IX

Pasamos la primera noche de después de la batalla en el mismo lugar en el que habíamos pasado la primera noche de la evacuación: en la misma habitación lateral que daba al mismo pequeño patio, donde estaba el ataúd en el que había yacido la anciana. La única diferencia era que casi todos los edificios de la minúscula aldea habían sido destruidos; incluso la cabaña de tres habitaciones donde habían estado viviendo Lu Liren y algunos miembros del gobierno del condado ya no era más que un montón de escombros. Llegamos a la aldea justo antes del anochecer, cuando el Sol era una bola de color rojo sangre. La calle estaba llena de cuerpos rotos; veinte cadáveres desfigurados, más o menos, habían sido apilados ordenadamente en medio de una plaza, como si estuvieran conectados por un hilo invisible. El aire estaba cálido y seco. Había unos cuantos árboles con las ramas achicharradas, como si les hubiera caído un rayo. ¡Clanc! Primera Hermana le dio sin querer una patada a un casco que tenía un agujero. Yo me caí al suelo tras tropezar con un montón de cartuchos usados que todavía estaban calientes. Un olor a goma quemada flotaba en el aire, mezclado con el penetrante olor de la pólvora. Un cañón solitario asomaba por encima de una pila de ladrillos rotos, apuntando a las estrellas heladas que parpadeaban en el cielo. La aldea estaba silenciosa como la muerte. Nos parecía estar caminando por los legendarios salones del Infierno. La cantidad de refugiados que nos seguía en el camino hacia casa se había ido reduciendo lentamente hasta que ya no quedaba ni uno; estábamos solos. Madre, cabezonamente, nos había traído hasta aquí. Mañana atravesaríamos la orilla norte del Río de los Dragones, cubierta de álcali, después cruzaríamos el propio río y desde ahí nos dirigiríamos a ese lugar que llamábamos nuestra casa. Estaríamos en casa. En casa.

Entre las ruinas de la aldea solamente aquella pequeña cabaña de dos habitaciones quedaba en pie, como si siguiera existiendo especialmente para nosotros. Retiramos las vigas y los postes que habían caído contra la puerta, bloqueándola, y entramos. Lo primero que vimos fue el ataúd, que nos hizo darnos cuenta de que después de casi veinte días con sus veinte noches, estábamos exactamente en el mismo lugar en el que habíamos pasado la primera noche.

—¡Es la voluntad del Cielo! —dijo Madre lacónicamente.

En cuanto se hizo de día, Madre empezó a cargar a los niños y todas nuestras posesiones, incluido el rifle, en el carrito.

Súbitamente, la carretera estaba atestada de gente. La mayoría llevaba uniformes militares, y todos iban equipados con cinturones de cuero de los que colgaban granadas con la anilla de madera. Por el suelo, aquí y allá había cartuchos usados, y en la acequia que había al lado de la carretera se veían proyectiles de artillería junto a caballos muertos con los vientres abiertos por las explosiones. De repente, de forma abrupta, Madre cogió el rifle del carrito y lo tiró al agua helada de la acequia. Un hombre que portaba dos pesadas cajas de madera sobre los hombros nos miró, sin salir de su asombro. Entonces dejó las cajas en el suelo y se hizo con el rifle.

Cuando nos acercábamos a la Colina de la Familia Wang, una ráfaga de aire caliente nos golpeó en el rostro, como si surgiera de un enorme horno para fundir metales. La aldea estaba cubierta de humo y neblina, los árboles de la entrada estaban llenos de hollín y millones de moscas que parecían estar fuera de lugar volaban en enjambres desde las entrañas podridas de los caballos muertos hasta los rostros de los seres humanos muertos.

Para evitar problemas, Madre se metió por un sendero que rodeaba nuestra aldea; como estaba muy mal empedrado, resultaba muy difícil avanzar por ese camino, así que tumbó el carrito en el suelo, sacó una jarra de aceite del manillar, mojó una pluma en el aceite y lo untó en el eje y en los tapacubos de las ruedas. Sus manos hinchadas parecían tartas de sorgo al horno.

