V

Antes de que se extinguiera la onda expansiva cayó sobre nosotros una cantidad de antorchas encendidas que parecía infinita. Los soldados del Decimosexto Regimiento independiente de Lu Liren se abrieron paso amenazadoramente hacia nosotros, con sus negros impermeables echados sobre los hombros y sus rifles con las bayonetas montadas, gritando al unísono. Los que transportaban las antorchas eran civiles que llevaban unos pañuelos blancos atados a la cabeza, en su mayor parte mujeres con el pelo cortado a lo paje. Levantaban las brillantes antorchas, hechas con viejos trozos de prendas de algodón empapados de keroseno, todo lo que podían, para que iluminaran a los soldados del Decimosexto Regimiento. Un crepitar de disparos surgió del medio del Batallón de Sima, y una docena, más o menos, de soldados del Decimosexto Regimiento cayó pesadamente al suelo, como sacos de grano. Pero los soldados que iban detrás de ellos ocuparon rápidamente su lugar, y una docena de granadas de mano voló por el aire hacia nosotros; sus explosiones sonaron como si el cielo se hubiera desplomado y la tierra se hubiera rajado. «Mis hombres, nos rendimos», gritó Sima Ku. Todos lanzaron las armas de cualquier manera al suelo iluminado por las abundantes antorchas.

Sima Ku sujetaba a Zhaodi entre sus brazos ensangrentados.

—¡Zhaodi! —gritó—. Zhaodi, mi esposa querida, despierta…

Una mano temblorosa me cogió por el brazo. Levanté la vista y, a la luz de las antorchas, vi el rostro pálido de Niandi. Ella también yacía en el suelo, aplastada bajo unos cuantos cuerpos desarticulados.

—Jintong, Jintong… —Apenas era capaz de hablar—. ¿Estás bien?

Me dolía la nariz y empecé a llorar.

—Estoy bien, Sexta Hermana —sollocé—. ¿Y tú qué tal? ¿Estás bien?

Ella extendió las dos manos hacia mí.

—Querido hermanito —suplicó—, ayúdame. Cógeme de las manos.

Yo tenía las manos verdes y aceitosas. Ella también. Aferré fuertemente sus manos, como si estuviera apresando barbos vivos, pero se me escurrieron. Para entonces, todo el mundo estaba tirado en el suelo; nadie se atrevía a levantarse. El rayo de luz seguía impactando sobre la pantalla blanca, donde la ruptura de la pareja americana estaba alcanzando su clímax. La mujer sujetaba un cuchillo sobre la figura del hombre, que roncaba. El joven americano, Babbitt, gritaba ansiosamente, al lado del proyector:

—¡Niandi! ¡Niandi! ¿Dónde estás?

—Estoy aquí, Babbitt, ayúdame, Babbitt…

Sexta Hermana extendió una mano en dirección a su Babbitt. Respiraba con dificultad, y tenía el rostro cubierto de lágrimas y mocos. La silueta alta y ágil de Babbitt comenzó a moverse en busca de Niandi. Tenía problemas para andar, como un caballo atrapado en el fango.

—¡Quédate donde estás! —bramó alguien, pegando un tiro al aire—. ¡No te muevas!

Babbitt se tiró al suelo como si lo hubiera segado una espada.

Sima Liang apareció reptando. Un hilillo de sangre pegajosa le salía de una oreja herida y le corría por la mejilla y por el cuello hasta llegar al pelo. Me levantó y me palpó todo el cuerpo con sus rígidos dedos para comprobar cómo estaba.

—Estás muy bien, Pequeño Tío —me dijo—. Tus brazos y tus piernas están enteros.

Después se agachó, le quitó a Sexta Hermana los cuerpos que tenía encima y la ayudó a ponerse de pie. Su vestido blanco de cuello alto estaba todo salpicado de sangre.

Cuando la lluvia empezaba a calarnos, nos metieron como a ganado en un molino que era el edificio más alto de todo el concejo y que se solía usar como almacén. Ahora que lo pienso, me doy cuenta de que tuvimos un montón de oportunidades de escapar. La fuerte lluvia apagó las antorchas que llevaban los civiles del Decimosexto Regimiento, y los soldados se iban empujando entre ellos al intentar protegerse del helado aguacero que prácticamente los cegaba. Dos linternas amarillas eran lo único que iluminaba el camino. Y a pesar de todo esto, nadie salió corriendo. Los prisioneros y los guardias sufrían igualmente. Cuando nos aproximamos a la deteriorada puerta de entrada, los soldados nos empujaron para quitarnos de en medio y poder entrar ellos.

El molino temblaba bajo la tormenta, y cuando un relámpago iluminó la zona, vi que el agua entraba formando una cascada a través del tejado de chapa metálica. Una catarata con un brillo centelleante caía hacia afuera resbalando por el alero de metal, y enviaba un torrente de agua grisácea que bajaba por la acequia hasta la calle, al otro lado de la puerta del recinto. Sexta Hermana, Sima Liang y yo íbamos separados en el duro camino desde la era hasta el molino. Justo enfrente de mí había un soldado del Decimosexto Regimiento que llevaba una capa impermeable negra. Tenía unos labios demasiado finos como para taparle los dientes amarillos y las encías violáceas. Sus ojos grises estaban nublados. Cuando se extinguió un relámpago, estornudó ruidosamente en la oscuridad; un fuerte olor a tabaco barato y a rábano me llegó directamente a la cara, haciéndome unas desagradables cosquillas en la nariz. A mi alrededor sonaban montones de estornudos. Yo quería localizar a Sexta Hermana y a Sima Liang, pero no me atrevía a llamarlos, así que esperé al breve resplandor del siguiente relámpago para buscarlos, mientras el tremendo trueno que sonó después hacía que la tierra temblara y llenaba el aire con un fuerte olor a azufre ardiendo. Distinguí el rostro amarillento y raquítico de Cara de Sueño detrás de un pequeño soldado. Parecía un gracioso espectro que acabara de salir de su tumba. Su rostro pasó del amarillo al violeta, su pelo parecía consistir en dos trozos de fieltro, la chaqueta de seda se le había pegado al cuerpo, tenía el cuello completamente estirado, su nuez de Adán era tan grande como un huevo de gallina y se le podían contar las costillas. Sus ojos eran como los fuegos fatuos de un cementerio.

Justo antes del amanecer, la lluvia bajó en intensidad y el suave repiqueteo de un calabobos sustituyó a los golpes del aguacero sobre el tejado de chapa metálica. Los relámpagos decrecieron un poco, y sus aterradoras luces azules y verdes dieron paso a unas mucho más tenues, amarillas y blancas. Los truenos se habían alejado y los vientos soplaban desde el Noreste, agitando las láminas de metal del tejado y haciendo que el agua que se había estancado ahí arriba se colara y formara goteras. El viento, que se nos metía hasta los huesos y nos los congelaba, hacía que las articulaciones se nos quedaran tiesas, por lo que nos apelotonamos todos hasta quedar muy juntos, tanto los amigos como los enemigos. Las mujeres y los niños lloraban en la oscuridad. Yo sentí que los huevos me temblaban entre las piernas, provocándome unos dolorosos pinchazos en los intestinos que se me extendieron hasta el estómago. Me parecía que tenía las entrañas congeladas, como si fueran un trozo de hielo. Si alguien hubiera querido irse del molino en aquel momento, nadie se lo habría impedido, pero ninguno de nosotros lo intentó.

