VI

El Río de los Dragones estaba a punto de desbordarse. Si miraba por la ventana, desde mi cama, podía ver un agua turbia y amarillenta que rugía en lo más alto del dique. Había un destacamento de soldados, de pie sobre el dique, contemplando el río y discutiendo en voz alta.

Fuera, en el patio, Madre estaba haciendo unas tortitas a la plancha y Zaohua se encargaba de avivar el fuego. Debido a que la leña todavía estaba húmeda, las llamas eran de color amarillo oscuro y soltaban un humo negro y denso que se expandía por el aire. El sol estaba un tanto apagado.

Sima Liang vino dentro, trayendo con él el olor ácido de la acacia japonesa.

—Están planeando llevarse a mi papá y a Sexta Tía y a su marido al cuartel general de los militares —dijo en voz baja—. El marido de Tercera Tía y los demás están construyendo una balsa para escaparse navegando río abajo.

—Liang —lo llamó Madre desde fuera—. Baja al río con tu tío y tu tía y que los demás se queden ahí. Diles que quiero que se vayan.

El río fluía rápido y sucio, llevando tallos de grano, boniatos, animales muertos e incluso, en las zonas de mayor profundidad, árboles enteros, con raíz y todo. El Puente del Río de los Dragones, del cual Sima Ku había destruido tres pilares, había desaparecido bajo las furiosas aguas. La única huella que quedaba de su existencia eran unos fuertes remolinos y el ruidoso romper de las olas. Los arbustos de ambas riberas también habían desaparecido, pero en algunos lugares, de vez en cuando, una rama asomaba por encima de la superficie, todavía cubierta de hojas verdes. Unas gaviotas grisáceas y azuladas volaban a ras del agua, rozando la superficie de las olas y pescando ocasionalmente algún pequeño pez. La orilla opuesta parecía una cuerda negra que aparecía y desaparecía ante la vista, bailando sobre la espuma brillante de las aguas. Faltaban sólo unos centímetros para que el río desbordara los diques. En algunos puntos, unas lenguas de agua amarilla los lamían seductoramente, formaban remolinos y caían resbalando por el otro lado.

Cuando llegamos a la orilla del río, Sol Callado estaba sujetándose su impresionante órgano con la mano y meando en el agua. El líquido, del color del whisky, hacía un ruido semejante al de una campana cuando entraba en contacto con la superficie. Sonrió al vernos, sacó un silbato que se había construido con un cartucho y nos deleitó con una serie de reclamos de pájaros: el áspero llamado del tordo, el lamento superficial de la oropéndola, el triste gemido de la alondra. Era maravilloso. Incluso su rostro lleno de verrugas se ablandó un poco. Cuando tocó todo su repertorio, sacudió el silbato para que se cayera la saliva y, emitiendo un grao gutural, lo acercó hacia mí, evidentemente a modo de regalo. Pero yo retrocedí asustado y me limité a mirarlo. Sol Callado, especie de demonio, nunca olvidaré la expresión que tenías en la cara cuando estabas despedazando gente con tu espada. Nuevamente me lo ofreció, y después volvió a hacer grao con la mirada llena de agitación. Yo di un paso atrás. Él vino hacia mí. Sima Liang, que estaba de pie a mi espalda, me dijo en voz baja: «No lo cojas, Pequeño Tío. “El mudo silbador enfrentado a alguien mejor”. Usa la cosa esa para llamar a los fantasmas en el cementerio». ¡Grao! Empezando a ponerse nervioso, Sol Callado me puso en la mano, a la fuerza, el objeto metálico, y después se dio la vuelta y se dirigió hacia un grupo de hombres que estaban construyendo unas balsas de madera, sin hacernos ningún caso. Sima Liang me quitó el silbato de la mano y lo examinó cuidadosamente a la luz del sol, como si esperara que se le revelara algún secreto. «Pequeño Tío —me dijo—, yo nací bajo el signo del gato, no bajo uno de los doce signos del zodíaco, así que no hay ni un fantasma que sea rival para mí. Te guardaré esto». Se metió el silbato en uno de los múltiples bolsillos ocultos que tenía en sus pantalones, que le llegaban hasta las rodillas y estaban totalmente cubiertos de remiendos. En esos bolsillos había una gran cantidad de objetos raros e interesantes: una piedra que cambiaba de color a la luz de la luna, una pequeña sierra que se usaba para cortar tejas, huesos de albaricoque de diversas formas, incluso un par de garras de gorrión y las calaveras de dos ranas. También llevaba dientes de leche, los suyos, los de Octava Hermana y los míos. Madre los había tirado al patio, detrás de la casa, y él los había recuperado todos, cosa que no era fácil teniendo en cuenta la cantidad de mierdas de perro que había escondidas entre las altas hierbas silvestres. Pero él dijo: «Si de verdad quieres encontrar algo, saldrá de su escondrijo de un salto». Ahora a los tesoros que escondía en sus pantalones se había añadido un pequeño silbato diabólico.

Como una fila de hormigas, más de una docena de soldados del Decimosexto Regimiento aparecieron transportando unos troncos de pino por una de las calles que desembocaban en la orilla del río.

¡Crash! ¡Bang! La torre de vigilancia de Sima Ting estaba sufriendo un asalto. Sol Callado era quien lo dirigía, ordenándoles a sus hombres que quitaran los postes y los ataran juntos con un grueso cable. Zunlong el Viejo, el carpintero más habilidoso de la aldea, se encargaba de la supervisión técnica. El mudo le gritaba como un gorila iracundo, y su saliva volaba en todas las direcciones. Zunlong lo escuchaba muy atentamente, de pie, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo; llevaba una abrazadera en una mano y un hacha en la otra. Tenía apretadas las rodillas, que estaban llenas de cicatrices, y sus pantorrillas de venas protuberantes se veían rectas, rígidas. En los pies llevaba unos zuecos de madera.

En ese momento, un guardia que tenía un rifle colgado a la espalda bajó por la calle montado en una bicicleta. Después de aparcar la bici, empezó a trepar al dique. A medio camino, se le metió uno de los pies en la madriguera de una rata, y cuando lo sacó, un agua turbia salió a la superficie.

—Mira —dijo Sima Liang—, el dique está a punto de ceder.

