III
Cuando estaba en el punto álgido de la etapa en la que fanfarroneaba incesantemente, Sima Ku le regaló unas gafas que parecían estar hechas con diamantes a su venerado maestro Qin Er, que era miope. Ahora, con aquel regalo contrarrevolucionario posado sobre la nariz, Qin estaba sentado en un púlpito de ladrillo con un grueso volumen de literatura china entre las manos. La voz le temblaba mientras nos daba clase a nosotros, los de la clase de primero del Concejo de Gaomi del Noreste. Eramos un grupo de alumnos cuyas edades diferían dramáticamente. Las pesadas gafas se le iban deslizando hasta llegar a la mitad del puente de la nariz; un único moco verde y grasiento le colgaba de la punta, y amenazaba con caer al suelo pero, de algún modo, seguía colgando. «Las cabras grandes son grandes», dijo él. A pesar de que ya estábamos en el sexto mes, uno de los más cálidos del año, él estaba ahí sentado vestido con una túnica negra a rayas, de cuerpo entero, y una gorra de satén negro con una borla roja. «Las cabras grandes son grandes», repetimos nosotros, gritando las palabras que había dicho él e intentando imitar su tono de voz. «Las cabras pequeñas son pequeñas», dijo él tristemente. El ambiente de la habitación era sofocante, estaba oscura y húmeda. Ahí estábamos, sentados, descalzos y sin camisa, con el cuerpo cubierto de un sudor grasiento, mientras nuestro profesor, con ropa de invierno, la cara pálida y los labios morados, parecía estar a punto de congelarse. «Las cabras pequeñas son pequeñas», resonaron nuestras voces en la habitación, que olía a orina rancia, como un corral de cabras que no se ha limpiado en mucho tiempo. «Las cabras grandes y las cabras pequeñas suben corriendo la colina… Las cabras grandes y las cabras pequeñas suben corriendo la colina… Las cabras grandes corren, las cabras pequeñas balan… Las cabras grandes corren, las cabras pequeñas balan». Dado mi profundo conocimiento de las cabras, yo sabía que las grandes, con sus ubres colgando, no podían correr; si apenas podían caminar. En cuanto a las cabras pequeñas, era perfectamente posible que balaran y, llegado el caso, que corrieran. Las cabras grandes pastaban perezosamente en los prados, mientras las pequeñas corrían alrededor balando. Sentí la tentación de levantar la mano para preguntarle al venerable profesor cuál era su opinión, pero no me atreví a hacerlo. Delante de él había una regla con la que imponía la disciplina; su único uso era golpear las manos de los alumnos desobedientes. «Las cabras grandes comen mucho… Las cabras grandes comen mucho… Las cabras pequeñas comen poco… Las cabras pequeñas comen poco…». Esos enunciados eran verdaderos. Por supuesto, las cabras grandes comen más que las cabras pequeñas, y las cabras pequeñas comen menos que las cabras grandes. «Las cabras grandes son grandes… Las cabras pequeñas son pequeñas…». Con eso, volvimos atrás y comenzamos todo de nuevo. El profesor seguía recitando incansablemente, pero el orden empezó a trastocarse en la clase. Uno de los estudiantes, Wu Yunyu, el hijo de un empleado de una granja, era un chico alto y robusto de dieciocho años. Ya se había casado, con una viuda que era la propietaria de una tienda de tofu y que era ocho años mayor que él y estaba en la última fase del embarazo. Estaba a punto de ser papá. Este papá incipiente se sacó una pistola oxidada de debajo del cinturón y apuntó a la borla roja de la gorra de Qin Er. «Las cabras grandes corren… Las cabras grandes… ¡Bang! Ja,ja, ja, ja, corren…». El profesor levantó la vista; sus ojos grises y ovinos nos escrutaron por encima de las gafas de falsos diamantes. Era tan miope que probablemente no veía nada. Entonces se puso de nuevo a leer. «Las cabras pequeñas balan… ¡Bang!». Wu Yunyu le pegó otro tiro imaginario, y la borla roja de la gorra del viejo profesor se tambaleó. Las carcajadas retumbaron en la habitación. El profesor cogió la regla y dio un golpe en la mesa. «¡Silencio!», ordenó, como si fuera un juez. El recitado volvió a empezar. Guo Qiusheng, un chico de diecisiete años, hijo de un campesino pobre, se levantó de donde estaba sentado de cuclillas y se acercó, caminando sobre las puntas de los pies, hasta el púlpito, donde se quedó de pie detrás del maestro, se mordió el labio inferior con sus ratoniles dientes incisivos y gesticuló como si estuviera metiendo proyectiles en un mortero a través de la boca de su cañón, que resultaba ser la parte superior de la huesuda cabeza del profesor. Entonces disparó su arma imaginaria una y otra vez. En la clase comenzó a reinar el caos; todos nos echábamos hacia adelante y hacia atrás, muertos de risa. Xu Lianhe, un chico muy grande, empezó a aporrear su pupitre, mientras Fang Shuzhai, que era más bajito pero más gordo, desgarró todas las páginas de su libro y las lanzó por el aire para que revolotearan como mariposas.