Un rato más tarde, un grupo de gente se presentó ante la puerta. Para entonces yo estaba medio inconsciente, apoyado contra la espalda de alguien que a su vez se apoyaba contra la mía. Un sonido de gente que caminaba a través de agua nos llegó desde más allá de la puerta del recinto; después, unos cuantos rayos de luz brillaron moviéndose en la oscuridad. Un puñado de hombres, vestidos con impermeables, con todo el cuerpo tapado menos el rostro, llegó hasta la entrada del molino.

—Hombres del Decimosexto Regimiento —gritó alguien—, salid. Debéis regresar al cuartel general.

Los gritos eran bastante ásperos, pero yo me di cuenta de que aquella voz era, en circunstancias normales, fuerte y clara, capaz de movilizar a la gente. Supe de quién era en cuanto posé los ojos en él. El rostro que vi sobre un impermeable y debajo de un sombrero era el del comandante y comisario político del batallón de demoliciones, Lu Liren. Ya esa primavera me habían llegado rumores de que su unidad se había alzado como fuerza independiente, y aquí estaba.

—Daos prisa —ordenó Lu Liren—. Todas las demás unidades han vuelto a sus cuarteles, así que ya es hora de regresar, camaradas, a secaros los pies y beber una rica infusión de jengibre.

Los soldados salieron del molino lo más rápidamente que pudieron y se colocaron en formación en la calle inundada. Muchos hombres que parecían cuadros levantaron unos faroles y empezaron a dar órdenes a gritos:

—¡Tercera compañía, seguidme! ¡Séptima compañía, seguidme!

Los soldados emprendieron la marcha detrás de los faroles y fueron reemplazados por otros soldados vestidos con unas capas impermeables armados con ametralladoras. El jefe del escuadrón saludó.

—Comandante —informó—, el escuadrón de seguridad se quedará atrás para vigilar a los prisioneros.

Lu Liren le devolvió el saludo.

—Tenedlos bien vigilados. No dejéis que se escape ninguno. Quiero un recuento a primera hora de la mañana. Si no me equivoco —dijo, volviéndose hacia el molino con una sonrisa—, mi viejo amigo Sima Ku está ahí dentro.

—¡Que te jodan a ti y a tus ancestros! —maldijo Sima Ku desde detrás de una enorme piedra de molino—. ¡Jiang Liren, despreciable sabandija, estoy aquí mismo!

—Te veré por la mañana —dijo Lu Liren, soltando una carcajada antes de marcharse.

El jefe del escuadrón se quedó de pie bajo la luz de un farol.

—Sé que algunos tenéis armas escondidas —dijo—. Yo estoy a la luz y vosotros en la oscuridad, cosa que me convierte en un blanco fácil. Pero os recomiendo muy seriamente que desechéis esa clase de ideas, porque soy el único al que daríais. Y entonces —y aquí hizo un movimiento con la mano señalando la docena de soldados, más o menos, que estaban armados con ametralladoras—, si ellos abren fuego, muchos más que uno de vosotros caería. Nosotros tratamos bien a nuestros prisioneros. Mañana, cuando se haga de día, os sacaremos de aquí. Los que quieran unirse a nosotros serán recibidos con los brazos abiertos. Los que no quieran, recibirán dinero para el viaje y se marcharán a sus casas.

El único sonido que se oía en el molino era el del agua que salpicaba. El jefe del escuadrón ordenó a sus hombres que cerraran la puerta medio podrida. La luz de su farol entraba a través de los huecos y las rendijas e iluminaba varios rostros hinchados.

Cuando los soldados se marcharon hubo más espacio en el interior del molino, así que yo pude acercarme al lugar donde había oído a Sima Ku hacía solamente un instante. Tropecé con algunas piernas calientes y temblorosas y oí la melodía de varios lamentos cadenciosos. El inmenso molino era una construcción ideada por Sima Ku y por su hermano Sima Ting. Desde que fuera construido, ahí no se había molido ni un solo saco de harina, porque la primera noche unas violentas ráfagas de viento habían arrancado las aspas del molino, dejando en su lugar unos trozos de madera que giraban ruidosamente durante todo el año. El lugar era suficientemente grande como para alojar un circo. Una docena de piedras de molino del tamaño de pequeñas colinas había quedado, obstinadamente, sobre el suelo de ladrillos.

Dos días antes yo había ido a aquel lugar con Sima Liang para echar un vistazo, porque él le había sugerido a su padre que lo convirtiera en una sala de cine. Me estremecí en cuanto puse un pie en el molino. Un puñado de ratas feroces nos salió al paso, llenando el inmenso edificio con sus chillidos. Se detuvieron justo antes de llegar donde estábamos nosotros. Una enorme rata blanca con los ojos rojos, que encabezaba el grupo, se detuvo, se sentó sobre el trasero, levantó las garras delanteras, tan finas que parecían haber sido talladas en jade, y se acarició los bigotes, blancos como la nieve. Sus ojillos pequeños y brillantes se iluminaron mientras docenas de ratas negras formaron un semicírculo detrás de ella, mirándonos exultantes, preparadas para atacar. Lleno de miedo, retrocedí. Estaba muy tenso y unas descargas heladas me subían y bajaban por la espina dorsal. Sima Liang me protegió con su cuerpo, a pesar de que sólo me llegaba por la barbilla. Primero se agachó, después se puso de cuclillas y miró fijamente a los ojos a la rata blanca. Sin retroceder ni un poquito, la rata dejó de acariciarse los bigotes y se sentó como si fuera un perro; la boca y los bigotes le temblaban. Ni Sima Liang ni la rata iban a ceder. ¿Qué estarían pensando aquellas ratas, especialmente la blanca? ¿Y qué estaría pasando por la mente de Sima Liang, un niño que solía hacerme sentir desgraciado pero de quien cada vez me sentía más cerca? ¿Se trataba de una competición que consistía en mantener la mirada? ¿O una batalla de voluntades, como la de un alfiler y una espiga de trigo que intentan ver cuál tiene la punta más afilada? Y si era así, ¿quién era el alfiler y quién era la espiga de trigo? Realmente me pareció que oía a la rata decir: Este es nuestro territorio y aquí no sois bienvenidos. Después oí a Sima Liang decir: Este molino pertenece a la familia Sima. Lo construyeron mi tío y mi padre, así que para mí es como estar en casa. Este es mi hogar. La rata blanca dijo: El hombre que es fuerte es un rey, y el que es débil es un ladrón. Sima Liang contraatacó con: Mil kilos de rata no pueden competir con ocho kilos de gato. A lo que la rata blanca replicó: Tú eres un niño, no un gato. En mi vida anterior, dijo Sima Liang, fui un gato de ocho kilos. ¿Cómo se te ocurre que me voy a creer eso?, dijo la rata blanca. Sima Liang apoyó ambas manos en el suelo y sus ojos se almendraron y abrió la boca para soltar un gruñido. Miau, miau, el penetrante maullido de un gato hizo que temblaran las paredes del molino. Miau, miau, miaaau, y la rata blanca, confundida y presa del pánico, cayó de nuevo a cuatro patas y estaba a punto de emprender la retirada cuando Sima Liang se abalanzó sobre ella y la atrapó con una mano, aplastándola antes de que tuviera la oportunidad de darle un mordisco. Las otras ratas huyeron en todas direcciones. ¿Y yo? Imitando a Sima Liang, me lancé tras ellas, maullando como un gato, pero desaparecieron antes de que pudiera darme cuenta. Sima Liang soltó una carcajada y se volvió para mirarme. ¡Dios mío! Tenía de verdad unos ojos de gato, iluminados por esas diabólicas luces verdes. Tiró la rata blanca muerta al hueco del centro de una de las piedras de molino. Los dos cogimos la manija de madera y empujamos con todas nuestras fuerzas, pero no se movió ni un ápice, así que abandonamos y empezamos a merodear por el interior del molino, yendo de una piedra a otra, y descubrimos que todas las demás giraban con mucha facilidad.

