V

Me estaban esperando en el sendero que iba de la escuela a la aldea, cada uno con una elástica vara de morera en la mano. La brillante luz del sol hacía que sus rostros resplandecieran como si estuviesen cubiertos de cera. La agradable calidez de los rayos del sol le daba un lustre especial a la gorra de piel de serpiente y a la mejilla inflamada de Wu Yunyu, a los siniestros ojos de Guo Qiusheng, a las orejas semejantes a setas de Ding Jingou y a los dientes renegridos de Wei Yangjiao, que en la aldea tenía fama de ser particularmente astuto. Yo pensaba pasar junto a ellos por uno de los lados del camino, pero Wei Yangjiao me bloqueó el paso con su vara de morera.

—¿Qué estáis haciendo? —pregunté tímidamente.

—¿Que qué estamos haciendo? Escucha, pequeño bastardo —dijo, y el blanco de sus ojos bizcos se desplazaba por sus órbitas como una polilla—, le vamos a dar una lección a un bastardo hijo de un diablo extranjero y pelirrojo.

—Pero si yo no os he hecho nada —protesté.

La vara de Wu Yunyu cayó sobre mi espalda, creando unas cálidas corrientes de dolor. Después se sumaron los demás: las cuatro varas de morera me golpeaban en el cuello, en la espalda, en los costados y en las piernas. Para entonces yo estaba aullando, así que Wei Yangjiao sacó un cuchillo con un mango de hueso y lo agitó delante de mis narices.

—¡Cállate! —me ordenó—. ¡Si no dejas de gritar, te corto la lengua, te arranco los ojos y te rebano la nariz!

La luz del sol refulgió fríamente en la hoja. Aterrorizado, cerré la boca. Entonces me inmovilizaron apoyándose encima de mí con las rodillas y empezaron a azotarme con sus varas en la parte posterior de las piernas, como lobos que se lanzan en manada sobre una oveja y se la llevan a lo más profundo del bosque. El agua fluía silenciosamente por las acequias, a ambos lados del sendero. Unas burbujas ascendían a la superficie y soltaban un hedor que se hacía más intenso a medida que avanzaba la tarde. Yo les suplicaba, una y otra vez:

—Dejadme ya, hermanos mayores.

Pero con eso sólo conseguía que me golpearan más fuerte, y cada vez que gritaba, Wei Yangjiao estaba ahí para hacerme callar. No tenía más remedio que aceptar la paliza en silencio e ir adonde me quisieran llevar.

Después de cruzar un puente hecho de tallos secos, me hicieron parar en un campo de flores de ricino. Para entonces, tenía toda la espalda mojada, pero no podría decir si se trataba de sangre o de pis. Los rayos rojos del atardecer se filtraban entre sus cuerpos mientras ellos se colocaban en fila. Las puntas de sus varas de morera estaban todas desgarradas, y de un color tan verde que parecía negro. Las gruesas hojas del ricino, semejantes a abanicos, se habían convertido en la morada de diversos saltamontes con grandes vientres que chirriaban sombríamente. El fuerte olor de las flores de ricino me hizo saltar las lágrimas. Wei Yangjiao se volvió hacia Wu Yunyu y le preguntó con obsecuencia:

—¿Qué vamos a hacer con él, hermano mayor?

Acariciándose la mejilla inflamada, él murmuró:

—Yo digo que lo matemos.

—No —dijo Guo Qiusheng—, no podemos hacer eso. Su cuñado es el ayudante del gobernador del condado, y su hermana también es una oficial. Si lo matamos, estamos acabados.

—Podemos matarlo —dijo Wei Yangjiao—, y arrojar su cuerpo al Río del Agua Negra. En cuestión de días será pasto de las tortugas marinas y nos habremos librado del listillo.

—No cuentes conmigo si piensas matarlo —dijo Ding Jingou—. Su cuñado, Sima Ku, que ha matado a un montón de gente, sería capaz de aparecer y eliminar a todas nuestras familias.

