I
La primera nevada del periodo de paz dejó los cadáveres cubiertos de blanco, mientras los gorriones silvestres, hambrientos, daban saltitos sobre la nieve. Sus gorjeos lastimeros sonaban como los ambiguos sollozos de las viudas. A la mañana siguiente, el cielo tomó la apariencia del hielo translúcido, y cuando el sol salió, de color rojo, en el levante, el espacio que había entre el cielo y la tierra parecía una vasta superficie barnizada de colores. Una alfombra blanca cubría la tierra, y cuando la gente salía de sus casas, su aliento formaba un humo de color rosa; entonces atravesaban tambaleándose la nieve virgen del lindero del campo que daba al Este, con sus posesiones a la espalda, y se llevaban a sus vacas y ovejas en dirección sur. Tras cruzar el Río de los Dragones, donde abundaban los cangrejos y las almejas, se encaminaban hacia las impresionantes tierras altas y hacia el importante «mercado de la nieve» del Concejo de Gaomi del Noreste, un mercado que se instalaba sobre el suelo helado y donde se realizaban transacciones comerciales, sacrificios ancestrales y celebraciones en medio de la nieve.
En este ritual la gente sabía que tenía que guardarse sus ideas para sí mismos, porque en cuanto abrieran la boca y las hicieran públicas, les lloverían las catástrofes. En el mercado de la nieve, uno dedicaba sus sentidos de la vista, el olfato y el tacto a aprehender todo lo que estaba sucediendo alrededor; uno podía pensar, pero no debía decir nada. Lo que le ocurriría a alguien que rompiera la prohibición de hablar era algo que nadie nunca había preguntado, y mucho menos intentado explicar. Era como si todo el mundo lo supiera y hubiera establecido un acuerdo tácito para no divulgar la respuesta.
Los habitantes del Concejo de Gaomi del Noreste que sobrevivieron a la carnicería, que fueron sobre todo mujeres y niños, se vistieron con sus mejores galas para Nochevieja y se dirigieron, a través de la nieve, hacia las tierras altas, con el helado olor de la nieve que había bajo sus pies perforándoles la nariz. Las mujeres se cubrían la nariz y la boca con las mangas de sus gruesos abrigos, y aunque parecía que estaban intentando evitar el olor de la nieve, yo estaba seguro de que lo que querían evitar era decir algo. Un sonido sostenido de crujidos emergía desde la blanca superficie del suelo, y aunque la gente observaba la prohibición de hablar, su ganado no lo hacía. Las ovejas balaban, las vacas mugían, y los pocos caballos envejecidos y mulas cojas que habían conseguido sobrevivir a las múltiples batallas relinchaban. A lo largo del camino se veían perros salvajes y rabiosos que despedazaban los cadáveres con sus incansables garras y aullaban al sol como si fueran lobos. La única mascota de la aldea que había logrado no contagiarse la rabia, el perro ciego que pertenecía al monje taoísta Men Shengwu, caminaba tímidamente, siguiendo a su amo, a través de la nieve. El hogar de Men Shengwu era una cabaña de tres habitaciones que estaba enfrente de una pagoda hecha de ladrillo, en las tierras altas. Este hombre, que tenía ciento veinte años, practicaba una forma del arte de la magia conocida como «abstención de cereales». Los rumores decían que no había comido ningún alimento humano desde hacía diez años, y que sobrevivía exclusivamente a base de rocío, como las cigarras que viven en los árboles.
Los aldeanos pensaban que Men el Taoísta era medio hombre medio inmortal. Se desplazaba siempre como si no quisiera que nadie notara su presencia, con pasos ligeros y ágiles. Su cabeza era calva y reluciente, semejante a una bombilla, y su barba blanca y espesa como un arbusto. Sus labios eran parecidos a los de una pequeña mula y sus dientes brillantes relucían como perlas. Tanto su nariz como sus mejillas eran rojizas, y tenía unas cejas blancas tan largas como plumas de ala de pájaro. Cada año aparecía en la aldea el día del solsticio de invierno para hacerse responsable de su tarea; elegir el «Príncipe de la Nieve» durante el mercado de la nieve anual, o mejor dicho, el Festival de la Nieve. Este Príncipe de la Nieve tenía la obligación de llevar a cabo algunas actividades sagradas en el mercado de la nieve, y en compensación recibía una considerable recompensa. Por este motivo, todos los aldeanos deseaban que sus hijos fueran los escogidos.