El viejo profesor se puso a dar golpes en la mesa, pero eso no hizo que las cosas se calmaran. Miraba constantemente por encima de sus gafas, intentando determinar la causa de todo aquel escándalo. Mientras tanto, Guo Qiusheng seguía adelante con su humillante representación a espaldas de Qin Er, arrancándoles extraños alaridos a todos los chicos idiotas que rondaban los quince años. Entonces la impertinente mano de Guo Qiusheng rozó la oreja del anciano profesor, quien se dio la vuelta y la atrapó.
—¡Recita la lección! —ordenó el viejo profesor, muy digno.
Guo Qiusheng se quedó de pie, en el púlpito, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo, intentando representar el papel del estudiante obediente. Pero la sonrisa burlona que se dibujó en su rostro lo traicionó. Metió los labios hacia dentro de modo que su boca tomó la forma de un ombligo. Después cerró un ojo y echó la boca a un lado todo lo que pudo. A continuación apretó los dientes y empezó a mover las orejas.
—¡Recita la lección! —rugió enfadado el profesor.
Guo Qiusheng empezó: «Las chicas grandes son grandes, las chicas pequeñas son pequeñas, las chicas grandes asustan a las pequeñas».
En medio de las carcajadas delirantes que se oyeron a continuación, Qin Er se levantó apoyándose en el borde de la mesa. Su barba canosa temblaba mientras él murmuraba:
—¡Un chico malo! ¡A los chicos malos no se les puede enseñar nada!
A tientas, encontró su regla, cogió la mano de Guo Qiusheng y la colocó sobre la mesa. ¡Pa! La regla impactó salvajemente sobre la mano de Guo Qiusheng, quien aulló roncamente. El profesor lo miró a los ojos y levantó la regla por encima de su cabeza, pero su brazo quedó congelado en el aire cuando vio la mirada insolente de un matón proletario en el rostro de Guo; sus ojos de acero negro brillaban con un odio desafiante. En la mirada reumática del profesor se vio una expresión de derrota. Después dejó caer el brazo a un lado débilmente, con la regla en la mano. Murmurando algo inaudible, se quitó las gafas, las guardó en una funda metálica, envueltas en un trozo de tela azul y se las metió en el bolsillo. También se guardó la regla, con la que en otros tiempos había castigado a Sima Ku, en la túnica. Hecho eso, se quitó la gorra de la cabeza, le hizo una reverencia a Guo Qiusheng, después se volvió y nos hizo una reverencia al resto de la clase y exclamó, con una voz lastimera que sugería a un tiempo tristeza y repugnancia:
—Caballeros, yo, Qin Er, soy un viejo loco y testarudo. No soy mejor que la mantis que creía que podría detener un tren. He sobrestimado mis capacidades. He superado la edad en la que servía para algo y me he cubierto de vergüenza aferrándome a la vida. ¡Os he ofendido profundamente, y lo único que puedo hacer es suplicar vuestro perdón!
Entonces juntó las manos por las palmas a la altura del vientre y las movió en señal de respeto unas cuantas veces antes de volver a encorvarse como una gamba cocida y de dejar el aula con unos pasos ligeros y temblorosos. Cuando estuvo fuera, oímos el turbio sonido de su voz.
Así concluyó nuestra primera clase del día.
La segunda era la clase de música.
¡Música! Nuestra profesora, Ji Qiongzhi, que había sido enviada por el gobierno del condado, apoyó el extremo de su puntero en la pizarra, donde había unas grandes palabras escritas con tiza, y dijo con una voz muy aguda: «Para la clase de música no usaremos ningún libro de texto. Nuestros libros de texto estarán aquí —y se señaló la cabeza y el pecho—, y aquí —y se señaló el diafragma. Se dio la vuelta y se puso a escribir en la pizarra mientras siguió diciendo—: Hay muchas maneras distintas de hacer música: con una flauta o con un violín, tarareando una cancioncilla o cantando un aria. Todo eso es música. Quizá no lo comprendáis ahora, pero algún día lo entenderéis. Cantar puede ser una forma de orar, pero no siempre lo es. Cantar es una actividad musical importante y, ya que estamos en una aldea remota como esta, será el aspecto más importante de nuestras clases de música. Así que hoy vamos a aprender una canción —continuó, mientras escribía en la pizarra».