Los soldados, presa del pánico, abandonaron lo que estaban haciendo y se quedaron con la mirada fija en aquel húmedo agujero. Una extraña expresión de terror se dibujó en el rostro del mudo mientras observaba la furia del río, donde el agua llegaba a más altura que los edificios más altos de la aldea. Sacando su espada y golpeando con ella la parte más alta del dique, se quitó la camisa y los pantalones hasta que quedó ahí de pie vestido solamente con unos calzoncillos que parecían hechos de aluminio. Se volvió hacia sus hombres y soltó un gruñido. Como una bandada de perdices asustadas, ellos se limitaron a quedarse mirándolo, boquiabiertos. Finalmente, un soldado de cejas muy pobladas gritó:

—¿Qué quieres que hagamos? ¿Tirarnos al río?

El mudo se le acercó corriendo y lo cogió por el cuello de la camisa, tirando tan fuerte de él que varios de los botones de plástico negro se le soltaron. Muy excitado, el mudo escupió una palabra: «Desnudaos». Todo el mundo la oyó.

Zunlong miró el agujero y los remolinos que se formaban en el río.

—Vosotros, soldados —dijo—, ese agujero ha sido hecho por un castor, lo que significa que más abajo es más ancho. Vuestro comandante quiere que os desnudéis para que podáis bajar a taparlo. Adelante, desnudaos. Si no lo hacéis ahora, será demasiado tarde.

Zunlong se quitó la chaqueta y la tiró a los pies del mudo. Siguiendo sus pasos, los soldados comenzaron a desnudarse. Uno jovenzuelo se limitó a quitarse la chaqueta y se dejó los pantalones puestos. El mudo, que estaba cada vez más enfadado, repitió la orden: «¡Desnudaos! ¡Desnudaos! ¡Desnudaos!». Cuando se ven acorralados, los perros saltan por encima de los muros, los gatos trepan a los árboles y los mudos hablan. Bramaba una y otra vez.

—Comandante —aulló el soldado joven—, ¡yo no llevo calzoncillos!

El mudo cogió su espada y apoyó el reverso de la hoja sobre el cuello del soldado, dándole un par de golpecitos suaves. El pobre soldado se puso pálido y comenzó a tartamudear. «Me desnudaré, Abuelo Mudo, ¿cómo no?». Entonces se agachó, se desató las polainas y se quitó los pantalones, dejando al descubierto un trasero blanco como un lirio y una picha sin casi pelo, que se tapó rápidamente con las manos. El mudo se volvió hacia el guardia para que él también se desnudara, pero el hombre se bajó corriendo del dique, saltó sobre su bicicleta, se tambaleó un par de veces y se marchó a toda velocidad, gritando mientras pedaleaba:

—¡El dique está a punto de caerse! ¡El dique está a punto de caerse!

Mientras Zunlong arrancaba un enrejado para las alubias que había al pie del dique y hacía una gran pelota con las vides y los listones de madera, el mudo hizo un montoncito con la ropa que se había quitado y la ató toda con sus polainas. Varios soldados le ayudaron a llevar el fardo rodando hasta lo alto del dique, donde él lo cogió. Ya se estaba preparando para tirarse al agua cuando Zunlong señaló un gran remolino. Él se dirigió a su caja de herramientas, sacó una botella plana de color verde y le quitó el corcho. El olor a alcohol se expandió por el aire. El mudo empuñó la botella, echó la cabeza hacia atrás y se la bebió entera. Después le hizo un gesto a Zunlong mostrando el pulgar levantado y gritó «desnudaos»; todo el mundo comprendió que eso significaba «bien». Con el fardo en la mano, se zambulló en el río, cuyas aguas ya habían rebasado el dique. Para entonces, la cueva del castor era del tamaño del cuello de un caballo, y dejaba pasar un chorro de agua que serpenteaba hacia abajo, por la calle, y se convertía en un fuerte y turbio torrente que muy pronto llegó hasta la puerta de nuestra casa. Nuestros hogares parecían minúsculos castillos de arena al lado del río furibundo. El mudo desapareció en el río; unas burbujas y unos trozos de hierba señalaban el lugar en el que se había zambullido. Las gaviotas volaban a ras de la superficie del agua. Sus ojillos negros y somnolientos estaban ansiosamente fijos, llenos de expectativas, en el punto en el que el mudo se había sumergido. Yo distinguía sus brillantes picos rojos y sus garras negras metidas debajo de sus vientres. Con una ansiedad creciente, mirábamos fijamente el agua. Una sandía oscura y reluciente pasó girando y fue engullida. Volvió a emerger unos cuantos metros más abajo, llevada por la corriente. Después vimos una raquítica rana negra esforzándose por nadar hacia nosotros desde el centro del fangoso río, luchando contra la corriente. Cuando llegó a las relativamente calmadas aguas que había junto a la orilla, vi las pequeñas ondulaciones que dibujaban sus patas sobre la superficie. Los soldados, cuyos rostros mostraban un nerviosismo creciente, estiraban el cuello para ver lo que estaba pasando. Parecían condenados que, formando una fila, esperaran la espada del verdugo. El que habían obligado a desnudarse por completo se tapaba las joyas de la familia con las manos mientras, él también, estiraba el cuello como una grulla para mirar. Zunlong, por otra parte, observaba el agujero que había en el dique. Al ver que nadie le prestaba atención, Sima Liang cogió la espada del mudo, un arma que mataba hombres con la misma facilidad con que se corta un melón, y deslizó el pulgar furtivamente por la hoja para comprobar lo filosa que era.

—¡Muy bien! —gritó Zunlong—. ¡El agujero ya está tapado!

El salvaje chorro de agua que salía por el agujero era ahora una simple gotera. Como un enorme pez negro, la cabeza del mudo emergió a la superficie, haciendo que las gaviotas que daban vueltas alrededor remontaran vuelo hacia el cielo aterrorizadas. Mientras se secaba el agua de la cara con una mano, escupió lo que parecía un géiser de agua embarrada. Zunlong les ordenó a los soldados que lanzaran la bola de vides al río. El mudo la cogió con las dos manos y la metió en el agua para poder subirse encima, con piernas y todo. Él también se hundió bajo la superficie, pero sólo durante un momento. En el momento en que su cabeza reapareció, cogió una bocanada de aire. Zunlong le acercó una larga rama para ayudarlo a salir, pero el mudo la rechazó con un gesto de los brazos y volvió a sumergirse bajo la superficie del agua.