—Vamos a ese bosquecillo a descansar un rato —dijo Madre, cuando terminó de engrasar el carrito.

Después de tantos días en la carretera, Shengli, Gran Mudo y Pequeño Mudo se habían acostumbrado a hacer lo que se les decía sin rechistar. Sabían que para poder ir montados en el carro tenían que pagar con su derecho a protestar. Las ruedas, recién engrasadas, ahora cantaban en voz alta. No muy lejos del sendero había un campo de sorgo desecado; sobre los oscuros tallos, algunos capullos secos apuntaban al cielo, mientras otros estaban inclinados hacia el suelo.

Cuando nos acercamos a los árboles, descubrimos un arsenal de artillería oculto entre la vegetación. Había docenas de cañones; parecían cuellos de tortugas envejecidas. Habían empleado ramas de árboles a modo de camuflaje. Las ruedas estaban profundamente enterradas en el suelo. En el suelo, entre los enormes cañones, había una fila de cajas. Las que estaban abiertas mostraban proyectiles de artillería ordenadamente guardados y muy bien protegidos. Los hombres encargados de manejar los cañones, todos vestidos con ropas de camuflaje, estaban sentados o de pie bajo los árboles, bebiendo agua en cuencos esmaltados. Un caldero con asas de hierro estaba puesto encima de una parrilla, sobre una hoguera. En el caldero se cocinaba carne de caballo. ¿Cómo podía yo saber que se trataba de carne de caballo? Distinguí un casco de caballo, del que salían unos larguísimos pelos, como barbas de chivo, asomando al borde del caldero; una herradura brillaba al sol. El cocinero estaba echando una rama de pino para avivar el fuego. Las lenguas de las llamas ascendían hacia el cielo y el líquido que había en el caldero hervía y echaba humo, por lo que la pata del pobre caballo no dejaba de temblar.

Un hombre que parecía un oficial se acercó corriendo y nos instó muy amablemente a que diéramos media vuelta y nos marcháramos por donde habíamos venido. Madre le contestó muy fría y segura de sí misma.

—Capitán —le dijo—, si nos obliga a hacerlo, nos iremos, pero encontraremos otra forma de pasar dando un rodeo.

—¿Es que no temen por sus vidas? —dijo el hombre, evidentemente sorprendido—. ¿Es que no teme perder a su familia bajo el fuego de la artillería? Usted no sabe lo potentes que son estos cañones.

—Si hemos llegado tan lejos, no ha sido porque tengamos miedo a la muerte, sino porque la muerte nos tiene miedo a nosotros —contestó Madre.

El hombre se hizo a un lado.

—Son libres para ir donde quieran.

Seguimos avanzando, y atravesamos el desierto alcalino. La única opción que teníamos era seguir los pasos de Madre. En realidad, seguíamos los de Laidi. Durante todo el arduo viaje, Laidi tiró del carrito como una bestia de carga que no se quejara nunca y, en los momentos en los que fue necesario, se detuvo para disparar el rifle contra quienquiera que amenazara nuestra seguridad cuando nos detuvimos a pasar la noche. Gracias a eso se ganó mi admiración y mi respeto.

Cuanto más nos internábamos en el desierto, más difícil era avanzar por la carretera, que estaba muy deteriorada por el pesado tránsito de los últimos tiempos. Por ello, nos salimos de la carretera y empezamos a marchar sobre el suelo alcalino. La nieve que no se había derretido hacía que el suelo pareciera una cabeza sarnosa; los matojos de hierba seca que se veían de vez en cuando eran como mechones de pelo. A pesar de que daba la sensación de que en esa zona acechaba el peligro, vimos varias ruidosas bandadas de alondras que la sobrevolaban y un puñado de conejos silvestres del color de la hierba seca formando una beligerante barrera delante de un zorro blanco y atacándolo mientras chillaban con gran alegría. Seguro que por haber sufrido amargamente, y albergando un profundo odio por el zorro, habían organizado una carga heroica. Detrás de ellos, un montón de cabras salvajes, con la cara finamente tallada, iban avanzando por rachas. Yo no sabía si se estaban sumando al ataque de los conejos o si simplemente tenían curiosidad por lo que iba a pasar.

