VIII

El día de la evacuación, los habitantes de las dieciocho aldeas del Concejo de Gaomi del Noreste, gritando y llorando, condujeron a sus animales, cargaron a sus pollos, ayudaron a sus mayores y se llevaron a sus niños hasta la orilla norte del Río de los Dragones, de suelo alcalino y cubierta de matojos de hierbas. Estaban todos al borde de un ataque de nervios. El suelo estaba cubierto por una capa de álcali blanco, como una escarcha que no se derritiera nunca. Las hojas de las plantas y las cañas que no habían sido afectadas por el álcali eran amarillas, y sus algodonosos estambres se agitaban y ondeaban mecidos por el viento helado. Los cuervos, que siempre se sienten atraídos por los alborotos que se forman debajo de ellos, planeaban en el cielo y lo llenaban con sus poéticos y punzantes chillidos: Aah… Guah… Lu Liren, que había sido degradado a jefe sustituto del condado, estaba de pie ante la mesa de sacrificio, hecha de piedra, de la enorme cripta de un sabio de la dinastía Qing. Se desgañitaba como un poseso dirigiéndose a la gente que había movilizado para que evacuaran la zona. «Ahora que ha llegado lo más crudo del invierno, el Concejo de Gaomi del Noreste está a punto de convertirse en un inmenso campo de batalla, y quedarse aquí es equivalente a suicidarse». Las ramas de los negros pinos estaban atestadas de cuervos, algunos de los cuales incluso se habían posado sobre las estatuas de piedra de hombres y caballos. Aah, chillaban, guah. Los sonidos que emitían no solamente modificaban el tono de lo que decía Lu Liren sino que además hacían que aumentara el terror de la gente y que se confirmara la necesidad de huir del peligro.

El disparo de una pistola indicó que la evacuación se ponía en marcha. La oscura masa de gente empezó a salir de la aldea con un clamor. Los burros rebuznaban y las vacas mugían, los pollos aleteaban en el aire y los perros brincaban, las ancianas lloraban y los niños chillaban excitados, todo al mismo tiempo. Un joven oficial que iba montado en un poni blanco llevaba una bandera roja que colgaba tristemente de su mástil y se arrastraba de un lado para otro por el camino lleno de baches y cubierto de álcali que se dirigía hacia el Noreste. Guiando la procesión iba un contingente de mulas que transportaban los archivos del gobierno del condado, docenas de ellas, avanzando lánguida y laboriosamente hacia adelante, con lentitud, bajo la atenta mirada de los jóvenes soldados. Detrás de ellas iba un camello que había sobrevivido desde la época de Sima Ku. Llevaba un par de cajas metálicas apoyadas directamente sobre la sucia piel de su joroba. Había estado tantos años en Gaomi del Norte que era más un buey que un camello. Detrás de él iba una docena, más o menos, de porteadores que llevaban la imprenta del condado y un torno para el taller de reparaciones del equipo de producción. Todos eran hombres morenos y robustos y llevaban unas camisas finas con los hombros almohadillados, con forma de hojas de loto. Por la manera en la que se tambaleaban al caminar, y por sus ceños fruncidos y sus bocas abiertas, era fácil darse cuenta de lo pesada que era la carga que transportaban. Cerrando la procesión iba la caótica multitud que formaban los aldeanos.

Lu Liren, Pandi y un montón de oficiales del condado y del distrito avanzaban y retrocedían por el borde de la carretera montados en sus mulas y en sus caballos, haciendo todo lo que podían para poner un poco de orden en esa evacuación masiva. Pero la gente iba hombro con hombro por la estrecha carretera, y el arcén, más espacioso, los atraía. Cada vez más personas cambiaban la carretera por el arcén, y así se fueron expandiendo a lo ancho. La procesión avanzaba lenta y ruidosamente hacia el Noreste, haciendo un jaleo terrible.

La multitud nos arrastraba, a veces por la carretera, a veces no; incluso había momentos en los que no sabíamos si estábamos en la carretera o no. Madre, que se había puesto una correa de cáñamo en torno al cuello, iba empujando un carrito con las ruedas de madera. Las manijas estaban tan separadas que se veía obligada a abrir ambos brazos. Un par de canastas rectangulares colgaba a los lados del carrito. La canasta de la izquierda llevaba a Lu Shengli, nuestros edredones y nuestra ropa. Gran Mudo y Pequeño Mudo iban en la canasta de la derecha. Sha Zaohua y yo, los dos cargados con cestas, íbamos caminando junto al carrito, uno a cada lado. Octava Hermana, la pequeña ciega, agarrada al abrigo de Madre, iba detrás de ella tropezándose una y otra vez. Laidi, que oscilaba entre la lucidez y la confusión, abría la marcha; se inclinaba hacia adelante para tirar mejor del carrito de la familia con una correa ajustada sobre sus hombros, como un voluntarioso buey. Teníamos todo el tiempo el rechinar de las ruedas en los oídos. Los tres pequeños que iban en el carrito miraban constantemente el alboroto que había a su alrededor. Yo oía el crujido que hacían mis pies al pisar el suelo de álcali, y olía su penetrante aroma. Al principio me pareció divertido, pero después de recorrer unos cuantos kilómetros las piernas me empezaron a doler y sentí la cabeza pesada. Me estaba quedando sin fuerzas. El sudor me brotaba de debajo de los brazos. Mi pequeña cabra lechera blanca, que era fuerte como un buey, venía trotando respetuosamente detrás de mí. Sabía lo que estábamos haciendo, por lo que no hubo ninguna necesidad de atarla para el viaje.

Aquel día, los poderosos vientos del Norte se deslizaban dolorosamente en nuestras orejas. Unas pequeñas nubes de polvo blanco saltaban hacia arriba en el inabarcable y silvestre paisaje que teníamos alrededor. Compuesto de álcali, sal y salitre, el polvo nos irritaba los ojos, nos quemaba la piel y nos pudría la boca. La gente avanzaba contra el viento, con los ojos entrecerrados. Las camisas de los porteadores estaban empapadas de sudor y cubiertas de álcali, por lo que se habían puesto blancas de arriba a abajo. Cuando nos internamos en las pantanosas tierras bajas, se puso realmente complicado lograr que las ruedas del carrito siguieran girando. Primera Hermana tiraba con todas sus fuerzas, y la correa se le hundía cada vez más profundamente en el hombro. Respiraba con dificultad, haciendo unos ruidos como si se estuviera a punto de morir. ¿Y Madre? Las lágrimas caían de sus melancólicos ojos y se mezclaban con el sudor de su rostro creando un entramado de surcos violáceos. Octava Hermana iba colgada de Madre, dando tumbos de un lado a otro como un pesado fardo, mientras nuestro carrito dejaba sus huellas marcadas en la carretera. Pero los otros carritos, los animales de carga y la gente que venía detrás las borraban rápidamente. Los refugiados estaban por todas partes, una gran masa de rostros, algunos conocidos y otros no. El viaje era muy peligroso, tanto para la gente como para los caballos y los burros. Los únicos que lo llevaban relativamente bien eran los pollos que iban en brazos de las mujeres y mi cabra, que correteaba a mi lado aunque se detenía de vez en cuando a mordisquear las hojas secas de las cañas.