Yo, Shangguan Jintong, fui elegido Príncipe de la Nieve aquel año. Después de visitar las dieciocho aldeas del Concejo de Gaomi del Noreste, Men el Taoísta se decidió por mí, cosa que demostraba que yo no era un chico común. Madre lloró de alegría. Cuando iba por la calle, las mujeres me miraban con reverencia.
—Príncipe de la Nieve, oh, Príncipe de la Nieve —me susurraban dulcemente—, ¿cuándo va a nevar?
—No sé cuándo va a nevar. ¿Cómo iba a saberlo?
—¿Que el Príncipe de la Nieve no sabe cuándo va a nevar? ¡No, es que no quieres revelar los secretos de la naturaleza!
Todo el mundo esperaba con impaciencia la primera nevada, y yo más que nadie. Al anochecer, dos días antes, unas nubes densas y rojas cubrieron todo el cielo; durante la tarde del día siguiente, comenzó a nevar. Al principio era solamente un polvillo, pero se fue convirtiendo en una tremenda tormenta de nieve, con unos copos del tamaño de plumas de ganso y, finalmente, unas bolas pequeñas y suaves. Las fuertes ráfagas de nieve, una tras otra, apagaron el sol. En las afueras, en los pantanos, los zorros y cánidos diversos aullaban, mientras los fantasmas de los difuntos malditos recorrían las calles y los callejones, lamentándose y llorando. La nieve, húmeda y pesada, azotaba las cortinas de papel de las ventanas de las casas. Los animales blancos se acurrucaban en los alféizares, golpeando las celosías con sus peludas colas. Esa noche yo estaba demasiado excitado como para poder dormir. Tenía los ojos rebosantes de extrañas visiones; no diré de qué visiones se trataba, porque sonaría demasiado banal para cualquiera que no haya estado ahí para verlas.
Apenas se estaba empezando a hacer de día cuando Madre salió de la cama y puso a hervir agua en un cazo para lavarme la cara y las manos. Mientras lo hacía, me dijo que tenía que cuidar las zarpas de su cachorrito. Incluso me cortó las uñas con unas tijeras. Cuando estuve todo limpio, me selló la frente con la huella dactilar de su pulgar en tinta roja, como si fuera una marca comercial. Después abrió la puerta y ahí estaba Men el Taoísta, esperando de pie en el umbral. Había traído una túnica y una gorra blancas, ambas hechas de brillante satén, muy suaves y agradables al tacto. También me había traído una tradicional arma mágica del taoísmo. Después de vestirme, me dijo que diera unos pasos sobre la nieve que había en el patio.
—¡Maravilloso! —me dijo—. ¡Eras un verdadero Príncipe de la Nieve!
Yo no podía sentirme más orgulloso. Madre y Hermana Mayor estaban evidentemente satisfechas. Sha Zaohua me miraba con una expresión de adoración. La cara de Octava Hermana estaba adornada con una hermosa sonrisa, como una florecilla. La sonrisa que había en el rostro de Sima Liang, en cambio, era más bien burlona.
Dos hombres me llevaron en un palanquín que tenía un dragón pintado en el lado izquierdo y un fénix en el derecho. Wang Taiping, un porteador profesional, encabezaba la marcha. Detrás iba su hermano mayor, Wang Gongping, que también era porteador profesional. Ambos hermanos tartamudeaban ligeramente al hablar. Unos años atrás habían intentado evitar que los reclutara el ejército; Taiping se había cortado el dedo índice y Gongping se había untado los testículos con aceite de croton, muy irritante, para que pareciera que tenía una hernia. Cuando el jefe de la aldea, Du Baochuan, se dio cuenta del engaño, los apuntó con su rifle y les dio la posibilidad de elegir entre ser fusilados o irse a la línea de fuego en calidad de porteadores, para llevar a los soldados heridos sobre sus espaldas y transportar las municiones. Ellos respondieron tartamudeando algo incoherente, por lo que escogió por ellos su padre, Wang Dahai, un albañil que se había caído de un andamio durante la construcción de la iglesia y había quedado tullido. Los dos hombres transportaban su carga de forma rápida y sin apenas sacudirla, cosa que les había valido el reconocimiento de sus superiores, y cuando fueron desmovilizados, su comandante, Lu Qianli, les escribió sendas cartas de recomendación. Pero entonces el hermano menor de Du Baochuan, Du Jinchuan, que se había ido a la guerra con ellos, enfermó y murió súbitamente, y los hermanos transportaron su cuerpo de vuelta al hogar, recorriendo unos mil quinientos li y sufriendo lo indecible durante el camino. Cuando llegaron, Du Baochuan los acusó de haber asesinado a su hermano y les dio la bienvenida con dos sonoras bofetadas. Incapaces de decir nada sin tartamudear incontrolablemente, ellos sacaron las cartas de recomendación que les había escrito el comandante de su regimiento. Du Baochuan se las arrancó de las manos y las rompió en ese mismo momento. Después, moviendo una mano, les dijo: «El que es un desertor una vez, es un desertor para siempre». Lo único que pudieron hacer ellos fue tragarse su amargura. Sus hombros, bien templados, eran duros como el acero, y tenían unas piernas muy bien entrenadas para su profesión. Ir en un palanquín transportado por ellos era como ir montado en una barca que navega corriente abajo. Se veían olas de luz que atravesaban el yermo nevado.