Los escuché debatir sobre mi destino como si fuera un observador desinteresado. No tuve miedo, y ni se me pasó por la cabeza la posibilidad de salir corriendo. Estaba en un estado de ánimo expectante. Incluso tuve tiempo para dirigir la vista hacia lo lejos, a la distancia, donde vi praderas teñidas de color rojo sangre junto a la dorada Montaña del Buey Reclinado hacia el Sudeste, y una infinita extensión de tierras de cultivo de color verde oscuro hacia el Sur. Las orillas del Río de Agua Negra, que serpenteaba hacia el Este, quedaban ocultas por unos altos tallos y reaparecían tras unos más bajos. Bandadas de pájaros blancos formaban algo parecido a hojas de papel volando sobre la corriente de agua que estaba fuera del alcance de mi vista. Algunos episodios del pasado me vinieron a la cabeza, uno tras otro, y de pronto me dio la sensación de que llevaba sobre la Tierra por lo menos cien años.

—Vamos, matadme —les dije—. Podéis matarme. ¡Ya he vivido bastante!

Una expresión de sorpresa cruzó sus ojos. Tras intercambiar unas miradas entre ellos, se volvieron todos hacia mí, como si no me hubieran oído bien.

—¡Adelante, matadme! —dije con decisión antes de ponerme a llorar.

Unas lágrimas pegajosas rodaron por mi cara y se me metieron en la boca, saladas, como la sangre de pescado. Mi súplica los había colocado en una posición extraña. Volvieron a intercambiar unas miradas, dejando que sus ojos hablaran por ellos. Entonces subí la apuesta inicial:

—Os lo suplico, caballeros, acabad conmigo de una vez. No me importa cómo lo hagáis, sólo os pido que sea rápido, para no sufrir mucho.

—Crees que no tenemos agallas para matarte, ¿verdad? —dijo Wu Yunyu, cogiéndome la barbilla con sus dedos ásperos y mirándome fijamente a los ojos.

—No —dije yo—. Estoy seguro de que las tenéis. Lo único que digo es que lo hagáis rápido.

—Chicos —dijo Wu Yunyu—, nos ha puesto en una situación peliaguda, y la única manera de resolverla es matándolo. Ahora ya no podemos echarnos atrás. No importa lo que pase. Ha llegado la hora de acabar con él.

—Entonces hazlo tú —dijo Guo Qiusheng—. Yo no pienso hacerlo.

—¿Es que te estás amotinando? —dijo Wu, cogiendo a Guo por los hombros y sacudiéndolo—. Somos cuatro langostas sobre el mismo alambre, así que es mejor que a nadie se le ocurra abandonar. Si lo intentas, me encargaré de que todo el mundo se entere de lo que le hiciste a esa chica tontaina de la familia Wang.

—Esperad —dijo Wei Yangjiao—. Dejad de discutir. Sólo estamos hablando de matarlo. Si queréis saber la verdad, yo soy el que mató a esa vieja en la Aldea del Puente de Piedra. No tenía ningún motivo, sólo quería probar mi cuchillo. Siempre pensé que debía ser difícil matar a alguien, pero ahora sé que es facilísimo. Le metí el cuchillo entre las costillas y fue como cortar un pastel de tofu. Slurp. Se lo metí hasta el mango. Cuando saqué el cuchillo, ya estaba muerta. No hizo ni un ruido. —Se frotó la hoja del cuchillo contra los pantalones y dijo—: Mirad.

Apuntó a mi estómago y me clavó el cuchillo. Yo cerré los ojos lleno de felicidad, y me pareció que realmente veía la sangre verdosa que salía a borbotones de mi vientre y le empapaba la cara. Salieron corriendo hacia la acequia, donde se echaron agua para limpiarse la sangre, pero el agua parecía un jarabe rojo y translúcido y en lugar de limpiarles el rostro se lo ensució todavía más. Mientras la sangre chorreaba, las tripas se me salieron y se deslizaron por el sendero que conducía hasta la acequia, donde quedaron a merced de la corriente. Con un grito de alarma, Madre se metió en la acequia de un salto para recuperar mis tripas. Se las fue enrollando alrededor del brazo, vuelta tras vuelta, hasta que llegó donde estaba yo. Agotada por el peso de mis intestinos, respiraba con dificultad y me miraba con tristeza.

—¿Qué te ha pasado, niño?

—Me han matado, Madre.

Sus lágrimas me cayeron sobre el rostro. Después, se arrodilló y me metió las tripas en el vientre, pero estaban tan resbaladizas que en cuanto lograba meter un trozo, se volvía a salir, y la rabia y la frustración la hacían llorar cada vez más. Finalmente se las apañó para meterlas de nuevo. Después se sacó una aguja e hilo de entre los cabellos y me cosió como a un abrigo roto. Noté un dolor extraño y punzante en el vientre y sentí que los ojos se me abrían de golpe. Todo lo que había visto hasta ese momento era una ilusión. Lo que realmente había pasado es que me habían tirado al suelo, habían sacado sus impresionantes pollas y me estaban meando en la cara. Me parecía que el suelo, todo húmedo, daba vueltas. Sentí como si me estuviera debatiendo por salir de un pozo de agua.