La luz del sol hacía que la capa de álcali que cubría el suelo brillara dolorosamente, tanto que no podíamos mantener los ojos abiertos. El brillo se extendía por el suelo como si se tratara de mercurio. La naturaleza salvaje que se extendía ante nosotros se parecía al legendario Mar del Norte.

Al mediodía, como si se tratara de una epidemia, la gente empezó a sentarse en grupos sin que nadie hubiera dicho nada al respecto. Por la falta de agua, tenían la garganta humeante y la lengua tan gruesa y desagradablemente salada que ya no podían hablar con normalidad. De la nariz les salía aire caliente, pero tenían la espalda y el vientre fríos. Los vientos del Norte les atravesaban la ropa empapada de sudor y los hacía quedarse duros y tiesos.

Apoyada en el manillar de un carrito, Madre metió la mano en una de las canastas y sacó unos rollitos hechos al vapor y al viento. Los partió en varios trozos y nos los dio. Primera Hermana dio un solo bocado y se le partió el labio; la sangre que rezumó manchó el rollito. Los pequeños que iban en el carro, con las caras polvorientas y las manos sucias, parecían ser siete partes de demonios del templo y tres partes de humanos. Con las cabezas gachas, se negaron a comer. Octava Hermana mordisqueó uno de los rollitos secos con sus delicados dientes blancos.

—Podéis darles las gracias a vuestros papás y a vuestras mamás por todo lo que nos está pasando —dijo Madre, soltando un suspiro.

—Vámonos a casa, abuela —suplicó Sha Zaohua.

Sin contestarle, Madre echó un vistazo a la multitud de gente que había sobre la colina y suspiró una vez más. Entonces me miró a mí.

—Jintong —me dijo—, a partir de hoy vas a empezar a comer otras cosas.

Metió la mano en su bolsa y sacó una taza esmaltada con una estrella roja. Después se acercó a mi cabra, se agachó y le limpió la tierra que tenía en una de las ubres. Cuando la cabra se resistió, Madre me dijo que la sujetara. Le abracé la fría cabeza y me puse a observar cómo le apretaba la ubre al animal hasta que un líquido blanco empezó a gotear en el interior de la taza. Me di cuenta de que la cabra no estaba cómoda, ya que se había acostumbrado a que yo me tumbara debajo de ella y bebiera directamente de sus ubres. No dejaba de mover la cabeza y de arquear la espalda como si fuera una cobra. Durante todo el tiempo, Madre murmuraba, una y otra vez, una frase terrible: «Jintong, ¿cuándo vas a empezar a comer comida normal?». En el pasado yo había probado diversas comidas, pero incluso la mejor me había dado dolor de estómago, después de lo cual me había puesto a vomitar hasta que lo único que salía era un líquido amarillo. Miré a Madre avergonzado y empecé a criticarme severamente. Había causado interminables problemas a Madre, por no hablar de mí mismo. Sima Liang, en una ocasión, me había prometido curarme de esta excentricidad, pero no lo habíamos vuelto a ver desde el día en que se escapó. Su cara, pequeña y astuta, se me apareció ante los ojos. El recuerdo de las luces que emanaban de los agujeros de bala de color azul metálico que había visto en las frentes de Sima Feng y de Sima Huang hizo que se me pusiera la piel de gallina. Conjuré la imagen de ambas, yaciendo una al lado del otra, en sus minúsculos ataúdes de madera de sauce. Madre había pegado unos pequeños trozos de papel rojo sobre los agujeros, convirtiendo las marcas de los balazos en pequeños y hermosos lunares. Después de llenar la taza hasta la mitad, Madre se levantó y encontró la botella de leche que la soldado llamada Tang le había dado para Sha Zaohua unos años atrás. Desenroscó la tapa y vertió la leche, y después me dio la botella y me observó ansiosamente y, en cierto modo, como si me estuviera pidiendo perdón. Aunque yo dudé un poco antes de aceptar la botella, no quería decepcionar a Madre, y al mismo tiempo tenía ganas de dar mi primer paso hacia la libertad y la felicidad. Por eso me metí el pezón de goma de color yema en la boca. Por supuesto, no se podía comparar con los de verdad, los que tenía Madre en la punta de sus pechos. Los de ella eran el amor, los de ella eran la poesía, los de ella eran el más alto reino de los cielos y el rico suelo que hay debajo de las doradas olas de trigo. Tampoco se podía comparar con los pezones que tenía mi cabra lechera en sus grandes ubres, hinchadas y pecosas. Los de ella eran el tumulto de la vida, los de ella eran la emergencia de la pasión. Esto era un objeto sin vida; a pesar de que era resbaladizo, no estaba húmedo. Pero lo que me pareció realmente aterrador fue que no tenía ningún sabor. Las membranas mucosas de mi boca notaron algo frío y grasiento. Pero por ayudar a Madre, y a mí mismo, reprimí mis sentimientos de desagrado y lo mordí. Me habló mientras un chorro de leche, mezclado con el ácido sabor del suelo alcalino, se lanzaba de una forma rarísima sobre mi lengua y contra las paredes de mi boca. Tomé otro trago y me dije a mí mismo: Este por Madre. Otro trago. Este por Shangguan Jintong. Seguí tragándome la leche poco a poco. Este por Shangguan Laidi, por Shangguan Zhaodi, por Shangguan Niandi, por Shangguan Lingdi, por Shangguan Xiangdi, por todas las Shangguan que me han querido, que me han cuidado y me han ayudado, y por el pequeño diablillo de Sima Liang, que no tiene ni una gota de sangre Shangguan en sus venas. Contuve la respiración y, con este nuevo instrumento, me fui metiendo el líquido vital en el cuerpo. El rostro de Madre estaba empapado por las lágrimas cuando le devolví la botella. Laidi se rio, radiante.

—Pequeño Tío se ha hecho mayor —dijo Sha Zaohua.

Obligándome a resistir los múltiples espasmos que sentía en la garganta y el dolor secreto que tenía en las entrañas, avancé unos cuantos pasos, como si todo estuviera perfectamente, y eché una meada en el viento, entusiasmado por ver lo lejos y lo alto que podía enviar el chorro de líquido amarillo dorado. Vi la orilla del Río de los Dragones, que no estaba demasiado lejos de donde me encontraba yo; y más allá, muy vagamente, se recortaban el campanario de la iglesia de nuestra aldea y la torre de vigilancia del patio de Fan el Cuarto. Después de viajar durante toda la mañana, sólo habíamos logrado recorrer una distancia lamentablemente corta.

