II
Estornudé y me desperté. Una luz dorada procedente de la lámpara de keroseno barnizaba las relucientes paredes. Madre estaba sentada junto a la lámpara cepillando la dorada piel de una comadreja; sobre las rodillas tenía apoyadas unas tijeras. La peluda cola de la comadreja saltaba y daba brincos entre sus manos. Un hombre sucio y con una cara semejante a la de un mono, vestido con un abrigo militar de color marrón, estaba sentado en un taburete frente al kang, rascándose el cuero cabelludo, metiéndose los dedos tullidos debajo del pelo gris.
—¿Eres tú, Jintong? —me preguntó, con una mirada llena de melancolía que hacía brillar sus ojos oscuros.
—Jintong —me dijo Madre—, este es tu… es tu primo mayor, Sima…
Era Sima Ting. Hacía años que no lo veía. ¡Y qué mal lo habían tratado esos años! Sima Ting, el jefe del concejo que se había subido a la torre del vigía hacía tantos años, lleno de vitalidad y de energía… ¿Dónde estaba ahora? Y sus dedos, rojos como zanahorias maduras, ¿dónde estaban?
En el momento en que los misteriosos jinetes les habían destrozado la cabeza a Sima Feng y a Sima Huang, Sima Ting había salido de un salto del abrevadero para caballos que había junto al ala oeste de nuestra casa, como una carpa que salta fuera del agua, mientras el crepitar de los disparos le perforaba los tímpanos. Rodeó la casa corriendo a toda velocidad, como un burro aterrorizado, y dio una vuelta tras otra. El ruido de los cascos de los caballos subió por la calle como una ola. Me tengo que escapar, pensaba él, no puedo quedarme aquí esperando a que me maten. Con la cabeza llena de cáscaras de trigo, trepó por encima del muro de nuestro patio por la parte que daba al Sur y aterrizó en un montón de mierda de perro. Tirado en el suelo, escuchó unos ruidos alborotados que venían de la calle, y a cuatro patas llegó hasta un viejo almacén de heno, que descubrió que compartía con una gallina ponedora que tenía una cresta de color rojo brillante. Lo siguiente que oyó, sólo unos segundos más tarde, fue un golpe pesado y sordo y el crujido de una puerta al hacerse trizas. Inmediatamente después, un grupo de hombres con el rostro cubierto con máscaras negras salió al patio y se dirigió hacia el muro. Aplastaron las hierbas y el césped que había junto a la base del muro con sus zapatos de tela de gruesas suelas. Todos iban armados con rifles de repetición de color negro. Moviéndose con la confianza de bandidos temerarios, pasaron por encima del muro como una bandada de golondrinas negras. Se preguntó por qué llevaban la cara tapada, pero cuando más adelante se enteró de la muerte de Sima Feng y Sima Huang, un rayo de luz se filtró entre las nubes de su mente, aclarando cosas que no había comprendido hasta entonces. Los hombres se dispersaron por el terreno. Preocupándose solamente por su cabeza, y dejando que su trasero se ocupara de sí mismo, se metió dentro del montón de heno a esperar un desenlace.
—El Número Dos es el Número Dos, y yo soy yo —le dijo Sima Ting a Madre, a la luz de la lámpara—. Que eso quede claro, Cuñada.
—Entonces él te llamará Tío Mayor. Jintong, este es tu tío mayor, Sima Ting.
Antes de volver a deslizarme en el sueño, vi cómo Sima Ting se sacaba una pequeña medalla de oro del bolsillo y se la daba a Madre.
—Cuñada —le dijo en voz baja y muy avergonzado—, quiero enmendarme y compensar mis crímenes.
Tras salir del pajar reptando, Sima Ting escapó furtivamente de la aldea en la oscuridad de la noche. Medio mes más tarde, fue reclutado y enviado a una unidad de camilleros, donde su compañero resultó ser un hombre joven y de rostro oscuro. Durante una de las batallas, por culpa de una explosión, perdió tres dedos de la mano izquierda. Pero no dejó que el dolor le impidiera llevar al hospital al jefe de un escuadrón que había perdido una pierna cargándolo a su espalda.