—¡Tío! ¡Pequeño Tío!

—¡Tío! ¡Pequeño Tío!

Los gritos de Sima Liang y de Sha Zaohua —graves los de uno, agudos los de la otra— surgieron desde detrás de los cultivos de ricino. Abrí la boca para contestarles y se me llenó de pis. Mis atacantes se guardaron a toda prisa las mangueras, se subieron los pantalones y desaparecieron entre las plantas de ricino.

Sima Liang y Sha Zaohua estaban de pie junto al puente, llamándome sin verme, como solía hacer Yunü. Sus gritos se cernieron sobre los campos durante un largo rato, llenándome de tristeza el corazón y nublándome la garganta. Hice un esfuerzo por ponerme en pie, pero antes de que pudiera erguirme volví a caer boca abajo. Entonces escuché a Zaohua, que gritaba muy excitada:

—¡Ahí está!

Me levantaron entre los dos, cogiéndome por los brazos. Yo estaba inestable como un punching-ball. Cuando Zaohua me vio bien la cara, abrió mucho la boca y empezó a berrear. Sima Liang se agachó para tocarme la espalda y me hizo aullar de dolor. Se miró la mano, roja de sangre y verde de las varas de morera. Le crujieron los dientes.

—Pequeño Tío, ¿quién te ha hecho esto?

—Fueron ellos…

—¿Quiénes son ellos?

—Wu Yunyu, Wei Yangjiao, Ding Jingou y Guo Qiusheng.

—Vámonos a casa, Pequeño Tío. La abuela está muy preocupada. Y vosotros, Wu, Wei, Ding, Guo, bastardos, quiero que me escuchéis con atención. Os podéis ocultar hoy, pero no mañana. Podéis escabulliros la primera mitad del mes, pero no a partir del quince. ¡Si le volvéis a tocar un pelo a mi pequeño tío, en vuestros hogares se tendrán que poner de luto!

Los gritos de Sima Liang todavía resonaban por el aire cuando Wu, Wei, Ding y Guo salieron del campo de plantas de ricino, riéndose a carcajadas.

—¡Pero bueno! ¿De dónde ha salido este alfeñique, y qué se ha creído para hablar así? ¿Es que no tiene miedo de perder la lengua?

Cogieron sus varas de morera y, como una jauría de perros, se abalanzaron sobre nosotros.

—Zaohua, tú cuida a Pequeño Tío —gritó Sima Liang echándome a un lado y apresurándose a enfrentarse con nuestros atacantes, que eran todos más grandes que él.