—Pequeño Tío —me dijo Sima Liang—, montemos un molino nosotros.

Yo no supe qué contestar a esa propuesta, ya que las únicas cosas que me importaban en la vida eran los pechos y la leche que contenían. Fue una tarde gloriosa. La brillante luz del sol entraba a través de las fisuras del techo de chapa metálica y de las celosías de la ventana y caía sobre el suelo de ladrillo, donde abundaban las deposiciones de rata y de murciélago. Vimos unos pequeños murciélagos de alas rojas colgando de las vigas, y uno más grande, del tamaño de un sombrero cónico para protegerse de la lluvia, deslizándose por el aire por encima de ellos. Sus chillidos sonaban muy apropiados para su cuerpo, agudos y débiles, y me hicieron estremecer. En el centro de todas las piedras de molino se habían hecho unos agujeros. Unas estacas de madera de abeto chino salían de ahí y subían hasta atravesar el techo de chapa metálica; en la punta de las estacas estaban las ruedas sobre las que unas aspas, durante muy poco tiempo, habían estado dando vueltas. Lo que habían creído Sima Ku y Sima Ting era que, cuando hubiera viento, las aspas girarían y harían que las ruedas también rotaran, con lo que las estacas y las piedras de molino de abajo se pondrían a dar vueltas. Pero la ingeniosa idea de los hermanos Sima había sido rechazada por la realidad.

Al pasar al lado de las piedras de molino, buscando a Sima Liang, distinguí unas cuantas ratas subiendo y bajando por las estacas. Había alguien sobre una de las piedras, con los ojos echando ascuas. Supe que era Sima Liang. Se agachó y me cogió de la mano con su garra helada. Con su ayuda, logré trepar, apoyando un pie en la manija de madera. La piedra estaba muy húmeda; un agua grisácea emergía desde el agujero del centro.

—¿Te acuerdas de esa rata blanca, Pequeño Tío? —me preguntó con aire misterioso. Yo asentí en la oscuridad—. Está aquí —dijo en voz baja—. Voy a desollarla y a hacer unas orejeras para la abuela.

Un relámpago anémico cortó el lejano cielo del Sur como un cuchillo y arrojó una débil luz en el interior del molino. Entonces vi la rata muerta que tenía en la mano. Estaba toda mojada, y su asquerosa y raquítica cola colgaba hacia abajo.

—Tírala por ahí —le dije.

—¿Y por qué? —me preguntó él, disgustado.

—Es asquerosa. No me digas que no te da asco.

En medio del silencio que se hizo entonces, oí que la rata muerta volvía a caer en el agujero de la piedra de molino.

—Pequeño Tío, ¿qué crees tú que van a hacer con nosotros? —me preguntó tristemente.

Sí, ¿qué iban a hacer con nosotros? Un ruido de agua, al otro lado de la puerta, indicó el cambio de guardia. Los nuevos guardias estaban roncando como caballos.

—Hace frío —se quejó uno de ellos—. Esto no se parece nada a agosto. ¿Crees que el agua se va a congelar?

—No digas tonterías —le contestó el otro.

—¿Te gustaría estar en casa, Pequeño Tío? —me preguntó Sima Liang.

La cama de ladrillos, cómoda y calentita, el cálido abrazo de Madre, los merodeos nocturnos de Gran Mudo y Pequeño Mudo, los grillos encima del horno, la dulce leche de cabra, el crujido de las articulaciones de Madre y su tos profunda, la risita boba de Primera Hermana fuera, en el patio, las suaves plumas de las lechuzas nocturnas, el sonido de las serpientes cazando ratones detrás del almacén… ¿cómo no iba a tener ganas de estar en casa, teniendo todo eso en cuenta? Sollocé.

—Escapémonos, Pequeño Tío —me dijo.

—¿Cómo nos vamos a escapar con esos guardias que hay en la puerta? —dije yo en voz baja.

Él me agarró del brazo.

—¿Ves esta estaca de abeto? —dijo, colocando mi mano sobre la estaca, que subía hasta el techo. Estaba húmeda—. Podemos trepar hasta arriba, hacer un agujero en el techo de chapa metálica y escaparnos.

—¿Y entonces qué? —le pregunté yo, muy poco convencido.

—Bajamos al suelo de un salto —dijo él—. Y después, nos vamos a casa.

Intenté imaginarnos subidos en el tejado de chapa metálica, oxidado y ruidoso, y me empezaron a temblar las rodillas.

—Es demasiado alto —murmuré—. Nos romperíamos una pierna si saltamos desde ahí arriba.

—No te preocupes por eso, Pequeño Tío. Deja que yo me encargue de todo. La primavera pasada ya salté de este tejado. Hay unos arbustos de lilas debajo de los aleros. Sus ramas son muy flexibles y amortiguarán nuestra caída.

Miré hacia arriba, al lugar en el que la estaca se encontraba con el tejado de chapa metálica, a través del cual pasaban unos brillantes rayos de luz. El agua se deslizaba lentamente por la estaca.

—Pronto se hará de día, Pequeño Tío. Vámonos —me dijo ansiosamente, metiéndome prisa.

¿Qué podía hacer yo? Asentí.

—Yo iré primero y quitaré un trozo de la chapa metálica —me dijo, dándome una palmadita en el hombro para transmitirme que lo tenía todo bajo control—. Echame una mano. —Se abrazó a la resbaladiza estaca, pegó un salto y apoyó los pies sobre mis hombros—. ¡Levántate! —me dijo, apremiante—. ¡Levántate!