Desde donde yo estaba sentado, mirando por la ventana, podía ver al hijo de un contrarrevolucionario, Sima Ting, y a la hija de un traidor, Sha Zaohua. A ninguno de los dos les habían concedido autorización para asistir a las clases, y les habían encargado que cuidaran de las ovejas mientras miraban con curiosidad y deseo el edificio de la escuela. Estaban entre un césped que les llegaba por las rodillas, rodeados por una docena de girasoles, más o menos, de tallos gruesos, anchas hojas verdes y brillantes flores amarillas. Todos esos rostros amarillos reflejaban la melancolía que reinaba en mi corazón. Al ver esos ojos relucientes, los míos se llenaron de lágrimas. Mientras observaba la ventana, con sus gruesas celosías de madera de sauce, me imaginé que me convertía en un zorzal y salía volando para bañarme en la dorada luz del sol de la tarde estival y posarme encima de uno de aquellos girasoles, junto a los afidios y las mariquitas.
La canción que nos enseñó aquel día era el Himno de la liberación de las mujeres. La profesora se dobló por la cintura para garrapatear las últimas frases en la parte inferior de la pizarra. La solidez de su espalda erguida me recordaba al lomo de una yegua. Una flecha emplumada, cuya punta había sido untada con resina de peral, pasó velozmente a mi lado y le impactó en la espalda. Las risotadas malignas resonaron en el aula. El arquero, Ding Jingou, que se sentaba justo detrás de mí, agitó su arco de bambú triunfalmente una o dos veces antes de esconderlo con rapidez. La profesora de música retiró la flecha del blanco y sonrió al examinarla. Después la lanzó sobre la mesa, donde se quedó pegada, de pie, temblando durante unos instantes.
—Buen tiro —dijo tranquilamente, dejando el puntero y quitándose la chaqueta militar que tenía puesta, que estaba ya blanca por las innumerables veces que se había lavado.
Sin la chaqueta, su blusa blanca, de manga corta y escote en V, nos dejó maravillados. La llevaba metida por debajo de los pantalones, que iban ceñidos con un ancho cinturón de cuero que, con el paso de los años, se había vuelto negro y brillante. Tenía la cintura fina, los pechos altos y redondeados y las caderas anchas. También sus pantalones militares se habían decolorado por los múltiples lavados. Por último, llevaba un par de zapatillas blancas muy a la moda. Para conseguir que su aspecto fuera más atractivo, se apretó el cinturón un poco más delante de nosotros. Sonrió y desplegó todo el encanto de un hermoso zorro blanco, pero su sonrisa desapareció tan rápido como había venido, y entonces mostró la ferocidad de un zorro blanco.
—Habéis echado a Qin Er. ¡Qué héroes! —Con una sonrisa despectiva y burlona, despegó la flecha de la mesa y nos la mostró, cogiéndola con tres dedos—. ¡Qué flecha tan impresionante! —dijo—. ¿Es de Li Guang? ¿O quizá de Hua Rong? ¡Que alguien se atreva a ponerse en pie y asumir lo que ha hecho!
Sus encantadores ojos negros recorrieron el aula. Nadie se levantó. Entonces ella cogió el puntero. ¡Pang! Dio un fuerte golpe en la mesa.
—Os lo advierto —dijo—, en mi clase no quiero saber nada de vuestros truquitos de pandilleros, así que os los guardáis en un trozo de algodón y os vais a casa a hacérselos a vuestras madres.
—¡Profesora, mi madre está muerta! —gritó Wu Yunyu.
—¿La madre de quién está muerta? —preguntó ella—. ¡Ponte en pie! —Wu Yunyu se puso en pie, aparentando despreocupación—. Ven aquí al frente, donde yo pueda verte.
Wu Yunyu, que llevaba una grasienta gorra de piel de serpiente que le cubría su finísimo pelo —y la llevaba todo el tiempo, decían, incluso por la noche, mientras dormía, y cuando se metía a bañarse en el río— se dirigió, pavoneándose, al frente de la clase.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó ella, sonriendo.
Wu Yunyu le dijo su nombre, dándose aires de fanfarrón.