Un puente de piedra, apoyado en gruesos pilares de madera de pino, cruzaba el Río del Agua Negra. Se movió cuando pasamos, haciendo que el suelo crepitara bajo nuestros pies. Cuando llegamos al otro lado, me di la vuelta y me fijé en las huellas que nuestros pasos habían dejado sobre el yermo cubierto de nieve. Entonces distinguí a Madre, a Primera Hermana y a todos los niños pequeños de la familia que, junto a mi cabra, venían detrás de mí.
Los hermanos que portaban el palanquín me llevaron hasta las tierras altas, donde me dieron la bienvenida las miradas vivaces de la gente que había llegado antes que nosotros: hombres, mujeres y niños nos esperaban con la boca fuertemente cerrada. Los adultos tenían un aspecto bastante sombrío; los niños miraban todo con una expresión traviesa.
Guiados por Men el Taoísta, los hermanos me llevaron hasta una plataforma cuadrada de adobe que había en el medio de un montículo, donde vi un par de bancos detrás de un enorme incensario en el que había tres varitas de incienso. Depositaron el palanquín encima de los bancos, de modo que yo podía sentarme y me quedaban las piernas colgando. El silencioso frío me arañaba los dedos gordos de los pies como un gato negro y me mordisqueaba las orejas como uno blanco. El sonido del incienso al quemarse, cuando las cenizas se retorcían y caían sobre el incensario como una casa que se derrumba, era parecido al que hacen los gusanos. Su aroma me entraba por el agujero izquierdo de la nariz reptando como una oruga, y volvía a salir por la derecha. Men el Taoísta quemó un puñado de dinero en un brasero de bronce que había al pie de la plataforma; al hacerlo, compraba bienestar espiritual. Las llamas se parecían a mariposas doradas con las alas cubiertas de polvillo dorado. El papel era como mariposas negras que salían volando hacia el cielo hasta que se consumía completamente, y después caía lentamente sobre la nieve, donde desaparecía rápidamente. Después Men el Taoísta se prosternó delante de la plataforma del Príncipe de la Nieve y les hizo una señal a los hermanos Wang indicándoles que me volvieran a levantar. Me dieron una especie de cetro de madera envuelto en papel dorado. Uno de los extremos tenía forma de cuenco y estaba envuelto en papel de plata. Era el bastón de mando del Príncipe de la Nieve. Tras escogerme para que fuera el Príncipe de la Nieve, Men el Taoísta me había contado que el fundador del mercado de la nieve había sido su maestro, Chen el Taoísta, que había sido instruido por Laozi, el fundador del taoísmo, y que cuando hubo seguido sus instrucciones había subido al Cielo para convertirse en un inmortal y vivir en una torre alojada en la cima de una montaña, donde comía piñones y bebía agua de los arroyos, desplazándose por el aire de los pinos a los álamos y de los álamos a su cueva. Men el Taoísta me explicó, con todo detalle, las obligaciones y tareas del Príncipe de la Nieve. Yo ya había cumplido con la primera de ellas, ser venerado por la multitud, y ya había llegado el momento de cumplir con la segunda, que consistía en inspeccionar el mercado de la nieve.
Ese era el momento álgido del Príncipe de la Nieve. Una docena de hombres, vestidos con uniformes negros y rojos, daba un paso adelante y, aunque no tenían nada en la mano, adoptaban la postura de músicos que tocaran la trompeta, la suona, la corneta o los platillos.