Agarrándome a la estaca, me levanté. Las piernas me temblaban. Las ratas que bajaban por la estaca chillaban al saltar al suelo. Sentí cómo se empujaba con los pies e iba trepando por la estaca como una lagartija. Yo lo observé ascendiendo poco a poco por la estaca, iluminado por la débil luz que se colaba por las rendijas, resbalándose ligeramente hacia abajo de vez en cuando hasta que finalmente llegó a lo más alto.

Entonces golpeó la chapa metálica con el puño, haciendo mucho ruido y dejando caer más agua de lluvia, que aterrizó sobre mi rostro. Un poco me entró en la boca y me dejó el amargo sabor del óxido, por no mencionar los pequeños trocitos de metal. Él jadeaba y gruñía en la oscuridad, debido al esfuerzo realizado. Oí cómo se movía la chapa de metal en el momento en que una cascada de agua impactó contra mí, y entonces me agarré fuertemente a la estaca para evitar que el agua me tirara de la piedra de molino en la que estaba subido. Sima Liang empujó con la cabeza para ampliar el tamaño del hueco. La chapa resistió un momento antes de ceder, y después un triángulo irregular se abrió en el techo, a través del cual se colaron unos rayos de luz gris procedentes de las estrellas. Entre las estrellas que había en el cielo, descubrí algunas que apenas brillaban.

—Pequeño Tío —me dijo desde más allá de las vigas—, espera ahí, que voy a echar un vistazo. Después volveré y te ayudaré a subir.

Impulsándose hacia arriba, asomó la cabeza por encima del techo, hacia la nueva luz, para echar un vistazo.

—¡Hay alguien en el techo! —gritó uno de los soldados que hacían guardia junto a la puerta.

Unas brillantes lenguas de luz atravesaron la oscuridad mientras una lluvia de balas caía sobre la chapa metálica haciéndola resonar con fuerza. Sima Liang se deslizó hacia abajo por la estaca con tanta rapidez que casi me aplasta. Se enjuagó el agua de la cara y escupió un montón de limaduras metálicas. Le castañeteaban los dientes.

—¡Ahí arriba hace un frío que pela!

La profunda oscuridad de justo antes de amanecer se había acabado, y en el interior del molino empezaba a entrar la luz. Sima Liang y yo nos acurrucamos juntos. Noté cómo su corazón latía a toda velocidad contra mis costillas, como un gorrión febril. Yo empecé a llorar de desesperación. Mientras me cepillaba la barbilla con su bonita y redondeada cabeza, me dijo:

—No llores, Pequeño Tío. No se atreverán a hacerte daño. Tu quinto cuñado es su superior.

Ahora había suficiente luz como para hacernos una buena idea de cómo era el lugar en el que estábamos. Las doce enormes piedras de molino, en una de las cuales habíamos estado subidos Sima Liang y yo, relucían majestuosamente. Su tío, Sima Ting, estaba subido en otra. Unas gotas de agua le caían desde la punta de la nariz en el momento en que nos guiñó un ojo. Unas ratas mojadas estaban subidas encima del resto de las piedras y cubrían su superficie por completo. Estaban muy juntas, acurrucadas unas contra otras. Sus pequeños ojillos somnolientos eran un brillo de color negro. Sus colas parecían gusanos. Daban pena y asco al mismo tiempo. El agua se colaba por las goteras del techo y se estancaba en el suelo, formando un montón de charcos. Los soldados del Batallón de Sima estaban de pie apiñados en pequeños grupos. Sus uniformes verdes, que ahora eran negros, se les pegaban al cuerpo. La mirada que había en sus ojos y la expresión de sus rostros eran terriblemente similares a las de las ratas. En general, los prisioneros civiles estaban por su cuenta. Sólo algunos de ellos se habían mezclado con los soldados, como el tallo de trigo que se encuentra de vez en cuando en un campo de maíz. Había más hombres que mujeres; algunas de ellas sostenían entre sus brazos a niños que lloraban y sollozaban intermitentemente. Las mujeres estaban sentadas en el suelo. La mayor parte de los hombres estaba de rodillas, salvo unos pocos que estaban apoyados contra las paredes. Esas paredes se habían encalado, hacía algún tiempo, pero ahora estaban completamente húmedas. La pintura se había desconchado con la fricción contra las espaldas de los hombres, modificando los colores de sus ropas. Distinguí a la chica bizca entre la gente. Estaba sentada en el barro con las piernas estiradas y con la espalda apoyada contra la de otra mujer. Tenía la cabeza inclinada sobre el hombro, como si se le hubiera partido el cuello. Vieja Jin, la mujer que sólo tenía un pecho, estaba sentada sobre las nalgas de un hombre. ¿Quién sería él? Estaba despatarrado en el agua, boca abajo, y en la superficie flotaban sus blancos bigotes. Alrededor de estos se veían unos coágulos de sangre que se movían por el agua como pequeños renacuajos. A Vieja Jin sólo le había crecido el pecho derecho; el lado izquierdo de su torso era plano como una piedra de afilar, cosa que hacía que su pecho pareciera levantarse mucho más que lo normal, semejante a una colina solitaria en la llanura. El pezón era grande y duro, y casi le atravesaba la delgada blusa. La gente solía llamarla «Bote de Aceite» porque decían que cuando ese pezón se excitaba se podía colgar un bote de aceite de él. Unos decenios más tarde, cuando al fin tuve la oportunidad de yacer sobre su cuerpo desnudo, me di cuenta de que el único indicio de un pecho que había en su lado izquierdo era un pequeño pezón del tamaño de un guisante, como una peca que hablara de su existencia. Estaba sentada sobre las nalgas del muerto, acariciándose su propia cara, como si estuviera loca. Se acariciaba la cara y después se frotaba las manos contra las rodillas, como si acabara de salir arrastrándose del escondrijo de una araña y se estuviera quitando trozos de translúcida tela de araña de la cara. El resto de la gente había adoptado diferentes y variadas posturas y actitudes; algunos lloraban, otros se reían y otros mascullaban algo con los ojos cerrados. Una mujer movía la cabeza hacia atrás y hacia adelante, como una serpiente de agua o una grulla al borde del agua. Era la esposa de Geng Da’le, el vendedor de pasta de gambas, y tenía el cuello largo y la cabeza pequeña, demasiado pequeña para el tamaño de su cuerpo. La gente decía que era una serpiente que se había convertido en persona, y su cabeza, desde luego, parecía confirmarlo. Su cabeza sobresalía de un grupo de mujeres cuyas cabezas estaban todas inclinadas hacia adelante, y en la fría humedad del molino, con su luz sombría, la forma en la que se movía hacia adelante y hacia atrás era la prueba que yo necesitaba para creer que alguna vez había sido una serpiente y ahora estaba volviendo a convertirse en una. Me faltó valor para echar un vistazo a su cuerpo, pero incluso cuando me obligué a mirar hacia otra parte, su imagen permaneció conmigo.