Lo escuché charlando interminablemente, contando todas sus extrañas aventuras, como los jóvenes cuando se inventan historias para que nadie se fije en sus errores. La cabeza de Madre se balanceaba a la luz de la lámpara. Un brillo dorado le cubría la cara. Las comisuras de sus labios estaban curvadas ligeramente hacia arriba, en un gesto que parecía de burla.
Cuando me desperté, a primera hora de la mañana, un olor asqueroso me llegó a la nariz. Vi a Madre sentada en una silla, apoyada contra la pared, profundamente dormida. Sima Ting se había instalado en un banco que había cerca del kang. También él dormía, y se parecía a un águila posada en un árbol. El suelo, delante del kang, estaba cubierto de colillas amarillentas.
Ji Qiongzhi, que después sería mi maestra en la escuela, vino del gobierno del condado y puso en marcha una campaña para que las mujeres pudieran casarse en segundas nupcias en la ciudad de Dalan. Con ella vinieron unas cuantas oficiales femeninas que actuaron como una manada de caballos salvajes. Organizaron una reunión para todas las viudas del concejo con la intención de publicitar su campaña y que pudieran volver a casarse. Gracias a sus activas movilizaciones y a todo lo que organizaron, prácticamente todas las viudas de nuestra aldea encontraron marido.
Las únicas viudas con las que no funcionó esta campaña fueron las de la familia Shangguan. Nadie se atrevió a pedir la mano de mi hermana mayor, Laidi; todos los solteros de la localidad sabían que había sido la esposa del traidor Sha Yueliang, que Sima Ku, antes de huir de la revolución, se había aprovechado de ella; y que también había sido la esposa del soldado revolucionario Sol Callado. Incluso después de la muerte, estos tres hombres no eran de los que uno quiere tener como enemigos. Madre estaba dentro del grupo de edad que Ji Qiongzhi había establecido, pero se negó a casarse de nuevo. Cuando una oficial se presentó ante la puerta de nuestra casa para intentar convencer a Madre, esta la echó con una salva de maldiciones.
—¡Sal de mi casa! —aulló Madre—. ¡Pero bueno, si soy más mayor que tu madre!
Sin embargo, y muy extrañamente, cuando la propia Ji Qiongzhi vino a casa a intentarlo personalmente, Madre se dirigió a ella con total cordialidad:
—Jovencita —le dijo—, ¿con quién has pensado que me podría casar?
—Alguien más joven que tú no sería buena idea, tía —le dijo Ji Qiongzhi—, y el único hombre que hay en tu grupo de edad es Sima Ting. A pesar de que en su historial hay algunas manchas, ha compensado todo con sus meritorios servicios. Además, ya tenéis una relación bastante especial.
Con una sonrisa ácida, Madre dijo:
—Jovencita, su hermano pequeño es cuñado mío.
—¿Y eso qué importa? —dijo Ji Qiongzhi—. No sois parientes de sangre.
La ceremonia nupcial en la que se casaban cuarenta y cinco viudas tuvo lugar en la vieja y decrépita iglesia. Yo asistí, a pesar de que estaba muy enfadado. Madre ocupó su lugar entre las viudas. Parecía que se había puesto un tinte rosa en la cara. Sima estaba de pie con los hombres, rascándose la cabeza con su mano tullida todo el tiempo, tal vez para disimular lo incómodo que se sentía.
En nombre del gobierno, Ji Qiongzhi le regaló una toalla y una pastilla de jabón a cada una de las parejas. El jefe del concejo les otorgó unos certificados de matrimonio. Madre se sonrojó como una joven virginal al recibir la toalla y el certificado.