Se quedaron atónitos ante su valiente carga, casi suicida, y antes de que pudieran levantar las varas, Sima Liang hundió la cabeza en el vientre del cruel y malhablado Wei Yangjiao, que se dobló sobre sí mismo y cayó al suelo, haciéndose una bola, como un erizo herido. Los otros tres atacantes descargaron sus varas sobre Sima Liang, que se protegió la cabeza con los brazos y salió corriendo. Ellos le pisaban los talones. Comparado con el pelele de Shangguan Jintong, Sima Liang, el pequeño lobo, era un ejemplar muy interesante. Gritaban mientras corrían, muy excitados. Estaban de caza; la batalla había empezado sobre el letargo del prado. Si Sima Liang era un pequeño lobo, Wu, Guo y Ding eran chuchos enormes y salvajes, pero bastante torpes. Wei Yangjiao era un cruce, medio perro y medio chucho, y por eso había sido el primer objetivo de Sima Liang. Al dejarlo fuera de combate, se había librado del líder del grupo. Al principio Sima corrió muy rápido, pero después bajó un poco la velocidad, empleando una táctica inventada para lidiar con los zombis, que consiste en cambiar constantemente de dirección para evitar que se puedan acercar a uno. Varias veces estuvieron a punto de tropezarse y caer al tener que cambiar súbitamente de dirección. Las hierbas, que llegaban a la altura de las rodillas, se separaban y se juntaban de nuevo cuando ellos pasaban, asustando a los pequeños conejos silvestres, que salían asustados de sus madrigueras. A uno de ellos no le dio tiempo a quitarse de en medio y fue aplastado por el pesado pie de Wu Yunyu. Sima Liang no se limitaba a correr solamente. De vez en cuando, se daba la vuelta y cargaba contra sus perseguidores. Haciendo zigzag, había abierto una brecha suficientemente grande como para poder volverse y atacarlos, uno por uno, a la velocidad del rayo. Cogió un trozo de barro y se lo tiró a la cara a Ding Jingou; le dio un mordisco en el cuello a Wu Yunyu; y empleó la técnica de Belleza Bizca contra Guo Qiusheng: le cogió lo que le colgaba de la entrepierna y tiró con todas sus fuerzas. Los tres matones quedaron heridos, pero Sima Liang había recibido un montón de golpes en la cabeza durante la lucha. Cada vez corrían más despacio. Sima Liang se retiró hacia el puente. Sus perseguidores estrecharon filas; estaban jadeando, sin resuello, como un viejo fuelle. Entonces volvieron a salir tras él, nuevamente en grupo. Para entonces, Wei Yangjiao ya se había recuperado y se había unido a sus colegas. Era como un gato al acecho. Agachándose, se puso a andar a gatas, abriéndose paso con las manos. Su cuchillo de mango de hueso estaba tirado en el suelo, frío. «¡Hijo de puta! ¡Hijo bastardo de un terrateniente! ¡Te voy a matar me cueste lo que me cueste!». Iba maldiciéndolo en voz baja mientras avanzaba a tientas. Los trozos blancos de sus ojos bizcos, como polillas, saltaban de un lado a otro, semejantes a huevos pintados. Sha Zaohua, viendo clara la ocasión, saltó como un gamo, cogió el cuchillo que había en el suelo y lo agitó con las dos manos. Wei Yangjiao se puso de pie y estiró un brazo hacia ella. «¡Devuélvemelo, semilla de traidor!», gruñó, amenazante. Sin decir nada, Zaohua retrocedió hacia mí, alejándose de Wei Yangjiao, sin apartar la vista ni un momento de sus zarpas callosas. Él se intentó abalanzar sobre ella varias veces, pero siempre tuvo que contenerse, pues ella interponía la punta del cuchillo. Para entonces, Sima Liang se había batido en retirada hasta el puente.

—¡Wei Yangjiao, maldito gilipollas! —juró en voz alta Wu Yunyu—. ¡Ven aquí y mata a este bastardo hijo de un terrateniente! ¡Trae tu culo gordo hasta aquí!

Wei Yangjiao le susurró a Zaohua:

—¡Volveré a ocuparme de ti más tarde!

Intentó arrancar una planta de ricino para usarla como arma, pero era demasiado gruesa, así que le cortó una de las ramas y, agitándola en el aire, se dirigió hacia el puente.

Zaohua se pegó mucho a mí para protegerme y avanzamos tambaleándonos hasta el estrecho puente. El agua fluía rápidamente por la acequia que pasaba por abajo, y arrastraba cardúmenes de minúsculas carpas. Algunas saltaban por encima del puente, otras caían sobre él y se quedaban dando coletazos angustiosamente, arqueando en el aire sus elegantes cuerpos. Yo tenía la entrepierna toda pegajosa, y en todas las partes del cuerpo donde me habían golpeado —la espalda, las nalgas, las pantorrillas, el cuello— sentía un ardor terrible, como si me estuvieran quemando. Una sensación dulce y amarga a la vez, como el sabor del hierro oxidado, me llenaba el corazón; a cada paso que daba, me temblaba el cuerpo y se me escapaba un suspiro por entre los labios. Iba con el brazo echado por encima del hombro huesudo de Sha Zaohua, y aunque intentaba erguirme para ejercer un poco menos de presión sobre ella, no podía hacerlo.

Sima Liang iba trotando por el sendero, bajando en dirección a la aldea. Cuando sus perseguidores se le acercaban demasiado, aceleraba, y cuando perdían velocidad, él hacía lo mismo. Mantenía una distancia lo suficientemente pequeña para que ellos no perdieran el interés, pero no tanto como para permitir que lo atraparan. La neblina ascendía desde los campos a ambos lados del sendero, teñida de rojo por el sol que se ponía; las ranas atestaban las acequias y croaban sordamente. Wei Yangjiao le susurró algo al oído a Wu Yunyu, y entonces se dividieron. Wei y Ding cruzaron la acequia y corrieron hacia los extremos opuestos del campo. Wu y Guo continuaron la persecución, pero a un ritmo más relajado.