Una serpiente de color limón se deslizó hacia abajo por una de las estacas de abeto chino. Su cabeza era plana como una espátula, y su lengua violeta salía de su boca como un dardo antes de volver a entrar. Cada vez que tocaba la parte superior de la piedra del molino con la cabeza, se quedaba quieta, daba un giro y se lanzaba en otra dirección, avanzando directamente hacia las ratas que había en el centro de la piedra. Las ratas mostraban las garras y se ponían a chillar frenéticamente. Cuando la cabeza de la serpiente avanzaba en línea recta, su grueso cuerpo se deslizaba con suavidad hacia abajo, dando vueltas alrededor de la estaca, desenrollándose al moverse, y parecía que era la estaca y no la serpiente la que estaba dando vueltas. Cuando llegó al centro de la piedra de molino, levantó la cabeza súbitamente en el aire, a unos treinta centímetros de altura, y la echó hacia atrás, como una mano. La parte de atrás de su cabeza empezó a contorsionarse, se aplanó y se expandió, y el dibujo que se vio en su cuello desplegado se parecía a una celosía. El movimiento de su lengua violeta se aceleró; era una imagen terrorífica, y la acompañaba un silbido que helaba la sangre. Las ratas se volvieron lo más pequeñas que pudieron, chillando sin cesar. Una rata grande se levantó sobre las patas traseras y enseñó sus garras, como si estuviera sosteniendo un libro, y después se apoyó en las patas delanteras antes de salir volando por el aire, dentro de la apertura triangular de la boca de la serpiente. La serpiente cerró la boca; la mitad posterior de la rata quedó fuera, rígida, pero su cola tiesa todavía se movía cómicamente.

Sima Ku estaba sentado sobre una estaca de abeto chino que estaba tirada en el suelo, abandonada, con la cabeza escondida en el pecho y el pelo totalmente revuelto. Segunda Hermana yacía sobre sus rodillas, con la cabeza metida en el hueco de su codo, boca arriba, con la piel del cuello muy tensa. Tenía la boca abierta; la mandíbula inferior colgaba pesadamente, formando un agujero negro en su rostro, de un blanco fantasmal. Segunda Hermana estaba muerta. Babbitt estaba sentado muy cerca de Sima Ku. Su rostro joven mostraba la expresión de un hombre viejo. La mitad superior del cuerpo de Sexta Hermana estaba apoyada encima de las rodillas de Babbitt, y no dejaba de retorcerse. Babbitt le acariciaba los hombros con una mano hinchada por tanta lluvia. Al otro lado de la decrépita puerta, un hombre delgadísimo se estaba preparando para suicidarse. Los pantalones se le habían caído hasta los muslos, descubriendo unos calzoncillos que se le habían soldado al cuerpo con barro. Quería atar su cinturón de algodón en lo alto del marco de la puerta, pero no era capaz de llegar tan arriba, ni siquiera dando saltos. Estaba tan débil que, cuando intentaba saltar, apenas se elevaba por encima del suelo. Me di cuenta, por la forma protuberante de la parte de atrás de su cabeza, que se trataba del tío de Sima Liang, Sima Ting. Al final, encontrándose demasiado cansado para seguir intentándolo, se agachó, se subió los pantalones y se volvió a colocar el cinturón. Entonces se dio la vuelta y sonrió a la gente que lo estaba observando antes de dejarse caer sobre el barro y empezar a sollozar.

Los vientos matinales llegaron soplando desde los campos, como un gato mojado con una carpa brillante en la boca, paseándose con arrogancia sobre el tejado de chapa metálica. El Sol rojo del amanecer ascendió, saliendo de su refugio, lleno de agua de lluvia, goteando, exhausto. El Río del Dragón estaba muy crecido, y el sonido que hacían sus olas al romper parecía más fuerte que nunca en el silencio de la mañana. Estábamos sentados sobre la piedra del molino, y desde ahí contemplamos los primeros rayos del sol, rojos y neblinosos. Los cristales de las ventanas estaban inmaculados después de una noche de lluvia ininterrumpida. Los campos de agosto estaban justo delante de nosotros, sin que ni el tejado del edificio ni los árboles nos los taparan. Afuera, el agua de la lluvia había limpiado el polvo de las calles y ahora se podía ver el duro suelo de color castaño. La superficie de la calle relucía como si la hubieran barnizado. Sobre la calle había un par de carpas rayadas que todavía no estaban completamente muertas; sus colas aún se movían débilmente. Pasó una pareja de hombres vestidos con uniformes grises. Uno era alto, el otro era bajito. El alto era delgado, el bajito era gordo. Iban inspeccionando la calle y llevaban una gran cesta de bambú llena de grandes peces. Tenían una docena, más o menos; había carpas rayadas, carpas de hierba e incluso una anguila plateada. Excitados por la visión de los dos peces en la calle, corrieron hacia ellos. En realidad, fueron a trompicones, como una grulla y un pato atados entre sí.

—¡Qué carpa enorme! —dijo el bajito y gordo.

—¡Hay dos! —dijo el alto y delgado.

Yo casi podía distinguir sus rostros cuando se agacharon a recoger los peces, y tuve la certeza de que eran dos de los camareros del banquete que hubo tras la boda de Sexta Hermana con Babbitt, una pareja de agentes infiltrados del Decimosexto Batallón. Los hombres que estaban de guardia delante de la puerta del molino los observaron recoger los peces. El jefe del pelotón bostezó y se acercó a donde estaban los dos hombres.

—Gordo Liu y Flaco Hou, esto es lo que se llama encontrar las pelotas en los propios calzoncillos, o atrapar peces en secano.

—Jefe de Pelotón Ma —dijo Flaco Hou—, es una tarea dura.

—La verdad es que no, pero tengo hambre —contestó el Jefe de Pelotón Ma.

—Ven a tomar una sopa de pescado —dijo Gordo Liu—. Por una victoria como la nuestra, los soldados merecen comer bien y beber bien, como recompensa.

—Tendréis suerte si esos pocos pescados son suficientes para vosotros, los cocineros —dijo el Jefe de Pelotón Ma—. Ni hablemos de los soldados.

—Tú eres un oficial, sea cual sea tu rango —dijo Flaco Hou—. Y los oficiales deben aportar pruebas para respaldar lo que dicen, deben moderar sus críticas en función de las necesidades políticas. No cabe hablar de manera irresponsable.

—Sólo estaba bromeando. ¡No os toméis todo tan en serio!

—Flaco Hou —dij o el Jefe de Pelotón Ma—, en los meses que han pasado desde la última vez que te vi, te has convertido en un charlatán.

Mientras discutían, Madre se acercó caminando lenta y pesadamente, pero con decisión, hacia nosotros, con el sol rojo brillando a su espalda. «Madre…», sollocé, bajando de la piedra de molino de un salto. Me hubiera gustado ir volando a sus brazos, pero me resbalé y me caí al barro que había al pie de la piedra.

Cuando volví en mí, los primero que vi fue el rostro agitado de Sexta Hermana. Sima Ku, Sima Ting, Babbitt y Sima Liang estaban de pie, a mi lado.