Algunos inflaban los carrillos como si estuvieran soplando con todas sus fuerzas. Cada pocos pasos, el que tocaba los platillos levantaba la mano izquierda para levantar el instrumento imaginario y simulaba golpearlo con el de la mano derecha. Los silenciosos sonidos recorrían largas distancias. Los hermanos Wang se tambaleaban sobre sus agotadas piernas mientras la ciudadanía abandonaba sus silenciosas transacciones comerciales y se erguía, con los ojos bien abiertos y los brazos pegados a los lados del cuerpo para contemplar la procesión del Príncipe de la Nieve. Los colores de sus rostros, algunos conocidos y otros no, quedaban resaltados por el brillo de la nieve; los rojos parecían dátiles, los negros parecían trocitos de carbón, los amarillos parecían cera de abeja y los verdes parecían cebolletas. Agité mi bastón de mando hacia donde estaba la gente; todos se pusieron nerviosos instantáneamente, y movían las manos en el aire, confundidos, y abrían la boca, como si estuvieran gritando. Pero nadie se atrevía a hacer ni un ruido, ni siquiera lo deseaban. Una de las tareas sagradas que me había encomendado Men el Taoísta era abrirle la boca con la punta de mi bastón a quienquiera que osara hacer algún ruido y, después, pegar un fuerte tirón y arrancarle la lengua.
Distinguí a Madre, a Primera Hermana y a Octava Hermana entre la multitud de gente que gritaba en silencio. También vi a los otros, a Sha Zaohua y a Sima Liang. A mi cabra le habían puesto una máscara sobre la boca, hecha de algodón blanco con la forma de un cono, para que guardara silencio. Se sostenía con una tira de algodón blanco que le pasaba por detrás de las orejas. La prohibición de hacer ruido no era solamente para la familia del Príncipe de la Nieve sino también para su cabra. Agité mi bastón en dirección a mi familia y todos me devolvieron el saludo levantando los brazos. Sima Liang hizo unos círculos con los dedos y se los llevó a los ojos, como si me estuviera mirando con unos prismáticos. La cara de Zaohua estaba radiante, como un pez en las profundidades del océano.
En el mercado de la nieve se vendía toda clase de cosas. La primera parada que hizo mi silenciosa guardia de honor fue en el mercado de zapatos. Solamente se exponían las sandalias de paja. Todas estaban hechas de hierbas de los pantanos suavizadas. Esa era la clase de calzado que los habitantes de Gaomi del Noreste usaban en invierno. Hu Tiangui, padre de cinco chicos que habían sobrevivido a la guerra y después habían sido enviados a hacer trabajos forzados, estaba ahí de pie apoyado en una rama de sauce, con unos carámbanos de hielo colgando de la barbilla, que tenía envuelta con un pedazo de tela de color blanco. Lo único que llevaba puesto era un saco de esparto todo deshilachado. Estaba encorvado, y tenía dos dedos mugrientos estirados; estaba regateando con Qiu Huangshan, el maestro artesano que hacía las sandalias. Qiu mostró tres dedos y los apoyó sobre los dos de Hu. Este, testarudamente, volvió a estirar sus dos dedos. Qiu contestó inmediatamente con tres. Así estuvieron un rato, tres, cuatro, cinco veces, hasta que Qiu retiró la mano y, con una expresión de dolor que pretendía mostrar su frustración, desató de la cuerda de la que colgaba su mercadería un par de sandalias de calidad inferior, hechas con los extremos verdosos de las hierbas. La boca abierta de Hu Tiangui expresaba en silencio lo enfadado que estaba. Se dio unos golpes en el pecho, miró en dirección al cielo y después señaló el suelo. Lo que quería decir era que todo eso era bastante raro. Empezó a revolver la pila de sandalias con su bastón, buscando un par de calidad superior, que fueran del color de la cera de abejas y tuvieran una suela gruesa y fuerte, hecha con las raíces de las hierbas de los pantanos. Qiu apartó el bastón de Hu, sacó cuatro dedos y los colocó bajo la nariz de Hu sin que le temblaran ni un poco. Una vez más, Hu miró al cielo y señaló el suelo. Su saco de esparto estaba a punto de caérsele cada vez que se movía. Después se agachó y desató el par de sandalias que había escogido, las apretó un poco y movió los pies. Sus zapatos destrozados, cuyas suelas de goma apenas seguían unidas a la parte superior, quedaron en el suelo frente a él. Apoyándose en su bastón, metió sus temblorosos pies en las nuevas sandalias y después sacó un billete todo arrugado de su bolsillo cosido con retales y lo tiró a los pies de Qiu Huangshan. Con el rostro desencajado por la rabia, Qiu lo maldijo en silencio y golpeó el suelo muy enfadado, pero se agachó a recoger el deteriorado billete, lo estiró, lo cogió de una de las esquinas y lo agitó en el aire para que la gente que estaba alrededor lo pudiera ver con claridad.