—Sima Liang —le gritaron—. Sima Liang, un auténtico guerrero no sale corriendo. Quédate ahí si tienes huevos, y luchemos.

—Corre, hermano mayor —gritó Sha Zaohua—. ¡Que no te líen!

—¡Tú, pequeña zorra! —dijo Wu Yunyu, girándose hacia ella y agitando un puño—. ¡Te voy a dar una paliza que te vas a cagar!

Sha Zaohua dio un paso adelante, dejándome a su espalda y blandió el cuchillo.

—Vamos —dijo con valentía—. ¡No te tengo ningún miedo!

Cuando Wu se acercaba, Zaohua me empujaba con el trasero para hacerme retroceder. Sima Liang se acercó y gritó:

—¡Cabeza costrosa, si te atreves a tocarla, te juro que voy a envenenar a esa maloliente vendedora ambulante de tofu que tienes por madre!

—¡Corre, hermano mayor! —gritó Sha Zaohua—. Esos dos chuchos, Wei y Ding, te van a rodear.

Sima Liang se detuvo sin saber si avanzar o retroceder. Tal vez se detuvo por algún motivo, puesto que tanto Wu Yunyu como Guo Qiusheng también se detuvieron. Mientras tanto, Wei Yangjiao y Ding Jingou aparecieron desde el campo, cruzaron la acequia y venían acercándose lentamente por el sendero. Sima Liang se quedó quieto, con pinta de estar muy tranquilo, secándose la frente sudorosa. Fue entonces cuando oí los gritos de Madre, traídos por el viento que venía de la aldea. Sima Liang se metió en la acequia de un salto y salió corriendo por un estrecho camino que dividía los dos campos de cultivo, el de sorgo y el de maíz.

—¡Muy bien, chicos! —gritó Wei Yangjiao, muy excitado—. ¡Vamos a por él!

Como una bandada de patos, se metieron en la acequia y se lanzaron en persecución de su presa. Las hojas de los tallos de sorgo y de maíz impedían que se viera el sendero, por lo que para enterarnos de lo que estaba pasando tuvimos que escuchar con atención los ruidos que hacían las plantas al crujir y los gritos, semejantes a ladridos, de los perseguidores.

—Espera a la abuela aquí, Pequeño Tío, que yo voy a ayudar al Hermano Liang.

—Zaohua —le dije—, estoy asustado.

—No tengas miedo, Pequeño Tío. La abuela llegará dentro de un momento. ¡Abuela! —gritó—. Van a matar al hermano Liang. ¡Grita!

—¡Madre! ¡Estoy aquí! Aquí estoy, Madre…

Zaohua saltó valientemente a la acequia. El agua le llegaba hasta el pecho. Chapoteó, creando unas ondas verdes sobre la superficie del agua, y me preocupé pensando que se iba a ahogar. Pero salió por el otro lado, con el cuchillo en la mano y las delgadas piernas llenas de barro. Se quitó los zapatos y los dejó ahí tirados antes de meterse por el estrecho sendero y desaparecer de la vista.

Como una vaca vieja que protege a su ternero, Madre vino corriendo, tambaleándose a un lado y al otro, y cuando llegó a mi lado estaba sin resuello. Su pelo parecía estar hecho de hilos dorados, y un brillo cálido y amarillento le barnizaba el rostro.

—¡Madre! —grité.

Los ojos se me llenaron de lágrimas. Me dio la sensación de no poder aguantar más tiempo de pie. Trastabillé, me fui hacia adelante y caí sobre su seno caliente y húmedo.

—Hijo mío —dijo Madre, entre lágrimas—. ¿Quién te ha hecho esto?

—Wu Yunyu y Wei Yingjiao… —dije yo, sollozando.

—¡Esa pandilla de matones! —dijo Madre, apretando los dientes—. ¿Y dónde se han ido?

—¡Están persiguiendo a Sima Liang y a Sha Zaohua! —le contesté, y señalé el camino por el que se habían ido.

Del camino salían nubes de niebla. Un animal salvaje aulló desde las profundidades del misterioso sendero. Desde aún más lejos llegaron los ruidos de la lucha y los chillidos de Zaohua.