—Madre está aquí —le dije a Sexta Hermana—. La vi con mis propios ojos.

Conseguí escapar de los brazos de Sexta Hermana y salí corriendo hacia la puerta, pero choqué contra el hombro de alguien. Eso me detuvo momentáneamente, pero volví a lanzarme, atravesando la masa de gente. Llegué hasta la puerta y me tuve que parar. Golpeándola con los puños, empecé a gritar: «¡Madre! ¡Madre!».

Un soldado introdujo la punta del cañón de su ametralladora por un agujero que había en la puerta.

—¡Cálmate! Os dejaremos salir después del desayuno.

Madre escuchó mis gritos y comenzó a caminar más deprisa. Vadeó la acequia que había junto al camino y se dirigió al molino. El Jefe de Pelotón Ma la detuvo.

—¡Ya has llegado demasiado lejos, hermana mayor!

Pero Madre se deshizo de él de un empujón y siguió andando sin decir ni una palabra. Tenía la cara iluminada por la luz roja. Parecía como si estuviera manchada de sangre. Torcía la boca, poniendo un gesto de enfado.

Los guardias cerraron filas rápidamente, formando una línea como una pared negra.

—¡Deténgase ahí mismo, señora! —le ordenó el Jefe de Pelotón Ma cogiendo a Madre por un brazo e impidiéndole avanzar ni un paso más. Madre hizo un esfuerzo para liberarse de él—. ¿Quién es usted, y qué se cree que está haciendo? —le preguntó enfadado el Jefe del Pelotón Ma, y le dio un empujón que casi la tira al suelo.

—¡Madre! —grité yo, al otro lado de la puerta.

Los ojos de Madre se volvieron azules y su boca torcida se abrió mucho, dejando escapar una serie de gruñidos. Se lanzó contra la puerta sin pensar en nada más, pero el Jefe del Pelotón Ma tiró de ella desde atrás, lanzándola dentro de la acequia que había junto al camino. El agua salpicó en todas las direcciones. Madre se dio la vuelta en el agua y se puso de rodillas. El agua le llegaba por el ombligo. Salió a cuatro patas de la acequia. Tenía el pelo lleno de barro y totalmente empapado. Había perdido uno de sus zapatos, pero avanzó, cojeando, sobre sus pies inutilizados por el antiguo vendaje.

—¡He dicho que se detenga ahí! —El Jefe del Pelotón Ma levantó la ametralladora y la apuntó hacia su pecho—. ¿Está usted intentando que los presos se amotinen? —dijo, muy irritado.

—¡Quítate de mi camino!

—¿Qué se cree que está haciendo?

—¡Quiero encontrar a mi hijo!

Me puse a gritar más fuerte. Sima Liang, que estaba de pie a mi lado, gritó:

—¡Abuela!

Sexta Hermana gritó:

—¡Madre!

Conmovidas por nuestros llantos, las mujeres que había en el molino empezaron a sollozar. Sus lamentos se mezclaron con los ruidos de los hombres que se sonaban la nariz y con los gruñidos de los guardias.

Nerviosos, los guardias dieron media vuelta y apuntaron sus armas a la puerta podrida.

—¡No hagáis tanto escándalo! —gritó el Jefe del Pelotón Ma—. Pronto saldréis de aquí. —Después se volvió hacia Madre—. Váyase a casa, hermana mayor —le dijo intentando reconfortarla—. Si su hijo no ha hecho nada malo, tiene mi palabra de que lo dejaremos en libertad.

—Mi niño —dijo ella en tono lastimero y rodeó corriendo al Jefe del Pelotón Ma antes de dirigirse hacia la puerta.

El Jefe del Pelotón Ma se puso delante de ella de un salto.

—Hermana mayor —le dijo—. Se lo advierto. Un paso más y no tendré más remedio que entrar en acción.

—¿Es que tú no tienes madre? ¿Es que no eres humano?

Madre le dio una bofetada y siguió avanzando, tambaleándose. Los guardias que había en la puerta se apartaron para dejarla pasar.

El Jefe del Pelotón Ma, poniéndose una mano en la mejilla, les gritó:

—¡Detenedla!

Los guardias se quedaron quietos donde estaban, como si no hubieran oído nada.

Madre estaba junto a la puerta. Yo saqué una mano por un agujero, y me puse a moverla y a gritar.

Madre tiró del oxidado cerrojo y me di cuenta de que respiraba con dificultad.

El cerrojo hizo un fuerte ruido metálico y una lluvia de balas atravesó la puerta; cientos de astillas de madera cayeron sobre mí.

—¡No se mueva, señora! —chilló el Jefe del Pelotón Ma—. ¡La próxima vez no fallaré! —añadió, pegando un tiro al aire.

Madre corrió el cerrojo y abrió la puerta de un empujón. Yo corrí hacia ella y hundí la cabeza en su seno. Sima Liang y Sexta Hermana vinieron detrás de mí.

A nuestra espalda, alguien gritó:

—¡Adelante, hombres! ¡Es nuestra ocasión!

Los hombres del Batallón de Sima se abalanzaron hacia la puerta como una ola gigante. Sus duros cuerpos chocaron contra nosotros, apartándonos de en medio. Caí al suelo, y Madre cayó encima de mí.

El caos reinaba en el interior del molino; los lamentos, los gritos y los alaridos se superponían. A medida que los hombres del Decimosexto Regimiento iban cayendo, empujados por la masa, los soldados del Batallón de Sima se hacían con sus armas y empezaban a volar las balas, destrozando los cristales. El Jefe del Pelotón Ma fue lanzado a la acequia, desde donde empezó a disparar con su ametralladora; diez soldados del Batallón de Sima, más o menos, cayeron al suelo como soldaditos de juguete. Pero otros soldados se lanzaron a por él y lo hundieron debajo del agua mientras le propinaban puñetazos y patadas con ferocidad, salpicando en todas direcciones.

Varias unidades del Decimosexto Regimiento llegaron corriendo calle abajo, gritando y disparando sus armas. Los soldados del Batallón de Sima se dispersaron, pero fueron diezmados sin piedad.

En medio de toda esta actividad, nosotros estábamos con las espaldas pegadas contra la pared del molino, y rechazábamos a empujones a cualquiera que se nos acercara.

Un viejo soldado del Decimosexto Regimiento se colocó apoyado en una de sus rodillas debajo de un álamo, cogió su rifle con ambas manos, cerró un ojo y apuntó. El rifle se movió hacia arriba y un soldado del Batallón de Sima cayó al suelo. Sonaban muchos disparos, y los cartuchos usados caían al agua, donde chisporroteaban y formaban unas burbujas humeantes. El viejo soldado apuntó otra vez, esta vez a un soldado grande y moreno que estaba escapando hacia el Sur, a todo correr, y ya se había alejado bastante. Iba saltando por un campo de garbanzos como un canguro, dirigiéndose hacia el campo de sorgo que lo bordeaba. El viejo soldado, sin ninguna prisa, disparó de nuevo. El crepitar de sus disparos quedó sonando en el aire mientras el hombre que iba corriendo caía de cabeza al suelo. El viejo soldado quitó el seguro de su rifle, dejando caer un cartucho brillante que se arqueó en el aire hasta que sus extremos casi se tocaron.