Algunos movieron la cabeza en señal de empatía con él, pero otros sonrieron estúpidamente. Avanzando con lentitud, ayudado por su bastón, Hu Tiangui empezó a alejarse. Sus piernas estaban tiesas como tablones de madera. Yo estaba enfadado con Qiu Huangshan, con su labia y sus dedos ágiles, y en mi interior deseaba que su rabia le hiciera perder el control y decir algo; si eso ocurría, yo, gracias a mi autoridad temporal, podría arrancarle la lengua, su larga lengua, con mi bastón de mando. Pero él, astutamente, se dio cuenta de lo que yo estaba pensando y guardó el billete rosa en un par de sandalias que colgaban de su pértiga. Cuando cogió esas sandalias, vi que estaban prácticamente llenas de billetes de colores brillantes. Señaló a todos los artesanos que hacían sandalias que estaban a su alrededor, uno por uno, y ellos me miraron obsequiosamente. Después señaló, muy despacio, al dinero que había en las sandalias. Cuando hubo terminado, me lanzó las sandalias reverentemente. Me rebotaron en el vientre y cayeron en el suelo, frente a mí. Algunos de los billetes, que tenían imágenes de bobas ovejas regordetas que parecían estar esperando que las esquilaran o las degollaran, se salieron de las sandalias. A medida que yo avanzaba, varios pares de sandalias más, todas llenas de dinero, vinieron volando hacia mí.
En el mercado de la comida, Fang Meihua, la viuda de Zhao el Sexto, estaba friendo ansiosamente unos rollitos rellenos en un wok plano. Su hijo y su hija estaban sentados en una esterilla de paja, envueltos en una manta. Sus cuatro ojos no dejaban de girar en sus órbitas. Había instalado unas cuantas mesitas miserables enfrente de su cocina, y en ese momento había seis robustos buhoneros, instalados frente a las mesas en unas esteras de caña, comiendo rollitos y ajo. Los extremos superior e inferior de los rollitos fritos eran de un color marrón crujiente; estaban tan calientes que se los podía oír crepitar dentro de la boca de los hombres, y tan grasientos que brotaba un aceite rojizo cada vez que los mordían. Ninguno de los propietarios de los otros puestos de rollitos ni ninguno de los vendedores ambulantes de tortitas tenía un solo cliente. Todos contemplaban, llenos de envidia, ese lugar frente al puesto de la Viuda Zhao, mientras golpeaban los bordes de sus woks.
Cuando pasé montado en mi palanquín, la Viuda Zhao metió un billete en un rollito, me apuntó a la cara y me lo lanzó con naturalidad. Yo lo esquivé justo a tiempo, y el rollito impactó sobre el pecho de Wang Gongping. La viuda Zhao me echó una mirada pidiéndome perdón y se limpió las manos en un trapo grasiento. Tenía los ojos profundamente hundidos en su pálido rostro, y los rodeaban dos círculos de color violeta oscuro.
Un hombre alto y delgado salió de detrás del puesto donde se vendían pollos vivos; las gallinas, aterrorizadas, cacareaban nerviosamente. La propietaria del puesto negaba repetidamente con la cabeza. El hombre caminaba de un modo muy particular: rígido como un tablón, avanzaba rítmicamente, subiendo y bajando los hombros a cada paso que daba, como si estuviera a punto de echar raíces en el suelo. Se trataba de Zhang Enviado del Cielo, a quien todo el mundo llamaba con el apodo de Viejo Maestro Cielo. Se dedicaba a la extraña labor de acompañar a los muertos en el regreso a sus ciudades natales, y tenía el don de hacerlos ponerse de nuevo en pie para que pudieran volver caminando hasta su hogar. Cada vez que un habitante de Gaomi del Noreste moría lejos de casa, se contrataba a Zhang para que lo trajera de vuelta. Y cada vez que un forastero moría en el Concejo de Gaomi del Noreste, se lo contrataba para que se lo llevara. ¿Cómo alguien podía no venerar a un hombre que tenía la capacidad de conseguir que un cadáver cruzara, caminando, todos los ríos y las montañas que fuera necesario para volver a su hogar? Su cuerpo emanaba un extraño olor, e incluso los perros más agresivos metían la cola entre las piernas, se daban media vuelta y salían corriendo cuando él se acercaba. Sentándose en el banco que había frente al wok de la viuda, estiró dos dedos. En la confusa serie de gestos manuales que tuvo lugar a continuación entre él y la mujer, quedó claro que quería dos bandejas de rollitos, que hacían un total de cincuenta; no solamente dos, no solamente veinte. Entonces la viuda se apresuró a servir a este cliente de portentoso estómago. A la mujer se le iluminó la cara, mientras de los puestos vecinos llegaban miradas llenas de envidia. Yo deseé que dijeran algo, pero ni siquiera la envidia tenía la fuerza suficiente como para que abrieran la boca.
