamente al Cielo.
Y entonces me empujó dentro de la fosa. Justo entonces apareció un montón de gente, gritando para anunciar su llegada. Venían de la Aldea de la Colina de Arena. Uno de ellos era Sima Ku, el segundo del administrador de la Casa Solariega de la Felicidad. Mucho tiempo atrás yo había cuidado a su tercera esposa, así que pensé: ha llegado mi salvador. Llegó caminando con aire arrogante, con sus botas de montar. Había envejecido un montón durante los años que habían pasado desde la última vez que yo lo había visto.
—¿Quién eres? —preguntó.
—¿Yo? ¡Soy Pequeño León!
—¿Qué estás haciendo?
—Enterrando a una gente.
—¿A quién?
—Ai jefe de los milicianos de la Colina de Arena, Jincai, y a su familia.
Sima Ku se acercó al hoyo en el que estaba yo.
—¿Quién está ahí abajo?
—¡Segundo Patrón, sálveme! —grité yo—, yo cuidé a su tercera esposa. Soy la mujer de Guo Loguo.
—Ah, eres tú —dijo él—. ¿Cómo has caído en sus manos?
—Hablé cuando no debía. Sea compasivo, Segundo Patrón.
Sima Ku se volvió hacia Pequeño León.
—Deja que se vaya —le dijo.
—Si hago eso, Jefe del Equipo, no llegaré a un número redondo.
—Olvídate de los números. Limítate a matar a quien merezca que lo maten.
Uno de sus hombres colocó la pala de modo que yo pudiera salir de la fosa. Podéis decir lo que queráis, pero Sima Ku es un hombre razonable, y si no hubiera sido por él, ese bastardo de Pequeño León me habría enterrado viva.
Los oficiales se llevaron de la habitación a la anciana señora Guo, arrastrándola y empujándola.
La Profesora Cai, con la cara pálida, cogió su puntero y volvió al punto donde se había desmayado y comenzó de nuevo a hacer sus descripciones de las torturas. A pesar de que se le saltaban las lágrimas mientras seguía con su monótono sermón, hablando con una voz desolada, los estudiantes ya no lloraban más. Recorrí con la mirada los rostros de toda esa gente que había estado golpeándose el pecho y dando patadas en el suelo; ahora se veían los efectos del agotamiento y de la impaciencia. Todos aquellos dibujos, rezumantes de sangre, se habían vuelto insípidos, como si fueran tortitas que han estado empapadas durante días y que después se han puesto a secar. Comparado con lo que nos había contado la anciana señora Guo, cuya experiencia personal la había investido con la voz de la autoridad, los dibujos y las explicaciones habían perdido su capacidad de despertar nuestras emociones.