Entre todo lo que estaba pasando, me fijé en Babbitt. Era como una mula sin cerebro en medio de un rebaño de ovejas. Rodeado de animales que balaban por todas partes, él tiraba y empujaba, con los ojos como platos, avanzando por el fango con sus pesados cascos, quitándose las ovejas de en medio a base de coces. Sol Callado era como un tigre de ébano. Agitaba su espada por encima de la cabeza y dirigía a una docena de valientes espadachines cuyo objetivo era cortarles el paso a las ovejas. Rodaban las cabezas, y unos alaridos que congelaban la sangre en las venas se imponían sobre los sonidos del campo. Las ovejas supervivientes corrían en cualquier dirección, sin saber dónde ir, intentando escapar. Babbitt se detuvo y se puso a mirar a su alrededor, despistado. Volvió en sí cuando el mudo cargó contra él y salió corriendo, lo más rápido que pudo, hacia donde estábamos nosotros; estaba jadeante, sin aliento, y le caía una espuma blanca de las comisuras de los labios. El viejo soldado lo apuntó.

—¡Viejo Cao, no dispares! —gritó Lu Liren, destacándose entre la multitud—. ¡Camaradas, no disparéis a ese americano!

Los hombres del Decimosexto Regimiento formaron una red humana, cerrando filas a medida que se acercaban. Los prisioneros seguían intentando escaparse, pero eran como peces atrapados en la red, y antes de que pasara mucho tiempo ya los habían juntado, como a un rebaño, en la calle que había frente al molino.

El mudo irrumpió en el grupo de prisioneros y le pegó a Babbitt un puñetazo en el hombro. La fuerza del golpe hizo que diera una vuelta completa sobre sí mismo. Cara a cara nuevamente con el mudo, balbuceó algo en su idioma, algo que podía ser una maldición terrible o una protesta formal. El mudo levantó su espada, que brilló reflejando la luz del sol. Babbitt levantó los brazos, como si quisiera esquivar los fríos rayos de luz.

—Babbitt…

Sexta Hermana dio un salto desde detrás de Madre y trastabilló, cayendo al suelo antes de poder dar ni un paso. Su pie izquierdo quedó sobresaliendo desde abajo de su pierna derecha; ella quedó tirada en el lodo pútrido.

—¡Que alguien detenga a Sol Callado! —ordenó Lu Liren. Algunos miembros del escuadrón de valientes del mudo lo cogieron por el brazo. Unos gruñidos salvajes emergieron del interior de su garganta mientras levantaba por el aire a los soldados que lo habían cogido como si fueran muñecas de trapo. Lu Liren cruzó la acequia de un salto y levantó el brazo—. ¡Sol Callado! —gritó—. ¡Acuérdate de las normas que tenemos para los prisioneros!

Sol Callado dejó de luchar al ver a Lu Liren, y sus camaradas lo soltaron. Se guardó la espada en el cinturón y agarró a Babbitt por la ropa. Sus dedos eran como pinzas metálicas. Lo arrastró hasta donde estaba Lu Liren. Babbitt le dijo algo a Lu Liren en su lengua extranjera. Lu Liren le contestó brevemente en el mismo idioma, apoyándose en unos enérgicos gestos. Babbitt se quedó callado. Sexta Hermana se acercó a él, sollozando:

—Babbitt…

Babbitt saltó al otro lado de la acequia y tiró de Sexta Hermana para ayudarla a levantarse. Su pierna izquierda colgaba inerte, como si se le hubiera muerto, y él tuvo que sujetarla pasándole el brazo por alrededor de la cintura. El vestido mugriento que llevaba, que parecía la piel arrugada de una cebolla, pareció que se le iba a salir cuando sus pálidas nalgas empezaron a deslizarse hacia el suelo. Se colgó del cuello de Babbitt, que la sujetó colocando las manos debajo de sus axilas. Los dos, marido y mujer, se mantenían más o menos de pie. Cuando los tristes ojos azules de Babbitt se posaron sobre Madre, cojeó como pudo hacia ella, arrastrando a Sexta Hermana, que ya no podía caminar.

—Mamá —le dijo él en chino, con los labios temblando y unos enormes lagrimones en los ojos.

El agua se empezó a mover en la acequia; el Jefe de Pelotón Ma se sacudió de encima el cadáver de un soldado del Batallón de Sima y se puso en pie lentamente, como un gigantesco sapo. Su impermeable estaba cubierto de agua, sangre y barro, los elementos que se encuentran característicamente en el dorso de un sapo. Con las piernas dobladas, se levantó temblando de miedo. Despertaba piedad. Se parecía a un oso, si uno no miraba con mucha atención, y a un héroe si uno se fijaba mejor. Un ojo se le había salido y colgaba al lado de su nariz como un trozo de mármol brillante. Había perdido dos de los dientes frontales y la sangre le goteaba de la mandíbula, que parecía de acero.

Una soldado con un botiquín de primeros auxilios se acercó a toda velocidad para evitar que se cayera.

—¡Comandante Shangguan, este hombre está gravemente herido! —gritó. Su delicada figura se curvaba bajo el peso de él.

En ese momento llegó corriendo Pandi, voluminosa como siempre pero muy ágil, delante de dos hombres que transportaban una camilla. Sobre la cabeza llevaba una minúscula gorra militar. La visera sobresalía de su amplio y redondeado rostro. Solamente las orejas, que asomaban desde debajo de su pelo cortado a lo paje, mantenían la delicada belleza de una chica Shangguan.

Sin dudar ni un momento, tiró del ojo del Jefe de Pelotón Ma hasta soltárselo y lo lanzó por ahí; fue rodando por el suelo fangoso durante unos instantes antes de detenerse y quedarse mirándonos, lleno de hostilidad.

—Comandante Shangguan —dijo el Jefe de Pelotón Ma sentándose en la camilla y señalando a Madre—. Dile al Comandante del Batallón Lu que esta anciana señora ha roto la puerta…

Pandi le vendó la cara al Jefe de Pelotón Ma con gasa, dando vueltas y más vueltas hasta que ya no podía ni abrir la boca. Después vino hasta donde estábamos nosotros y llamó tentativamente a Madre.

—Yo no soy tu madre.

—Una vez te conté —le dijo Pandi—, que el río fluye hacia el Este durante diez años y después hacia el Oeste los siguientes diez. Fíjate en el barro que tienes en los pies cuando salgas del agua.

—Ya lo he visto —dijo Madre—. Ya lo he visto todo.

Pandi dijo:

—Sé todo lo que ha pasado en la familia. Tú has cuidado bien a mi hija, Madre, así que te absuelvo de toda culpa.