Enviado del Cielo se sentó sin hacer ruido, fijó la mirada en la viuda mientras ella trabajaba y dejó las manos apoyadas tranquilamente sobre sus rodillas. Un saco de tela negra le colgaba del cinturón, pero nadie sabía lo que contenía. Durante el último otoño había tenido que encargarse de un trabajo complicado: escoltar a un buhonero que vendía pergaminos para la celebración del año nuevo y que había fallecido en la Aldea de Aiqiu, en el Condado de Gaomi del Noreste, hasta su hogar, que estaba muy lejos, en dirección noreste. Tras aceptar la tarifa, el hijo del hombre dejó su dirección y se adelantó con el objetivo de preparar un recibimiento para su padre. Dada la gran cantidad de cadenas montañosas que Enviado del Cielo tendría que atravesar, la gente dudaba de que alguna vez regresara. Pero lo había hecho, y por el aspecto que tenía, no hacía mucho tiempo. ¿Estaría su dinero en la bolsa de tela? Sus sandalias de paja estaban destrozadas, y se le veían los dedos gordos, muy hinchados, y los tobillos, en los huesos.
Cuando la hermana pequeña de Cara de Sueño, Belleza Bizca, pasó caminando junto a mi palanquín con una gran calabaza, me echó una mirada provocativa, flirteando conmigo. Tenía las manos enrojecidas por el frío. En el momento en que pasó por delante del puesto de la Viuda Zhao, a la viuda le empezaron a temblar violentamente las manos. Sus miradas se encontraron y sus ojos de enemigas mortales soltaron unos destellos de color rojo. Ni siquiera la visión de la mujer que había asesinado a su marido bastó para que la Viuda Zhao violara la prohibición de hablar en el mercado de la nieve. Y sin embargo, yo me di cuenta de que le hervía la sangre. La Viuda Zhao tenía la cualidad de no dejar que nada, ni siquiera la rabia, la apartara de su trabajo. Tras llenar un enorme cuenco de cerámica blanca con la primera tanda de rollitos, se lo puso delante a Enviado del Cielo, que estiró un brazo. A la Viuda Zhao le llevó un momento darse cuenta de lo que quería. Se dio un golpecito en la frente, como pidiendo disculpas, y después cogió una jarra, de la que sacó dos grandes cabezas de ajo de color violeta, y se los ofreció. Después llenó un pequeño cuenco negro con una salsa de chile y sésamo y también la puso delante de Enviado del Cielo, como atención especial de la casa. Los buhoneros que estaban en las esteras de caña levantaron la mirada poniendo cara de desaprobación, censurándola por agasajar a Zhang Enviado del Cielo, quien muy despacio y muy satisfecho comenzó a pelar un ajo mientras esperaba que se enfriaran un poco los rollitos. Después colocó los blancos dientes de ajo que había pelado sobre la mesa, en fila, por orden de tamaño, como una columna de soldados. De vez en cuando cambiaba uno o dos de lugar, para perfeccionar la columna. No se puso a comer —o más bien a inhalar— los rollitos hasta que mi palanquín siguió adelante, en dirección al mercado de calabazas.
Junto a la base de la pagoda, que no estaba dedicada a ninguna deidad en particular, había una minúscula cabaña. El aroma sutil del incienso al quemarse se percibía desde detrás de la puerta. Enfrente del incensario había un gran caldero de madera lleno de nieve virgen. Detrás, se veía un taburete de madera: el trono del Príncipe de la Nieve. Men el Taoísta levantó la cortina de gasa que separaba la silenciosa cabaña del exterior, entró y me cubrió la cara con un trozo de satén blanco. Yo sabía, por las instrucciones que me había dado, que mientras estuviera llevando a cabo esta empresa no debía quitarme el velo. Escuché cómo se deslizaba silenciosamente fuera de la cabaña. A partir de entonces, lo único que pude oír fueron los sonidos de mi suave respiración, los débiles latidos de mi corazón y el leve chisporroteo que hace el incienso al quemarse. Gradualmente comencé a escuchar también el delicado crujir de la nieve bajo los pies de la gente que se acercaba caminando a donde yo estaba.