—Escuchad, estudiantes —dijo ella—, yo me llamo Ji Qiongzhi. Me quedé huérfana cuando era un bebé y pasé los primeros siete años de mi vida en un vertedero de basura. Después me uní a un circo ambulante. No hay ninguna clase de gamberro o delincuente que yo no conozca. Aprendí a saltar en moto pasando por un aro en llamas, a caminar por la cuerda floja, a tragar sables y a escupir fuego. Después me convertí en domadora de animales; empecé con perros y luego me dediqué a los monos, a los osos y finalmente a los tigres. Puedo enseñarle a un perro a saltar por un aro, a un mono a que se suba a un poste, a un oso a montar en bicicleta y a un tigre a que se tumbe y ruede por el suelo. A los diecisiete años me incorporé al ejército revolucionario. He combatido contra el enemigo; muchas veces he metido la espada limpia y la he sacado roja brillante. Cuando tenía veinte años me mandaron a la Academia Militar del Sur de China, donde aprendí actividades deportivas, pintura, canto y danza. A los veinticinco años me casé con Ma Shengli, jefe del departamento de inteligencia de la Oficina de Seguridad Pública y campeón de lucha libre; puedo pelearme con él en igualdad de condiciones.
Se echó hacia atrás el pelo, que llevaba corto. Tenía una cara morena, saludable, revolucionaria, unos pechos vivaces que empujaban contra su camisa con orgullo, una nariz valiente, unos labios orgullosos y salvajes y unos dientes tan blancos como la piedra caliza.
—Yo, Ji Qiongzhi, no tengo miedo a los tigres —dijo muy secamente, mirando con desprecio a Wu Yunyu—. ¿Crees que te voy a tener miedo a ti?
Mientras expresaba su desprecio, le acercó el puntero, metiéndole el extremo debajo de la gorra; luego, con un rápido movimiento de muñeca, se la sacó de la cabeza como quien da la vuelta a una tortita en una sartén, con un sonido sibilante. Todo ocurrió en un instante. Wu se tapó la cabeza con ambas manos. Su cráneo parecía una patata podrida. La expresión arrogante que tenía desapareció sin dejar rastro y fue reemplazada por una mirada de profunda estupidez. Con las manos todavía sobre la cabeza, levantó la mirada, buscando el objeto que ocultaba su desfiguración. Estaba en el aire, muy arriba, bailando y girando encima del puntero, dando vueltas como la hélice de un artista de circo. La imagen de su gorra danzando con tanta gracia, de un modo tan cautivador, hizo que a Wu Yunyu el alma se le cayera a los pies. Con otro quiebro de la muñeca de ella la gorra despegó, ascendió por el aire y volvió a aterrizar sobre el puntero para seguir dando vueltas. Yo estaba fascinado. Ella volvió a lanzarla al aire, pero esta vez dirigió ese objeto feo y maloliente de modo que cayera a los pies de Wu Yunyu.
—Vuelve a ponerte ese sombrero inmundo en la cabeza y arrastra tu culo hasta tu asiento —le dijo, mirándolo con asco—. He comido más sal que tú fideos —dijo, cogiendo la flecha que estaba encima de la mesa. Su mirada se posó en uno de los estudiantes—. ¡Tú! ¡Te estoy hablando a ti! —le dijo fríamente—. ¡Tráeme ese arco!
Ding Jingou se levantó muy nervioso, subió al estrado y, obedientemente, depositó el arco sobre la mesa.
—¡Vuelve a tu asiento! —le dijo ella, cogiendo el arco. Lo probó—. ¡Este bambú es demasiado blando, y la cuerda está prácticamente inservible! Las mejores cuerdas para arcos se hacen con tendones de vaca.
Colocó la flecha llena de plumas en la cuerda de pelo de caballo, tensó ligeramente el arma y apuntó a la cabeza de Ding Jingou. Él se escondió bajo su pupitre, aterrorizado. Justo en ese momento, una mosca empezó a zumbar en la luz que entraba por la ventana. Ji Qiongzhi apuntó cuidadosamente. Tuing, hizo la cuerda de pelo de caballo. La mosca cayó al suelo.
—¿Alguien quiere otra demostración? —preguntó. Nadie dijo ni pío. Entonces, ella sonrió dulcemente y un hoyuelo se le formó en la barbilla—. Ya podemos empezar. Esta es la letra de la canción de hoy:
En la sociedad antigua, las cosas eran así:
Un pozo, un pozo oscuro y seco, muy profundo, en el suelo.
La gente corriente aplastada y las mujeres en lo más bajo,
en lo más bajo de todo.
En la sociedad nueva, las cosas son así:
Un sol, un sol brillante y cálido, muy alto, sobre las cabezas de los campesinos.
Las mujeres tienen la libertad deponerse en pie en lo más alto, en lo más alto de todo.