En la aldea, el sonido de un gong fue seguido por un toque de bugle. Unos cuantos soldados armados llegaron a la orilla del río desde todas las calles adyacentes. Lu Liren y sus guardias aparecieron por la calle donde vivíamos nosotros. En cuanto llegó al dique, gritó:

—¿Dónde está el peligro?

La cabeza del mudo emergió y desapareció muy rápidamente, cosa que indicaba que ya estaba exhausto. Entonces Zunlong volvió a tenderle la rama y tiró del mudo hasta la orilla del río, donde unos soldados lo ayudaron a salir del agua arrastrándolo. Con las piernas temblorosas, se sentó en el suelo.

—Comandante —le dijo Zunlong a Lu Liren—, si no hubiera sido por este hombre, probablemente a estas alturas los aldeanos habrían servido de pasto para las tortugas.

Lu se acercó al mudo y le hizo un gesto de satisfacción con el pulgar hacia arriba. El mudo, que tenía toda la piel del cuerpo de gallina y el rostro cubierto de lodo, se limitó a sonreír.

Los hombres de Lu Liren se pusieron a apuntalar el dique. Mientras tanto, avanzaban los trabajos de construcción de las balsas, ya que los prisioneros debían transportarse al otro lado del río a mediodía; allí los esperarían unos soldados procedentes del cuartel general para escoltarlos. Los soldados que se habían despojado de sus uniformes estaban aliviados. Cuantas más alabanzas recibían, más aumentaba su energía, y por lo tanto solicitaron quedarse para completar su misión, con o sin uniformes. Entonces Lu Liren tuvo que volver al campamento en busca de un par de pantalones para el pequeño soldado que estaba con el culo al aire. Le sonrió al jovenzuelo y dijo:

—No tienes por qué avergonzarte por tener una picha pequeña y sin pelo. —Mientras daba órdenes, Lu se volvió hacia mí y me preguntó—: ¿Cómo está tu madre? Shengli ya debe estar difícil de controlar.

Sima Liang me dio un codazo, pero yo no entendí qué era lo que quería, así que dijo:

—La abuela quiere venir a despedirse de mi padre y le gustaría que la esperaras.

Mientras tanto, Zunlong se había puesto manos a la obra y en cosa de media hora había construido una balsa de varios metros de largo. Como no tenían remos, aconsejó que se usaran palas de madera. Lu Liren dio la orden. Después le contestó a Sima Liang:

—Ve a decirle a tu abuela que he aceptado su petición. —Miró al reloj—. Vosotros dos ya podéis iros —nos dijo, pero no nos fuimos, porque cuando miramos en dirección a la casa, vimos a Madre que salía por la puerta llevando en un brazo una cesta de bambú tapada con un trozo de tela blanca y en el otro una tetera de arcilla roja.

Zaohua salió tras ella con un manojo de cebolletas entre los brazos. Detrás de ella iban las hijas gemelas de Sima Ku, Sima Feng y Sima Huang. Las seguían los hijos gemelos del mudo y Tercera Hermana, Gran Mudo y Pequeño Mudo. Después iba Lu Shengli, que acababa de aprender a andar. En último lugar iba Shangguan Laidi, con el rostro abundantemente empolvado. La procesión avanzaba con lentitud. Las gemelas miraban constantemente hacia las plantas de alubias y las campanillas azules que crecían entre ellas, con la esperanza de ver alguna libélula, mariposa o cigarra. Los gemelos miraban constantemente hacia los árboles que se alineaban a ambos lados del camino: acacias, sauces y moreras, con su corteza de color amarillo claro. Buscaban deliciosos caracoles. Lu Shengli miraba al suelo en busca de charcos, y cuando veía uno, se metía a chapotear en el agua y llenaba todo el sendero con el sonido de sus inocentes carcajadas. Laidi iba caminando como una dama joven, pero yo estaba tan lejos que sólo podía ver su rostro empolvado y no distinguía sus facciones.

Lu Liren cogió unos binoculares del cuello de uno de sus guardias y miró al otro lado del río. Un soldado que estaba a su lado le preguntó, con cierta urgencia:

—¿Ya han llegado?

—No —dijo, sin dejar de mirar—. No hay ni rastro de ellos. Lo único que veo es un cuervo picoteando una cagada de caballo.

—¿Les habrá pasado algo? —preguntó el guardia con ansiedad.

—No lo creo. Todos son magníficos tiradores, y nadie intentaría interponerse en su camino.

De pronto apareció un grupo de hombres de piel oscura al otro lado del río. El reflejo en movimiento del sol en la superficie creaba la ilusión de que estaban de pie sobre el agua, no sobre el dique.

—Ahí están —dijo Lu Liren—. Que les indiquen con una señal que estamos aquí.

Un joven soldado se puso en pie, levantó una pistola extraña, muy corta y muy ancha, y pegó un tiro al aire. Una pelota amarilla se elevó hacia el cielo, se quedó congelada un instante en lo alto y después volvió a bajar describiendo una elegante curva y dejando un rastro de humo blanco y emitiendo un sonido sibilante antes de caer al río. Algunas gaviotas tuvieron la tentación de ir en su busca, pero cuando miraron mejor salieron huyendo a toda velocidad mientras chillaban.

—Dales otra señal —dijo Lu Liren al ver que no había respuesta.

Esta vez el soldado sacó una bandera roja, la anudó al extremo de la rama de la que se había deshecho Zunlong y la hizo ondear en el aire. Los hombres que estaban en la otra orilla rugieron con aprobación.

—Bien —dijo Lu Liren, dejándose los binoculares colgados del cuello, y se volvió hacia el joven oficial que había hablado con él hacía un momento—. Oficial Qian, vuelve corriendo y dile al Jefe de Personal Du que traiga los prisioneros. Y que se dé prisa. —El Jefe de Personal Du se volvió y salió corriendo dique abajo.

Lu Liren se subió a la balsa de un salto y la pisó con fuerza para comprobar lo resistente que era.

—No se romperá cuando esté en medio del río, ¿verdad? —le preguntó a Zunlong.

—No se preocupe, señor. Durante el otoño de 1921, los aldeanos llevaron al Senador Zhao al otro lado del río, y yo hice la balsa que emplearon en aquella ocasión.