Entró una chica pisando el suelo con mucha suavidad. Lo único que yo podía ver a través del velo era el perfil de una chica alta cuyo cuerpo apestaba a pelo de cerdo quemado. No tenía ninguna pinta de ser de Dalan; lo más probable era que fuera de la Aldea de la Colina de Arena, donde había una familia que se dedicaba al negocio de hacer cepillos artesanalmente. En cualquier caso, viniera de donde viniera, el Príncipe de la Nieve estaba obligado a ser imparcial, así que metí las manos en la nieve que había en el caldero para limpiarlas de impurezas. Después, las extendí hacia ella. La costumbre era que todas las mujeres que quisieran engendrar un hijo durante el siguiente año, y aquellas que quisieran que la leche les llenara los pechos y los mantuviera jóvenes y saludables, se levantaran la blusa, mostraran los pechos y recibieran una caricia del Príncipe de la Nieve, que se quedaba quieto con las manos extendidas. Ocurrió exactamente como tenía que ocurrir: dos esponjosos y carnosos montículos se apretaron contra mis manos heladas. La cabeza empezó a darme vueltas mientras una cálida corriente de alegría atravesaba mis manos y se expandía por todo mi cuerpo. La mujer empezó a jadear incontrolablemente mientras sus pechos se frotaban contra las yemas de mis dedos; después, como un par de palomas excitadas, se fueron volando.
Apenas había podido palpar el primer par de pechos y ya se habían ido. Mi decepción se convirtió en deseo cuando metí las manos en la nieve para volver a purificarlas. Esperé con impaciencia a que llegara el siguiente par, que no pensaba dejar escapar tan fácilmente. Cuando llegaron, los agarré y no quería soltarlos. Eran pequeños y deliciosos, ni muy blandos ni muy duros, como rollitos recién sacados del horno. A pesar de que no podía verlos, sabía que eran blancos como la nieve, suaves y brillantes, con sus minúsculos pezones semejantes a pequeños hongos. Aferrándolos, pronuncié en silencio una plegaria, con todos mis buenos deseos. Los apreté por primera vez: «Que tengas trillizos varones y rechonchos». Los apreté por segunda vez: «Que tu leche fluya como una fuente». Los apreté por tercera vez: «Que tu leche sea maravillosamente dulce, como el rocío del amanecer». Ella se lamentó suavemente antes de retirarse, dejándome fuertemente desconsolado. Me entristecí y empecé a sentirme avergonzado. Para castigarme, enterré las manos en la nieve hasta que las yemas de mis dedos tocaron el suave fondo del caldero, y no las saqué hasta que se me adormecieron los brazos hasta el codo. El Príncipe de la Nieve levantaba sus purificadas manos para bendecir a las mujeres del Concejo de Gaomi del Noreste. Sentí una oscura melancolía hasta que unos pechos caídos y bamboleantes se frotaron contra mis manos. Cacareaban como gallinas testarudas y tenían unas delicadas manchitas cutáneas. Pellizqué los dos pezones exhaustos y después retiré las manos. El aliento oxidado que emanaba de la boca de la mujer atravesó el velo de gasa y me llegó a la cara. El Príncipe de la Nieve no discrimina. Que tus deseos se hagan realidad. Si deseas un hijo, que te nazca un niño. Si deseas una hija, que te nazca una niña. Y que tengas toda la leche que necesites. Tus pechos siempre estarán sanos, pero si lo que deseas es volver a ser joven, el Príncipe de la Nieve no puede ayudarte.
Los pechos que se acercaron en cuarto lugar eran como dos codornices a punto de explotar; tenían las plumas marrones, el pico inflexible y el cuello corto y poderoso. Esos picos inflexibles no dejaron de picotearme en las palmas de las manos en ningún momento.
El quinto par de pechos parecía esconder dos avisperos, porque empezaron a zumbar en cuanto los toqué. Su superficie se calentó debido a que todos los insectos pugnaban por salir, haciéndome cosquillas en las manos mientras administraban sus bendiciones.