Pandi, que había sido degradada a presidenta de la Sociedad de Salvación Femenina del distrito, llegó cabalgando desde el Oeste, montada en un viejo caballo, ciego de un ojo, y tenía una marca con un número en el flanco derecho. El animal llevaba el cuello torcido, en un ángulo extraño, y hacía un ruido sordo al pisar con sus cascos viejos y cansados mientras corría hacia nosotros. Pandi se bajó del caballo dando un ágil y elegante saltito, a pesar de que estaba embarazada. Yo le miraba el vientre hinchado, intentando ver al niño que habría en su interior, pero los ojos no me respondían y lo único que vi fueron unos pocos puntos de color rojo oscuro sobre su uniforme gris.

—No te pares aquí, Madre —dijo Pandi—. Ahí adelante estamos hirviendo agua. Ahí es donde tú deberías comer.

—Pandi —le dijo Madre—. De verdad, no queremos nada de lo que tengas.

—Debes aceptar, Madre —le dijo Pandi con ansiedad—. Cuando el enemigo vuelva, esta vez será diferente. En el Distrito de Bohai asesinaron a tres mil personas en un día. Los Cuerpos de Restitución de la Tierra a sus Dueños han matado incluso a sus propias madres.

—No creo que nadie pueda matar a su propia madre —dijo Madre.

—No me importa lo que digas, Madre —insistió Pandi—. No pienso dejarte regresar. Eso es dirigirse directamente a la red, un suicidio evidente. Y si no te preocupas por ti misma, por lo menos preocúpate por todos estos niños. —Sacó una pequeña botella de su mochila, le desenroscó la tapa, hizo caer unas cuantas pastillas blancas y se las dio a Madre—. Estas pastillas son vitaminas —le dijo—. Cada una de ellas proporciona más nutrientes que una calabaza y dos huevos. Cuando estés agotada, tómate una de estas y dale una a cada niño. Después de esta zona de suelo alcalino, la carretera mejora un poco. La gente del Mar del Norte nos recibirá con los brazos abiertos. Vámonos, Madre. Este no es un buen lugar para ponerse a descansar.

Cogió al caballo por las crines, puso un pie sobre el estribo y se subió a la silla de un salto. Yéndose al galope, gritó:

—¡Conciudadanos, poneos en marcha! ¡Hay agua caliente y aceite y verduras a la sal y cebolletas esperándoos en la Colina de la Familia Wang!

Instada por ella, la gente se puso en pie y continuó su camino.

Madre envolvió las pastillas en un pañuelo y se las guardó en el bolsillo. Después volvió a ajustarse la correa al cuello y cogió el manillar del carrito.

—Bueno, niños, nos vamos.

La procesión de los evacuados era tan larga que no podíamos ver ninguno de los dos extremos, ni el de adelante ni el de atrás. Caminamos hasta llegar a la Colina de la Familia Wang, pero allí no había ni agua caliente ni aceite, y desde luego, tampoco verduras a la sal ni cebolletas. Para cuando llegamos a la aldea, la compañía de los burros ya se había marchado. El suelo estaba lleno de trozos de paja y deposiciones de burro. La gente encendía hogueras para cocinar su comida seca mientras algunos niños extraían de la tierra ajos salvajes con ramas de árbol con forma de horquilla. Cuando nos íbamos de la Colina de la Familia Wang, vimos al mudo y a una docena de miembros de su equipo de producción, más o menos, que venían en nuestra dirección para volver a entrar en la aldea. En lugar de desmontar, el mudo se sacó dos batatas a medio cocinar y un nabo de color rojo de debajo de la camisa y las lanzó en una de las canastas de nuestro carrito. Casi le abre la cabeza a Pequeño Mudo. Yo noté especialmente la sonrisa que le lanzó a Primera Hermana. Parecía un lobo gruñendo, o un tigre.

Cuando el sol se puso detrás de la montaña, entramos, arrastrando nuestras alargadas sombras, en una pequeña y animada aldea. Un denso humo blanco salía de todas las chimeneas. Los ciudadanos, exhaustos, estaban tirados en la calle, como troncos dispersos. Un grupo de enérgicos oficiales vestidos de gris iban dando saltitos de un lado a otro entre los aldeanos. Al comienzo de la ciudad, la gente estaba amontonada en torno al pozo para sacar agua. La multitud era aún más densa por la presencia del ganado. El sabor del agua fresca espabilaba a los aldeanos. Mi cabra empezó a balar muy fuerte. Laidi, llevando un gran cuenco —aparentemente, un objeto valioso, hecho con una cerámica poco común—, intentó abrirse paso hasta el pozo, pero constantemente la rechazaban a empujones. Un viejo cocinero que trabajaba para el gobierno del condado nos reconoció y nos trajo un cubo lleno de agua. Zaohua y Laidi se acercaron a toda prisa, se pusieron a cuatro patas y sus cabezas se chocaron cuando empezaron a beberse el agua a lengüetadas.

—¡Los niños primero! —le dijo Madre a Laidi, regañándola, que hizo una pausa lo suficientemente larga como para que Zaohua metiera por completo la cabeza en el cubo. Tomaba el agua a lame-tones como una ternera sedienta. La única diferencia era que ella agarraba los bordes del cubo con sus sucias manos—. Ya es suficiente. Te va a doler la tripa si bebes demasiado —le dijo Madre, dándole un empujón para apartarla del cubo.

Zaohua se lamió los labios para no desperdiciar ni una gota mientras sus entrañas, humedecidas, comenzaban a hacer ruido. Después de beberse su ración, Primera Hermana se puso de pie. Su vientre apuntaba hacia afuera. Madre cogió un poco de agua para Gran Mudo y Pequeño Mudo. Octava Hermana olfateó el aire y se acercó al cubo, se arrodilló a su lado y sumergió la cara en el agua.

—¿Quieres beber un poco, Jintong? —me preguntó Madre.

Yo sacudí la cabeza. Ella llenó otro cuenco de agua mientras yo soltaba a la cabra, que se habría ido al cubo corriendo hacía rato si yo no la hubiera tenido sujeta por el cuello. La cabra, sedienta, bebió del cubo sin levantar la cabeza ni una vez. El agua le entraba a borbotones por la garganta y le hinchaba lentamente el vientre. El viejo cocinero expresó sus sentimientos, no con palabras sino con un largo suspiro, y cuando Madre le dio las gracias, suspiró otra vez, incluso más fuerte.

—¿Por qué has tardado tanto en venir aquí, Madre? —preguntó Pandi críticamente.

Madre no le dio la satisfacción de contestarle. En cambio, lo que hizo fue coger el manillar del carrito y nos llevó a todos, incluida la cabra, dando vueltas y a trompicones a través del gentío hasta llegar a un pequeño patio. Alrededor habían construido un muro de adobe. Fueron infinitos los insultos y las quejas que recibimos mientras nos abríamos camino, serpenteando por los minúsculos huecos que quedaban, entre la masa de gente. Pandi ayudó a Madre a bajar a los pequeños del carrito para dejarlo, junto a la cabra, en el exterior del patio, donde estaban atados los burros y los caballos. No había ni cestos ni heno, por lo que los animales se alimentaban de la corteza de los árboles. Dejamos el carrito en la calle pero al final nos llevamos a la cabra dentro. Pandi me echó una mirada significativa pero no dijo nada, ya que sabía que aquella cabra era como un cordón umbilical para mí.