Sobre la hierba, algo brilló a la luz del sol. Zaohua se acercó corriendo, lo cogió y me lo dio a mí, que estaba al otro lado del carrito. Era un conjunto de cubiertos, platos y cazuelas portátil. Dentro había pescaditos fritos. Se lo devolví. Ella cogió uno de los pescaditos y se lo ofreció a Madre, que le dijo:

—Yo no quiero. Cómetelos tú.

Zaohua se comió los pescaditos con mucha delicadeza, como una gata. Gran Mudo, desde la canasta, sacó su sucia y pequeña mano y gruñó: «¡Ao!». Pequeño Mudo hizo lo mismo. Los dos tenían el rostro un tanto cuadrado, semejante a una calabaza, y los ojos muy altos, cosa que hacía que pareciera que tenían la frente más pequeña de lo normal. Ambos tenían la nariz chata y alejada de la boca, muy grande en los dos casos. Sus labios superiores eran demasiado cortos y estaban un poco replegados hacia arriba, por lo que no lograban taparles los dientes amarillentos. Zaohua le echó una mirada a Madre para ver qué era lo que debía hacer, pero Madre tenía la vista perdida en la lejanía, así que cogió dos pescaditos y le dio uno a cada uno. La olla ya estaba vacía. Solamente quedaban algunas raspas de pescado y unas gotas de aceite. Zaohua la lamió hasta dejarla limpia.

—Descansemos un rato —dijo Madre—. Ya no falta mucho para divisar la iglesia.

Yo me tumbé en el suelo alcalino y levanté la vista al cielo. Madre y Primera Hermana se quitaron los zapatos y les dieron unos golpes contra el manillar del carrito para quitarles el álcali que tenían dentro. Tenían los talones como boniatos podridos. Repentinamente, una bandada de pájaros aterrorizados pasó volando muy cerca del suelo. ¿Habrían visto un halcón? No, era un par de aeroplanos de ala doble que atravesaban el cielo desde el Sudeste. Hacían un ruido como el de mil ruedas que estuvieran girando todas al mismo tiempo.

Al principio, volaban a mucha altura, y avanzaban lentamente, pero cuando estaban justo encima de nuestras cabezas, empezaron a bajar en picado y cogieron velocidad. Volaban con la gracia de cachorrillos alados, a toda velocidad, con las hélices traqueteando a máxima velocidad, como avispones que dan vueltas alrededor de la cabeza de una vaca. Cuando pasaron, casi rozando la parte superior de nuestro carrito, uno de los hombres que vimos a través del cristal nos sonrió como si fuera un viejo amigo. Me dio la sensación de que lo conocíamos, pero antes de que pudiera fijarme bien, él y su sonrisa aceleraron y se alejaron de mí con la velocidad de un relámpago. Una violenta ráfaga de viento que arrastraba una nube de polvo fino levantó las hierbas secas, la arena y las cagadas de conejo y nos las lanzó como una lluvia de balas. La olla que tenía Zaohua en la mano salió volando por el aire. Presa del pánico, di un salto, escupiendo tierra, mientras el segundo aeroplano se lanzó sobre nosotros aún más salvajemente, escupiendo dos largas lenguas de fuego desde el vientre. Las balas levantaron toda la tierra que había a nuestro alrededor. Dejando un rastro de humo negro, los aeroplanos giraron hacia un lado y se fueron volando a través del cielo, por encima de la colina de arena. Las llamaradas seguían saliendo desde debajo de sus alas, explotando y haciendo un sonido semejante al de una jauría de perros ladrando, y levantando por el aire nubes de tierra amarillenta. Planeaban y remontaban el vuelo como las gaviotas cuando pasan a ras de la superficie del agua; se dejaban caer salvajemente y después volvían a ascender de forma abrupta. La luz del sol se reflejaba en los cristales, y sus alas adquirieron un color azul brillante como el del acero. Los soldados que había sobre la colina de arena quedaron bañados en un polvo gris y, entrando en pánico, se pusieron a correr dando alaridos. Las llamas amarillas que surcaban el cielo sobre sus cabezas anunciaban el insistente crepitar, de los disparos como una constante ráfaga de viento. Los aeroplanos eran como gigantescos pájaros alucinados que rodaban por el cielo. El sonido de sus motores parecía un canto delirante. Uno de ellos se detuvo súbitamente y su vientre empezó a vomitar un denso humo negro. Rugiendo, se puso a moverse de forma descontrolada, dio unas vueltas sobre sí mismo y cayó en picado en el desierto, cavando una zanja en el barro. Las alas se estremecieron durante unos instantes antes de que una gran bola de fuego le consumiera el vientre, produciendo una explosión ensordecedora que hizo saltar a todos los conejos silvestres de la zona. El otro pájaro cogió altura, soltó un chillido de angustia y se alejó volando.