—Estos son prisioneros importantes —dijo Lu Liren—. No puede haber errores.

—No se preocupe, señor. Si hay algún error, puede cortarme nueve de mis diez dedos.

—¿Y eso qué arreglaría? Si sucediera lo peor, ni siquiera serviría para nada que me cortara nueve de mis diez dedos.

Madre encabezaba la procesión dique arriba. Allí la esperaba Lu Liren.

—Tía —le dijo educadamente—, espere aquí un momento. Ahora los van a traer. —Se agachó para acercar su cara a la de Lu Shangli. Asustada, ella empezó a llorar, avergonzando a Lu, que se colocó bien las gafas y dijo—: Ni siquiera conoce a su propio padre.

—Quinto Yerno —dijo Madre soltando un suspiro—. Todos estos combates, de aquí para allá… ¿Cuándo va a acabar esto?

Lu tenía la respuesta preparada:

—No se preocupe. Dentro de dos años, como mucho dentro de tres, tendrá la vida apacible que desea.

—Yo sólo soy una mujer y debería guardarme lo que pienso para mí, pero ¿no podrías dejarlos ir? —dijo Madre—. Después de todo, ellos y tú formáis parte de la misma familia.

—Querida Suegra —dijo Lu con una sonrisa—, yo no puedo tomar esa decisión. Pero ¿cómo ha acabado usted con tantos yernos problemáticos?

Soltó una carcajada, un sonido jovial que alegró el ambiente en el dique.

—¿No puedes pedirles a tus superiores que tengan clemencia?

—Por favor, Suegra, no se preocupe por esta clase de cosas.

Por la calle bajó un destacamento de guardias que escoltaban a Sima Ku, Babbitt y Niandi. Sima Ku llevaba las manos atadas con una cuerda detrás de la espalda. Las de Babbitt iban atadas por delante. Las de Niandi estaban sin atar. Cuando pasaron por delante de nuestra casa, Sima Ku se acercó a la puerta. Un guardia le bloqueó el paso. Sima Ku le escupió y le gritó: «Quítate de en medio. Voy a despedirme de mi familia». Poniendo las manos alrededor de la boca a modo de megáfono, Lu Liren gritó desde el otro extremo de la calle: «Comandante Sima, no es necesario que entre. Están todos aquí». Como si no lo hubiera oído, Sima se encogió de hombros y, seguido por Babbitt y por Niandi, forzó la entrada al patio, donde los tres estuvieron un rato sin hacer nada. Lu Liren miraba constantemente al reloj mientras las tropas de escolta que estaban al otro lado del río desplegaron una bandera roja y se pusieron a ondearla de un lado a otro. El soldado que se encargaba de las señales, a su lado, agitó los brazos como respuesta.

Finalmente, Sima Ku y sus acompañantes salieron del patio y se dirigieron al dique.

—¡Preparad la balsa! —ordenó Lu Liren.

Una docena de soldados, más o menos, empujaron la balsa hasta meterla en las aguas turbulentas del río. La balsa emergió rápidamente a la superficie y la corriente la colocó en posición paralela a la orilla. Los soldados aferraron fuertemente las manijas de cuerda para evitar que partiera río abajo.

—Comandante Sima, Señor Babbitt —dijo Lu Liren—. Somos un ejército benevolente. El principio que nos guía es el humanitarismo, y es por eso que he permitido que vuestras familias vengan a despedirse de vosotros. Por favor, no os demoréis demasiado.

Sima Ku, Babbitt y Niandi se acercaron a donde estábamos nosotros. Sima sonreía. Babbitt parecía preocupado. Niandi estaba en un estado de ánimo sombrío, parecía una mártir que no tuviera miedo a morir.

—Sexta Hermana —dijo Lu Liren en voz baja—, tú puedes quedarte.

Pero Niandi negó con la cabeza. Tenía la determinación de seguir a su marido.

Madre levantó el trozo de tela que tapaba la cesta que llevaba y Zaohua le alcanzó una cebolleta pelada. Ella la partió por la mitad y la metió en una tortita. Después sacó un bote de pasta de alubias y se lo pasó a Sima Liang.

—Sujétalo —le dijo. Él lo cogió y se quedó quieto, mirándola fijamente—. No me mires a mí —le dijo ella—, mira a tu padre.

La mirada de Sima Liang se desplazó hasta el rostro de Sima Ku, que a su vez miró a su fornido hijo de piel oscura. La sombra de una preocupación le nublaba el rostro; era algo que casi nunca habíamos visto. Hizo un movimiento con el hombro. ¿Se agacharía a tocar a su hijo? Sima Liang abrió la boca.

—Papá —dijo en voz baja.

Los ojos amarillos de Sima Ku parecieron ponerse a girar en sus órbitas. Conteniendo las lágrimas, dijo:

—No te olvides, hijo mío, de que ningún miembro de la familia Sima ha muerto jamás en la cama. Espero que tú tampoco.

—Papá, ¿te van a fusilar?

Sima Ku echó una mirada a las turbias aguas del río por el rabillo del ojo.

—Tu padre fracasó por ser demasiado blando, demasiado amable. No te olvides, por lo tanto, de que si vas a ser un hombre malo, tendrás que matar sin compasión, y si vas a ser un hombre bueno, tendrás que ir siempre con la cabeza gacha para evitar pisar hormiga alguna. Lo que no debes volverte nunca es un murciélago, y tampoco un pájaro ni un animal. ¿Te acordarás de esto?

Sima Ling asintió, mordiéndose la lengua.