Dentro de la casa vimos una sombra oscura debajo de la brillante lámpara. Un oficial del condado discutía de algo en voz alta. Oímos la ronca voz de Lu Liren. Unos soldados armados holgazaneaban en el patio, curándose los doloridos pies. Las estrellas brillaban en la profunda oscuridad de la noche. Pandi nos llevó a una de las habitaciones laterales, donde un débil farol proyectaba sombras fantasmales sobre las paredes. Una anciana, vestida de luto, yacía en un ataúd destapado. Abrió los ojos cuando entramos.

—Hacedme un favor, amables visitantes, y ponedle la tapa a mi ataúd —dijo—. Quiero este espacio para mí.

—¿De qué va todo esto, Tía? —le preguntó Madre.

—Hoy es mi día de suerte —le contestó la anciana—. Haced eso por mí, amables visitantes, ¿de acuerdo?

—Mírale el lado bueno, Madre —dijo Pandi—. Es mejor que dormir en la calle.

Esa noche no dormimos bien. La discusión continuó, en la habitación de al lado, hasta bien entrada la noche, y en cuanto terminó se empezaron a oír ruidos de disparos procedentes de la calle. Ese alboroto fue seguido por un tremendo incendio que se declaró en la aldea; las llamas ascendían hacia el cielo como banderas de seda roja, iluminando nuestros rostros y el de la anciana que estaba tumbada cómodamente en su ataúd. Cuando salió el sol, ya no se movía más. Madre la llamó, pero ella no abrió los ojos. Al tomarle el pulso, se constató que había muerto.

—Es una semi inmortal —dijo Madre, mientras le ponía la tapa al ataúd con la ayuda de Primera Hermana.

Los días que siguieron fueron todavía más duros, y cuando llegamos a la base de la montaña Da’ze, los pies de Madre y de Primera Hermana estaban en carne viva. Gran Mudo y Pequeño Mudo se habían acatarrado, y Shengli tenía fiebre y diarrea. Madre se acordó de las pastillas que nos había dado Quinta Hermana y sacó una y se la dio a Shengli. La pobre Octava Hermana era la única que no estaba enferma. Habían pasado dos días enteros desde la última vez que habíamos visto a Pandi o, para el caso, a algún oficial del condado o del distrito. Habíamos visto al mudo una vez, cargando a un soldado herido sobre la espalda, un hombre al que le habían volado la pierna; la sangre le empapaba la inútil y rasgada pernera del pantalón. Iba sollozando:

—Haga una buena acción, Comandante, acabe conmigo, este dolor me está matando, ay, madre mía…

Debió ser el quinto día de viaje cuando vimos una montaña muy alta, blanca, cubierta de árboles, que se elevaba al norte. En la cima había un pequeño monasterio. Desde la orilla del Río de los Dragones, detrás de nuestra casa, se podía ver esta montaña los días más claros, pero siempre nos había parecido de color verde oscuro. Ahora, al verla desde cerca, su forma y su olor limpio y agradable hizo que me diera cuenta de lo lejos de casa que estábamos, de cuánto habíamos viajado. Cuando íbamos caminando por un ancho camino pavimentado con gravilla, nos encontramos con un destacamento de tropas de a caballo que venía a nuestro encuentro. Los soldados vestían igual que los del Decimosexto Regimiento. Nos pareció evidente, cuando pasaron a nuestro lado, avanzando en dirección contraria, que nuestro hogar se había convertido en un campo de batalla. Los soldados de infantería venían un poco más atrás, seguidos por un destacamento de burros que tiraban de carros cargados con piezas de artillería. En el hocico llevaban ramos de flores. Los soldados que iban montados sobre los enormes cañones tenían un aire de confianza y superioridad. Después de que pasara el destacamento de artillería, aparecieron los camilleros y dos columnas de tropas motorizadas. Las furgonetas iban cargadas con sacos de harina y de arroz, además de balas de heno. Nos echamos discretamente al borde del camino para dejar que pasaran las tropas.

Algunos de los soldados de infantería se apartaban un momento de la fila para preguntar qué estaba sucediendo. En ese momento, Wang Chao, el barbero, que se había unido a la procesión con su ingenioso carrito de neumáticos de goma, se metió en problemas, pues a uno de los carros de transporte de provisiones se le rompió el eje que unía sus ruedas de madera. El conductor le dio la vuelta al carro, quitó el eje y lo examinó detalladamente hasta que las manos se le pusieron negras de grasa. Su hijo no tendría más de quince o dieciséis años, y tenía ampollas en la cara y en los labios. Llevaba una camisa sin botones y un cinturón de cáñamo.

—¿Qué ha pasado, papá? —preguntó.

—Se ha roto el eje, hijo.

El padre y el hijo sacaron la rueda del eje.

—¿Y ahora qué hacemos, papá?

El padre fue hasta el borde del camino y se limpió las manos grasientas en la áspera corteza de un álamo.

—No podemos hacer nada —dijo.

En ese preciso momento, un soldado que sólo tenía un brazo y que llevaba un estrecho uniforme militar, un rifle a la espalda y un gorro de piel de perro sobre la cabeza, se salió de la fila de carros y se acercó corriendo.

—¡Wang Jin! —le gritó, muy enfadado—. ¿Qué estás haciendo fuera de la fila? ¿Qué pretendes? ¿Quieres avergonzar a nuestra Compañía del Hierro y del Acero?

—Instructor Político —dijo Wang Jin, frunciendo el ceño—, se nos ha roto un eje.

—No podía pasarte un poco antes ni un poco después, ¿verdad? Tenías que esperar a que fuera el momento de entrar en combate, ¿no? Te dije que comprobaras minuciosamente que tu carro estaba bien antes de que saliéramos, ¿te acuerdas? —dijo, y le dio una bofetada a Wang Jin, muy enfadado.

—¡Ay! —aulló Wang Jin, agachando la cabeza. Empezó a salirle sangre por la nariz.

—¿Por qué le pegas a mi padre? —le preguntó el valiente jovenzuelo al instructor político.

El instructor político se estremeció.

—No lo he hecho aposta —dijo—. Tienes razón, no debería haberlo hecho. Pero si las provisiones no llegan a tiempo a su destino, haré que os fusilen a los dos.

—No hemos roto el eje intencionadamente —dijo el jovenzuelo—. Somos pobres y tuvimos que pedirle el carro prestado a mi tía.

Wang Jin se sacó de la manga de su abrigo un poco de algodón raído que servía de relleno y se lo metió en la nariz para que le dejara de sangrar.

—Instructor Político —murmuró—. Por favor, sea razonable.