En ese momento nos dimos cuenta de que había desaparecido la mitad de la cabeza de Gran Mudo y de que en el vientre de Pequeño Mudo había un agujero grande como un puño. Todavía no estaba muerto, y nos mostraba el blanco de los ojos. Madre cogió un puñado de tierra alcalina e hizo presión con ella en el agujero, pero ya era demasiado tarde para evitar que brotara un burbujeante líquido verdoso y se le salieran los intestinos. Metió más y más tierra en el agujero, pero no consiguió detener el flujo. Los intestinos de Pequeño Mudo comenzaron a llenar la canasta. A mi cabra se le doblaron las patas delanteras, y empezó a emitir unos sonidos quejosos muy extraños; después se le contrajo violentamente la panza y arqueó el lomo, mientras expulsaba por la boca un gran trozo de hierba a medio digerir. Tanto Primera Hermana como yo nos inclinamos hacia adelante y nos pusimos a vomitar. Madre, con las manos manchadas de sangre fresca, se quedó quieta, contemplando con incredulidad los intestinos. Le temblaban los labios. De pronto, abrió la boca y salió un chorro de líquido rojo, seguido por unos lamentos fuertes y profundamente dolorosos.

Poco después, una descarga de proyectiles de artillería desgarraba el cielo dibujando curvas como bandadas de cuervos. Procedían del arsenal de artillería que estaba oculto en el pequeño bosquecillo que había cerca de la entrada de nuestra aldea. Unos destellos azules teñían el cielo de color lila. El sol estaba de un color gris opaco y tenue. Después de la primera descarga, el suelo tembló mientras los proyectiles silbaban por encima de nuestras cabezas. Después vinieron las sordas explosiones de los impactos, que hicieron que varias columnas de humo blanco subieran por el aire por encima de nuestra aldea. Finalmente, los disparos se detuvieron, y hubo un instante de silencio, rápidamente roto cuando los cañones de la otra orilla del Río de los Dragones enviaron hacia donde estábamos nosotros una respuesta que consistió en proyectiles aún más grandes. Algunos tocaron tierra entre los árboles; otros cayeron en medio del desierto. Y así siguió la cosa, como si se tratara de una serie de visitas familiares. Unas olas de aire caliente barrían el desierto de un lado al otro. Después de aproximadamente una hora, los árboles del bosquecillo empezaron a arder y los cañones que había allí se quedaron en silencio, cosa que no hicieron los de nuestra aldea; sus proyectiles caían cada vez más lejos. De repente, por encima de la colina de arena, el cielo se coloreó de azul por unos proyectiles que volaron silbando por el aire y aterrizaron en nuestra aldea. Esta descarga ridiculizó a la que habían lanzado desde el bosquecillo, tanto por la cantidad de proyectiles como por el efecto que tuvo. He descrito las descargas procedentes del bosque como bandadas de cuervos. Pues bien, estas que venían del otro lado de la colina de arena eran como pequeños cerdos negros marchando en ordenadas formaciones, gruñendo en voz alta y agitando la cola hasta entrar, persiguiéndose unos a otros, en nuestra aldea. Pero cuando tocaron tierra ya no eran pequeños cerdos negros sino grandes panteras negras, tigres, jabalís, que mordían todo lo que