Madre le dio una tortita rellena de cebolleta a Laidi, que se limitó a devolverle la mirada. «¡Dásela a él!». Poniéndose roja de vergüenza, Laidi evidentemente se había olvidado de su loca pasión de hacía tres días; la tímida expresión de su rostro era la prueba de ello. Madre la miró primero a ella y después a Sima Ku. Sus ojos fueron como un hilo de oro que juntó la mirada de Laidi con la de Sima Ku. Esas miradas hablaban por sí mismas. Laidi se quitó la túnica negra. Debajo llevaba una chaqueta violeta, unos pantalones con bordados violetas y unas pantuflas de tela violeta. Su figura era graciosa, y su cara delgada y encantadora. Sima Ku había avivado su pasión, y al hacerlo había despertado en ella un sentimiento nuevo: el mal de amores. Todavía era una mujer hermosa, bien versada en el arte de la coquetería, una viuda atractiva. Él la miró fijamente y le dijo: «Cuídate». Laidi le contestó haciendo un extraño comentario: «Tú eres un diamante y él es un trozo de madera podrida». Se acercó a él, mojó la tortita rellena de cebolleta en la pasta de alubias que sujetaba Sima Liang y le dio una vuelta en el aire, con gran habilidad, para que ni un poco de la pasta se cayera al suelo. Entonces se la acercó a Sima Ku a la boca. Él echó la cabeza hacia atrás y después la agachó para darle un bocado salvaje a la tortita, que masticó con dificultad, haciendo unos fuertes ruidos. Se le inflaron las mejillas y dos grandes lagrimones brotaron de sus ojos. Estiró el cuello para tragar, suspiró con fuerza y dijo: «¡Estas cebolletas están buenísimas!».

Madre me dio una de las tortitas y le dio otra a Octava Hermana.

—Jintong —me dijo—, dale de comer a Sexto Cuñado. Yunü, dale de comer a Sexta hermana.

Como había hecho Laidi antes que yo, mojé la tortita en la pasta amarilla y se la acerqué a Babbitt a la boca. Sus labios torcidos se abrieron para que mordiera un trocito minúsculo. Caían lágrimas de sus ojos azules. Se agachó, apoyó sus sucios labios sobre mi frente y me dio un sonoro beso. Después se acercó a Madre. Yo pensaba que le iba a dar un abrazo, pero como tenía las manos atadas, lo único que pudo hacer fue agacharse y tocar su frente con sus labios como una cabra que mordisquea un árbol.

—Nunca te olvidaré, Mamá —le dijo.

Octava Hermana se abrió paso hasta donde estaba Sima Liang y, con la ayuda de este, mojó su tortita en la pasta de alubias. Sujetándola con ambas manos, levantó la cabeza. Su frente parecía el caparazón de un cangrejo, sus ojos eran dos pozos negros y oscuros, su nariz era recta y su boca, muy ancha, tenía dos labios tiernos como pétalos de rosas. Mi octava hermana, de la que yo siempre me había aprovechado, era verdaderamente una piadosa ovejita.

—Sexta Hermana —gorjeó—, Sexta Hermana, esto es para ti.

Con los ojos llenos de lágrimas, Sexta Hermana cogió a Octava Hermana en brazos.

—Mi pobre hermanita desgraciada —sollozó.

Sima Ku se terminó su tortita.

Durante todo ese tiempo, Lu Liren había estado observando el río con el rabillo del ojo. Ahora se dio la vuelta y dijo:

—Ya es hora de subir a la balsa.

—Todavía no —dijo Sima Ku—. Yo tengo más hambre. En los viejos tiempos, cuando un tribunal estaba a punto de ordenar la ejecución de un criminal, se aseguraban de que hubiera comido antes todo lo que quisiera. Vosotros, la gente del Decimosexto Regimiento, decís que sois un ejército benevolente, así que lo mínimo que podéis hacer es dejarme que coma todas las tortitas rellenas de cebolleta que quiera, sobre todo si tenemos en cuenta que nuestra suegra las ha hecho con sus propias manos.

Lu Liren miró el reloj.

—De acuerdo —dijo—, adelante, come todo lo que quieras mientras vamos transportando a Babbitt al otro lado del río.

El mudo y seis de sus soldados cogieron sus palas de madera y saltaron alegremente a la balsa, que se balanceó en el agua y se inclinó hacia uno de los lados, de modo que la línea de flotación quedó por debajo de la superficie del agua. En ambos lados de la embarcación entró agua salpicando. Dos soldados que tenían las polainas arremangadas se echaron hacia atrás para controlar la balsa. Lu Liren estaba preocupado.

—Anciano —le dijo a Zunlong—, ¿podrá llevar dos personas más?

—No. Que se bajen dos de los remeros.

—Han el Calvo y Pan Yongwang, volved aquí.

Con sus palas de madera en las manos, los dos bajaron de un salto de la balsa, que se movió tanto que algunos de los soldados estuvieron a punto de caerse al río. El mudo, que todavía iba en ropa interior, gruñó: «¡Desnudaos! ¡Desnudaos! ¡Desnudaos!». Tras aquel día, nadie le volvió a oír decir grao nunca más.

—¿Ya está? —le preguntó Lu Liren a Zunlong.

—Sí —dijo él, quitándole a un soldado la pala de las manos—. El suyo es un ejército benevolente, y se ha ganado mi respeto. En el décimo año de la República, transporté a un senador al otro lado del río. Si a usted no le importa, para mí sería un honor servirle, incluso como bestia de carga.

—Anciano —le dijo Lu Liren, claramente emocionado—, eso es lo que yo tenía en mente, pero me daba vergüenza pedírtelo. Contigo al timón, sé que esta balsa está en buenas manos. ¿Quién tiene alcohol?

Un ordenanza se acercó con rapidez y le dio a Lu Liren una cantimplora de metal. Él desenroscó la tapa y se acercó la cantimplora a la nariz.

—Auténtico licor de sorgo —dijo—. Anciano, te ofrezco un trago de parte de mis superiores.

Entonces le alcanzó la cantimplora con ambas manos a Zunlong. Conmovido por ese honor, Zunlong se frotó las manos para quitarse algo del barro que tenía antes de aceptar la cantimplora y darle al menos diez profundos tragos antes de devolvérsela a Lu Liren. Después se limpió la boca con el dorso de la mano, mientras un enrojecimiento bajaba de su rostro a su cuello, y desde ahí a su pecho.

—Me he bebido su licor, señor. Eso une nuestros corazones.

Sonriendo, Lu Liren dijo:

—¿Por qué limitarse a los corazones? Nuestros hígados también están unidos, y nuestros pulmones, e incluso nuestros intestinos.

Parecía que a Zunlong se le iban a saltar las lágrimas cuando se subió a la balsa, controlándola inmediatamente desde la popa. La balsa se balanceó muy levemente. Lu Liren hizo un gesto de aprobación antes de acercarse a Babbitt. Miró hacia abajo, hacia sus manos atadas, y le sonrió como pidiéndole perdón.