—¿Razonable? —dijo el instructor político, amenazante—. Conseguir que las provisiones lleguen hasta el frente de batalla es razonable. No conseguirlo no es razonable. Ya estoy harto de tus cuchicheos. ¡Vas a transportar esos ciento quince kilos de mijo hasta el Concejo de Taoguan aunque tengáis que cargarlos a vuestras espaldas!

—Instructor Político, usted siempre está diciendo que es importante que seamos prácticos y realistas. Ciento quince kilos de mijo… es sólo un niño… por favor, se lo ruego…

El instructor político levantó la vista hacia el cielo soleado y después miró el reloj y echó un vistazo a los alrededores. Primero su mirada se posó sobre nuestro carrito de ruedas de madera, y después en el de Wang Chao, que tenía neumáticos de goma.

Wang Chao era un barbero con mucha experiencia, que estaba soltero y había ganado un montón de dinero, una parte del cual se gastaba en su comida favorita, cabeza de cerdo. Estaba bien alimentado; tenía la cabeza cuadrada, grandes orejas y una complexión muy saludable. No tenía nada que ver con un campesino. En su carrito llevaba una caja con sus instrumentos de barbería y un carísimo edredón atado con una piel de perro. El carrito estaba hecho de madera de acacia japonesa revestida de aceite de árbol del tung, que hacía que la madera brillara. Era un carrito con muy buen aspecto y que olía muy bien. Antes de ponerse en marcha, había inflado los neumáticos para que el carrito se balanceara ligeramente sobre la dura superficie del camino y apenas se movieran las cosas que transportaba. Wang Chao era un hombre fuerte al que nunca le faltaba una petaca de alcohol, de la que bebía a intervalos regulares mientras avanzaba alegremente, cantando sus cancioncillas y pasándoselo en grande. Era la aristocracia de los refugiados.

Los oscuros ojos del instructor político casi se le salen de las órbitas al verlo; se acercó al borde del camino con una sonrisa en los labios.

—¿De dónde sois? —nos preguntó amablemente.

Nadie le contestó. Entonces sus ojos se clavaron en el rostro de Wang Chao y su sonrisa se desvaneció. La sustituyó una mirada tan intensa como una montaña y tan inaccesible como un monasterio remoto.

—¿Cómo te ganas la vida? —le preguntó, con los ojos fijos en la cara de Wang Chao, grande y aceitosa.

Wang Chao, de un modo bastante estúpido, miró hacia otro lado, con los labios sellados.

—Por el aspecto que tienes —le dijo el instructor político—, si no eres un terrateniente, debes ser un granjero rico, y si no eres un granjero rico, debes ser el propietario de alguna tienda. Seas lo que seas, está claro que no te ganas la vida con el sudor de tu frente. ¡No, tú eres un parásito que vive de explotar a otros!

—Se está equivocando conmigo, Comandante —protestó Wang Chao—. Yo soy barbero, soy un hombre que se gana la vida trabajando con las manos. Mi casa consiste en dos habitaciones cochambrosas y medio derruidas. No tengo tierras, ni esposa, ni hijos. Si como lo que necesito, nadie se queda con hambre. Como lo que haya en cada momento, sin preocuparme por el futuro. En el distrito comprobaron mis antecedentes y me dieron la categoría de artesano, que es la misma que la de campesino medio, trabajo básico.

—¡Tonterías! —dijo el hombre que sólo tenía un brazo—. Tal como yo lo veo, tienes una lengua muy ágil, pero ni siquiera un loro puede engatusar a Tong Pass. ¡Voy a requisar tu carrito! —Entonces se volvió hacia Wang Jin y su hijo—. ¡Descargad el mijo y ponedlo en este carrito!

—Comandante —dijo Wang Chao—, este carrito me ha costado los ahorros de toda mi vida. Usted no debería apropiarse de los bienes de la gente pobre.

El hombre que sólo tenía un brazo dijo, muy enfadado:

—Yo he dado un brazo por la victoria de la causa. ¿Cuánto crees que vale un carrito? Nuestras tropas, en el frente, están esperando que lleguen estas provisiones, y no quiero oír ni una sola protesta más.

—Usted y yo somos de distritos diferentes, señor —dijo Wang Chao—. Y de condados distintos. Así que ¿qué autoridad tiene usted para requisar mi carrito?

—¿A quién le importan los condados o los distritos? —dijo el hombre que sólo tenía un brazo—. En el frente necesitan estos alimentos.

—No —dijo Wang—. No puedo permitirle que se lo lleve.

El hombre que sólo tenía un brazo se arrodilló sobre una pierna, sacó una pluma y le quitó la tapa con los dientes. Después se apoyó un trozo de papel en la rodilla y garrapateó algo en él.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó—. ¿Y de qué condado y distrito vienes?

Wang Chao se lo dijo.

—El jefe de tu condado, Lu Liren, y yo somos viejos camaradas del ejército, así que te diré lo que vamos a hacer. Cuando termine la batalla, entrégale esto y él se ocupará de conseguirte un carrito nuevo.

Wang Chao nos señaló y dijo:

—Esa es la suegra de Lu Liren, señor. Esa es su familia.

—Señora —dijo el hombre que sólo tenía un brazo—, usted será mi testigo. Dígale, simplemente, que la situación era crítica y que Guo Mofii, instructor político de la Octava Compañía Militar del Distrito de Bohai, tomó prestado un carrito que era propiedad del aldeano Wang Chao, y pídale de mi parte que se encargue del asunto.

Entonces volvió a dirigirse a Wang Chao.

—Así queda todo arreglado —le dijo, poniéndole en la palma de la mano el trozo de papel. Después se dio la vuelta y le dijo a Wang Jin de mala manera—: ¿A qué estás esperando? ¡Si no conseguimos que las provisiones lleguen a su destino a tiempo, tú y tu hijo cataréis el látigo, y yo, Guo Mofii, cataré la bala! —Después se volvió hacia Wang Chao para decirle—: Descarga todo lo que hay en tu carrito. ¡Y date prisa!

—¿Y yo qué debo hacer, señor? —le preguntó Wang Chao.

—Si estás preocupado por tu carrito, puedes venir con nosotros. En la compañía de porteadores tenemos comida suficiente para una persona más. Y cuando la batalla haya terminado, puedes llevarte tu carrito.

—Pero señor, yo vengo huyendo de ahí —dijo Wang Chao con lágrimas en los ojos.

—¿Quieres que saque la pistola y te meta una bala en el cuerpo? —le preguntó el inspector político, enfurecido—. No tenemos ningún miedo a derramar la sangre ni a hacer sacrificios por la revolución. No me puedo creer que hagas tanto lío por un carrito de nada.

—Tía —dijo Wang Chao patéticamente—, usted es mi testigo.

Madre asintió.