—No necesito tu absolución. Ya he vivido suficiente tiempo.

—Hemos recuperado nuestra tierra. La hemos recuperado toda —dijo Pandi.

Madre echó un vistazo a las nubes dispersas por el cielo y murmuró:

—Señor, abre tus ojos y observa este mundo…

Pandi se acercó y, sin mostrar ninguna emoción, me acarició la cabeza. Percibí el desagradable olor a medicina que tenía en la mano. No le acarició la cabeza a Sima Liang, y yo supuse que él no le habría dejado hacerlo. Él apretaba con fuerza sus pequeños dientes de animal salvaje, y si ella hubiera intentado acariciarle la cabeza, probablemente él le habría arrancado un dedo de un mordisco. Pandi sonrió sarcásticamente y se volvió hacia Sexta Hermana.

—Has hecho bien. Los imperialistas americanos están proveyendo a nuestros enemigos con aviones y material de artillería. Están ayudando a nuestros enemigos a asesinar a la gente en los territorios liberados.

Abrazada a Babbitt, Sexta Hermana le dijo:

—Deja que nos vayamos, Quinta Hermana. Ya has matado a Segunda Hermana. ¿Ahora nos toca a nosotros?

En ese momento, Sima Ku sacaba el cuerpo de Zhaodi del molino a rastras, riéndose histéricamente. Un rato antes, cuando sus soldados habían salido alocadamente del edificio, él se había quedado dentro. Sima Ku era conocido por su meticulosidad en el vestir —los botones de su túnica siempre estaban limpios y relucientes—, pero había cambiado de la noche a la mañana. Su rostro parecía una alubia que se hubiera hinchado bajo la lluvia y después se hubiera secado al sol: unas arrugas blancas lo cruzaban de lado a lado. No había vida en su mirada y le habían salido canas en el pelo. Arrastró el cuerpo vacío de sangre de Segunda Hermana hasta donde estaba Madre y cayó de rodillas.

Madre tenía la boca torcida hacia un lado, y los huesos de la mejilla se le movían hacia arriba y hacia abajo de una forma tan violenta que no era capaz de decir ni una palabra. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se agachó para tocarle la frente a Segunda Hermana y después le cogió la mejilla con la mano y consiguió decirle:

—Zhaodi, mi pequeña niña, tú y tus hermanas elegisteis a los hombres con los que os fuisteis y el camino que tomasteis. No quisisteis escuchar a vuestra madre, así que no pude protegeros. Todas vosotras… a vuestra suerte…

Sima Ku soltó el cadáver de Segunda Hermana y se acercó a Lu Liren, que estaba rodeado por una docena, más o menos, de guardaespaldas, y se dirigía hacia el molino. Sima se detuvo cuando estaba a unos pocos pasos del otro hombre. Sus dos pares de ojos quedaron enganchados, aparentemente, en un combate mortal. Saltaban chispas, como si estuvieran batiéndose con espadas. Tras unos cuantos asaltos todavía no había vencedor. Tres carcajadas secas salieron de la boca de Lu Liren: ¡Ja, ja! ¡Ja, ja! ¡Ja, ja, ja! Sima Ku respondió con otras tres: ¡Je, je!¡Je, je!¡Je, je, je!

—Supongo que te ha ido bien desde la última vez que nos vimos, Hermano Sima —dijo Lu Liren—. Fue hace un año cuando me echaste de esta zona. ¡Me apuesto lo que sea a que nunca te habías imaginado que ibas a correr el mismo destino alguna vez!

—Una deuda de seis meses se salda muy rápido —dijo Sima—. Pero Hermano Lu, me has cobrado demasiados intereses.

—Estoy profundamente dolido por la trágica pérdida de tu esposa. Pero esa es la esencia de las revoluciones. Cuando se extirpa un tumor, siempre hay que sacrificar algunas células buenas. Pero eso no nos debe impedir extirpar el tumor. Espero que comprendas esto.

—No gastes más saliva —dijo Sima Ku—. ¡Mátame ya!

—Los planes que tenemos para ti no son tan sencillos.

—Entonces tendrás que perdonarme si tomo las riendas de este asunto.

Sacó una pistola plateada, la amartilló y se volvió hacia Madre.

—Voy a hacer esto para vengar su pérdida —le dijo, y se puso la pistola en la cabeza.

Lu Liren soltó una fuerte carcajada.

—¡Así que después de todo eres un cobarde! ¡Vamos, mátate, gusano patético!

A Sima Ku le empezó a temblar la mano.

—¡Papá! —Era Sima Liang.

Sima Ku se volvió para mirar a su hijo. Lentamente fue dejando caer la mano junto a su cuerpo. Dejó escapar una carcajada con la que se burlaba de sí mismo y le pasó la pistola a Lu Liren.

—Toma, coge esto.

Lu Liren cogió la pistola y calculó su peso con la mano.

—Esto es un juguete para mujeres —dijo, entregándosela desdeñosamente a uno de sus hombres. Después pegó unas cuantas patadas en el suelo. Tenía los pies empapados y llenos de barro—. En realidad, una vez has entregado el arma, tu destino ya no está en mis manos. Mis superiores decidirán si acabas en el Cielo o en el Infierno.

Negando con la cabeza, Sima Ku dijo:

—Me temo que estás totalmente equivocado, Comandante Lu. Para mí no hay lugar ni en el Cielo ni en el Infierno. Mi lugar está entre esos dos sitios, y cuando todo acabe, tú y yo estaremos en el mismo barco.

Lu Liren se volvió hacia los hombres que había a su espalda.

—Lleváoslos.

Los guardas se acercaron, empujaron suavemente a Sima Ku y a Babbitt con sus rifles y les dijeron:

—¡Vamos, andando!

—Vámonos —le dijo Sima Ku a Babbitt—. A mí pueden matarme cien veces, pero a ti no te tocarán ni un pelo.

Babbitt, que todavía estaba ayudando a Sexta Hermana a mantenerse de pie, se acercó a Sima Ku.

—La Señora Babbitt puede quedarse —dijo Lu Liren.

—Comandante Lu —dijo Sexta Hermana—, le suplico que nos libere a los dos como agradecimiento por haber ayudado a Madre a criar a Lu Shengli.

Levantándose las gafas, que tenían una lente rota, le dijo a Madre:

—Hazla entrar en razón.

Madre sacudió la cabeza y se puso de cuclillas.

—Niños, echadme una mano —nos dijo a Sima Liang y a mí.

Así que Sima Liang y yo ayudamos a Madre a echarse el cuerpo de Zhaodi a la espalda.

Cargando con su hija, Madre tomó el embarrado camino de vuelta a casa, descalza, flanqueada por Sima Liang y por mí. Nosotros levantábamos una de las tiesas piernas de Zhaodi cada uno para que Madre no tuviera que cargar con tanto peso. Las profundas huellas que iba dejando en el embarrado camino con sus doloridos pies, antaño vendados, todavía se podrían distinguir unos cuantos meses más tarde.