—Sé que esto es duro para usted, Señor Babbitt. El Comandante Yu y el Director Song preguntaron por usted personalmente, por lo que puede esperar un trato cortés.

Babbitt levantó las manos.

—¿Es esto lo que llamas un trato cortés?

—En cierto modo, lo es —dijo Lu Liren tranquilamente—, y espero que usted no insista. Ya es hora de que se vaya.

Babbitt nos echó un vistazo, diciéndonos adiós con los ojos antes de darse la vuelta y subirse a la balsa de un salto. Esta vez se balanceó fuertemente, y él con ella. Zunlong, desde atrás, lo ayudó a mantenerse en pie con su pala.

Siguiendo los pasos de Babbitt, Niandi se agachó y me besó torpemente en la frente, y después besó a Octava Hermana mientras le pasaba los dedos por el pelo suave, del color del lino.

—Mi pobre hermanita pequeña —dijo, soltando un suspiro—, espero que el anciano de arriba tenga un buen plan para tu vida.

Después les hizo un gesto a Madre y a los niños que había en fila detrás de ella y se dio media vuelta para subir a bordo de la balsa.

—Sexta Hermana, no hace ninguna falta que vayas —le recordó Lu Liren.

Ella le contestó suavemente:

—Quinto Cuñado, hay un refrán popular que dice que el brazo que pesa menos de una balanza no abandona su lugar, y un buen hombre no abandona a su esposa. Tú y Quinta Hermana erais inseparables, ¿verdad?

—Sólo quiero lo mejor para ti —dijo Lu Liren—. Pero puedes hacer lo que te parezca. Si quieres, sube a la balsa.

Dos de sus guardias cogieron a Niandi por los brazos y la depositaron sobre la balsa. Babbitt la ayudó a que no perdiera el equilibrio.

La balsa estaba bastante hundida en el agua, y bastante desequilibrada también. Algunas partes estaban completamente sumergidas y otras estaban unos centímetros por encima de la superficie. Zunlong le dijo a Lu Liren:

—Comandante Lu, es mejor que mis invitados vayan sentados, incluyendo a los remeros.

Entonces Lu Liren dio la orden:

—Sentaos todos. Señor Babbitt, por su propia seguridad, siéntese, por favor.

Babbitt se sentó en la balsa o, para ser más precisos, se sentó en el agua. Niandi se sentó frente a él, también en el agua.

El mudo y cinco de sus hombres se sentaron, tres a cada lado de la balsa. Zunlong era el único que se quedó de pie, con las piernas firmemente plantadas en la popa de la balsa.

La pequeña bandera roja seguía ondeando al otro lado del río.

—Hazles una señal —le dijo Lu Liren al encargado de ello—, para que estén preparados para recibir a los prisioneros.

El hombre sacó su pistola de balas de fogueo y disparó tres veces hacia el cielo, lanzando tres llamaradas sobre la orilla opuesta, donde la bandera roja dejó de ondear y un puñado de pequeños hombres negros se pusieron a correr, reflejados en la plateada superficie del río.

Lu Liren miró el reloj.

—¡Botad la balsa!

Los dos soldados soltaron amarras y entonces Zunlong empujó con su pala y los remeros introdujeron las suyas en el agua. La balsa salió a río abierto y rápidamente viró hacia un lado; la corriente la arrastraba río abajo. Como si estuvieran haciendo volar una cometa, los dos soldados que se quedaron en el dique iban soltando cuerda a medida que la balsa se alejaba.

En la otra orilla, los hombres miraban la balsa con ansiedad. Lu Liren se quitó las gafas y las limpió rápidamente con la manga. Tenía la mirada distante y un reborde blanco alrededor de los ojos, como esos pájaros que se alimentan de peces-lobo. Se colocó el cordón que le sujetaba las gafas detrás de las orejas. En el río, la balsa se balanceaba hacia ambos lados. Debido a que no tenían ninguna experiencia en navegar en balsa, los soldados movían sus palas hacia cualquier lado, haciendo que un agua lodosa salpicara encima de la balsa y empapara la ropa de todos los que iban a bordo. Babbitt, que todavía tenía las manos atadas, gritaba aterrorizado. Sexta Hermana se agarraba a él como si le fuera la vida en ello. Desde el lugar en que estaba sentado, en la popa, Zunlong gritaba:

—Despacio, hombres, despacio. No deis esos golpes. Tenéis que remar juntos, esa es la clave.

Lu Liren disparó un par de veces al aire y todos los soldados levantaron la cabeza.

—Seguid el ritmo de Zunlong, remad juntos.

—Más despacio, hombres —dijo Zunlong—. Remad conmigo. Uno, dos, uno, dos, uno, dos, así, despacito, uno, dos…

La balsa avanzó hasta el centro del río y allí aceleró, impulsada por la corriente. Babbitt y Sexta Hermana quedaron empapados por las olas. Los dos soldados que sujetaban las cuerdas gritaron: «¡Comandante, ya no queda cuerda que seguir soltando!». Para entonces, la balsa ya había avanzado unos cien metros río abajo y la cuerda estaba tensa como un cable. Los soldados se enroscaron los extremos alrededor de sus brazos; la cuerda les mordía profundamente la carne. Ellos se inclinaban tanto hacia atrás que prácticamente estaban acostados en el suelo, y los talones empezaron a deslizárseles por el lodo. Súbitamente, corrían el peligro de ser arrastrados al agua. Se pusieron a gritar cuando la balsa empezó a ladearse. «¡De prisa, salid corriendo! —gritó Lu Liren—. ¡He dicho que corráis, cabrones!». Al principio a trompicones, los dos soldados salieron corriendo mientras los hombres que estaban junto a la base del dique se apresuraban a quitarse de en medio. Un trozo de la cuerda se rompió y la balsa comenzó de nuevo su rápido descenso río abajo. Zunlong siguió marcando el ritmo a gritos mientras los soldados que iban a los lados de la balsa, doblados por la cintura, remaban con todas sus fuerzas. Sus movimientos se iban acompasando gradualmente, de manera que mientras la balsa seguía descendiendo por el río, también se desplazaba en dirección a la otra orilla.