tocaban con sus colmillos semejantes a sierras. Cuando las descargas de la artillería se recrudecieron, los aeroplanos volvieron, pero esta vez eran doce, volando en parejas, casi rozándose los extremos de las alas. Soltaron sus huevos desde lo alto del cielo, huevos que abrieron agujeros en la tierra. ¿Y entonces? Una columna de tanques salió ruidosamente de la aldea. En esa época, yo no sabía que esas extrañas máquinas con cañones largos y parecidos a trompas se llamaran tanques. Cuando la columna llegó al desierto alcalino, los tanques se dispersaron, seguidos por un contingente de soldados de infantería, todos protegidos con cascos, que subieron trotando a un montículo y se pusieron a disparar hacia el cielo. Bang, bang, bang. Bang, bang, bang. Bang, bang, bang, bang, bang, bang, bang. Tiro al blanco. Nosotros nos refugiamos en uno de los cráteres que habían abierto los proyectiles, donde algunos nos sentamos y otros se tiraron al suelo boca abajo, pero con calma, como si no tuviéramos miedo.

Las ruedas de oruga que tenían los tanques empezaron a coger velocidad, una tras otra. Los tanques avanzaban haciendo un fuerte estruendo. Ni las zanjas ni los desniveles les causaban el más mínimo problema; sus trompas seguían apuntando hacia adelante. Avanzaban a toda velocidad, chillando, rugiendo, escupiendo, como una columna de tiranos enfurecidos. Hartos de escupir flemas, se pusieron a escupir bolas de fuego; las trompas retrocedían con cada explosión. Lo único que tenían que hacer para destruir una trinchera y dejar el suelo completamente plano era pasar por encima un par de veces, yendo hacia adelante y hacia atrás. Durante este proceso solían quedar enterrados unos cuantos hombrecitos de color caqui. Todos los lugares por los que pasaban quedaban convertidos en terreno recién labrado. Fueron rodando hasta la colina de arena, donde una lluvia de balas cayó sobre ellos. Bang, bang. Apenas la notaron. No así los soldados que venían detrás de ellos, que cayeron como moscas. Un pelotón de hombres salió corriendo desde detrás de la colina de arena portando unas antorchas hechas de tallos de sorgo. Las lanzaron debajo de los tanques. Algunos tanques volaron por el aire con una fuerte explosión; algunos hombres rodaron por el suelo frente a ellos. Unos pocos tanques murieron, otros quedaron heridos. Sobre la colina de arena aparecieron más hombres, que reaccionaron como pelotas de goma y se lanzaron rodando por la ladera para enfrentarse a los soldados que llevaban casco. Sus gritos se mezclaban caoticamente; tantos alaridos formaban una masa sonora incoherente. Puños por el aire, patadas bien dirigidas, cuellos estrangulados, entrepiernas aplastadas, dedos mordidos, orejas arrancadas, ojos reventados. En los cuerpos entraban espadas plateadas; de los cuerpos salían espadas rojas. No se dejó de probar ni una sola de las posibles maneras de combatir. Un soldado pequeño estaba a punto de perder frente a uno grande, así que cogió un puñado de arena y le dijo:

—Hermano mayor, tú y yo somos primos lejanos. La esposa de un primo mío por parte de padre es tu hermana pequeña. Por eso te pido por favor que no me golpees con la culata de ese rifle, ¿vale?