Aquel día acaricié al menos ciento veinte pares de pechos. Uno tras otro, me fueron aportando más y más sentimientos e impresiones con respecto a los pechos femeninos; era como ir pasando las páginas de un libro. Pero el unicornio acabó con todas esas gustosas impresiones. Era como un rinoceronte a la carga, como un terremoto que arrasara el almacén de mi memoria, como un toro salvaje entrando violentamente en un jardín.
Había estirado las manos. Para entonces las tenía muy hinchadas y casi sin sensibilidad. Intentaba cumplir con las obligaciones del Príncipe de la Nieve y me quedé esperando al siguiente par de pechos. Entonces oí una risita familiar, pero los pechos no llegaron. Una cara rojiza, unos labios rojos, unos pequeños ojos oscuros… De repente, el rostro de la joven que había flirteado conmigo me vino a la memoria.
Mi mano izquierda tocó un pecho grande y redondeado; mi mano derecha no tocó nada, y en aquel momento me di cuenta de que la Vieja Jin, la mujer de un solo pecho, había llegado. Tras estar a punto de que la fusilaran después de una pelea grupal, esta provocativa viuda, que tenía una tienda de aceite de sésamo a su cargo, se había casado con el hombre más pobre del pueblo, un mendigo sin techo llamado Un Ojo Fang Jin, y ahora era la esposa de un pobre campesino. Su marido tenía un solo ojo; ella tenía un solo pecho. Era una pareja hecha en el cielo. La Vieja Jin en realidad no era vieja, pero los rumores sobre su particular manera de hacer el amor circulaban con insistencia entre los hombres de la aldea e incluso habían llegado a mis oídos en más de una ocasión, aunque yo no entendía la mayor parte de lo que se decía. Cuando tenía la mano izquierda sobre su pecho, me cogió la derecha y se la acercó también; ahora, su pecho, que era mucho más redondo de lo habitual, estaba en contacto con mis dos manos. Guiado por ella, lo palpé hasta el último centímetro. Era una montaña solitaria que se alzaba en el lado derecho de su pecho. La mitad superior era una colina tranquila y relajante, y la mitad inferior era una abrupta semiesfera. El suyo era el pecho más cálido que había tocado en mi vida. Me recordaba a un gallo recién vacunado; estaba tan caliente que casi saltaban chispas. Era suave y brillante, y aún lo hubiera sido más de no ser por el calor. El extremo de la semiesfera abrupta se expandía hacia el espacio como un cuenco de vino hacia abajo, y lo coronaba un pezón que apuntaba ligeramente hacia arriba. Era duro un instante y blando al instante siguiente, como una bala de goma. Varias gotas de un líquido fresco se me pegotearon en la mano, y entonces me acordé de algo que me había contado un pequeño aldeano que se había ido de viaje al Sur, para vender seda. Me había dicho que la lujuriosa Vieja Jin, era como una papaya, una mujer que rezumaba fluidos blanquecinos en cuanto se la tocaba. Como yo nunca había visto una papaya, lo único que me podía imaginar era que se trataba de una fruta fea que causaba una atracción mortal. El pecho único de la Vieja Jin hizo que se interrumpieran las actividades sagradas del Príncipe de la Nieve. Mis manos eran como esponjas empapadas en el calor de su pecho, y me daba la sensación de que mis caricias también la satisfacían a ella. Gruñendo como un cerdito, me cogió la cabeza y se la acercó a su seno, donde su pecho candente me quemó la cara. Entonces la oí murmurar en voz baja: «Querido niño… mi querido niño…».
Se había roto la ley del mercado de la nieve.
Una sola palabra llamaba al desastre.
* * *
Un Jeep verde aparcó en la plaza que había frente a la casa de Men el Taoísta. Cuatro policías especiales, vestidos con uniformes de color caqui, con insignias de algodón blanco bordadas sobre los bolsillos del pecho, salieron a toda prisa y con gran agilidad y precisión irrumpieron a través de la puerta de la casa. Volvieron a aparecer, unos instantes más tarde, llevando a Men el Taoísta esposado. Cuando lo condujeron hasta el Jeep a empujones, me echó una mirada desolada pero no dijo nada. Se limitó a subir al Jeep sumisamente.
Tres meses más tarde, Men Shengwu, Men el Taoísta, el jefe de una secta reaccionaria que subía furtivamente a lo alto de una colina para enviar señales con balas de fogueo a otros agentes secretos, fue fusilado junto al Puente Encantado en la capital del condado. Su perro ciego salió corriendo tras el Jeep, persiguiéndolo por la nieve, hasta que le voló la cabeza un francotirador que iba en el coche.