Un momento antes, cuando la balsa corría peligro de volcar y todas las miradas estaban puestas en el río, Sima Liang había dejado su cuenco en el suelo y había dicho en voz baja: «Papá, date la vuelta». Sima Ku, que seguía masticando su tortita, se giró para mirar el río. Entonces Sima Liang corrió detrás de él, sacó un pequeño cuchillo hecho de hueso —el que me había regalado Babbitt— y empezó a cortar la cuerda que ataba las manos de su padre, concentrándose en la zona que estaba más cerca de su cuerpo. Mientras tanto, Madre rezaba en voz alta: «Señor Amado, da muestras de Tu compasión y permite que mi hija y mi yerno lleguen al otro lado del río sanos y salvos, Señor Amado y piadoso». Entonces oí que Sima Liang susurraba: «Ya puedes romper la cuerda, papá». Después se dio la vuelta, se guardó el cuchillo en el bolsillo con rapidez y volvió a coger el cuenco. Laidi seguía dándole de comer a Sima Ku. Mientras tanto, la balsa, que ya había avanzado unos cuantos cientos de metros río abajo, se aproximó a la orilla de enfrente.

Lu Liren se acercó a Sima Ku y le echó una mirada burlona.

—Sí que tienes buen apetito.

Sin dejar de masticar, Sima Ku masculló:

—Mi suegra hizo estas tortitas con sus propias manos y me las está dando mi cuñada, así que ¿por qué no me las iba a comer? Nunca voy a volver a tener la oportunidad de comer tanto, ni de esta manera. ¿Me das un poco de pasta?

Laidi sacó la cebolleta presionando la punta de la tortita y la mojó en el cuenco de pasta que sujetaba Sima Liang, y después se la acercó a Sima Ku a la boca. Él dio un inmenso bocado y siguió masticando con hambre.

Lu Liren hizo un gesto burlón con la cabeza y se acercó a donde estábamos nosotros. Madre cogió en brazos a Shengli. La bebita se puso a llorar y a luchar para que la soltaran. Lu Liren retrocedió torpemente.

—Hermano Sima —le dijo—, te envidio, pero no puedo ser como tú.

Sima Ku tragó la comida que tenía en la boca.

—Eso es un insulto, Comandante Lu. Tú eres el vencedor, y eso te hace rey. Tú eres el cuchillo y yo soy la carne. Puedes cortarme en lonchas o hacerme picadillo, y encima te burlas de mí.

—No me estoy burlando de ti —dijo Lu Liren—. La verdad es que cuando llegues al cuartel general te darán la oportunidad de reparar tus crímenes. Pero si lo único que eres capaz de ofrecer es resistencia, me temo que no te gustará el resultado.

—He tenido una buena vida, con mucha comida buena y muchos buenos ratos, y estoy preparado para morir, pero tendré que dejar a mis hijos en tus manos.

—Por eso no te preocupes —dijo Lu Liren—. Si no fuera por la guerra, tú y yo seríamos buenos parientes.

—Tú eres un intelectual —dijo Sima Ku—, y lo que dices suena casi sagrado. Pero esa clase de parentesco sólo es resultado de acostarnos con ciertas mujeres.

Se rio, pero yo me di cuenta de que no movió los brazos.

Los soldados que sujetaban las cuerdas volvieron. En la otra orilla, los soldados que habían ido remando y los que iban a escoltar a los prisioneros estaban remolcando la balsa de nuevo río arriba. Cuando hubieron avanzado una cierta distancia, comenzaron a remar hacia nosotros otra vez. Esta vez iban a bastante velocidad, pues ya tenían algo de práctica y se coordinaban mejor con los dos soldados a su lado. Cruzaron el río muy rápido.

—Hermano Sima —dijo Lu Liren—, la hora de la comida está a punto de terminar.

Sima Ku soltó un eructo.

—Ya estoy saciado. Gracias, Suegra. A ti también, Cuñada, y a ti, Yunü. Hijo, has estado sujetando ese cuenco todo el rato. Gracias.

Feng, Huang, haced caso a vuestra abuela y a vuestra tía. En caso de apuro, id a buscar a Quinta Tía. Ella es importante ahora, mientras que vuestro padre ha caído en desgracia. Pequeño Tío, crece bien y ponte fuerte. Eras el favorito de tu segunda hermana. Ella decía a menudo que Jintong algún día sería alguien especial, así que tienes que demostrarnos que estaba en lo cierto.

Me puse tan triste que me empezó a doler la nariz.

La balsa se acercó a la orilla. El jefe de la escolta de los prisioneros, un hombre con aspecto de estar muy seguro de sí mismo, iba sentado en el medio. Se plantó en la orilla de un salto y saludó a Lu Liren, que le devolvió el saludo. Se dieron la mano como viejos amigos.

—Viejo Lu —le dijo el hombre—, has luchado bien. El Comandante Yu está encantado contigo, y el Comisario Song se ha enterado de todo.

Sacó una carta de la riñonera de cuero que llevaba al cinto y se la ofreció a Lu Liren, que la cogió y metió una pistola de plata en la riñonera del hombre.

—Aquí hay un trofeo de guerra para la pequeña Lan.

—Te lo agradezco mucho de su parte —dijo el hombre.

Entonces Lu Liren le dijo:

—Entrégamelo.

El hombre se quedó atónito.

—¿Que te entregue qué?

—El recibo por los prisioneros.

El hombre buscó una pluma y un trozo de papel en su riñonera y escribió un recibo apresuradamente. Después se lo dio a Lu.

—Eres muy meticuloso —le dijo.

Lu Liren se rio.

—No importa lo inteligente que sea el mono que hace trucos; nunca podrá superar a Buda.

—Entonces yo debo ser el mono que hace trucos —dijo el hombre.

—No, soy yo —le contestó Lu.

Se dieron las manos y se rieron. Después el hombre dijo en voz baja:

—Viejo Lu, he oído que hay un proyector de cine en tus manos. En el cuartel general también saben eso.

—Parece que tenéis las orejas muy largas —dijo Lu—. Cuando vuelvas, dile a tus superiores que lo enviaremos con un proyeccionista cuando se pase la crecida del río.

—Maldita sea —dijo Sima Ku, conteniendo la respiración—. El tigre mata a su presa para que se la coma el oso.

—¿Qué has dicho? —le preguntó el oficial escolta, claramente disgustado.

—Nada.

—Si no me equivoco, tú eres el famoso Sima Ku.

—En persona —dijo Sima.