Madre miró hacia atrás, hacia la aldea, que ya estaba envuelta en una espesa niebla. Me cogió de la mano y decidió meterse en la acequia, donde el agua que rápidamente me subió por la pernera del pantalón estaba caliente como el engrudo que se emplea para engrasar los ejes de los carros. Madre, debido a su cuerpo pesado y a sus pequeños pies, tenía dificultades para avanzar por el barro, pero se aferró a unas plantas que había al otro lado de la acequia y consiguió salir de ella.

Llevándome de la mano, se metió por el estrecho sendero. Tuvimos que avanzar de cuclillas para evitar que los afilados bordes de las hojas nos arañaran la cara y los ojos. Las enredaderas y las hierbas silvestres prácticamente cubrían el camino, y las ortigas me hacían escocer las plantas de los pies. Yo iba sollozando lastimeramente. Por haberme metido en el agua, las heridas me dolían muchísimo. El único motivo por el que no me caía al suelo era que Madre me tenía aferrado fuertemente por el brazo. Estaba oscureciendo, y las extrañas criaturas que se escondían en las profundas, serenas y aparentemente interminables tierras de cultivo comenzaban a agitarse. Tenían los ojos verdes y la lengua de un rojo brillante. De sus puntiagudas narices salían unos fuertes ronquidos. Yo tenía la vaga sensación de que estaba a punto de internarme en el Infierno. ¿Podía ser que esa persona que me llevaba de la mano, que jadeaba como un buey y que avanzaba hacia adelante con una idea fija fuera realmente mi madre? ¿O era un demonio que había adoptado su aspecto y me conducía a las profundidades del Infierno? Intenté liberarme de su mano, pero lo único que conseguí es que me apretara todavía más fuerte.

Finalmente, el aterrador sendero llegaba a un claro luminoso. Al sur se extendían los campos de sorgo, como un bosque ilimitado y oscuro. Al norte, el yermo. El sol estaba a punto de ponerse, y los grillos, desde la tierra baldía, chirriaban en coro. Un horno de ladrillos nos saludó con su color rojo encendido. Detrás de varios montones de ladrillos sin hornear, Sima Liang y Sha Zaohua estaban librando una fogosa guerra de guerrillas contra los cuatro matones. Ambos bandos se habían atrincherado tras sendas filas de ladrillos de adobe, que empleaban como proyectiles para lanzárselos al enemigo. Como eran más pequeños y más débiles, Sima Liang y Sha Zaohua estaban en desventaja; apenas eran capaces de lanzar los misiles con sus raquíticos brazos. Wu Yunyu y sus tres colegas les tiraban tantos trozos de ladrillos rotos que Sima Liang y Sha Zaohua no se atrevían a asomar la cabeza por encima de su montón.

—¡Parad ahora mismo! —gritó Madre—. ¡Pandilla de cerdos matones!

Embriagados en medio de la batalla, los cuatro atacantes no le prestaron ninguna atención a la reacción de enfado de Madre, y continuaron disparando sus misiles, asomándose por los costados de su montón de ladrillos para flanquear a Sima Liang y a Sha Zaohua. Arrastrando a la niña tras él, Sima se lanzó como una flecha hacia el horno abandonado. Un trozo de baldosa impactó contra la cabeza de Zaohua, que se tambaleó soltando un alarido de dolor y pareció a punto de caer al suelo. Todavía tenía el cuchillo en la mano. Sima Liang cogió un par de ladrillos, se puso al descubierto de un salto y se los lanzó al enemigo, que se refugió de inmediato. Madre me dejó en el campo de sorgo, donde no se me veía, abrió los brazos y entró a la carga en el campo de batalla, moviéndose como si estuviera realizando la danza de la cosecha del arroz. Sus zapatos se quedaron incrustados en el fango, y sus pies, lamentablemente pequeños, quedaron al descubierto. Sus talones iban dejando huecos en el barro, de los que rezumaba agua.

Sima Liang y Zaohua se expusieron saliendo por uno de los extremos del muro de ladrillos. Cogidos de la mano, salieron corriendo a trompicones en dirección al horno. Para entonces, la luna, de color rojo sangre, ya había ascendido silenciosamente al cielo. Las sombras violáceas de Sima Liang y de Sha Zaohua se estiraban por el suelo. Las sombras de los cuatro matones se estiraban mucho más. Zaohua retrasaba un poco a Sima Liang, y cuando estaban al descubierto, delante del horno, un ladrillo que había lanzado Wei Yangjiao lo hizo caer al suelo. Zaohua salió corriendo directamente hacia Wei con el cuchillo en la mano, pero él se hizo a un lado y esquivó su embestida. Entonces llegó Wu Yunyu y la tiró al suelo.