—De acuerdo —le dijo el soldado grande—, por esta vez te perdono, ya que he estado invitado a tu casa a tomar unas copas. La jarra con la que sirves el vino es muy elegante. Ese tipo de artesanía se llama jarra del Pato Mandarín.

Sin previo aviso, el soldado pequeño le tiró la arena a la cara al grande, cegándolo temporalmente, y entonces se puso a su espalda rápidamente y le abrió la cabeza con una granada de mano.

Aquel día pasaron tantas cosas que me tendrían que haber salido diez pares de ojos para verlo todo, y necesitaría diez bocas para poder contarlo. Los soldados que llevaban cascos cargaban en oleadas, pero los muertos se iban apilando, formando una especie de pared, y no podían atravesarla. Después trajeron unos lanzallamas, que echaban chorros de muerte y hacían que la arena de la colina cristalizara. Y llegaron más aeroplanos, que dejaron caer grandes tortitas y rollitos rellenos de carne, y también montones de billetes de todos los colores. Cuando cayó la noche, agotados, ambos bandos se detuvieron a descansar, pero solamente durante un rato; poco después, la batalla volvió a comenzar, tan candente que el cielo y la tierra se tiñeron de rojo, el suelo helado se ablandó y los conejos silvestres cayeron como moscas, no por efecto de las armas sino como consecuencia del miedo.

El fuego de los fusiles y las descargas de la artillería no se acababan nunca. Las llamaradas iluminaban el cielo de una manera tan brillante que apenas podíamos abrir los ojos.

Al amanecer, los soldados que iban con cascos arrojaron sus armas; se rendían.

La primera mañana de 1948, los cinco miembros de mi familia, además de la cabra, empezamos a cruzar cautelosamente el Río de los Dragones, que estaba congelado, y logramos arrastrarnos hasta el otro lado. Sha Zaohua y yo ayudamos a Primera Hermana a llevar el carrito hasta lo alto, donde nos detuvimos a contemplar las grandes zonas donde el hielo había quedado destrozado por el impacto de los proyectiles de la artillería, y el agua que salía a borbotones por los agujeros. Mientras escuchábamos el crujiente sonido del hielo partiéndose, nos sentimos agradecidos porque ninguno de nosotros hubiera caído. La luz del sol empezó a iluminar poco a poco el campo de batalla al norte del río, donde todavía olía a pólvora. Los gritos de alegría, celebrando el triunfo, y una ráfaga de fuego que sonaba de vez en cuando mantenían vivo el lugar. Los cascos en el suelo parecían hongos, y yo entonces me acordé de Pequeño y Gran Mudo, a quienes Madre había metido en el cráter que había producido una bomba, donde yacían al descubierto, sin que nadie les hubiera echado ni siquiera un poco de tierra por encima. Me obligué a mí mismo a darme la vuelta y echar un vistazo hacia nuestra aldea, que de algún modo había logrado no quedar reducida a escombros. Eso sí que fue un milagro. La iglesia todavía estaba en pie, así como el molino. La mitad de las edificaciones cubiertas de azulejos del recinto de la familia Sima había sido derruida, pero las nuestras seguían en pie, salvo el techo de la estancia principal, que se había estropeado porque un proyectil le había caído encima. Cuando entramos en el patio intercambiamos algunas miradas, como si no conociéramos el lugar, pero después todo fueron abrazos hasta que nos vinimos abajo y nos pusimos a llorar, Madre la primera.

El sonido de nuestro llanto quedó abruptamente interrumpido por los queridos sollozos de Sima Liang. Levantamos la vista y lo vimos, de cuclillas, subido a un albaricoque, con una expresión que recordaba la de un animal salvaje. Llevaba una piel de perro cubriéndole los hombros. Madre fue hacia él y él bajó del árbol de un salto, como una bocanada de humo, y se arrojó a sus brazos.