En mi mente dominaban unos pensamientos retorcidos. La cara me ardía y me sentía avergonzado de Madre. En el lugar de la pared donde había estado el Cristo de madera de azufaifo no había más que polvo. Y sobre la plataforma donde me había bautizado el Pastor Malory había un puñado de hombres y mujeres avergonzados. Parecían asustados; tenían la mirada huidiza, como si fueran una banda de ladrones. A pesar de que a Madre se le había llenado el pelo de canas, ahí estaba, a punto de casarse con el hermano mayor de su propio cuñado. Una de las oficiales lanzó unos pétalos secos de rosas de China, que sacó de una calabaza vaciada, en dirección a las patéticas y lamentables nuevas parejas. Algunas aterrizaron sobre el pelo gris de Madre, que se lo había alisado con resina de olmo. Su cabello caía como cae la lluvia sucia, como caen las plumas viejas de un pájaro.
Como un perro cuya alma hubiera levantado el vuelo, me escabullí en silencio de la iglesia. Ahí, en medio de la vieja calle, vi al Pastor Malory con una túnica negra echada sobre los hombros, vagabundeando lentamente, solitario. Tenía la cara salpicada de barro, y unos tiernos brotes amarillos de trigo le crecían en la cabeza. En sus ojos, que parecían grandes uvas heladas, brillaba la luz de la tristeza. Le conté, en voz alta, que mi madre se había casado con Sima Ting. Vi cómo el rostro se le desencajaba de dolor; después, mientras yo lo observaba, su figura y la túnica negra comenzaron a deshacerse y a disolverse en volutas de un humo negro y hediondo.
Hermana Mayor estaba en el patio. Tenía el cuello, blanco como la nieve, doblado hacia abajo. Se estaba lavando el pelo, que era negro y exuberante. En aquella posición, sus adorables pechos rosáceos cantaban como un par de oropéndolas de voz sedosa. Cuando se irguió, unas gotas de agua cristalina se deslizaron hacia abajo por el valle que separaba sus pechos. Se recogió el pelo en una coleta con una mano mientras entrecerraba los ojos, mirándome con un gesto burlón.
—¿Te das cuenta de que se ha casado con Sima Ting? —le pregunté.
Otra vez su mirada burlona. No me hizo ningún caso. Madre entró en la casa dándole la mano a Shangguan Yunü, llevando todavía unos vergonzosos pétalos de rosa pegados a la cabeza. Sima Ting, un tanto deprimido, venía detrás de ellas. Hermana Mayor cogió la palangana y lanzó su contenido por el aire; el agua dibujó un abanico luminoso. Madre suspiró pero no dijo nada. Sima Ting me ofreció su medalla, quizá para congraciarse conmigo, quizá para mostrarme su valía, pero yo me limité a mirarlo fija y solemnemente. En su rostro sonriente había un trazo de hipocresía. Él miró hacia otro lado y disimuló su incomodidad con una tos. Yo tiré la medalla por ahí. Voló por encima del tejado, como un pájaro, y detrás de ella se movía, como si fuera la cola, un lazo de color dorado.
—¡Ve a buscarla! —me dijo Madre, muy enfadada.
—¡No! —le dije yo, desafiante.
—Déjalo, olvídalo —dijo Sima Ting—. No hay ninguna necesidad de conservarla.
Madre me dio una bofetada.
Yo caí de espaldas y rodé por el suelo.
Madre me dio una patada.
—¡Avergüénzate! —le espeté, lleno de veneno—. ¡No tienes vergüenza!
La cabeza de Madre cayó por el peso de la tristeza y un fuerte lamento salió de su boca. Entonces se dio la vuelta y entró corriendo en la casa, bañada en lágrimas. Sima Ting suspiró antes de instalarse debajo del peral a fumar un poco.
Unos cuantos cigarrillos más tarde, se levantó y me dijo:
—Entra ahí y habla con tu Madre, sobrino. Haz que deje de llorar.
Después se sacó el certificado de matrimonio del bolsillo, lo rompió en varias tiras y las tiró al suelo justo antes de salir del patio, caminando muy encorvado, anciano, como una vela que se va derritiendo mientras sopla el viento.