—¡Quieto ahí! —gritó Madre.

Como buitres que despliegan las alas, los cuatro atacantes se arremangaron y empezaron a darles patadas a Sima Liang y a Sha Zaohua, una tras otra. Ella gritaba lastimeramente; él no hizo ni un solo ruido. Rodaron por el suelo, tratando de esquivar los pies de sus atacantes, quienes, bajo la luz de la luna, parecían estar absortos en un extraño baile.

Madre se tropezó y cayó, pero volvió a ponerse en pie, testarudamente, y cogió a Wei Yangjiao por el hombro, y no lo soltaba. Él, que era conocido por su astucia y por su maldad, lanzó los codos hacia atrás, golpeándola en ambos pechos. Con un fuerte alarido, Madre retrocedió, perdió el equilibrio y cayó sentada al suelo. Yo me eché cuerpo a tierra y escondí la cara en el barro. Entonces me pareció que me salía sangre negra de los ojos.

Pese a todo, se pusieron a golpear a Sima Liang y a Zaohua en un ataque de furia salvaje. En aquel momento, una figura enorme con el pelo largo y despeinado, la barba descuidada, el rostro cubierto de hollín y todo vestido de negro salió del horno. Se movía con rigidez. Salió arrastrándose y se puso en pie con mucha torpeza. Entonces levantó un puño que parecía tan grande como un martinete, lo dejó caer sobre Wu Yunyu y le destrozó la clavícula. Este héroe de ocasión se sentó en el suelo y se puso a llorar como un bebé. Los otros tres tipos duros se quedaron paralizados.

—¡Es Sima Ku! —gritó Wei Yangjiao, alarmado.

Se dio la vuelta, dispuesto a salir corriendo, pero al oír el rugido de enfado de Sima Ku, él y los demás se quedaron congelados donde estaban. Sima Ku volvió a levantar el puño; esta vez, aplastó un ojo de Ding Jingou. El siguiente puñetazo le hizo salir la bilis por la boca a Guo Qiusheng. Antes de recibir el siguiente puñetazo, Wei Yangjiao cayó de rodillas y empezó a golpear el suelo con la cabeza, prosternándose y suplicando por su vida:

—¡Perdóneme, viejo maestro, perdóneme! Estos tres me obligaron a unirme a ellos. Me dijeron que me darían una paliza si no lo hacía, que me harían saltar todos los dientes de la boca… por favor, viejo maestro, perdóneme…

Sima Ku dudó sólo por un momento antes de propinarle a Wei Yangjiao una patada que lo mandó rodando por el suelo. A duras penas consiguió ponerse en pie y salió corriendo como un conejo asustado. Poco después, su voz, semejante a un ladrido, rompía el silencio y se cernía sobre el camino que conducía a la aldea:

—¡Id a capturar a Sima Ku! ¡Sima Ku, el líder de los Cuerpos de Restitución de la Tierra a sus Dueños, ha vuelto! ¡Id a capturarlo!

Sima Ku ayudó a Sima Liang y a Sha Zaohua a ponerse en pie, y después a Madre.

La voz de Madre se quebró:

—¿Eres una persona o un fantasma?

—Suegra… —sollozó Sima Ku, pero no pudo continuar.

—Papá, ¿de verdad eres tú?

—Hijo —contestó Sima Ku—. Estoy orgulloso de ti. —Sima Ku se volvió hacia Madre—. ¿Quién queda en casa?

—No hagas preguntas —dijo Madre, muy nerviosa—. Tienes que escaparte de aquí.

El sonido de un gong golpeado frenéticamente llegó de la aldea, junto al crepitar de los disparos de rifle.

Sima cogió a Wu Yunyu y le dijo, hablando muy despacio, para que no hubiera ningún malentendido:

—¡Escucha, pedazo de mierda, dile a la pandilla de tortugas de la aldea que si alguien se atreve a ponerle la mano encima a cualquiera de mis parientes, yo, Sima Ku, iré personalmente a borrar a toda su familia de la faz de la tierra! ¿Me has entendido?

—Entiendo —dijo Wu Yunyu con ansiedad—. Entiendo.

Sima Ku lo soltó y Wu volvió a caer al suelo.