Wang Jin y su hijo se marcharon encantados con el carrito de neumáticos de goma de Wang Chao mientras el hombre que sólo tenía un brazo le hacía una cortés reverencia a Madre. Después se dio la vuelta y salió corriendo para alcanzar a sus hombres.

Wang Chao se sentó en su edredón con una expresión de dolor en el rostro, murmurando para sí mismo: «¡Mira qué mala suerte! ¿Por qué siempre me pasan estas cosas? ¿A quién habré ofendido?». Las lágrimas resbalaban por sus mejillas regordetas.

Por fin conseguimos llegar al pie de la montaña, donde el camino de grava se dividía en diez estrechos senderos, más o menos, que iban serpenteando montaña arriba. Esa noche, los refugiados se reunieron en grupos en los que se hablaba toda clase de dialectos para intercambiar información sobre el desarrollo del conflicto. Sufrimos los rigores de la noche abrazados entre los pequeños arbustos que crecían al pie de la montaña. Tanto al sur como al norte se oían sordas explosiones, semejantes a truenos, mientras la artillería desgarraba la oscuridad dibujando enormes arcos en el cielo con sus proyectiles. A medida que avanzaba la noche, el aire se fue poniendo cada vez más frío y húmedo, y un viento cortante surgía de entre las grietas de la montaña, agitando violentamente las hojas y las ramas de nuestro refugio y haciendo crepitar las hojas que habían caído al suelo. Los zorros aullaban lastimeramente en sus guaridas. Los niños enfermos se quejaban como gatos desgraciados. Las toses de los aldeanos más ancianos sonaban como golpes de gong. Fue una noche terrible, y cuando se hizo de día, encontramos docenas de cadáveres congelados en las concavidades de la montaña, cadáveres de niños, de ancianos e incluso de hombres y mujeres jóvenes. Nuestra familia logró sobrevivir gracias a la vegetación inusualmente baja: los árboles, con sus hojas doradas, nos protegieron. Esos eran los únicos árboles cuyas hojas no se habían caído. Nos tumbamos todos juntos, sobre el abundante césped seco que había debajo de los árboles, abrazados sobre el único edredón que nos habíamos llevado. Mi cabra se recostó contra mi espalda, convirtiéndose en un escudo que me protegía del viento. Las peores horas fueron las de después de la medianoche. El estruendo de la artillería que venía del sur solamente acentuaba el silencio de la noche. Los gemidos y lamentos de la gente penetraban profundamente en nuestros corazones y hacían que nos estremeciéramos. Una melodía muy parecida a la del popular «maullido del gato», el teatro de nuestra zona, sonaba en nuestros oídos. Se trataba de los sollozos de una mujer. Entre el apabullante silencio, estos ruidos cortaban las rocas, frías y húmedas, y unas nubes oscuras se cernían sobre el helado edredón que nos tapaba. Después llegó la lluvia, una lluvia glacial. Las gotas caían sobre el edredón, caían sobre las hojas amarillas que crepitaban, caían sobre las laderas de la montaña, caían sobre la cabeza de los refugiados, caían sobre las gruesas pieles de los lobos aullantes. La mayoría de las gotas de lluvia se convertían en granizo antes de impactar contra el suelo, donde empezaron a formar una durísima capa.

Me vino a la cabeza aquella otra noche, años antes, en que el Viejo Fan Tres nos había salvado de una muerte segura llevando su antorcha bien alta; las llamas, como un potro de color rojo, bailaban en el aire. Aquella noche yo había estado inmerso en un cálido mar de leche, aferrando un pecho bien redondo con ambas manos y sintiéndome transportado al Paraíso. Pero ahora esa atemorizadora aparición había retornado, como un dorado rayo de luz que atraviesa la oscuridad, o como el haz de luz del proyector de cine de Babbitt; cientos de gotitas heladas bailaban en la luz, como escarabajos, mientras apareció una mujer con el pelo largo y suelto, con una capa semejante a una puesta de sol echada sobre los hombros, con unas perlas engarzadas que brillaban y lanzaban reflejos luminosos, algunos largos y otros cortos. Su rostro cambiaba todo el tiempo; primero era el de Laidi, después el del hada-pájaro, después el de la mujer que sólo tenía un pecho, la Vieja Jin, y después, súbitamente, el de la mujer americana…

—¡Jintong!

Madre me estaba llamando y me sacó de mis alucinaciones. En la oscuridad, ella y Primera Hermana me estaban haciendo un masaje en los brazos y en las piernas para traerme a su lado antes de que cayera en el abismo de la muerte.

El sonido de alguien llorando llegó desde los arbustos bajos, en la luz neblinosa de las primeras horas de la mañana. La gente, al encontrarse con los cadáveres rígidos de sus seres queridos, daba rienda suelta a su dolor con fuertes lamentos. Pero gracias a las hojas amarillas de los árboles bajo los que nos habíamos refugiado y al deshilachado edredón que nos cubría, nuestros siete corazones seguían latiendo. Madre repartió las pastillas que le había dado Pandi. Yo dije que no quería comerme la mía, así que Madre se la metió en la boca a mi cabra. Después de masticarla, la cabra se fijó en las hojas de los arbustos que, al igual que las ramas de las que colgaban, estaban cubiertas de una película de hielo, que también colgaba de las rocas que se veían en la ladera de la montaña. No había viento, pero seguía cayendo una lluvia helada que percutía fuertemente sobre las ramas. La superficie de la montaña brillaba como un espejo.

Uno de los refugiados, que llevaba un burro con el cadáver de una mujer encima, estaba intentando avanzar por uno de los senderos que subían a la montaña. Pero la ascensión era complicada y peligrosa: el burro resbalaba en el hielo constantemente, y cada vez que se ponía en pie, se volvía a caer al suelo. El hombre intentaba ayudarlo, pero invariablemente se caía también. No pasó mucho tiempo antes de que el cadáver se cayera del lomo del animal y se cayera en una acequia. Justo en ese momento, un gato montés de pelaje dorado salió de una de las grutas que había en la montaña llevando un bebé en la boca y saltando con dificultad de roca en roca, haciendo un esfuerzo para mantener el equilibrio mientras avanzaba. Una mujer con el pelo revuelto perseguía al gato montés, temblando y chillando mientras corría, pero también ella se caía constantemente entre las rocas cubiertas de hielo. Cada vez que se caía, lograba ponerse de nuevo de pie, sin desanimarse nunca, y continuaba la persecución, que le estaba costando cara: se había abierto la barbilla, había perdido algunos dientes, tenía una brecha en la parte de atrás de la cabeza, se le habían roto las uñas, se había torcido un tobillo, y se le había dislocado un hombro, además de sufrir traumatismos en varios órganos internos. Y sin embargo, siguió persiguiéndolo hasta que el gato salvaje se frenó un poco y ella pudo agarrarlo por la cola.