—Muy bien, Comandante Sima —le dijo el hombre—. Te cuidaremos bien si tú cooperas. Lo último que desearíamos es traer tu cadáver de vuelta.

Soltando una carcajada, Sima dijo:

—No me atreveré a intentar nada. Vosotros, los escoltas, sois magníficos tiradores, y no me apetece ofrecerme como blanco humano.

—Eso es lo que esperaba que dijeras. De acuerdo, entonces, Comandante Lu. Eso es todo. Detrás de ti, Comandante Sima.

Sima Ku se subió en la balsa y se sentó.

El jefe de la escolta le dio de nuevo la mano a Lu Liren, se dio la vuelta y subió a bordo de un salto. Se sentó en la popa, enfrente de Sima Ku, con la mano apoyada en la pistola, que estaba guardada en su funda.

—No hace falta que seas tan precavido —le dijo Sima—. Tengo las manos atadas, así que si saltara al río me ahogaría. Siéntate más cerca y así podrás echar una mano si la balsa empieza a ladearse.

Ignorando a Sima, el hombre les dijo en voz baja a los soldados que empuñaban los remos:

—Empezad a remar, y hacedlo con brío.

Todos los miembros de nuestra familia nos quedamos juntos en la orilla; sabíamos algo que los demás no sabían, y queríamos ver qué iba a pasar.

La balsa salió a río abierto y empezó a navegar. Los dos soldados se desplazaban rápidamente por el dique, soltando gradualmente las cuerdas que les envolvían los brazos. Cuando la balsa llegó al centro del río, cogió velocidad, enviando grandes olas hacia las orillas. Zunlong, que para entonces ya estaba ligeramente irritado, volvió a marcar el ritmo, y los soldados redoblaron sus esfuerzos con los remos. Las gaviotas seguían a la balsa, volando a poca altura. Cuando llegó a la zona donde el agua fluía a más velocidad, la balsa empezó a balancearse violentamente y Zunlong se cayó de espaldas al río. El jefe de la escolta se puso en pie de un salto, asustado, y estaba a punto de sacar su pistola cuando Sima Ku, que había roto la cuerda que lo ataba y tenía las manos libres, se lanzó sobre él como un tigre hambriento. Ambos cayeron a las furiosas aguas. El mudo y los demás remeros entraron en pánico. Uno por uno, ellos también fueron cayendo al agua. Los soldados que había sobre el dique soltaron las cuerdas, con lo que la balsa se fue navegando libremente, corriente abajo, como un pez grande y negro llevado por las olas.

Todo esto pareció ocurrir simultáneamente, y para cuando Lu Liren y sus hombres se dieron cuenta de lo que había pasado, ya no quedaba a bordo nadie que pudiera controlar la balsa.

—¡Disparadle! —ordenó Lu Liren.

Una cabeza se asomaba por encima de la superficie de las turbulentas aguas de vez en cuando, pero los soldados no estaban seguros de si era la de Sima Ku y no se atrevían a disparar. En total, había nueve hombres en el agua, lo cual significaba que había una posibilidad entre nueve de que la cabeza que veían fuera la de Sima Ku. Además, el río corría como un caballo desbocado, por lo que aunque dispararan las posibilidades de dar en el blanco eran mínimas.

Sima Ku se había escapado. Había crecido en la orilla del Río de los Dragones y era un nadador experto que podía permanecer bajo el agua cinco minutos sin respirar. Además, todas las tortitas y cebolletas que se había comido le habían aportado un montón de energía.

Lu Liren estaba lívido. Le vimos un brillo frío en sus oscuros ojos cuando nos miró. Sima Liang, que todavía estaba sujetando el cuenco de pasta de alubias, se acurrucó contra las piernas de Madre fingiendo no ser más que un testigo asustado. Acunando a Shengli entre sus brazos, Madre bajó del dique en silencio. Todos los demás la seguimos, pegados a sus talones.

Unos días más tarde oímos que solamente el mudo y Zunlong habían conseguido llegar a tierra firme. El resto de los hombres, incluyendo al fanfarrón jefe de la escolta, simplemente desapareció y nunca se encontraron sus cuerpos. Pero nadie tenía ninguna duda de que Sima Ku había logrado ponerse a salvo.

De todos modos, estábamos mucho más preocupados por el destino de Sexta Hermana, Niandi y su marido americano, Babbitt. En esa época, como continuaba la crecida y el río seguía rugiendo con fuerza, Madre salía todas las noches y caminaba por el patio suspirando; el sonido de sus suspiros era tan fuerte que parecía que tapaba incluso el rugido del río. Madre había tenido ocho hijas; Laidi se había vuelto loca, Zhaodi y Lingdi habían muerto, Xiangdi se dedicaba a la prostitución y tal vez también estuviera muerta, Pandi estaba siempre con Lu Liren y las balas silbaban constantemente a su alrededor, por lo que podía morir en cualquier momento, y Qiudi había sido vendida a una rusa blanca, cosa que no era mucho mejor que estar muerta. Solamente quedaba Yunü a su lado, pero desgraciadamente era ciega. Quizá su ceguera era el único motivo por el que había permanecido junto a Madre. Por eso, si algo le ocurriera a Niandi, casi todas las jóvenes bellezas de la familia Shangguan serían apenas un recuerdo. Entre los suspiros de Madre, oíamos que rezaba en voz alta:

«Anciano del Cielo, Señor Amado, Virgen María bendita, Guanyin Bodhisattva del Mar del Sur, por favor, proteged a nuestra Niandi y a todos los niños. Descargad toda la miseria, todo el dolor, todas las enfermedades del Cielo y de la Tierra sobre mi cabeza, pero mantened a mis niños sanos y salvos…».

Un mes más tarde, después de que las aguas volvieran a su cauce, nos llegaron noticias de Sexta Hermana y de Babbitt desde la otra orilla del Río de los Dragones. Había habido una terrible explosión en una cueva secreta en las profundidades de la Montaña Da’ze. Cuando el polvo desapareció, la gente entró en la cueva y encontró tres cuerpos abrazados, de dos mujeres y un hombre. El hombre era un extranjero joven y rubio. Aunque nadie estaba preparado para decir que una de las mujeres era nuestra sexta hermana, cuando Madre se enteró de la noticia, una sonrisa amarga se dibujó en su rostro.

—Es todo culpa mía —dijo, antes de romper a llorar con fuerza.