—¡Date prisa, vete ya! —Madre golpeó el suelo con la mano para que él se pusiera en marcha.

—Papá —sollozó Sima Liang—. Quiero ir contigo…

—Sé buen chico —dijo Sima Ku—, y vete con tu abuela.

—Por favor, papá, llévame contigo.

—Liang —le dijo Madre—, no hagas que tu padre se retrase más. Tiene que irse de aquí ahora mismo.

Sima Ku se arrodilló delante de Madre y se prosternó.

—Madre —le dijo, lleno de tristeza—, el chico se va a tener que quedar contigo. En esta vida nunca te he podido pagar la deuda que tengo contigo, así que tendrás que esperar a la próxima vida.

—He perdido a las dos niñas, Feng y Huang —le contestó Madre con los ojos llenos de lágrimas—. Por favor, no me odies por ello.

—No fue culpa tuya. Y ya me he vengado de eso.

—Vete, entonces. Vete. Corre rápido, vuela lejos. La venganza solamente sirve para generar más de lo mismo.

Sima Ku se puso en pie y se metió a toda prisa en el horno. Salió un momento después, con un impermeable de paja y una ametralladora. De su cinturón colgaba un montón de brillantes municiones. Instantes después ya había desaparecido en el campo de sorgo, haciendo que los tallos susurraran con fuerza. Cuando se hubo ido, Madre le gritó:

—Escucha lo que te digo: corre rápido, vuela lejos y no te detengas a matar a nadie más.

El silencio regresó al campo de sorgo. La luz de la luna caía como una cascada de agua. Una marea de ruidos humanos se aproximaba rápidamente hacia nosotros desde la aldea.

Wei Yangjiao venía en cabeza, guiando a un variopinto grupo de gente formado por integrantes de las milicias locales y fuerzas de seguridad del distrito hacia el horno. Llevaban faroles, antorchas, rifles y lanzas adornadas con borlas de color rojo. Rodearon el horno aparatosamente. Un oficial de la seguridad pública llamado Yang, que tenía una pierna ortopédica, se apoyó contra un montón de ladrillos y gritó, utilizando un megáfono:

—¡Ríndete, Sima Ku! ¡No tienes escapatoria!

El oficial Yang continuó así durante un rato, sin que desde el interior del horno nadie le contestara. Al final, sacó su pistola y disparó dos veces apuntando a la oscura entrada. Las balas impactaron contra las paredes de dentro, produciendo un sonoro eco.

—¡Traedme unas granadas! —gritó el oficial Yang.

Un miliciano se le acercó reptando sobre su vientre, como un lagarto, y le entregó dos granadas con anillas de madera. Yang le quitó la anilla a una, la lanzó en la dirección del horno y se echó cuerpo a tierra tras los ladrillos, esperando que explotara. Cuando lo hizo, lanzó la otra, con idéntico resultado. La onda expansiva llegó muy lejos, pero del horno no salió ni un ruido. Yang volvió a coger el megáfono.

—Sima Ku, tira el arma y no te haremos daño. Tratamos bien a nuestros prisioneros.

Como única respuesta se oyó el chirrido de los grillos y el croar de las ranas en las acequias.

Yang se armó de valor y se puso en pie con el megáfono en una mano y la pistola en la otra.

—¡Seguidme! —les gritó a los hombres que tenía detrás.

Dos valientes milicianos, uno armado con un rifle y el otro con una lanza adornada con una borla roja, se lanzaron tras él. La pierna ortopédica de Yang hacía un ruidito metálico a cada tambaleante paso que daba. Entraron en el viejo horno sin consecuencias, y volvieron a salir unos instantes más tarde.

—¡Wei Yangjiao! —bramó el oficial Yang—. ¿Dónde está?

—Juro que vi a Sima Ku salir de ese horno. Pregúntales a ellos si no me crees.

—¿Era Sima Ku? —El oficial Yang miró a Wu Yunyu y a Guo Qiusheng, Ding Jingou yacía en el suelo, inconsciente—. ¿No os habréis equivocado?

Wu Yunyu miró, incómodo, hacia los campos de sorgo y balbuceó:

—Creo que era…

—¿Y estaba solo?

—Sí.

—¿Iba armado?

—Creo que… una ametralladora… llevaba municiones por todas partes…

Wu Yunyu acababa de pronunciar esas palabras cuando el oficial Yang y todos los hombres que habían venido con él cayeron al suelo como hierba segada.