Todo el mundo estaba en peligro: el que tratara de moverse, se caía; el que se quedara quieto, moriría congelado. Pero como morir congelado no era una alternativa que se pudiera elegir, la gente continuaba cayéndose, y pronto perdió de vista el objetivo de la evacuación. El monasterio que había en lo alto de la montaña para entonces se había vuelto blanco y tenía un aspecto glacial, el mismo que tenían los árboles que había a medio camino hacia la cima. A aquella altura, la lluvia helada se convertía en nieve. Por carecer del valor suficiente para intentar subir hasta arriba, la gente se limitaba a dar vueltas constantemente junto al pie de la montaña. Miramos hacia arriba y distinguimos el cuerpo de Wang Chao, el barbero, colgando de un árbol; había pasado su cinturón por encima de una rama baja, que el peso de su cuerpo casi había separado del tronco. Los tacones de sus zapatos rozaban el suelo y tenía los pantalones bajados a la altura de las rodillas y la chaqueta almohadillada atada a la cintura, para cuidar su imagen, incluso después de muerto. Miré un instante su rostro amoratado, con la lengua afuera, y me di la vuelta, asqueado, pero no pude evitar que la imagen de su cara de muerto apareciera a menudo en mis sueños a partir de aquel día. Nadie volvió a pensar en él, aunque varias personas con pinta de ser muy simples empezaron a disputarse su lujoso edredón y la piel de perro que lo tapaba. En medio de la pelea, un hombre alto y joven soltó repentinamente un alarido de dolor; un hombre pequeño y mal encarado que había junto a él le había arrancado de un mordisco un trozo de una de sus protuberantes orejas. El tipo se escupió el lóbulo en la palma de la mano, le echó un vistazo y se lo devolvió a su propietario antes de coger el pesado edredón y la piel de perro. Para evitar caerse, dio unos saltitos que lo llevaron al lado de un anciano, que rápidamente le dio un golpe en la cabeza con un palo con forma de horquilla que usaba para que su carrito no se le fuera rodando. El tipo bajito cayó al suelo como un saco de arroz. El anciano cogió el edredón y se refugió junto a un árbol, sujetando su trofeo con una mano y agitando amenazadoramente el palo con forma de horquilla con la otra. A algunos jóvenes y alocados diablillos se les pasó por la cabeza intentar quitarle el edredón al anciano, pero un simple roce de su palo los hacía caer al suelo. El anciano llevaba una larga túnica ceñida por la cintura con un trozo de tela áspera, de la que colgaban su pipa y una bolsita en la que llevaba el tabaco. Su barba larga y blanca estaba salpicada de partículas de hielo.

—¡Acercaos si queréis morir! —chillaba salvajemente, mientras parecía que se le alargaba la cara y unas luces verdes refulgían en sus ojos. Sus posibles atacantes huyeron, presos del pánico.

Madre tomó una decisión: ¡Volvíamos!

Cogiendo el manillar del carrito, se dirigió al Sudoeste tambaleándose. El eje estaba cubierto de hielo, y crujía al avanzar. Pero servimos de ejemplo para otros que, sin decir ni una palabra, se pusieron a seguirnos. Algunos, incluso, nos adelantaron, pues tenían mucha prisa por regresar a sus hogares.

Las placas de hielo se resquebrajaban y estallaban bajo las ruedas; rápidamente fueron reemplazadas por la lluvia heladora que no dejaba de caer. Antes de que pasara mucho tiempo, trozos de granizo del tamaño de perdigones nos perforaban las orejas y nos pinchaban el rostro. El vasto paisaje campestre comenzó a emitir una serie de fuertes ruidos cacofónicos. Volvíamos de un modo muy parecido al que nos habíamos marchado: Madre empujaba el carrito desde atrás y Primera Hermana tiraba de él desde delante. A Primera Hermana se le rompieron los zapatos por la parte de atrás, dejándole al descubierto los talones, que se le irritaron y enrojecieron por la congelación, con lo que se vio obligada a caminar como si estuviera haciendo la danza del florecimiento del arroz. Cada vez que Madre hacía girar el carrito, Primera Hermana giraba con él. La cuerda estaba tan tensa que se cayó de bruces en más de una ocasión. Llegó un momento en que gritaba a cada paso que daba. Zaohua y yo también gritábamos, pero Madre no. Sus ojos brillaban con una luz azulada mientras ella apretaba los dientes y se mordía el labio para darse ánimos. Avanzaba con precaución pero también con coraje y con voluntad de hierro. Sus minúsculos pies eran como dos palas que se hundían poderosamente en el suelo. Octava Hermana la seguía en silencio, aferrada a la ropa de Madre con una mano que se parecía a una berenjena podrida y empapada de agua.

Teníamos mucha prisa por volver a casa, y al mediodía ya habíamos llegado a la ancha carretera de grava con álamos alineados a ambos lados. A pesar de que el sol llevaba todo el día detrás de las nubes, el cielo estaba brillante y la carretera parecía estar toda pavimentada con azulejos. Los copos de nieve fueron reemplazando gradualmente el granizo, tiñendo la carretera, los árboles y los campos de los alrededores de color blanco. Vimos muchos cadáveres tirados a lo largo del camino, cadáveres de seres humanos y de animales; de vez en cuando aparecía alguna golondrina, alguna urraca o alguna gallina silvestre. Lo que no vimos fue ni un cuervo muerto. Sus plumas negras eran casi azules en contraste con la blancura del telón de fondo, y muy lustrosas. Se estaban dando un banquete a costa de los muertos, y lo festejaban de lo lindo.

Entonces nuestra suerte empezó a mejorar. Primero, junto a un caballo muerto encontramos un saco de paja cortada y mezclada con habas y salvado. Eso sirvió para llenarle el estómago a mi cabra, y las sobras se emplearon para taparles los pies a Gran Mudo y a Pequeño Mudo a modo de protección contra el viento y la nieve. Cuando la cabra hubo comido todo lo que quiso, lamió un poco de nieve para saciar su sed. Yo entendí lo que me quería decir cuando me hizo un gesto con la cabeza. Cuando ya estábamos de nuevo en la carretera, Zaohua dijo que olía a trigo tostado en el aire. Madre le dijo que siguiera el rastro del olor. En una pequeña cabaña que había en lo alto de una colina, al lado de un cementerio, descubrimos el cuerpo de un soldado muerto; a su lado había dos sacos llenos de trigo tostado. Nos habíamos acostumbrado a ver gente muerta, y ya no nos daba ningún miedo, así que pasamos la noche en aquella cabaña.

Lo primero que hicieron Madre y Primera Hermana fue arrastrar el cadáver del joven soldado fuera de la cabaña. Se había suicidado apoyándose el rifle en el pecho y metiéndose el cañón en la boca; después, tras quitarse un calcetín raído, había apretado el gatillo con el dedo gordo del pie. La bala le había volado la tapa de los sesos; las ratas le habían devorado las orejas y la nariz y le habían roído los dedos hasta los huesos, dejándoselos como ramitas de sauce. Hordas de ratas observaron, con los ojos enrojecidos, cómo Madre y Primera Hermana lo arrastraron al exterior. A pesar de que estaba agotada, Madre quiso dar gracias por la comida, así que se arrodilló sobre el suelo helado y, empleando la bayoneta del soldado, cavó un hoyo muy poco profundo para al menos enterrar su cabeza. Un pequeño hoyo como ese no suponía prácticamente nada para las ratas, que sobrevivían haciendo agujeros todo el tiempo, pero a Madre le sirvió de consuelo hacerlo.

La cabaña era apenas suficientemente grande para que cupiera nuestra pequeña familia y la cabra. Bloqueamos la puerta con el carrito y Madre se sentó junto a ella, armada con el rifle del soldado que se había volado la cabeza. Cuando cayó la noche, montones de personas intentaron entrar en nuestra pequeña cabaña. Muchos de ellos eran ladrones y vagabundos. Madre los ahuyentó a todos con el rifle. Un hombre con una boca enorme y unos ojos malévolos la desafió, preguntándole, mientras intentaba forzar la puerta: «¿Acaso sabes disparar con eso?». Madre lo apuntó con el rifle. No sabía disparar, así que Laidi se lo quitó, echó hacia atrás el cerrojo, tiró un cartucho que ya estaba usado y empujó el cerrojo hacia adelante, metiendo una bala en la cámara. Después apuntó justo encima de la cabeza del hombre y apretó el gatillo. Una columna de humo se elevó hacia el techo. Al ver la forma en que Laidi manejaba el arma, me acordé de su historia gloriosa, de la época en la que seguía a Sha Yueliang de batalla en batalla. El hombre de la boca enorme salió huyendo, arrastrándose como un perro al que se ha azotado con un látigo. Madre miró a Laidi con una expresión de gratitud en los ojos, y después se levantó y entró en la cabaña, cediéndole su puesto a la nueva guardia.

Aquella noche dormí como un bebé. No me desperté hasta que los rojizos rayos del sol habían iluminado completamente el nevado y blanco mundo. Quise arrodillarme y rogarle a Madre que nos dejara quedarnos en aquella pequeña cabaña fantasmal, quedarnos ahí, al lado de aquel cementerio, quedarnos en aquel bosquecillo de pinos cubierto de nieve. «No nos vayamos de este lugar feliz, de este sitio de la suerte». Pero ella cogió el carrito por el manillar y nos puso de nuevo en marcha. El rifle iba junto a Shengli, debajo de nuestro edredón hecho jirones.

En la carretera había unos quince centímetros de nieve; crujía bajo nuestros pies y bajo las ruedas del carrito. Pero ya no caía con demasiada frecuencia, por lo que pudimos avanzar bastante rápido. El brillo del sol era cegador y, por contraste, nos hacía parecer muy oscuros independientemente de la ropa que lleváramos. Madre, aquel día, estaba más seca que nunca, tal vez debido a la presencia del rifle en la canasta y a la habilidad para usarlo que había demostrado Laidi. Alrededor del mediodía se había convertido en una especie de tirano, cuando un soldado que volvía, rezagado, desde el sur, con un brazo en cabestrillo que daba la impresión de que estaba herido, decidió registrar nuestro carrito. Madre le dio una bofetada tan fuerte que la gorra gris que llevaba salió volando. El soldado huyó corriendo sin ni siquiera detenerse a recuperar su gorra; Madre la cogió y se la puso a mi cabra en la cabeza. La cabra iba muy orgullosa con la gorra. Los refugiados, congelados y hambrientos, que pasaban cerca de nosotros, se reían de una forma que sonaba peor que los llantos y los lamentos, de la poca energía que les quedaba.

Al día siguiente, a primera hora de la mañana, después de que tomara mi desayuno de leche de cabra, mi estado de ánimo era excelente. Pensaba en cosas alegres y percibía todo con claridad. Miré a mi alrededor y descubrí la imprenta del gobierno del condado y las cajas metálicas, llenas de documentos, abandonadas al borde de la carretera. ¿Dónde estarían los porteadores? No había forma de saberlo. ¿Y la compañía de mulas? También había desaparecido.

En la carretera había mucho tráfico. Columnas de camilleros se dirigían hacia el sur con su carga quejosa de soldados heridos. Los camilleros iban jadeando, exhaustos, con los rostros bañados en sudor. Se movían con rabia y daban patadas a la nieve, que salía volando por el aire. Una mujer vestida de blanco avanzaba tambaleándose detrás de los camilleros cuando uno de ellos tropezó y cayó; el soldado que llevaba, estremeciéndose, se precipitó contra el suelo. Tenía toda la cabeza vendada. Sólo se le veían los agujeros negros de la nariz y los labios pálidos. Una soldado que llevaba una maleta de cuero colgada a la espalda se acercó a toda prisa para maldecir al descuidado camillero y para consolar al soldado herido. La reconocí de inmediato: era la mujer llamada Tang, la camarada de Pandi. Maldecía a los hombres de la milicia empleando los términos más groseros y les hablaba con dulzura a los soldados heridos. Vi que tenía unas profundas arrugas en la frente y patas de gallo junto a los ojos. La que había sido una soldado joven y llena de vitalidad se había convertido en una mujer ojerosa, madura y recia. Ni siquiera nos miró, y Madre no pareció reconocerla.

La fila de camilleros parecía inacabable. Nos echamos a un lado de la carretera para no entorpecer su marcha. Finalmente, cuando pasó el último camillero, vimos que la carretera helada había quedado hecha un desastre por el peso de todos los pasos que había tenido que soportar. La nieve se había derretido y ahora no era más que agua sucia y barro; la que no se había derretido estaba salpicada de sangre fresca, lo que le daba el horrible aspecto que tiene la carne cuando se está pudriendo. Me dio un vuelco al corazón cuando percibí el olor de la nieve derritiéndose combinado con el hedor de la sangre humana. Además, estaba el repulsivo olor de los cuerpos sudorosos. Volvimos a la carretera y nos pusimos en marcha, ahora con mucha más ansiedad. Incluso la cabra lechera, que se había estado pavoneando, orgullosa de su gorra militar, temblaba atemorizada, como un recluta en su primer día de combate. El resto de la gente deambulaba arriba y abajo por la carretera, incapaz de decidir si seguir avanzando o si retroceder. La carretera del Sudoeste llevaba a un campo de batalla, eso estaba claro, y nos situaría en medio de un bosque de armas y una tormenta de fuego cruzado. Todo el mundo sabía que las balas no tienen ojos, que las bombas no son muy dadas a pedir disculpas y que los soldados son como tigres que han bajado de la montaña, tigres que no son precisamente vegetarianos. La gente miraba interrogativamente hacia adelante y hacia atrás, pero no encontraba ninguna respuesta. Sin mirar a nadie, Madre se lanzó adelante con su carrito. Cuando volví la cabeza para echar un vistazo, me fijé en que algunos de los refugiados se habían dado la vuelta y se dirigían al Noreste, mientras otros habían decidido seguirnos.